La doctora Crusher fue la última de los miembros de la tripulación en recibir la convocatoria. Se frotó los ojos soñolientos e intentó extraer algún sentido de la imagen que halló en el puente. Estaba reunido un grupo de expedición. Worf y Yar se encontraban inclinados sobre el terminal de seguridad, demasiado absortos en sus observaciones como para acusar recibo de la entrada de la doctora. Trabajaban con la concentración típica de una situación de alerta. Creciéndole la intranquilidad, la doctora se encaminó hacia el centro de mando, donde el capitán estaba inmerso en una conversación con Riker y Andrew Deelor. Tanto LaForge como Data se encontraban en los terminales de proa.
Picard levantó la mirada al aproximarse la doctora e interrumpió su charla con los otros hombres. Había esperado hasta el último minuto antes de llamar a la doctora, para permitirle descansar todo lo posible; pero ya era hora de que supiese qué había sucedido. Era la única oficial médico con acceso a la información reservada, y por tanto a la misión que ahora les esperaba.
Crusher estudió la imagen de la pantalla frontal: un planeta de color beige rayado por listas verde claro.
—¿Nueva Oregón? Hemos llegado antes de lo previsto.
—Sí —repuso Picard—. Ha habido un problema.
—¿Un problema? ¿Qué clase de problema?
—Creemos que la colonia ha sido atacada.
El deje de abatimiento de Picard tendría que haber alertado a Crusher de lo que vendría a continuación, pero la mente de ella no quería aceptar las evidentes consecuencias.
—¿Por qué se me ha llamado al puente? Debería estar en el planeta con mi equipo médico.
Riker abrió la boca para hablar, pero el capitán lo silenció alzando una mano. Picard prefería darle él mismo la noticia.
—Ya es demasiado tarde para prestarles asistencia médica alguna, doctora Crusher.
—¿No hay supervivientes? —Aturdida, se dejó caer en un asiento. La invadió un agotamiento, del cuerpo, del alma. La enfermería ya estaba preparada para la revisión médica de los trabajadores de la Federación que estaban en la colonia, más de veinte ingenieros agrónomos especializados en terrenos de conformación terrícola, mecánicos y técnicos en general—. ¿Están todos muertos?
Picard se apresuró a prevenir cualquier falsa esperanza.
—En la superficie del planeta no queda ninguna señal de vida. Incluso la vegetación está muriendo.
Para el momento en que Geordi LaForge había llevado a la Enterprise hasta la órbita en torno a Nueva Oregón, los sensores dejaron claro que ya no tenían sentido ni la revisión ni la asistencia. Las bandas de radio continuarían en silencio.
—¿Cómo? ¿Por qué? —preguntó Crusher, y halló la respuesta por sí misma en la presencia de Andrew Deelor—. Los choraii.
—Posiblemente —dijo Picard—. Data ha detectado un débil rastro de partículas orgánicas. No es algo concluyente, pero da que pensar. No lo sabremos con seguridad hasta que un grupo de descenso haya examinado la superficie.
Data se volvió desde su terminal de observación.
—He establecido las coordenadas tanto de las estaciones como de los puestos avanzados de los granjeros. De lo que queda de ellos. He buscado entre una considerable extensión de escombros para hallar un punto despejado en el que pueda descender un grupo de expedición. —Señaló una inquietante mancha roja en su pantalla—. Y las condiciones climáticas serán bastante duras. Los campos de control atmosférico parecen estar fuera de uso.
—Dos grupos —ordenó Picard en tono enérgico—. Uno a cada zona.
Entre las más duras lecciones de mando había estado el aceptar al grupo de expedición como un sustituto de su propia presencia, el usarlo como sus ojos, oídos y manos. Riker invocaría la seguridad como razón para que el capitán permaneciera en el puente; y en el fondo, Picard había llegado a darse cuenta de que podía realizar mejor su trabajo estando a distancia, echando mano alternativamente de los recursos de su nave o de los del grupo que llevaba a cabo la misión.
Riker reunió al punto el primer grupo.
—Data, Yar, encárguense del asentamiento de los granjeros.
Los oficiales designados abandonaron sus puestos y dejaron a LaForge y Worf solos en los extremos opuestos del puente. El primer oficial señaló luego a Deelor y Crusher.
—Nosotros cubriremos las estaciones. La mayor destrucción la encontraremos allí.
Crusher se levantó pesadamente del asiento, recurriendo a sus escasas reservas de energía.
—Se supone que yo debo salvar vidas —comentó como para sí—, pero últimamente no he hecho nada más que firmar actas de defunción.
El grupo de descenso que comandaba Riker se materializó en un ancho llano sin características particulares. Una fría lluvia torrencial caía sobre ellos, y unas nubes de color púrpura oscuro ocultaban el sol, convirtiendo la media tarde en un anochecer. Bajo sus pies comenzaba a pudrirse una gruesa alfombra de plantas en el suelo anegado. El primer oficial sondeó el horizonte en busca de señales de viviendas.
—Por allí —dijo Deelor al tiempo que señalaba un punto que se hallaba a varias docenas de metros.
Riker bajó la mirada. Las estaciones terrícolas lógicamente eran construidas con finalidades más utilitarias que estéticas, pero las estructuras de Nueva Oregón carecían ahora de ambas cualidades. Los bajos y estrechos tubos y las arracimadas cúpulas del centro de operaciones habían sido quebrados, hendidos, arrasados.
Abriendo la marcha, Riker avanzaba con tiento a través del agua estancada que cubría el terreno. A pesar de su cuidado, tropezó con algo que sobresalía entre unos escombros hundidos en el fango. Se inclinó y recogió un trozo de metal retorcido. Su función original resultaba imposible de determinar, pero el aguacero le quitó el barro y dejó al descubierto zonas chamuscadas de la superficie metálica. Riker le entregó el fragmento a Deelor, el cual lo inspeccionó con gran interés.
—La capa externa está completamente carbonizada —observó. Con la uña de un dedo pulgar arañó una fina línea brillante.
—Buscaré los cuerpos —dijo Crusher, y echó a andar lentamente. Sus ojos recorrieron los escombros quemados. Cuando su tricorder emitió un repentino pitido, ella miró más atenta una masa ennegrecida que se interponía en su camino—. He encontrado algo, primer oficial.
—¿Es un cuerpo? —preguntó Riker tras responder a su llamada.
El rostro de la doctora palideció y él empezó a tragar saliva de manera refleja.
La doctora asintió y le enseñó su tricorder.
—Los elevados niveles de calcio indican la presencia de huesos en el interior. —Desplazó el instrumento, orientándolo hacia el perímetro externo de la estación—. Registro varios cadáveres más por allí, enterrados bajo cenizas y escombros. También carbonizados.
—El fuego tiene que haber sido muy intenso para causar tanta destrucción —comentó Riker.
—No ha sido fuego. —Deelor apartó a un lado con un pie un trozo de plancha metálica que había cerca del cadáver—. Los signos de impacto son inconfundibles. Un golpe tremendo de un campo de fuerza aplastó el área. A eso le siguió un baño de ácido.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó Riker.
—He visto informes de una destrucción similar en otro planeta. Es exactamente como en Hamlin.
Data escuchaba por el canal abierto de la insignia-comunicador de Riker, y comparaba la descripción hecha por Deelor de la estación terrícola con las carbonizadas ruinas del asentamiento agrícola. Podridos trozos de madera quemada estaban dispersos, ora formando desiguales montones, ora lúgubremente aislados. La lluvia torrencial había convertido en lodazales los campos de cultivo.
—Los choraii han estado aquí —le informó Data a Picard—. Quedan muy pocos restos de las estructuras de madera. Aún queda menos de la gente que vivía en ellas.
—Yo me enrolé en la Flota Estelar animado por el propósito de evitar que sucedieran cosas como ésta —dijo Yar mientras contemplaba la destrucción, sus labios contraídos—. Esta vez hemos llegado demasiado tarde.
Una vez más, la sala de reuniones estaba llena. El capitán Picard comparó la sesión con la que había tenido lugar unas dos semanas antes, y observó las diferencias. Wesley Crusher, que por lo general insistía en sentarse lejos de su madre, se había encaminado directamente al lado de ésta, como en busca de consuelo. La consejera Troi, también conmovida por la noticia de la destrucción de la colonia, manifestó su necesidad de una forma menos evidente, pero acabó sentada junto a Riker. La proximidad de ambos tendría poco sentido para la mayoría de los ocupantes de la sala, pero el capitán sabía ver su significado.
Una persona brillaba por su ausencia. Picard se volvió a mirar al embajador.
—¿Dónde está Ruthe?
—No he tenido tiempo de hablarle del ataque —dijo Deelor, y se apresuró a agregar—: De todas formas, ella no tendrá ninguna información útil al respecto.
Picard descartó la excusa e hizo una apreciación innegable:
—No podrá ocultárselo. Más temprano o más tarde ella oirá hablar del asunto.
—Entonces, que sea más tarde —murmuró el embajador, inquieto—. Acabemos con esto, ¿le parece?
Los primeros minutos de la reunión se dedicaron a repasar las observaciones de los grupos que habían descendido. Data resumió los puntos comunes de los daños de ambos emplazamientos haciendo gala de la precisión característica en él. Picard se preguntó qué sensaciones, si las había, subyacerían ocultas en el objetivo informe. Él no dudaba de que el androide fuera capaz de experimentar emociones, pero el capitán consideraba también que Data, al igual que un niño, podría ser capaz de vivir el desastre del planeta como algo ajeno. Tal vez ese proceso asociativo no podría comenzar hasta que Data hubiese conocido un hecho trágico que le afectara personalmente. La doctora Crusher se mostró igualmente profesional en su exposición de los resultados de las autopsias, pero una mano la apoyaba en el brazo de su hijo.
Al finalizar el informe de las pruebas de quemaduras de ácido presentadas por Crusher, Deelor aclaró aún más detalles del ataque choraii basándose en sus conocimientos de la matanza de Hamlin.
—Tiene que haber sido una nave grande, mucho más que la Si bemol. Sólo las más viejas de las naves choraii pueden sobrevivir a la entrada en una atmósfera planetaria. Desconocemos cómo lo consiguen, pero es evidente que las esferas se comprimen bajo la presión atmosférica hasta que los componentes inorgánicos del casco se contraen formando un rígido exterior metálico.
—Mientras que las naves más jóvenes, más recientes, con burbujas más pequeñas, se comprimirían hasta el punto de aplastar a la tripulación —dedujo Data—. O carecen de los suficientes componentes metálicos como para formar ese exterior.
—Pero ¿por qué atacaron? —exigió saber Riker con acento amargo—. Hamlin era una colonia minera, pero Nueva Oregón es… era estrictamente agrícola. ¿Qué metales podían tener la esperanza de encontrar los choraii?
—Puede que nunca lo sepamos. —Las oscuras cejas de Deelor se unieron sobre su nariz—. Si estaban quedándose sin suministros, puede que actuaran por pura desesperación. O tal vez sólo por curiosidad. Su anterior paso por este sistema solar habría tenido lugar antes del proceso de conformación terrícola. Los cambios de la superficie del planeta podrían haber atraído su atención.
—¿Y la matanza sin objeto? —preguntó Picard—. ¿Qué excusa hay para eso?
Deelor se puso rígido.
—Yo no estoy defendiéndolos, capitán.
—Pero ¿continuará la Federación manteniendo relaciones con los choraii?
Un coro de protestas estalló entre los miembros de la tripulación al comprender éstos que el ataque contra Nueva Oregón podía no alterar las directrices diplomáticas.
—Imposible —declaró la teniente Yar, alzando la voz por encima de las demás—. Primero Hamlin, ahora Nueva Oregón. Yo he visto lo que hicieron con el asentamiento de los granjeros. ¡Los choraii son unos carniceros!
Picard continuó, su voz era engañosamente tranquila.
—¿Cuál es el precio de la diplomacia, embajador Deelor? ¿Cuál el del secreto de los motores alienígenas?
—Eso no nos corresponde a nosotros decidirlo —replicó Deelor sin perder la calma—. El sopesar las consideraciones éticas frente a las exigencias de la defensa es tarea de los almirantes de la Flota Estelar. Hasta que cambien la política existente, nosotros continuaremos ateniéndonos a las órdenes. Lo cual significa que por el momento, el incidente de Nueva Oregón deberá ser tratado como cualquier otro encuentro con los choraii. Toda la información se considerará confidencial.
—¡No puede guardar esto en secreto! —gritó Riker—. El Centro de Conformación Terrícola tendrá que saber que sus hombres fueron asesinados. Y ahí abajo había también granjeros. No podemos ocultarles esas muertes a los pasajeros durante más tiempo.
Deelor arrugó el gesto.
—Sí, son demasiadas las personas de a bordo de la nave que están enteradas de los resultados de la investigación llevada a cabo por los grupos de descenso. No tenemos otra elección que informar a los granjeros del ataque, pero por ahora la identidad de los atacantes es desconocida.
Picard se tomó a mal la facilidad con que Deelor hacía a un lado el cometido más difícil de llevar a cabo: anunciar una muerte. Como capitán, esa responsabilidad le correspondía a Picard por tradición, y era la más odiosa de las derivadas de su rango.
Clavó la mirada en Beverly Crusher, concentrándose en el perfil de ella; recordó su rostro como lo había visto años antes cuando se enteró de la muerte de su esposo. Picard le había dado la noticia en persona. El anuncio de la llegada de él, sin Jack a su lado, había sido suficiente para advertirle a Beverly lo que se avecinaba. Aquella impresión le había enturbiado los ojos antes incluso de que Picard comenzara a hablar. Era probable que ella no hubiera llegado a captar las palabras, pero él se acordaba demasiado bien…
Picard se apartó de su malsano tren de pensamiento, pero su concentración se había hecho pedazos. Los comentarios finales de Deelor eran un molesto ruido difícil de soportar.
Troi fue la primera en acercarse al capitán al concluir la reunión.
—Capitán, me gustaría acompañarle cuando vaya a ver a los granjeros.
Picard asintió brevemente. Así pues, la consejera había captado la agitación de su interior. Troi era un recurso invalorable para juzgar la salud emocional de su tripulación, pero se sentía incómodo cuando ese mismo talento empático era utilizado con él. Probablemente ella captó también esa reacción.
—¿Capitán Picard?
—¿Sí, señor Crusher? —dijo Picard al tiempo que se volvía para mirar al joven alférez. Otro recordatorio de la muerte de Jack—. ¿Qué sucede?
—He pensado que debería saber que entre los colonos de Nueva Oregón había una hija de la granjera Patrisha.
—Gracias, alférez —repuso el capitán.
El muchacho estaba en lo cierto; la información era importante. También hacía que el cometido de Picard fuera más difícil.
Al menos siempre sabía dónde encontrar a Ruthe, pensó Deelor mientras transponía el umbral del camarote que compartían. No había salido ni una sola vez de la habitación desde la muerte de Jasón.
Alzando la mirada desde el suelo, donde se había acurrucado para echar una siesta, Ruthe dijo:
—Has estado ausente durante mucho rato.
—Lo siento —contestó Deelor, sin tener la seguridad de si había proferido las palabras como acusación o mera observación. Habitualmente ella contemplaba los movimientos de él con indiferencia—. Me he transportado a Nueva Oregón. —Luego le explicó por qué.
—¿Cuándo sucedió eso? —preguntó ella al concluir Deelor con una breve descripción de la arrasada colonia.
—Hará una semana. Al menos, ése es el cálculo que ha podido hacer la doctora Crusher según el estado de los cadáveres. La estimación de Data da un mayor margen. Él afirma que el ataque tuvo lugar hace al menos cuatro semanas, pero no quiere comprometerse en un período de tiempo mayor.
Ruthe se desperezó con indolencia; los pies descalzos le asomaron bajo los pliegues de la capa.
—En ese caso puede que aún se encuentren en el sector. ¿Vamos a intentar establecer contacto con ellos?
—Con la Enterprise no. El capitán Picard no acogería bien la sugerencia. Tal vez podamos conseguir otra nave estelar cuando lleguemos a la Base Estelar Diez.
—Los choraii se habrán marchado para entonces —dijo Ruthe con cierto desdén—. Puede que sigan un recorrido tortuoso, pero lo recorren a gran velocidad.
La mujer no formuló más preguntas pero, de todas formas, las conversaciones de Deelor con Ruthe nunca duraban mucho. Ella perdía el interés al poco. Pasaron casi una hora en silencio antes de que Ruthe hiciera el último comentario sobre Nueva Oregón.
—La nave tiene que haber sido muy grande.
Cuando la oyó decir eso, Deelor temió que Ruthe compartiera su propia sospecha.
—Se encuentra sola —le dijo Troi al capitán cuando los dos se hallaron en el corredor, delante del camarote de la granjera Patrisha.
Picard vaciló con la mano levantada frente al timbre de llamada.
—Tal vez debería acompañarla alguno de los colonos cuando yo le dé la noticia.
La consejera meditó sobre lo que sabía de la mujer que se hallaba en el interior. Los encuentros entre ambas habían sido breves; pero a pesar de eso, a Troi no le cabía duda de la fuerte personalidad de Patrisha.
—No. Creo que ella preferirá estar sola en este momento. No siempre se siente cómoda entre los miembros de su comunidad. La verdad es que la sensación de aislamiento de Patrisha con respecto a los otros granjeros ha estado haciéndose más fuerte a lo largo del viaje.
—Muy bien, consejera. Estoy seguro de que usted sabe qué es lo mejor.
En esta situación, el capitán se hallaba fuera de su terreno y dependía mucho del juicio de Troi. Por su propio bien, Picard se alegraba de que no hubiera más demoras. Si esperaba más tiempo comenzaría a preocuparse por si carecía del apropiado semblante sereno o por si se había excedido y adoptado un aire demasiado severo. Tras respirar profundamente, pulsó el timbre de llamada. Cuando se les franqueó la entrada, Picard y Troi penetraron en el camarote que había sido despojado de todos los objetos personales. Los embalajes metálicos destinados al equipaje se encontraban ordenadamente apilados en el centro de la sala del camarote.
—¿Por qué no se nos ha permitido bajar a la superficie? —preguntó Patrisha—. ¿Qué ha sucedido?
—La colonia de Nueva Oregón ha sido destruida.
Picard decidió que el golpe no podía ser suavizado con preámbulo alguno, sin embargo, el capitán le ahorró a Patrisha los detalles del ataque choraii. Le dijo que su hija estaba muerta, pero no que sus últimos segundos de vida habían estado preñados de un dolor terrible. Ni tampoco que no quedaba nada del cuerpo que pudiera ser reconocido.
—Nuestros grupos de expedición han confirmado que no quedan supervivientes —le explicó Troi tratando de poner el mayor tacto en su voz.
—Lo lamentamos mucho —agregó Picard cuando no quedó nada más que decir.
A partir de ese punto, las cosas se desarrollaron más o menos como siempre en estas ocasiones. Sus palabras fueron recibidas con una incredulidad inicial, y luego aceptadas con creciente angustia. Algunas personas se deshacían de inmediato en lágrimas, pero Patrisha era una de las silenciosas. El desgarrador dolor llegaría más tarde, cuando los oficiales de la nave estelar hubiesen salido. Troi tenía razón; esta mujer no habría acogido bien ninguna compañía en este momento.
Tras un incómodo silencio, Patrisha habló.
—Capitán, ¿qué habría sucedido si no nos hubiéramos retrasado respecto de la fecha prevista?
A lo largo de los años, Picard se había entrenado para evitar las especulaciones estériles de ese tipo, pero comprendió el sentimiento que la movía a formular la pregunta, y la contestó por respeto.
—Toda su comunidad hubiese sido destruida. Ni un centenar de colonos desarmados, ni siquiera el doble de ese número, habría podido cambiar el resultado. —Tal vez era un consuelo pequeño, pero era lo único que él podía ofrecerle.
—Llevaba casi dos años sin ver a Krn —dijo Patrisha. Su rostro carecía de expresión—. Dos años, desde que ella y su hombre se ofrecieron voluntarios para formar parte de la avanzada de reconocimiento. Krn y yo nos peleábamos tan a menudo que de hecho me sentí aliviada al verlos partir.
Picard intercambió una mirada con Troi. No parecía haber ninguna manera elegante de marcharse, y el silencio de la consejera le indicó que, de momento, debían escuchar. Picard no quería oír más, pero lo soportaría. Su incomodidad no era nada en comparación al dolor de Patrisha.
—Sin embargo, Dvd siempre intentaba arreglar las cosas entre nosotras. Él no era un granjero típico. Era un platero, un artista…
Plata. Esa palabra se grabó en el cerebro de Picard, eclipsando todo lo que siguió. Pudo seguir la cadena de las sobresaltadas reacciones de Troi al percibir la consejera la alarma en la mente del capitán y relacionarla con lo ocurrido. Metal refinado, en cantidades pequeñas, pero lo suficientemente puro como para servir a las necesidades de los choraii. El capitán se distrajo tanto con el descubrimiento de lo que había motivado el ataque alienígena que estuvo a punto de pasar por alto el significado de lo que vino a continuación.
—Era un hombre agradable, amable y tan dedicado a la hija de ambos que ella lo llamaba tío.
—¿Había una niña? —preguntó Picard sobresaltado.
—Sí, mi nieta Emily. Habría cumplido cuatro años poco después de nuestra llegada. —La acuciante pregunta del capitán penetró a través de la pena de Patrisha—. ¿Por qué es tan importante eso?
Picard no podía contestarle. Todavía no. Tal vez nunca.
Ruthe se paseaba de un lado a otro frente a las lunetas de la sala de reuniones mientras los congregados ocupaban sus lugares. Por la fuerza de la costumbre, el embajador Deelor y el capitán Picard se encaminaron ambos hacia el asiento de la cabecera de la mesa de conferencias, pero el diplomático cedió terreno esbozando una sonrisa irónica y se desplazó hasta otra silla contigua a la que ocupaba la doctora Crusher. Riker y Data, recién llegados de un segundo viaje a la superficie de Nueva Oregón, fueron los últimos en sentarse. Ruthe dejó de pasearse pero permaneció en pie.
—No tenemos ninguna prueba de que la niña esté aún viva —dijo Picard, abriendo la conversación con la mayor de sus preocupaciones.
Riker se mostró más optimista que su capitán.
—No hemos encontrado su cadáver.
—Lo cual no significa que no la hayan matado —le advirtió Beverly Crusher frunciendo el entrecejo—. Sólo tenía cuatro años. Su cuerpo podría haber sido completamente destruido por el ácido, o haber quedado tan desfigurado que no podían identificarse sus restos como humanos.
—Ellos no matarían a un niño. —Ruthe pronunció esta creencia mostrando gran convicción.
—Ojalá pudiera creerle —dijo Picard—. Pero los choraii han matado a toda la comunidad de Nueva Oregón de la misma forma que mataron a los mineros de Hamlin. Han demostrado ser unos asesinos; ¿por qué iban a tener escrúpulos respecto de los niños?
—Usted no lo entiende —contestó la intérprete—. Los choraii consideran que los adultos humanos son intratables y peligrosos. Como animales salvajes. Y si los animales están en posesión de algo de valor, bueno, es necesario quitarlos de en medio. Matarlos es lo más fácil. Pero los niños humanos vale la pena salvarlos porque se los puede amansar.
Picard hizo una mueca al oír la explicación.
—Una actitud rechazable, pero que esta vez jugará en nuestro favor. Tenemos que suponer que la niña ha sido llevada a bordo de la nave choraii. —Miró a Andrew Deelor a los ojos—. ¿Qué dicta para esta situación la política existente?
—Hemos salido fuera de los dominios de la política —admitió Deelor encogiéndose de hombros—. La información que obra en poder de los almirantes de la Flota Estelar no considera la posibilidad de otro ataque o rapto, así que la decisión de las acciones que emprendamos es nuestra.
—Yo propongo que vayamos tras ellos —dijo Riker de inmediato—. Ahora, mientras Data aún pueda detectar el rastro de partículas orgánicas que han dejado.
Data se mostró más cauto.
—Pero una vez que los hayamos encontrado, ¿qué línea de acción seguiremos? La nave que atacó Nueva Oregón es todavía más grande que la Si bemol. ¿Cómo les obligaremos a que nos entreguen la niña?
—Por la fuerza, no —dijo Ruthe, avanzando hasta la mesa—. Mediante la persuasión. —Se volvió a mirar a Picard. Tenía la voz tensa de urgencia y sus manos se clavaban en el tapizado del respaldo de la silla más cercana a Picard—. Cuando encontremos a los choraii, yo puedo convencerles de que nos entreguen la niña.
Data continuó actuando como abogado del diablo.
—Si usted no tiene éxito, la Enterprise podría verse trabada en un combate que no tiene posibilidad de ganar. Todo por una niña que quizás esté muerta entre las ruinas de Nueva Oregón.
—Pero ¿y si estuviera viva, Data? —preguntó Crusher—. Yo me sentiré obsesionada por la incertidumbre de la suerte corrida por Emily, hasta que el asunto quede aclarado en uno u otro sentido. Tenemos que asegurarnos.
—¡La tienen los choraii! —gritó Ruthe vehementemente—. Y ya lleva con ellos alrededor de una semana; la han llevado a un mundo alienígena que no es su hogar. Tenemos que ir tras esa nave y traer a la niña de vuelta.
—Estoy de acuerdo —dijo Riker al tiempo que daba un puñetazo sobre la mesa—. Además, tenemos bastantes probabilidades de ganar un combate contra ellos. Data y Worf han continuado perfeccionando sus medidas para superar la tecnología choraii.
Picard sospechaba que el haber presenciado los pavorosos efectos del ataque sobre Nueva Oregón influía en el deseo de Riker de perseguir a los atacantes. Eso y la precipitada naturaleza típica de un oficial joven. Ambas motivaciones podían ser beneficiosas si se las mantenía en la perspectiva adecuada.
—¿Cuál es su punto de vista, embajador? —inquirió Picard, que sentía curiosidad por saber por qué el hombre aún no había expresado su opinión.
Deelor había mirado a Ruthe de hito en hito, sopesando la intensidad del ruego de la mujer, pero al oír la frase del capitán salió de su ensimismamiento.
—Tengo plena confianza en la habilidad de Ruthe para negociar con los choraii. El encuentro puede ser pacífico.
Picard levantó una mano para detener la refutación de Data.
—No obstante, continúa existiendo el riesgo de un enfrentamiento. —Bajó la mano con un gesto decidido. Había seguido el debate atentamente, escuchando por si oía algún comentario que pudiera influir en la decisión a la que había llegado horas antes en el camarote de la granjera Patrisha. Esa decisión no había cambiado—. Número uno, usted dispondrá a la tripulación del puente en sus puestos de combate. La sección de motores perseguirá a la nave choraii.
—Sí, señor —respondió Riker enérgicamente, listo para la acción en cuanto el capitán diera la reunión por terminada.
Picard observó que Ruthe parecía contenta ante la resolución. La sonrisa de ella fue rígida, como carente de práctica, y duró sólo unos segundos; pero sus ojos estaban brillantes y vivos.