LAS ilusiones luchan contra ilusiones.
Y en el extenso silencio de aquel paisaje nada se asienta ni es definitivo, a excepción de la imagen de infinidad presentada por las estrellas y la negrura que parece extenderse inmensamente allá arriba. Y es que abajo, cualquiera podría jurarlo, se extiende otra negrura, un altiplano de ébano interminable cuya superficie es como de piedra pulida. Allí parecía que el cielo había lanzado estrellas, colocándolas dentro de la brillante oscuridad del mundo inferior para que este pueda contemplar desde lejos estas refulgentes reliquias, titilantes desechos de su antiguo tesoro, los restos brillantes de sus sueños.
Así pues, tanto arriba como abajo se puede contemplar el parpadeo de estas motas luminosas, cuerpos temblorosos cautivos en la red intacta de negrura. Y la propia red abismal parece temblar; y es que nada allí está en paz o seguro en su naturaleza. Incluso el vacío que separa la luz de la estrella de su reflejo sobre la gran llanura cristalina es un vacío de imitación. Porque, tras haber convertido la tierra en su espejo, el cielo ya ha mirado durante demasiado tiempo y demasiado profundamente, penetrando en sí mismo y abrazando sus propias visiones, saturando la distancia entre la cosa y su simulacro. Todo espacio es virtual; el infinito es una ilusión. Allí, en aquel paisaje, una dimensión ha muerto, aniquilando la profundidad y dejando tras de sí tan sólo una refulgente imagen que parece flotar a lo largo y ancho sobre la superficie infinita de un océano negro.
Y se cuenta que este océano es en sí mismo simplemente un fantasma refulgente atisbado por ciertos ojos… ojos que pueden ser vistos mientras se deambula por las calles de extrañas ciudades… ojos que son como dos estrellas enterradas profundamente en un espejo negro.