Incontables estrellas destellaban rutilantes al otro lado de las lunetas de la sala, pero su luz no arrojaba calidez ninguna sobre los tres hombres del interior.
—Usted sabía que aún quedaba un adulto a bordo de la Si bemol y estaba dispuesto a permitir que los choraii partieran con él. ¿Por qué? —exigió saber el capitán Picard.
—Ruthe actuó por su propia cuenta, capitán —declaró Deelor con un despliegue de convicción mayor del que había exhibido horas antes en esa misma sala—. Yo no sabía nada…
Picard realizó una deliberada representación de estar perdiendo la paciencia. Le asestó un puñetazo a la superficie de la mesa y alzó la voz para gritar:
—Estoy harto de sus juegos, embajador Deelor. O agente Deelor… o lo que quiera que sea usted. Basta de evasivas, basta de reservarse información. Quiero saber toda la verdad sobre lo que está haciendo usted aquí.
La expresión de inocencia se había congelado en el rostro de Deelor. Se la borró frotándose la cara. Debajo de esa máscara, estaba macilento y agotado.
—De acuerdo…, estaba enterado de la existencia de Jasón y conocía los planes de Ruthe para dejarlo donde estaba. —Se hundió más en el asiento, como si necesitase cierto apoyo para continuar—. Estuve de acuerdo en no interferir en la decisión de ella porque sabía que si lo traíamos aquí lo más probable era que muriese. Ha habido otros intercambios, de algunos de ellos ni siquiera Ruthe está al tanto. En total, la Federación ha recuperado a doce de los primeros cautivos de Hamlin.
—¿Y han muerto todos? —preguntó Riker.
—No todos —contestó Deelor—. Pero los que no están muertos están catatónicos, no presentan reacción ninguna frente a estímulos exteriores. Sólo los niños parecen capaces de adaptarse a la vida fuera de las naves choraii.
Picard pensó en los heridos de la enfermería y la amargura que sentía aumentó.
—¿Por qué no me contó esto antes de que trajéramos a Jasón a bordo?
La respuesta confirmó los temores del capitán.
—Porque era posible que usted le hubiera permitido permanecer con los choraii —contestó Deelor—. Y dado que es un hombre íntegro, habría dejado constancia de esa decisión en el diario del capitán. Yo tengo menos escrúpulos. Estaba dispuesto a dejar marchar a Jasón, pero sólo si nadie se enteraba. Hay demasiados altos cargos que quieren que los cautivos de Hamlin regresen.
Picard podía censurar la ética del hombre, pero por lo menos Deelor estaba siendo sincero al fin.
—¿Por qué es tan importante su regreso?
—Las razones varían según los almirantes. Algunos tienen la creencia, tal vez debida a informes sesgados, de que los supervivientes pueden ser salvados, o que vivir como disminuidos en nuestro mundo es mejor que dejarlos con los alienígenas que mataron a sus padres. Otros quieren que los cautivos adultos regresen porque abrigan la vaga esperanza de que nos proporcionen información útil. Como imaginará, los niños no pueden decirnos cómo funcionan los motores choraii.
—No —Picard apartó a un lado la explicación de Deelor con un gesto resolutivo de la mano—. No creo que Zagráth sea capaz de sacrificar una vida por esa información.
—No la juzgue con demasiada severidad —dijo Deelor. Se mordió el labio inferior, suprimiendo las palabras que estuvo a punto de pronunciar. Tamborileando con los dedos sobre la mesa, el primer tic nervioso que había dejado entrever desde el principio, estudió a Picard y luego a Riker. El tamborileo cesó y la narración de Deelor se reanudó—. Los romulanos van tras ese motor, o pronto irán tras él. Al menos uno de sus acorazados, The Defender, fue destruido en un encuentro con los choraii. Hay vagas noticias que indican que podría haber habido otros enfrentamientos, pero no conocemos su conclusión. —Ahora contaba con la total atención de ambos—. Mi misión original era la de descubrir cómo los choraii habían derrotado a The Defender.
Riker lo captó de inmediato.
—Por el sistema de dejarles que destruyeran a la Ferrel.
—Si era necesario.
—Es usted un bastardo de sangre fría —observó el capitán.
—¡Mire más allá de sus narices, Picard! —le gritó Deelor—. ¿Qué cree usted que sucederá si los romulanos desentrañan el funcionamiento de un motor choraii? Podrían atravesar la Zona Neutral hasta el corazón mismo de la Federación y asolar mundos enteros. Yo he caminado por entre las carnicerías que dejan tras de sí. Imagine lo que hubiera sucedido en los puestos avanzados de la frontera si los romulanos hubiesen poseído una superior tecnología de vuelo.
—La Enterprise fue enviada a uno para mantener el equilibrio de fuerzas —rememoró Picard, retrepándose en su asiento—. Y se consiguió un equilibrio muy inseguro.
—Sí, ya lo sé. También yo estaba allí. La diferencia es que yo andaba por el otro lado… así fue como me enteré de la suerte corrida por The Defender. Afortunadamente, conseguí llegar a la Zona Neutral antes de morir desangrado.
Una vez más, Picard se encontró con que su opinión de Deelor variaba para dar cabida a una nueva faceta del carácter del hombre. Estaba claro que poseía una gran valentía. El capitán escuchó con creciente respeto el apasionado discurso de Deelor.
—«En el interés de la seguridad de la Federación». Ésa no es una frase que pueda utilizarse a la ligera. Significa que unas docenas de cautivos, o la tripulación de una nave estelar, pueden ser sacrificadas con el fin de salvar millones de vidas. El capitán Manin olvidó esa necesidad cuando intentó hacer detonar la Ferrel y con ella la nave choraii. Quería una muerte limpia para su tripulación y quería vengarse de los choraii. Yo tenía que impedírselo.
Poco a poco, las piezas del rompecabezas iban encajando en la mente de Picard.
—Ése es el motivo de que le dispararan.
—Como usted ha señalado en varias ocasiones, los sentimientos de la gente respecto a la matanza de Hamlin están muy vivos. Los odios exigen reacciones militares, pero los intereses de la Federación se ven mejor servidos por los lentos progresos de la diplomacia. Puesto que los intercambios de cautivos humanos entre las naves choraii sirven como regalo de vínculo, nosotros abrigamos la esperanza de que los canjes de los niños por minerales conduzcan a unos lazos similares entre los choraii y la Federación, y a la postre, al intercambio de secretos tecnológicos.
—Mis actos ciertamente no han mejorado esas relaciones —dijo Picard con un suspiro de cansancio.
—Las disensiones en la Federación respecto de la política que seguir nos ponen en una situación en la que no se puede ganar. Algunos oficiales quieren tener a los cautivos de vuelta, mientras que otros se inclinan por mantener relaciones cordiales. —Deelor se encogió filosóficamente de hombros—. La Si bemol es sólo una nave del grupo localizado en el sector, y no está entre las más importantes. Y habré de negociar pronto con otra.
—Podría haber evitado un montón de problemas si me hubiera contado todo esto al principio.
—No debería habérselo contado —dijo Deelor. Descubrió ante los dos oficiales otra parte de sí mismo, una más escalofriante que las otras—. Y si lo que les he contado sale de esta habitación, serán los dos hombres muertos. Me encargaré de ello personalmente.
Deelor regresó a su camarote y le sorprendió el encontrarse a Ruthe cómodamente acurrucada en un sofá escuchando un concierto de cuerda de Vivaldi. Ella alzó la vista al entrar él, y luego regresó a su ensimismamiento en la música. El silencio no era ninguna pista de su estado de ánimo, dado que sus saludos eran siempre esporádicos y superficiales. Tal y como había aprendido en el curso de su asociación, Ruthe permanecería en silencio hasta que tuviera necesidad de él o hasta que él le hablara. Deelor había esperado que su enfrentamiento hubiera servido para hablarse con claridad en adelante, pero tal vez ella ya había relegado la escena al territorio del pasado.
O tal vez la traición que le había hecho ella había igualado las cuentas.
Tras sentarse en una silla, Deelor dejó que el impetuoso contrapunto de violines y violas le borrara las tensiones surgidas por verse obligado a sincerarse con los oficiales de la nave estelar… Bueno, si Ruthe no guardaba ningún resentimiento, él tampoco.
Picard había permanecido en su sala de reuniones después de que los dos hombres se marcharan. La vista que se extendía al otro lado de las amplias lunetas nunca lo aburría porque la configuración de las estrellas lejanas era siempre diferente, siempre cambiante. Esos faros fugaces habitualmente parecían desafiantes y a la vez le inspiraban con su belleza, pero ahora mismo el panorama le parecía desolado.
Oyó que la puerta se deslizaba al abrirse y durante un segundo pensó que Riker había regresado, pero los pasos que se le aproximaron por detrás eran demasiado leves para pertenecer a su primer oficial. Entonces, Picard vio el reflejo de Beverly Crusher que se desplazaba por el cristal de una luneta. Se detuvo a pocos pasos de él y siguió su mirada hacia el remoto espacio. Permanecieron de pie el uno junto al otro y guardaron silencio durante varios minutos antes de que ella hablara.
—Si uno mira las estrellas durante demasiado tiempo puede empezar a sentirse como un dios. O pensar que debería ser capaz de actuar como un dios. Omnisciente, omnipotente, infalible.
Picard no respondió.
—Los capitanes y los médicos somos propensos a esa creencia. Esperamos solucionar todos los problemas y curar todos los males, y luego nos culpamos a nosotros mismos si fracasamos en tareas imposibles. O culpamos a otros.
Finalmente, Picard la miró.
—¿Está sermoneándome, doctora Crusher?
—Algo parecido. —Los ojos de ella continuaban fijos en la escena del espacio exterior—. Soy mejor dando sermones de lo que lo soy presentando disculpas.
—No necesita hacer ninguna de las dos cosas.
—Usted se merece ambas. —Crusher respiró hondo y se encaró con él—. Una disculpa por lo que dije en la enfermería y un sermón por escucharme cuando estaba de un humor demasiado alterado para decir algo con sentido.
La postura rígida del capitán se relajó.
—Yo mismo no estaba particularmente de buen humor —contestó Picard esbozando una mueca—. Y usted no dijo nada que yo ya no me hubiese dicho a mí mismo un centenar de veces.
—Lo cual demuestra que los dos necesitamos unas vacaciones.
Picard sonrió y la tirantez entre ellos se disolvió, sólo para ser reemplazada por otra tensión, más familiar. Crusher dio un paso atrás y Picard volvió a mirar las estrellas. Él se preguntó cómo había podido confundir su brillantez con la desolación.
—¿Qué tal está la teniente Yar?
—Volviendo loca la enfermería —suspiró Crusher—. Pronto la dejaré en libertad, a menos que la estrangule antes.
—¿Y Jasón?
—Sedado —fue la lacónica contestación de Crusher—. He establecido su identidad a través de los antiguos historiales médicos de Hamlin. Su modelo de ADN coincide con el de Jasón Reardon. Tenía tres años en la época del secuestro.
—¿Están emparentados?
—No —respondió ella—. Sin embargo, he utilizado características genéticas para rastrear a los progenitores del niño. Su padre era uno de los del grupo secuestrado originalmente, pero al parecer su madre nació en cautividad, como resultado de la unión de dos adultos.
—Un cautivo de tercera generación —dijo el capitán. Sus cejas se enarcaron en un gesto de alarma.
—Sí, y probablemente no sea el único. Dada la buena salud de que gozan, la población humana podría estar creciendo a una velocidad significativa y dispersándose por todas las naves choraii. ¿Cómo vamos a llegar a recuperarlos a todos?
—¿Es ésa la pregunta correcta? —preguntó el capitán al tiempo que recordaba las revelaciones de Andrew Deelor acerca del elevado índice de mortalidad entre los cautivos recuperados.
Crusher alzó las manos para detenerlo.
—No puedo ser objetiva capitán. Si hubiese podido ver a Jasón cuando lo transportaron a bordo…, esos ojos llenos de terror… —Se sacudió—. Tengo que regresar a la enfermería. A Jasón se le pasarán pronto los efectos del sedante.
Salieron juntos de la sala pero se separaron después de transponer el umbral. Picard estaba a medio camino por el pasillo opuesto cuando la doctora dio media vuelta y lo llamó.
—Por cierto, capitán. El profesor Butterfield ha solicitado una ensalada de palmera para el almuerzo.
A pesar de que a Data le habían asignado un camarote propio como a sus compañeros no cibernéticos, se le encontraba con más frecuencia en las habitaciones de Geordi o en la biblioteca. Ambos lugares alimentaban la única hambre que era capaz de sentir: la curiosidad. El androide estaba libre de las exigencias propias de un cuerpo humano, pero se deleitaba en la búsqueda de conocimiento y adquiría datos con la misma apetencia que experimentaban algunas personas al encontrarse con una nueva exquisitez culinaria.
Puesto que Geordi estaba todavía al mando del puente, Data decidió pasar la restante hora del turno de descanso dedicado a su más reciente línea de investigación. Había llegado a dominar los textos que explicaban la necesidad fisiológica del sueño entre las formas de vida orgánicas, pero ciertos aspectos psicológicos todavía lo desconcertaban. Al entrar en la biblioteca, sin embargo, Data desvió su atención a una inusitada actividad que se desarrollaba en un rincón de la sala.
—Ah, hola, Data —suspiró Wesley cuando el androide se acercó al suministrador de libros impresos. Intentó recoger los libros en tela que había esparcidos por la mesa, pero Data ya tenía en sus manos uno de los volúmenes.
—Muy interesante —dijo Data, inspeccionando el título del lomo. Él encontraba que el formato impreso era algo engorroso de manejar y consumía tiempo, aunque su estrecha relación con los seres humanos le confería al medio un cierto encanto—. Principios básicos de ingeniería. Es para los archivos, ¿no? Usted ya domina ese tema.
—Estoy haciéndole un favor a un amigo. —Wesley sacó el último volumen encuadernado por la sección de montaje del suministrador—. Y, Data, apreciaría que se guardara esto para usted.
Data arrugó la nariz. No estaba familiarizado con la frase.
—¿Desea usted que me lo quede?
—No, quiero decir… —Wesley inspiró profundamente—, bueno, que no le cuente a nadie lo que yo estoy haciendo. Verá, es, eh…
—¿Un secreto? —preguntó Data.
—Sí —respondió Wesley.
El androide sonrió y recitó con entusiasmo:
—Secreto: una operación clandestina, una empresa encubierta, un…
Wesley interrumpió el recitado.
—Lo siento, señor, pero llego tarde a clase.
Forzando una sonrisa de disculpa, el muchacho recogió los volúmenes y se encaminó apresuradamente hacia la salida.
Data se quedó perdido en sus pensamientos, meditando sobre la magia de los secretos.
Ahora que tenía uno, no estaba demasiado seguro de qué debía hacer con él.
Cada vez que Riker se reunía con la granjera Patrisha, la mujer lo saludaba desplegando gran cortesía. En esta ocasión, cuando él acudió al camarote de ella, la mujer le ofreció té al primer oficial y éste aceptó. Sorbieron la amarga infusión de hierba santa en un silencio cómplice antes de tratar de cuestiones serias.
Riker esperaba que la cordialidad de Patrisha pudiera resistir la prueba de las noticias que le traía. Tras dejar a un lado la taza vacía, comenzó.
—Tengo buenas noticias. Hemos vuelto a poner rumbo hacia Nueva Oregón.
—¿Llegaremos a tiempo para la decantación? —preguntó Patrisha.
—No, me temo que no. —Riker se mostró franco sobre ese aspecto y luego dejó caer el engaño—: Nuestros motores hiperespaciales han de pasar una revisión rutinaria durante su funcionamiento que nos retrasará.
Afortunadamente, no era probable que Logan hablara con los granjeros. Al ingeniero en jefe no le agradaría que se utilizara como pantalla a su departamento.
—¿De cuánto tiempo será el retraso?
Sonriendo, intentó minimizar el alcance de la respuesta que tenía preparada.
—Sólo dos semanas.
Mentir no habría sido necesario; Patrisha aceptó las noticias sin hacer comentarios. Riker se preguntó si la compostura de la mujer estaría influida por la decisión de Dolora de trasladarse de manera permanente a la granja del simulador. Lo cual le trajo a la mente otro asunto.
—Respecto a la decantación: la forma más fácil de trasladar la maquinaria de estasis al simulador es empleando el transportador.
—Mi gente nunca lo aceptará —dijo Patrisha de inmediato. Sus cejas habían salido disparadas hacia arriba ante la herética propuesta—. Los transportadores están frontalmente en contra de las creencias de los granjeros.
—Me temía que ése sería el caso.
Toda la comunidad y sus pertenencias habían llegado a bordo de la Enterprise por lanzadera, una operación que debería haber llevado una hora y en cambio llevó cinco. Hubo un constante ir y venir de lanzaderas entre el muelle de la base estelar y la cubierta de embarques, con colonos que se desplazaban en ambos sentidos entre una ruidosa confusión de equipajes extraviados y familias separadas. El primer oficial quería evitar que se repitiera ese episodio.
—La alternativa es la de desmantelar las máquinas para que las celdas de estasis puedan ser transportadas manualmente.
—Lo cual significa que todo el proyecto acabará en desastre para los animales —concluyó Patrisha sin necesidad de insinuárselo. Era evidente que ella recordaba la desorganizada subida a bordo con tanta claridad como Riker.
—No puedo decir tanto. —Riker evitó pronunciarse, inseguro de hasta qué punto podía ejercer presión.
—Yo tampoco. —Patrisha dejó su taza sobre la mesa—. Y estos asuntos se deciden en asamblea.
Y los dos sabían qué decidiría la comunidad. Él lo había intentado, por lo menos, pensó Riker mientras se ponía en pie para despedirse. Tal vez pudiera persuadirse a los granjeros de que permitiesen que miembros de la tripulación los ayudaran en el traslado. Se preguntó cuántos de sus propios hombres harían falta para compensar la ineficacia de los colonos.
—Por supuesto, si usted no les pregunta, ellos no pueden rechazarlo —dijo Patrisha mientras también ella se levantaba.
—¿Cómo dice?
Ella no pudo mirarlo a los ojos, pero dejó clara su postura mientras caminaban hacia la puerta.
—Si las celdas de estasis están en el simulador mañana por la mañana, será demasiado tarde para que alguien plantee objeciones. Y es posible que nadie se pregunte cómo llegaron hasta allí.
—Gracias por el té, Patrisha —dijo Riker al tiempo que le dedicaba una ancha sonrisa—. Y por el consejo.
—Por favor, no diga eso —contestó Patrisha con firmeza—. Absolutamente a nadie.
—No puedo soportar un minuto más guardar cama —gritó Tasha Yar, irrumpiendo en la oficina de la doctora—. Podría estar en el puente haciendo algo de utilidad. Estamos llevando a cabo una misión de alto secreto, y mi estancia en cama va en detrimento de que se cumplan plenamente las medidas de seguridad. —Plantó los puños encima del escritorio de Crusher—. Además, me encuentro bien.
—Me alegro de oírle decir eso, Tasha —repuso Beverly Crusher. Se inclinó hacia atrás para poner un poco más de distancia entre sí y la teniente—. Pero he estado reteniéndola aquí hasta que me llegara esto. —Sostuvo en la mano un disquete. El informe del análisis del laboratorio estaba sobre su escritorio cuando la doctora regresó a la enfermería. Había solicitado las pruebas como una precaución de rutina…, pero los resultados deparaban una desagradable sorpresa—. ¿Qué recuerda usted de la atmósfera de la nave choraii?
—Era igual que ahogarse. —Yar se estremeció—. Los primeros momentos fueron los peores. Después de eso, el respirar no era tan malo como yo esperaba. De hecho, el líquido resultaba bastante agradable. Tenía ese olor, casi sabor, a canela.
Ésa había sido la pista reveladora.
—He hecho analizar una muestra del líquido aromático. Contiene una droga, un narcótico.
—¿Significa eso que tengo que quedarme en la enfermería? —La preocupación de Yar era sincera.
—Sí —dijo Crusher con total resolución. El perseverar en sus objetivos era admirable en los jefes de seguridad pero no en los pacientes que tenían como meta que se les diera el alta. La doctora salió de su despacho y la teniente la siguió por el corredor—. No puedo dejarla marchar hasta que esté segura de que su cuerpo ha metabolizado hasta el último resto de la droga. Incluso entonces, no sabremos qué efectos a largo plazo podría sufrir.
—¡Pero yo me encuentro bien! —exclamó Yar.
—Tasha, usted dice eso incluso después de hacer prácticas de judo con Worf. He visto su cuerpo volverse negro y azul y usted negándose a admitir que sentía dolor.
—Pero ésa no es una comparación apropiada.
—¡Ya basta! —Crusher se detuvo de pronto y dio media vuelta para encararse con Tasha—. Una sola palabra más, y llamaré a su propio servicio de seguridad para que la lleve de vuelta a la sala.
Un grito angustiado proveniente de la habitación que tenían más adelante puso un brusco final a la discusión. Ambas mujeres corrieron por el pasillo e irrumpieron en el área de aislamiento. La doctora Crusher comprendió de inmediato la escena.
—Tasha, usted cuide de Troi. —Se encaminó directamente hacia la cámara.
Jasón había despertado. Sus gimientes alaridos se mezclaban con los sollozos de Deanna Troi. La doctora desactivó la cubierta protectora de la cámara de aislamiento para tratarlo. Estaba acuclillado en un rincón, balanceándose aguadamente hacia adelante y atrás. Aunque tenía los ojos abiertos, la mirada de éstos era vacía y no parecieron captar que Crusher se acercaba.
—Jasón. —Ella tendió una mano y lo tocó.
El hombre gritó al sentir el contacto. Su cuerpo se enroscó en una posición fetal, y ocultó la cabeza entre las rodillas. Los brazos y las piernas le temblaban de modo incontrolable.
—No —gritó Troi—. No se acerque más a él. —A pesar del consolador abrazo de Tasha, la consejera también temblaba. Su rostro estaba desfigurado, tenso de resultas de la angustia de Jasón—. Su presencia sólo consigue asustarle más.
—¿Qué puedo hacer para tranquilizarlo?
—No lo sé —sollozó Troi—. Nada. Déjelo.
Jasón se había encogido aún más, y sus gemidos habían adquirido un inquietante canturreo rítmico.
—Maldición. —Crusher se hizo con una hipodérmica. Jasón dio un leve respingo al sentir que la fría aguja penetraba en su piel, pero no acusó mayor recibo de la inyección. Segundos más tarde, al hacerle efecto el sedante, guardó silencio y se desplomó en el sitio. Crusher acostó al hombre de lado y con cuidado le desenredó y estiró las extremidades para colocárselas en una posición cómoda. Permanecería en esa postura al menos durante seis horas.
La doctora activó el panel de control de la cámara y el escudo volvió a deslizarse, y al momento ocultó la figura del hombre de la vista. El panel de diagnóstico no indicaba anomalías físicas. No obstante, aquellas intensas reacciones emocionales acabarían por tener un efecto depresivo. Desechó la hipodérmica, cogió otra e inyectó otro preparado similar. Crusher se dirigió hacia la consejera.
—No —protestó Troi, pero llegó demasiado tarde para evitar que el medicamento se depositara en el espesor de la epidermis—. De verdad, ahora estoy bien.
—Eso es lo que dicen todos —murmuró Beverly Crusher—. Esto la calmará hasta que llegue a su camarote.
—Pero no puedo dejar a Moisés. —La consejera estaba tan decidida a quedarse en la enfermería como Yar lo había estado a salir de la misma—. Está comenzando a reconocerme.
—Yo le haré compañía a usted —se ofreció Yar.
Crusher levantó la mirada con incredulidad.
—Pensaba que usted quería marcharse de la enfermería.
Yar se encogió de hombros, como embarazada por sus sentimientos.
—No soporto ver llorar a Troi.
Troi se echó a reír al mismo tiempo que se enjugaba la última de sus lágrimas.
—Gracias por la oferta, pero ¿qué sabe usted sobre bebés?
—No mucho —admitió la teniente—. Pero sería una experiencia positiva. —Hizo una pausa—. Siempre y cuando el bebé no cumpla con demasiada frecuencia sus funciones biológicas desagradables.
—Oh, hagan lo que quieran —dijo Crusher, exasperada con las dos. Troi estaba recobrando rápidamente su equilibrio emocional, pero la reacción de la doctora ante el despertar de Jasón comenzaba a calar en su ánimo.
En la intimidad de su oficina, la doctora Crusher fue incapaz de hacer caso omiso de su creciente desesperación. Se sentó ante el escritorio y consultó en la computadora una sucesión de historiales clínicos, sin centrarse en el material que aparecía en la pantalla. Su atención continuaba escapándose hacia los cautivos de Hamlin, buscando formas de ayudar a Jasón a adaptarse, pero la situación estaba muy alejada de las que conocía. Necesitaba ayuda. Tras llevarse una mano al pecho, Crusher pulsó su insignia-comunicador.
—Estaba esperando su llamada —respondió Andrew Deelor—. Y tengo formada una idea bastante buena de lo que quiere.
—¿Se lo pedirá?
—Sí, se lo pediré —contestó renuente—. Pero no puedo garantizarle su ayuda. —Cortó.
«Y yo no puedo garantizar la vida de Jasón», admitió Crusher por primera vez.