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Día es un concepto nacido en los planetas que giran cautivos en torno a un sol. En el espacio profundo, muy lejos de la luz y el calor de las flameantes estrellas, impera el reino de la noche perpetua…

—Capitán, ¿qué está haciendo despierto a estas horas?

Las palabras pincharon la frágil burbuja de pensamientos en que estaba absorto Jean-Luc Picard viajando a través del espacio. Regresó de aquella lejanía al interior de la protectora coraza del casco de la nave. Sus ojos fijaron su atención en el vidrio transparente de la luneta de babor y se encontraron con su propio reflejo: oscuros ojos penetrantes en un rostro magro cuyos fuertes rasgos se veían realzados por una frente alta y un cráneo de muy escaso y ralo pelo gris. Los dedos de sus manos, apoyados levemente sobre el transparente vidrio, estaban ateridos de frío, su calor absorbido por el espacio. Levantó las palmas de la fría superficie, y se volvió para encararse con la mujer que había entrado en la sala de observación.

—Lo mismo podría preguntarle yo, doctora Crusher —dijo.

Beverly Crusher avanzó hasta detenerse junto a él y miró por la luneta. El capitán continuó observándola.

—Va con la profesión. Soy un médico; nosotros siempre estamos despiertos cuando todos los demás…, casi todos los demás…, están dormidos. —Bostezó y con la mano hacia atrás alisó sus cabellos algo desordenados—. Cuál es su excusa, ¿insomnio o los deberes del capitán?

—Filosofía. —Pero la emoción informe, casi mística que lo había inundado, acababa de desaparecer y él no sentía ningún deseo de volver a evocarla ahora que ella se encontraba aquí—. ¿La requirieron por alguna urgencia seria?

—No lo bastante seria para justificar un informe al capitán de la nave, si es eso lo que está preguntándome. —Le recorrió un escalofrío y se ciñó más a su esbelto cuerpo la característica chaqueta azul de los oficiales médicos.

Picard se apartó del aire frío que se sentía junto a la pared de babor, y salió de la sala de observación al corredor. Crusher, cuyos largos pasos igualaban a los de él, se mantuvo a su lado sin forzar la marcha. El curvo pasillo estaba vacío y en calma; el suave fulgor de las luces de cubierta marcaba un sendero para sus botas.

—De todas formas —comentó él—, yo siempre me preocupo por el bienestar de la tripulación.

—En ese caso, se sentirá aliviado al saber que el recién nacido de la teniente T’sala está descansando tranquilamente después de un cólico.

—Ah, un cólico. —Picard adoptó una expresión con la que esperaba transmitir un sentido interés—. No pensaba que los bebés vulcanianos tuvieran propensión a los cólicos.

—Bueno, estrictamente hablando, la afección de Surell tiene más que ver con un desorden circulatorio que con uno gástrico, pero el resultado es un bebé que llora a gritos durante horas. Lo mismo podría tratarse de un cólico. —Crusher le lanzó una mirada fugaz y sonrió—. Pero éstas no son las preocupaciones habituales del capitán de una nave, ¿verdad?

—Tal vez no —concedió él esbozando una sonrisa de respuesta.

Incluso en la mortecina luz del corredor, pudo detectar un destello divertido en los ojos de ella.

Esos ojos tan azules.

Picard se aclaró la garganta con una tos tímida.

—¿Qué tal se están adaptando nuestros nuevos pasajeros a la vida a bordo de la Enterprise?

—¿Los granjeros de Oregón? —La doctora suspiró—. Bueno, por supuesto que la Flota Estelar certifica que todas las poblaciones emigrantes están en buenas condiciones de salud; pero es de esperar que se producirán algunos ajustes emocionales cuando se enfrenten con un entorno tan diferente como una nave estelar…

—Doctora Crusher —la interrumpió el capitán—, ¿cuál parece ser el problema?

—Aún no hay problemas —repuso ella—. Pero Troi me informó de que uno de los jóvenes granjeros parece insólitamente fascinado por la tecnología de las naves estelares. Los suyos le han reconvenido severamente por explorar la nave.

—Ya veo. —Picard meditó sobre las consecuencias—. Pobre muchacho. Supongo que los de Oregón pueden ser supersticiosos frente a la tecnología moderna. Sin embargo, yo diría que no es demasiado grave. Dentro de un día se encontrarán en su nuevo planeta, a salvo de la influencia corruptora de… —Se detuvo de forma repentina en el corredor, y sus predicciones quedaron inacabadas.

—¿Qué sucede?

—¿No puede sentirlo? —Picard equilibró el peso de su cuerpo sobre ambos pies, interpretando los sutiles movimientos de la cubierta—. La Enterprise acaba de cambiar de curso… e incrementar la velocidad hiperespacial. —Su mano derecha voló hasta la insignia que llevaba prendida al pecho, y activó su comunicador—. Picard al puente…

—Aquí Riker, capitán. Hemos recibido una llamada de socorro prioritaria de una nave estelar de la Federación. Están siendo atacados.

—¿Quién está atacándolos? —exigió saber Picard—. ¿Los ferengi?

—No se sabe. Es una señal automática, probablemente emitida por una boya que han lanzado. Todavía estamos intentando obtener una respuesta de la propia nave.

—Muy bien, número uno. Voy de camino. —Picard cortó el contacto y echó a andar con paso rápido.

—Buenas noches, capitán —dijo en un tono de voz bastante alto la doctora Crusher a sus espaldas.

—Ah, sí. —Picard se detuvo en medio de una zancada y se volvió a mirar por encima de un hombro.

—No me espere —continuó ella sin alterar el paso de su andar relajado—. La Enterprise es paciente suya, no mía.

Picard se despidió de ella con un gesto de la mano y continuó caminando, mientras el deber borraba de su mente todo pensamiento sobre Beverly Crusher.

Wesley Crusher estaba deslizándose silenciosamente fuera de su compartimento privado en el camarote cuando la señal de emergencia médica sacó a su madre de la cama. Tras volver a esconderse en su habitación, escuchó los amortiguados sonidos de la conversación que mantuvieron ella y T’sala, y los chillidos de acompañamiento del bebé vulcaniano, demasiado pequeño para controlar el dolor. Su madre salió de las dependencias de ambos unos minutos más tarde.

Después de contar hasta treinta, Wesley se asomó al exterior del camarote y comprobó si ella aún se encontraba por los alrededores. Para su alivio, se había marchado…; no obstante, su corazón latía más aceleradamente de lo normal cuando salió al corredor y se encaminó hacia el turboascensor. Ni que decir tiene que él se sentía lo bastante mayor como para organizarse su propio tiempo sin tener que rendirle cuentas a su madre, pero puede que ella no estuviese de acuerdo. Así que la línea de acción más cómoda era la de evitar que se enterara de que él salía.

La nave estaba en calma a una hora de la noche tan avanzada como ésta, pero aún había gente desplazándose de una a otra sección. Ninguno de los tripulantes junto a los que pasó se inquietó por verlo: a pesar de su juventud, Wesley era tan alto como muchos de los adultos, y sus distintivos de cadete subrayaban la conexión del muchacho con la tripulación.

Dnnys estaba esperando en el lugar acordado, un salón de descanso para la tripulación, ahora desierto, de la cubierta 12.

—Pensaba que no vendrías.

—He tenido que esperarme —contestó Wesley.

Una sonrisa de comprensión se abrió en el rostro del otro muchacho.

—Ya, a mí también han estado a punto de pescarme. Pero después del último vapuleo que me dio Tomás, nadie cree que vaya a intentar salir de las dependencias de los pasajeros otra vez. —Adoptó una burlona posición de firmes—. Y bien, ¿por dónde empezamos, señor Crusher?

—Ingeniería —respondió Wesley. Había trazado el recorrido que harían mientras estaba tendido en la cama, matando el tiempo hasta el momento del encuentro—. Puedo llevarte a ciertas áreas no restringidas, pero tendrás que comportarte de la mejor manera posible porque van a reparar en ti.

—En quién, ¿en mí? —preguntó Dnnys con la inocencia plasmada en sus ojos muy abiertos.

Bajó la mirada hasta su tradicional vestimenta de granjero: pantalones azul desteñido hechos de algodón entretejido toscamente, junto con una camisa de lana confeccionada con retazos rojos y negros.

—Te habría traído otra ropa, pero no creo que fueran a cambiar mucho las cosas. —Wesley señaló los largos cabellos morenos del muchacho—. Necesitarías un corte de pelo.

Dnnys se encogió de hombros, indiferente.

—¿Podemos visitar el puente?

—De ninguna manera —negó Wesley rotundamente—. El capitán ha prohibido la entrada a todos los menores de edad. Antes de que yo fuera alférez en activo, me chillaba por sólo mirar el puente desde el turboascensor. —Hizo una pausa y continuó—: No tenía intención de alardear. Sobre ser un alférez, quiero decir.

—No lo has hecho —dijo Dnnys—. No mucho, en todo caso. Si yo pudiera trabajar en el centro de control de una nave estelar, alardearía como un gallo al amanecer. —Avanzó hacia el umbral del salón—. Vamos, pongámonos en marcha. No tengo mucho tiempo antes de que me echen en falta.

Wesley echó a andar tras él.

—¿Estás seguro de que quieres continuar con esto? Podría meterte en un montón de problemas.

—Siempre estoy metido en problemas por una cosa u otra —dijo Dnnys con un suspiro—. Me he acostumbrado.

Wesley se encogió de hombros… y puesto que Dnnys no daba muestra alguna de echarse atrás, se encaminó hacia la sección de ingeniería. No cabía duda de que la tripulación de noche no impediría la entrada del alférez Crusher; y por lo que hacía a su compañero, no le dedicaron más que una mirada de curiosidad antes de volver a concentrarse en sus deberes.

—El eje central es más interesante —se disculpó Wesley mientras caminaban por una sala ancha y baja de techo llena de paneles de control.

—Puede ser, pero todo esto es muy emocionante para mí —contestó Dnnys. Señaló un panel—. ¿Qué hace eso?

Wesley, amablemente, comenzó a describir las funciones del panel, mientras sus palabras eran subrayadas por el constante zumbido bajo del cercano mezclador de materia y antimateria. Dnnys asentía, con los ojos vidriosos a causa de la lucha que libraba por entender todo un mundo nuevo de información tan ajena a él como la agricultura lo habría sido para Wesley.

Dnnys se sobresaltó al oír un sonido que no le era familiar, y sus ojos corrieron de un extremo al otro de la sala.

—¿Qué ha sido eso?

—Hemos incrementado la velocidad hiperespacial —exclamó Wesley, sobresaltado por el repentino cambio de ritmo e intensidad en las vibraciones de la ligeramente trémula cubierta. Se volvió para preguntar el porqué a uno de los ingenieros, pero los técnicos de guardia se habían marchado a otra área.

Tendría que averiguarlo por sí mismo.

El puente principal de la Enterprise era su centro nervioso, una espaciosa sala con techo abovedado y paredes curvas que conferían una dimensión estética a su estructura funcional. Los asientos de los puestos de trabajo estaban acolchados; la cubierta enmoquetada; predominaban cálidos tonos pastel, pero la luz difusa dejaba ver negros paneles táctiles de control con pantallas de cambiantes y brillantes colores.

William Riker, primer oficial de la Enterprise, se hallaba de pie y firme en el puente, su alta y musculosa complexión tensa bajo el uniforme, y los ojos fijos en la pantalla frontal que abarcaba toda una pared.

—Mantenga la nave así —le dijo al tripulante del timón.

Oyó los pesados pasos del teniente Worf sobre la cubierta elevada que tenía detrás, y estuvo a punto de pedirle otro informe del sondeo de largo alcance de los sensores, sin embargo, se contuvo; su solicitud sería redundante. De momento, ya había hecho todo lo que podía.

La respuesta de Riker a la llamada de socorro había sido casi refleja: una inmediata valoración del mensaje y un rápido torrente de órdenes que llevaron a la nave estelar a otro curso a velocidad incrementada. Su siguiente acción tendría que haber sido comunicar con el capitán, pero en el mismo momento en que su mano se desplazaba para emitir la llamada, la voz de Picard había sonado exigiendo una explicación. Riker no dudaba de la corrección de las órdenes que había dado, pero lamentaba no haberse puesto en contacto con Picard antes de darlas. Un primer oficial que asumía las responsabilidades del capitán, incluso cuando se suponía que el capitán estaba profundamente dormido, tenía que dar cuenta de sus actos sin que se lo pidieran.

El siseo de apertura de las puertas del turboascensor fue seguido por la distintiva voz del capitán Picard.

—Informe de situación, número uno —ordenó breve y enérgicamente, mientras descendía a grandes zancadas la rampa que llevaba a la cubierta de mando.

Riker recitó con rapidez el discurso que había estado preparando mientras aguardaba la llegada de Picard.

—La Ferrel, una nave estelar clase «Constelación», está emitiendo una señal de socorro automática. —Respiró profundamente y prosiguió—: Ordené un inmediato desvío de curso hacia las coordenadas desde las que emiten y un aumento de la velocidad hiperespacial a factor seis.

—Sí, así lo he advertido —comentó Picard con sequedad.

Riker fijó los ojos en la mirada de acero de Picard. El primer oficial se encumbraba media cabeza por encima de su capitán, y sin embargo, de alguna forma, Picard parecía estar siempre al nivel de su vista.

—Muy bien, número uno.

El movimiento inspiratorio y espiratorio del pecho de Riker fue la única señal de alivio externa que se sumó a lo experimentado en su mente. Todavía estaba avanzando a tientas con este nuevo capitán, pero Picard jamás dejaba que su propio ego, su percepción del respeto que se le debía, se inmiscuyera en lo relacionado con la dirección de la nave. Riker relajó la envarada postura de su cuerpo y finalizó el informe.

—Hora estimada de encuentro con la Ferrel dentro de veintidós minutos.

—Seguridad, pasen a alerta amarilla —ordenó Picard—. Y notifiquen nuestro desvío de curso a la Base Estelar Diez.

El pulso regular de las luces de alerta despertó a la vida en todo el puente. El capitán se dejó caer en su asiento de mando. Tiró hacia abajo de la parte superior de su uniforme, acomodando la pieza a la altura habitual.

—Siéntese, Will. Ahora no hay nada que podamos hacer excepto esperar.

Riker sintió envidia de la compostura del capitán y se preguntó si su relajada actitud sería genuina o una mera pose. Tal vez planteárselo estaba fuera de lugar. El primer oficial se sentó según lo indicado y se concentró en emular la apariencia, si no la sustancia, del ejemplo de Picard.

Natasha Yar estaba en pie al segundo destello de las luces de alerta. Al tercero sus ojos azules ya se habían abierto de par en par y su mente se encontraba del todo despierta. Su mano buscó la insignia-comunicador a tientas en la oscuridad.

—Jefa de seguridad a puente —llamó al cerrarse sus dedos sobre el frío metal de la insignia.

Pasaron cinco segundos completos antes de que recibiera una respuesta, tiempo que ella empleó en ponerse el uniforme a toda prisa. La alerta amarilla significaba que podía darse el lujo de vestirse como era debido, pero no tenía tiempo para una ducha. Se pasó los dedos por entre los cortos mechones de rubio cabello y dio por acabado su arreglo.

—Aquí el puente, teniente.

Ella calibró la tensión de la voz de Riker y juzgó con exactitud la gravedad de la alerta. La nave no estaba en peligro. Todavía no.

—Voy hacia allí.

Yar no se molestó en encender las luces al correr hacia la puerta. Había memorizado la disposición del camarote con vistas a una emergencia como ésta.

En su carrera hasta el puente tardó varios segundos más de lo acostumbrado en estas circunstancias, pero ni Riker ni el capitán pronunciaron una reconvención cuando la teniente Yar salió como una tromba por la puerta del turboascensor. Ocupó su puesto ante la consola de seguridad, inspeccionó las actividades de las cubiertas superior e inferior, y luego estudió la pantalla frontal. En esta última no había nada de interés, así que volvió su atención hacia la persistente señal de socorro que aparecía a intervalos idénticos por el panel de comunicaciones sin presentar variación ninguna.

—No hay respuesta a las llamadas —dijo Worf, deteniéndose junto a ella.

—¿Por qué no me llamó en cuanto recibió la transmisión? —le susurró Yar.

—Estaba ocupado —replicó Worf.

—Tendría que haber estado aquí para iniciar la alerta amarilla.

Preocupada por no llamar la atención del capitán, Yar mantenía la voz baja, lo cual le impedía mostrar la magnitud de su enfado. Y no se trataba de que un estallido temperamental a pleno volumen fuera a impresionar al klingon; las tormentas emocionales de la raza humana eran poco más que una suave lluvia veraniega para él.

—Estaba ocupado.

Yar se sintió de repente demasiado preocupada como para continuar con una discusión en el fondo unilateral. Las lecturas de sondeo habían cambiado. El trazado naranja de un perfil de energías fluctuantes era débil pero inconfundible.

Geordi LaForge salió a la carrera de su camarote y tropezó con un par de pies que bloqueaban la puerta. Un fuerte brazo salió disparado y lo rodeó por el pecho, deteniendo su caída.

—¿Qué está haciendo aquí?

—Esperándolo —contestó Data. Puso a Geordi en posición erguida sin esfuerzo, y echó a andar a su lado.

Corrieron por el corredor, daban la impresión de un estudiado contraste. El teniente LaForge era más bajo y más robusto, con una piel bruma que realzaba la palidez artificial de su compañero. Los ojos del teniente Data eran de un color dorado que hacía juego con el brillo metálico del visor de Geordi LaForge.

—¿Y qué está sucediendo? —preguntó Geordi entre jadeos una vez traspuesta de un salto la puerta del turboascensor.

—Estamos en estado de alerta amarilla —respondió Data tras pronunciar el punto de destino. A diferencia de LaForge, la respiración de Data no era agitada.

—Sí, pero ¿por qué estamos en estado de alerta amarilla? —insistió LaForge.

Los componentes positrónicos que le conferían al androide su fuerza y resistencia, eran también responsables de ciertos lapsus en su comprensión del habla humana. Geordi sabía qué dirección estaba tomando la charla y siguió el juego hasta el final, con paciencia; había adoptado el papel de preceptor informal en la educación social de Data, y siempre había tiempo para una lección rápida.

—Presumiblemente, nos hemos encontrado con una situación que requiere un incremento del estado de vigilancia que…

Geordi lo interrumpió.

—Sólo diga: «No lo sé, Geordi».

—No lo sé, Geordi —repitió Data. Meditó, perplejo, sobre el intercambio verbal—. Ya veo. Otra vez no he sabido interpretar el significado real de sus palabras.

—Así es, Data.

—Procuraré no tomármelas en su sentido literal la próxima vez.

—Eso es lo que dice siempre —dijo Geordi y emitió un suspiro; a todo esto el ascensor aminoraba su velocidad hasta detenerse.

Yar registró la llegada de ambos al puente con un breve gesto de asentimiento hecho con la cabeza.

—Tripulación del puente completa, capitán.

Con movimientos más que ensayados, LaForge y Data intercambiaron las posiciones con los tripulantes del turno de noche. El reemplazo fue perfecto en su ejecución: un par de manos se levantó de los controles cuando el otro par se posaba sobre ellos.

Deanna Troi percibió el aumento de las ansiedades en el puente de la nave antes incluso de que sonara la señal de alerta. Agitándose en el sueño, su mente atravesó las texturas superpuestas de la inconsciencia. Una vez despierta aguardó una llamada del puente para que este acto de emerger desde el sueño cobrara sentido.

Cuando la llamada no llegó, ella se obligó a transponer la última barrera.

—Troi al puente.

—Usted está fuera de servicio, consejera, y su asistencia no será necesaria durante un rato.

La contestación de Riker tendría que haber sido un alivio; sin embargo, la precisa aseveración le provocó una punzada de fastidio. Él la conocía demasiado bien, y podía anticiparse a sus pensamientos.

—Si puedo ser de alguna utilidad…

—El capitán Picard agradece su iniciativa; la llamaremos si cambia la situación.

—No me haga ningún favor —contestó ella, pero ya nadie la escuchaba.

Tras un momento de reflexión, Troi admitió que su malhumor era debido al hecho de haberse despertado, de un sueño profundo, y que en justicia no podía culpar a Will Riker por ello. Daría su palabra por buena, que la consejera de la nave probablemente no era necesaria, y se permitiría el lujo de una ducha antes de vestirse. Al examinar su reflejo en el espejo del camarote, Troi frunció el ceño con desconsuelo ante la enredada masa de oscuros cabellos que le coronaba la cabeza. Tal vez alguien como Tasha tuviera la posibilidad de responder a las emergencias en cuestión de segundos, pero Troi prefería unos cuantos minutos más para poder componerse.

La prácticamente inactiva sección de ingeniería se transformó en un frenesí de actividad después de que la tripulación que estaba fuera de servicio irrumpiera en tropel en la sala, para reincorporarse a sus puestos. Wesley y Dnnys intercambiaron miradas de regocijo ante su buena suerte.

—¿Te presentarás ahora en el puente? —preguntó el joven granjero.

La embriagadora emoción, y tal vez la falta de sueño, hicieron que cobrara cuerpo la posibilidad. Wesley comunicó con el puente.

—Aquí el alférez Crusher… —no fue más allá de eso.

—Vuelva a meterse en la cama, muchacho —le espetó la voz del capitán Picard.

Ambos muchachos salieron a la carrera de ingeniería.

A medida que la Enterprise se acercaba más y más a la Ferrel, Picard se obligaba a permanecer quieto, luchando contra cualquier movimiento físico que pudiese distraerlo de los informes de la tripulación del puente.

—Capitán —dijo Yar—. Los sensores detectan emisiones de energía en la fuente de las coordenadas de la que proviene la llamada de socorro. La configuración no me resulta familiar, y además es de gran potencia, demasiada para la que podría detectarse desde una distancia tan grande como ésta.

—Levante los escudos —ordenó Picard.

—Encuentro dentro de tres coma cuatro minutos —anunció Data.

LaForge tenía las manos suspendidas sobre el panel del timón.

—Preparados para abandonar velocidad hiperespacial.

—Energía de impulso. —Picard continuaba sentado e inmóvil en su asiento.

Muy suavemente, los dedos del piloto se posaron sobre el panel. Con un estremecimiento casi imperceptible, los motores de la nave cambiaron a velocidad sublumínica. El universo se contrajo.

En la pantalla frontal, las diminutas chispas de las lejanas estrellas adquirieron relieve de forma brusca contra el indistinto telón de fondo negro. En el centro de esta imagen, unas estelas enturbiaban los luminosos astros. Dos naves evolucionaban por el espacio, trabadas en una mortal danza de combate. Una relumbrante niebla azul las envolvía a ambas.

Picard se inclinó hacia delante.

—Pasen a alerta roja.

La espera había concluido.