—Preparados para iniciar secuencia de separación.
La advertencia de Picard resonó por todos los rincones de la Enterprise.
—Comiencen.
Al pronunciar esa sola palabra, las complejas sujeciones que unían el módulo del platillo con el casco de batalla se fueron separando con lentitud mientras las fijaciones se deslizaban en el interior de sus receptáculos. Luego, impulsada por los motores de sus barquillas gemelas, el casco de batalla se alejó del platillo describiendo un amplio arco y salió de la órbita en torno a Nueva Oregón.
Riker siguió a través de la pantalla frontal del puente la aceleración del módulo que se alejaba. Exhalando un suspiro se retrepó en el asiento del capitán.
—También yo desearía haber ido al encuentro de los choraii —dijo Troi en voz baja desde su asiento junto al de él.
El primer oficial apartó de sí su decepción por el procedimiento de encogerse de hombros.
—Alguien tiene que quedarse con la nave… y con los granjeros. Los choraii siempre podrían volver atrás y poner en peligro la sección del platillo.
—Pero usted está más preocupado por el capitán y los otros. Le agradaría compartir el peligro que corren.
—Sí —admitió Riker—. Pero si Ruthe hace su trabajo adecuadamente, no correrán ningún peligro.
El capitán Picard examinó el puente de batalla desde el asiento a él reservado. Este asiento era un ancho y sólido sillón, y él estaba sentado manteniendo la espalda erguida; un leve fruncimiento de su frente fue la única nota que revelaba que se sentía en un entorno diferente.
El puente de batalla era similar al navegacional pero carecía de su estilizado diseño. Su propósito exigía un espacio de dimensiones reducidas, con una distancia menor entre los terminales. La pantalla principal era más pequeña; la rampa de la sección de popa estaba reemplazada por un alto escalón. Las lecturas de los instrumentos aparecían en la pared trasera, pero las dos restantes eran lisas y desprovistas de cualquier rasgo peculiar.
Los oficiales del puente habían ocupado sus puestos de costumbre. Y como no estaba previsto llevar pasajeros, Andrew Deelor ya no tenía un asiento junto al del capitán; se apartó a un lado y se reclinó contra un tramo de barandilla del puente. Ruthe prefirió sentarse sobre la cubierta con las piernas cruzadas, a los pies de él. Beverly Crusher había reclamado para sí un asiento libre que había ante un terminal auxiliar.
—Los sensores detectan indicios claros del paso de los choraii —anunció Data—. Establecidas coordenadas de navegación.
—Continúe a la máxima velocidad hiperespacial posible, señor LaForge —ordenó el capitán.
—Sí, señor —contestó el piloto, y puso a la Enterprise a una velocidad equivalente a la de la nave alienígena. No obstante, al cabo de menos de una hora se vio obligado a reducirla a velocidad de impulso.
—Los sensores están perdiendo el rastro —informó Yar desde el terminal de seguridad.
Picard acusó recibo de la declaración de la mujer con un breve asentimiento de cabeza.
—Gracias, teniente —agregó como si con ese acto quisiera dar un poco de humanidad al ambiente espartano del puente de batalla—. ¿Señor Data?
Sólo el androide parecía no verse afectado por el opresivo interior. Contestó con su habitual verbosidad.
—Las naves choraii derraman una continua corriente de partículas orgánicas en descomposición, casi de la misma forma en que los seres humanos pierden células muertas de la capa externa de su piel. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo la concentración de residuos se dispersa; la inercia lleva esas partículas sueltas en diferentes direcciones, así que…
—Así que hemos llegado demasiado tarde para seguirle el rastro desde Nueva Oregón a esta nave —dijo Picard, adelantándose a la conclusión de lo que estaba exponiendo Data.
—Ahora no podemos volvernos atrás —gritó Yar—. Tiene que haber una forma de poder seguir a los choraii.
—Los encontraremos —declaró Picard, remachando su convicción con una calma estudiada que suavizó los modales impetuosos de Yar sin necesidad de recurrir a una censura abierta—. Señor LaForge, ¿puede establecer un modelo de rumbo de la nave a partir de los datos obtenidos?
—Desde luego —dijo el timonel. Su visión conectada al visor recorrió la curva senda que aparecía en la pantalla del terminal de navegación; el último extremo era unos puntos discontinuos cada vez más espaciados—. Pero los movimientos son muy complejos. Dudo de que pueda ir muy lejos sin datos de los sensores.
Ruthe se puso en pie de un salto y se acercó al timón. Asomada por encima del hombro del piloto para ver la pantalla, estudió la imagen durante unos momentos, y luego sacudió la cabeza.
—Si al menos pudiera oír dónde han estado…
—Ah —dijo Data satisfecho—. Eso puede arreglarse fácilmente. He establecido equivalentes musicales generales para las coordenadas de viaje. —Pulsó su panel del terminal de observación para pedir una grabación de la computadora—. Desgraciadamente, el ritmo reconstruido es arbitrario y carece de la melodía de la canción choraii.
—Si hay una melodía, yo la descubriré. —Con los ojos cerrados, la respiración contenida, Ruthe escuchó dos veces el sonido del viaje de la nave estelar desde Nueva Oregón hasta su última localización—. Es una melodía de viaje —dijo al fin. Sus ojos se abrieron.
—¿La has oído antes? —preguntó Deelor.
—Es una melodía popular cantada por muchas de las naves de estos sectores —repuso Ruthe—. Ya no tenemos necesidad de seguir sus rastro. Yo puedo tocar el resto de la canción y mostrarles su recorrido.
La intérprete sacó las secciones de la flauta del interior de su capa y las armó en una sola pieza. Aplicando sus labios fruncidos en la embocadura, sopló levemente e hizo sonar las mismas notas que había tocado la computadora; pero la rígida calidad de la ejecución de esta última se transformó en un fluido fraseo musical. Ruthe continuó la canción más allá del punto en que se había detenido la computadora, llevando la melodía hasta su final. Al morir la última nota, ella bajó la flauta.
—Allí es adónde vamos.
—Ordenada la retroversión de la melodía —dijo Data, y luego inspeccionó los resultados de la computadora—. Obtenidas las coordenadas de la continuación del rumbo.
—Trace un rumbo directo —ordenó Picard—. Factor hiperespacial ocho.
Con una sonrisa satisfecha, Ruthe volvió a sentarse sobre la cubierta. Depositó la flauta sobre su regazo, aunque sus dedos continuaron deslizándose sobre el silencioso tubo como si cantara para sí misma. Excepto por el revoloteo de sus manos, permaneció inmóvil.
Wesley Crusher iba a dar contra la dura tierra del corral pero absorbió el choque de la caída extendiendo un brazo, como le había enseñado Tasha. Luego levantó de inmediato el otro brazo para protegerse el pecho de los golpes que siguieron a la acometida. Dnnys era un luchador torpe, fácil de inmovilizar, y Wesley podría haberlo derribado sin ningún esfuerzo. En lugar de eso, el alférez se concentró en la defensa.
—¡Cuéntamelo! —gritó Dnnys. Estaba demasiado alterado para darse cuenta de que sus puños no llegaban a dar en el blanco—. ¿Por qué estaba el capitán preguntando por Emily?
Wesley paró otro golpe.
—¡Deja de golpearme y te lo explicaré!
Dnnys interrumpió sus puñetazos.
—Lo siento —tartamudeó al amainar su cólera—, pero es mi sobrina. Tú sabes lo que eso significa para mí, para cualquier tío de mi comunidad.
—Por eso pienso que tienes que saberlo —dijo Wesley mientras se sentaba.
Se sacudió el polvo y las briznas de paja que tenía pegadas a la parte superior del uniforme, ganando tiempo mientras preparaba su respuesta de modo que no traicionara su juramento de guardar secreto sobre lo descubierto.
—Hay una posibilidad de que Emily esté aún con vida. Podrían habérsela llevado del planeta.
—¿Quieres decir que la tienen los atacantes? —preguntó Dnnys. Su rostro hasta ahora encendido se quedó sin color.
—Sí —respondió Wesley, acercándose peligrosamente a los límites de la información reservada—. La están cuidando bien, pero el traerla de vuelta será difícil. —Se tocó delicadamente una parte de la mejilla que le escocía, y se preguntó si el rasguño estaría ya curado para cuando regresase su madre. La imagen de su madre, en el puente de batalla, le resultaba más doloroso que las contusiones. Wesley nunca pensaba mucho en el peligro cuando se encontraban los dos juntos en la nave, pero el tener que aguardar el regreso de ella hacía que le invadiera la preocupación. ¿Era así como se había sentido su madre cuando Jack Crusher estaba a bordo de la Stargazer?
Dnnys sacudió a su amigo por un hombro.
—¿Cuándo lo sabremos?
—No puedo decírtelo porque no lo sé —respondió Wesley, apartándose y poniéndose en pie—. Vamos, tengo que acabar con tus tareas antes de la puesta del sol.
Quería pensar en otra cosa que no fueran las consecuencias del último viaje de su padre.
La Enterprise había llegado a una zona del espacio que podía confundirse con cualquier otra dentro de un radio de varios años luz. «Indistinta, calma…», pensó Andrew Deelor. Si los choraii habían seguido sus costumbres, la situación estaba destinada a cambiar sin previo aviso.
—Éste es el lugar —anunció Geordi—. He vuelto a comprobar las coordenadas de navegación.
—Los sensores no detectan rastro ninguno de partículas orgánicas —informó Data—. O bien nuestras coordenadas son incorrectas, o bien los choraii no están cerca.
—Estamos en el sitio correcto y ellos pasarán por aquí —declaró Ruthe sin levantarse de la cubierta—. La canción es larga.
—No tan larga —exclamó la teniente Yar—. Estoy detectando una débil transmisión de radio. Aumenta al máximo la recepción. —El puente pareció flotar en aquel melodioso fraseo.
Los miembros de la tripulación del puente se detuvieron en seco, hipnotizados por lo que oían. El coro gutural era mucho más grave que el de los cantores de la Si bemol, se oía con la majestuosa resonancia de un órgano de catedral, y poseía una variada gama de voces que se elevaba y descendía en una compleja armonía. Deelor aguardó la reacción de Ruthe; no exhibió ninguna que él pudiera detectar. O el carácter del sonido le era indiferente, o bien ya sabía qué esperar.
—Ni una sola nota sencilla —comentó Picard con sorpresa mientras escuchaba la ondulante música—. Son acordes.
—Un acorde en re mayor, para ser precisos —señaló Deelor. Avanzó hasta el asiento del capitán—. Estamos en problemas.
La frase dicha en voz baja apartó de golpe la atención del capitán de la canción choraii.
—Explíquese.
—El tono es un indicio de la edad de la nave. Además, escuche el número de las voces —le pidió Deelor—. Sólo hay presentes cinco tonos distintos, pero sospecho que muchas de las partes son a dos voces e incluso a tres. Una estimación a la baja nos daría once cantores, lo cual significa que la nave es muy vieja y por lo tanto muy poderosa. Una adversaria más que digna de la Enterprise.
La canción de respuesta de Ruthe lo pilló por sorpresa. Había subido a la zona de popa del puente y tocaba como desde lo alto de un escenario. Las ágiles notas de su flauta se elevaban por encima del monótono coro choraii en re mayor, como entretejiendo un elaborado contrapunto.
—Capitán, ¿debo emitir la respuesta de ella? —preguntó Yar mientras bajaba el creciente volumen de la transmisión choraii.
Picard dudó.
—¿Sucede algo malo, embajador?
—¿Qué? —Entonces, Deelor se dio cuenta de que había adoptado una expresión ceñuda mientras escuchaba—. No, nada malo.
El capitán le hizo un gesto de asentimiento con una mano a la teniente Yar. Ruthe continuó tocando y el tempo de los sonidos entrelazados se tornó más rápido.
—La han oído.
El corazón de Deelor se aceleró, como si luchara por igualar el ritmo de la música.
—Y ya vienen —anunció Geordi desde el timón.
Su visor captó en la pantalla principal el primer destello de la nave que se acercaba, pero para cuando el aviso atrajo la atención de los tripulantes, la imagen de la nave choraii se había triplicado en tamaño.
Deelor contuvo el aliento ante la vista. Incluso sin ningún punto de referencia en el espacio, podía percibir lo gigantesca que tenía que ser la nave. Mientras que la Si bemol había estado compuesta por unas dos docenas de burbujas dispuestas de forma proporcionada, la Re mayor era una confusa aglomeración de más de cien esferas. Un grupo alargado de burbujas grandes formaba la masa central, otras más pequeñas surgían entre los intersticios y recubrían los bordes externos. Deelor nunca antes se había hallado ante una nave de tal complejidad.
—Reduzca aumento —ordenó Picard cuando la Re mayor no sólo ocupó toda la pantalla, sino que desbordó sus límites. Su frente se arrugó—. Así que ahí tenemos a los destructores de Nueva Oregón.
El racimo que se acercaba se desplazaba describiendo un movimiento de rotación. Cuando un lado giró hasta quedar a la vista, Deelor detectó varias esferas púrpura alojadas en la capa exterior.
—Capitán…
—Sí, ya las veo —dijo Picard con timbre tenso—. Data, prepare su sonda neutralizadora. Por si acabamos dentro de otra red energética.
—Intentar neutralizarla sería en vano —repuso Data. Redujo aún más el aumento de la pantalla al amenazar la nave choraii con salirse una vez más de sus límites—. La red extrae energía de la nave madre, y la Re mayor puede liberar un flujo energético mucho mayor del que nosotros podemos obtener mediante la sonda.
—Lo que significa que su red nos aplastará más rápido y mejor.
—Capitán, todavía tendremos tiempo de perforar las esferas utilizando los rayos fásicos —dijo Worf.
—Sí —asintió Data—, pero mis cálculos indican que hay un setenta y ocho coma cinco por ciento de probabilidades de que esa medida acabe con la destrucción mutua.
—Olvídense de atacar —intervino un impaciente Deelor—. Será un encuentro pacífico.
—Hasta ahora, las intenciones pacíficas han sido nuestras y sólo nuestras —replicó Picard con amargura—. Los choraii saquean y destruyen y luego nosotros les pagamos por sus mal habidas ganancias.
El vuelo de la Re mayor hizo un brusco alto. Podían verse las relumbrantes esferas anaranjadas estremeciéndose a causa de las corrientes de su líquido interior.
—Embajador…
Deelor hizo callar al capitán mediante un gesto de la mano.
—Escuche. —La canción de viaje había concluido y Ruthe continuó tocando con los choraii, modulando sin interrupción al cambiar de melodía—. Están interpretando la melodía de salutación.
Cambiando el peso de lado en su asiento, Picard se inclinó hacia Deelor y habló en voz más baja.
—Suena amistosa.
—Sí, lo es. —Así que incluso el capitán podía detectar la alegría que animaba la música—. Una vez que Ruthe haya dejado establecidas nuestras buenas intenciones, podremos… —Deelor se interrumpió.
—¿Qué sucede?
—Ruthe ha iniciado una tercera melodía —explicó Deelor.
Ella no lo había mirado ni una vez para que le dijese qué hacer, aunque aparentemente estaba pasando más allá de los rituales preliminares. ¿En qué dirección? Deelor intentó sacar algo en claro de la conversación de ella con los choraii, desentrañar la mezcla de aguda flauta y retumbantes notas de órgano, pero la escalas que utilizaban no le resultaban familiares y su comprensión de la charla era incompleta.
Crusher se le acercó por detrás.
—¿Tienen a la niña?
—Sí, creo que sí —respondió Deelor, que se sentía menos seguro de lo que daba a entender. No había reconocido la melodía y sólo había podido captar frases dispersas.
—¿Y cómo vamos a recuperarla?
La voz de Picard resonó por todo el puente. Todas las canciones se terminaron de pronto y fueron reemplazadas por un tarareo bajo y sin variaciones que emanaba de la Re mayor.
Mientras desarmaba una sección de su flauta, Ruthe le respondió al capitán.
—Ya se han acordado las condiciones del regreso de la niña. —La intérprete desmontó rápidamente el resto de su instrumento y guardó los trozos dentro de la capa—. Emily fue encontrada cuando saqueaban Nueva Oregón en busca de plata. Ella no es un regalo de compromiso, así que están dispuestos a dejarla marchar por un precio adecuado.
A Deelor se le humedecieron las palmas de las manos y él se las enjugó frotándoselas contra el uniforme.
—¿Qué precio es ése?
—Kilo y medio de oro y unas libras de cinc y platino. —Ruthe descendió de la zona de popa—. Yo me transportaré hasta allí mientras se reúne el metal.
Deelor estaba demasiado confundido como para hablar. Le había confiado a Ruthe su vida una y otra vez: lo haría ahora. Sin embargo, la conocía lo bastante bien como para percibir una mentira en lo que acababa de decirle. ¿Una mentira con qué propósito?
Picard se levantó de su asiento para enfrentarse con Ruthe.
—Hay algo que no me gusta en esta transacción. Han accedido con excesiva facilidad.
—¿Prefiere luchar contra ellos? —preguntó Ruthe arqueando una ceja—. No estoy muy segura de que fuera a ganar usted.
Pasó un instante antes de que el capitán volviera a hablar.
—Teniente Yar, doctora Crusher, por favor, acompañen a Ruthe a la sala del transportador. —Picard se hizo a un lado y la intérprete pasó junto a él.
Deelor la contempló hasta que la puerta del turboascensor la ocultó a la vista.
—Confío en el juicio de Ruthe. —Entonces se preguntó si había saltado en defensa de la mujer con excesiva celeridad y dejado que el capitán se diera cuenta de su creciente inquietud—. Ella sabe lo que está haciendo.
Picard volvió a su asiento; apoyó los pies firmemente sobre la plataforma y sus manos se aferraron a los posabrazos. Centró su atención en la pantalla.
—Puede que usted confíe en Ruthe, pero yo no me fío de los choraii.
Tasha Yar dudaba en abrir un resquicio en los escudos de la nave durante los críticos segundos en que Ruthe se transportaría hasta la nave choraii. Su tensión se aflojó muy poco incluso después de que anulara el efecto de los deflectores; no podía relajarse mientras la gigantesca nave estuviera flotando tan cerca de la Enterprise.
—Detesto esta parte —reconoció Yar mientras se reclinaba contra la consola—. La última vez esperamos durante casi tres horas antes de que llegara la señal de contacto de Ruthe.
Crusher suspiró pesadamente.
—Si recorrer nadando la Si bemol llevó horas, ¿cuánto tiempo tardará en la Re mayor?
—Días, semanas… —Un timbre agudo hizo que la jefa de seguridad volviera de inmediato a los controles—. La señal de transporte —anunció Yar mientras invertía sin pérdida de tiempo el procedimiento que había enviado a Ruthe fuera de la nave tan sólo minutos antes.
—¡Es demasiado pronto! Algo tiene que haber salido mal.
Crusher corrió hacia la plataforma mientras la luz blanca volvía a inundar la cámara. Cuando el cegador rayo se extinguió, la doctora encontró a una niña pequeña de pie sobre la plataforma. Y sólo la niña. En torno al cuello llevaba una cadena con la insignia-comunicador de Ruthe.
—Apártela de ahí —gritó Yar mientras se apresuraba a ampliar el rayo de transporte en torno a las coordenadas. Cada segundo que ella pasaba ajustando los controles aumentaba el riesgo de la nave.
Crusher cogió a la niña y la retiró de la plataforma, estrechando el pequeño cuerpo contra su pecho con un intenso abrazo, regocijándose por la recuperación de al menos una vida de la matanza de Nueva Oregón. La cara que asomaba por detrás de los rizos castaños empapados guardaba un acentuado parecido con la de Dnnys.
—¡Emily!
—Estaba divirtiéndome —dijo la niña contenta cuando la doctora aflojó el abrazo. Emily había realizado sin ayuda la transición respiratoria entre el líquido y el aire—. ¿Podré volver pronto a jugar con el agua?
—No, bonita. Vas a regresar a casa —contestó Crusher al tiempo que intentaba devolverle la sonrisa. ¿Les habría afectado a los niños de Hamlin tan poco como a Emily las muertes de sus padres?
—¿Va a venir también esa señora buena?
Ruthe. La doctora miró al otro lado de la habitación. Las manos de Yar estaban sobre los controles del transportador, aunque ya no se movían.
—Tasha, ¿dónde está?
—No he podido fijar el transportador sobre ella —dijo la jefa de seguridad. Tenía el rostro rígido y los ojos bajos—. Los escudos están levantados.
—Los sensores registran toda la nave como una forma de vida —tronó la voz de Worf por aquel puente de reducidas dimensiones—. Las lecturas de los sensores son confusas. No puedo determinar con precisión la posición exacta de ella. —Examinó otra sección de la consola de seguridad—. Continúa sin haber respuesta en las frecuencias de llamada.
—¿Qué puede haber sucedido allí? —Picard había dudado desde el principio de las intenciones de los choraii, pero no debía permitir que las sospechas anularan su capacidad de juicio. Una interpretación equivocada de las intenciones de los alienígenas trabaría a ambas naves en un combate innecesario—. ¿Enviarían los choraii a la niña sin haber recibido antes el pago?
—Es posible, supongo. Tal vez como una manifestación de extrema arrogancia.
Otro pensamiento aumentó la preocupación de Picard.
—¿O ella les habrá arrebatado a la niña sin el conocimiento de los choraii?
—No —contestó Deelor con firmeza—. Ella no es tan tonta.
—Estamos ciegos ante lo que sucede allí, pero a menos que hagan algún movimiento hostil…
—Capitán —les interrumpió Data—. La Re mayor está alejándose.
—¡Timón, persecución a plena velocidad! —ordenó Picard. Al instante anunció a toda la nave—: Todos a los puestos de batalla.
La Enterprise se lanzó en persecución de las burbujas choraii. El amplio abismo que separaba a ambas naves comenzó a estrecharse, pero muy poco a poco.
—Embajador, no podemos forzar el regreso de Ruthe —dijo Picard—. No sin ponerla a ella en grave peligro.
Deelor asintió. Su semblante no estaba descompuesto, sólo pálido.
—Atraiga la atención de los choraii y deme un poco de tiempo, capitán.
—Comprendido. —Picard realizó una inspiración profunda y dio la siguiente orden—: Worf, fije los rayos tractores en cuanto los choraii estén a nuestro alcance.
La mano de Worf quedó, cual un garfio, suspendida unos segundos sobre el teclado como un ave de presa, y luego se precipitó en picado. Contacto. Unos temblores sacudieron la nave al fijarse media docena de rayos tractores sobre las esferas de la Re mayor. Las luces blancas del puente se apagaron; las luces rojo sangre de emergencia despertaron a la vida. En la pantalla, la nave choraii osciló y se detuvo con lentitud.
—¡Humanos, suéltennos! —tronaron unas voces al unísono como un furioso coro griego.
—Todavía tienen a uno de los nuestros dentro de su nave —gritó Deelor, pero su solo de tenor era débil en comparación con el coro de los choraii—. Devuélvannosla.
—¿Se refieren a la que habíamos perdido? Nos vimos obligados a renunciar a ella hace muchos años, pero ha regresado.
—Maldita sea —renegó Deelor en un susurro.
Picard le hizo una señal a Worf para que cerrara las comunicaciones. El silencio cubrió el puente.
—Embajador, ¿qué quieren decir con «la que habían perdido»?
—Ya sospeché esto antes. Hay pocas naves por estos sectores que sean lo bastante grandes como para aterrizar en un planeta, pero estaba convencido de que Ruthe me diría… —Su voz se apagó, Deelor se quedó pensativo.
—¿Que le diría qué? —exigió saber Picard.
—La Re mayor es la nave natal de Ruthe. Ella nació y se crió allí. —Deelor se pasó con rabia los dedos por el pelo, dejando un desordenado rastro de púas en su cabeza—. Tiene que haberlo sabido en cuanto escuchó la canción de ellos, pero no me lo dijo.
—¿Por qué no?
—Porque yo nunca la había dejado transportarse a bordo. —Deelor le hizo un gesto urgente a Worf y alzó la voz para reanudar su conversación con los choraii—. Les daré cualquier metal que quieran. Sólo dejen que Ruthe regrese aquí.
—No, ser salvaje. Éste es su hogar. Ella consintió en quedarse si nosotros les entregábamos a ustedes la pequeña en su lugar.
Levantándose del asiento del capitán, Picard puso su profunda voz al servicio del embajador.
—Nosotros no aceptaremos el sacrificio de ella.
—Pero si no es ningún sacrificio, capitán. —Las palabras de Ruthe temblaban y resonaban, distorsionadas por el líquido que le llenaba los pulmones—. Estoy aquí por mi propia voluntad.
—¡No, no te creo! —gritó Deelor—. Tú has cerrado un trato por la niña y tú eres el precio.
—Un precio bajo. —La risa de ella parecía un sonoro, un ondulado murmullo a consecuencia del agua.
—Un precio inaceptable —la contradijo Picard exaltado—. Los choraii han ocasionado la muerte a demasiadas personas sin pensarlo, y sin remordimientos. ¿Cómo podemos abandonarla para que se quede a vivir entre ellos?
—Pero es que yo puedo detener las matanzas. ¡Yo les cantaré las canciones de ustedes! ¡Canciones de Mozart, Beethoven y todos los otros! Les demostraré a los choraii que incluso las bestias pueden hacer música. Una vez que les consideren semejantes, les pedirán lo que necesiten.
—Esta acción es arriesgada, heterodoxa…, definitiva. Existen otros modos de…
—Usted continúa sin entenderlo. Yo siempre he querido regresar aquí, a mi verdadero hogar. He traicionado a muchos de los míos en la búsqueda de esta nave, pero sólo a los niños, porque ellos son jóvenes y pueden olvidar. Yo era demasiado mayor para olvidar y demasiado joven para morir por los recuerdos.
—¿Está diciendo la verdad? —Exigió saber Picard del hombre que estaba de pie, inmóvil, junto a él—. ¿Puede ser esto lo que ella quiere realmente?
—Sí —susurró Deelor con voz ronca—. Maldita sea, sí.
La voz de Ruthe volvió a canturrear, más insistente que antes.
—Déjennos marchar, seres salvajes. Tenemos muchas canciones que cantar.
—Teniente Worf —comentó Picard en voz baja—. Déjelos marchar.
El klingon obedeció al punto, soltando a la Re mayor de la presa del rayo tractor. Las brillantes luces y los chasqueantes sonidos del puente de batalla, amortiguados por la falta de energía, volvieron a adquirir su plena intensidad.
—No se marchan —observó LaForge. Y se dispuso a hacerse cargo del timón.
Un tarareo bajo llegó a través del canal de comunicaciones con la Re mayor. Resonantes voces choraii subieron en crescendo hasta una canción parecida a una endecha, inundando el puente con su música. Una soprano alta repetía la triste melodía.
El melancólico sonido hizo que el capitán sintiera un alfilerazo de temor.
—¿Qué está sucediendo?
Deelor no respondió. En su lugar, Data se volvió desde el terminal de observación.
—Creo que es la forma que tienen de decir adiós.