HABÍA perdido a su guía, o quizás había sido abandonado por aquel enjuto y nervioso nativo de la ciudad, y ahora vagaba solo por extrañas calles. La experiencia no le resultaba del todo ingrata. Desde el primer momento en que fue consciente de la separación, las cosas comenzaron a ser más… interesantes. Quizás esta transformación había comenzado incluso antes de que fuera totalmente consciente de su situación: la estrecha entrada de cierta calle o los sombríos pináculos de cierto edificio aparecían un tanto amenazadores en los proféticos límites de su visión, placenteramente amenazadores. Ahora sus ojos estaban inundados con la visión de una escena inquietante, y verdaderamente extraña.
Se acercaba ya la noche y las arquitecturas más altas —los tejados extrañamente curvados, los pináculos casi ladeados— se transformaban en formas anónimas de contornos afilados por el bajo resplandor del oeste. Y estos monumentos angulares que bloqueaban el sol cubrían las calles con una espesa capa de sombras, de manera que, aunque el radiante cielo azul seguía reluciendo arriba, aquí abajo ya anochecía.
La confusión aletargada de las calles, el estruendo toscamente musical de sonidos extraños se hicieron aún más misteriosos sin la luz del día y sin su guía. Era como si la ciudad se hubiera fundido con las sombras expandiéndose bajo la cobertura de la oscuridad, como si celebrase allí cosas increíbles, ofreciendo todo tipo de fabulosas atracciones. Una luz dorada comenzó a inundar las ventanas y a derramarse sobre la argamasa descascarillada de las viejas paredes.
Ahora su atención fue atraída hacia un edificio bajo al final de la calle y, evitando cualquier pensamiento que pudiera disminuir su sensación de libertad, entró en su vestíbulo iluminado.
El lugar era de carácter indefinido. Una vez dentro, recibió una mirada no poco cordial de un hombre que ordenaba algunos objetos en una estantería de la estancia y que se volvió brevemente para echar un vistazo por encima del hombro al visitante extranjero. Al principio este hombre, que debía de ser el propietario, apenas era perceptible, porque el color y textura de su atuendo de alguna manera lo confundían, como un camaleón, con la decoración que le rodeaba. El hombre solo se hizo visible tras mostrar su rostro, pero al volver a girar la cabeza regresó al anonimato del que había sido sustraído momentáneamente por la intrusión del cliente. Aparte de él, no había nadie más en la tienda y, tras ser ignorado por el invisible propietario, pudo ojear libremente en los estantes.
Y menuda mercancía había expuesta. Verdaderas curiosidades de un millar de formas retorcidas se apilaban en los estantes más bajos, captaban la mirada del visitante al nivel de los ojos, y le observaban lascivamente desde sombrías y polvorientas alturas. Algunas de ellas, particularmente las muy pequeñas, pero también las más grandes acurrucadas en rincones, no tenían conexión alguna con nada de lo que hubiera visto antes. Podrían ser reliquias de extraños dioses, o juguetes para monstruos. Su sentimiento de libertad se intensificó. Estaba embargado por la sensación de que algo desconocido estaba a punto de entrar en su vida, algo que, en otras circunstancias, podría haber pasado de largo. Tenía una sensación de miedo, pero un miedo cargado de la pasión más oscura. Ahora se sentía como la víctima de alguna enorme conspiración que involucraba hasta los confines más alejados del cosmos, innumerables complots y todos apuntándole a él. Ocultos presagios brotaban por todos lados y la cabeza le daba vueltas: primero con imágenes y posibilidades indefinidas, luego con… oscuridad.
Resultaba imposible saber en qué lugar despertó más tarde. Bajo tierra, quizás, debajo de la tienda de tan peculiares mercancías. Desde ese momento permaneció siempre en la oscuridad, excepto en aquellas ocasiones en las que sus cuidadores bajaban e iluminaban con una lámpara su monstruosa forma. (La víctima de una magia terrible, susurraba el guía). Pero la brillante luz nunca interrumpía sus sueños, porque su forma en esos momentos no estaba equipada con nada que hiciera la función de los ojos.
Más tarde, se cobraba el dinero a los espectadores visitantes, a los que se les había exigido jurar total silencio antes de permitirles contemplar esta maravilla. Y, aún más, después eran asesinados para asegurar la inviolabilidad de su juramento. Pero cuán más afortunados se sentían estos, al abandonar sus vidas con la reciente sensación de haber experimentado aquella maravilla exótica por la que habían viajado desde tan lejos, que él, para quien todas las distancias y extraños encantos habían dejado de existir desde hacía tiempo dentro de aquella estrecha y anónima prisión en la que encontró su terrible hogar.