EL que está sentado todo confundido me decía cosas. Por supuesto su suave y cuidadosamente bordada boca no se movía, ninguna de sus bocas se movía a menos que yo las moviera. Sin embargo, aún puedo entenderles cuando tienen algo que contarme, lo cual ocurre con bastante frecuencia. Han vivido cosas que nadie creería.
Y están esparcidos por todo mi cuarto. Este en concreto está en el suelo, tumbado sobre su pequeño estómago y con la cabeza apoyada sobre la cruz de sus dos manos y con un pie diminuto echado hacia atrás en el aire. Aquel está perezosamente tirado sobre un estante vacío, apoyado sobre el codo y con una delgada pierna de fieltro doblada como un triángulo. Están en todos lados: en la chimenea que nunca encendería; en mi sofá más confortable, el cual hacen que parezca gigantesco; incluso debajo de mi cama, muchos, y también dentro de ella. Normalmente ocupo un pequeño taburete en medio de la habitación, y la habitación está siempre muy silenciosa. Si no fuera así, sería difícil escuchar sus voces, que son débiles y ligeramente roncas, como podría esperarse de unas gargantas como las suyas.
¿Quién más los escucharía y expresaría lo que han vivido? ¿Quién más podría entender sus miedos, por muy nimios que pudieran parecer en ocasiones? Es por esto, hasta cierto punto, por lo que dependen de mí. Con paciencia escucho las historias y anécdotas de existencias que están más allá de la comprensión de la mayoría. Nunca, creo, les he dado motivo para sentir que ni la más sutil fluctuación de sus ansiedades, ni el más mínimo matiz de sus preocupaciones, no haya sido percibido por mí ni haya dejado de otorgarle mi más comprensiva consideración.
¿Hablo siempre con ellos sobre mi propia vida? No; es decir, no desde cierto incidente que ocurrió hace algún tiempo. Hasta el día de hoy no he averiguado qué fue lo que me pasó realmente. De forma distraída, comencé a confesarles alguna preocupación trivial, he olvidado por completo de qué se trataba. Y en ese momento todas sus voces se callaron repentinamente, todas sin excepción, dejando un insufrible vacío de silencio.
Con el paso del tiempo comenzaron a hablarme de nuevo, y todo volvió a ser como antes. Pero nunca olvidaré ese periodo de terrible silencio, al igual que jamás olvidaré la expresión de infinita maldad en sus rostros que me dejaron sin habla desde ese momento.
Ellos, por supuesto, continúan hablando sin parar… desde el alféizar y la estantería, desde el suelo y la silla, desde debajo de la cama y dentro de ella.