ANTE otros, siempre intentó dar la impresión de que vivía en un lugar mejor que en el que vivía realmente, uno mucho más confortable y mucho menos deteriorado. «Si pudieran ver cómo son las cosas en realidad, pudriéndose a mi alrededor».
Sintiéndose un tanto taciturno, cerró los ojos y se hundió en sombríos pensamientos. Estaba sentado en una mullida silla enguatada en la que habían saltado los muelles en varios lugares de su desgastada tapicería.
—¿Te gustaría saber qué se siente al estar muerto? —imaginaba que le preguntaba una voz.
—Sí, me gustaría —se imaginaba a sí mismo respondiendo.
Un caballero desaliñado pero con apariencia digna —así imaginaba a la voz— le condujo por las puertas del cementerio (que estaban descascarilladas por su antigüedad y chirriaban al mecerse al viento, justo como siempre se las había imaginado). Las lápidas extrañamente ladeadas, el bosquecillo alrededor de árboles levemente trémulos, el suave cielo gris arriba, el frío aire que olía sutilmente a podredumbre:
—¿Entonces es así? —preguntó esperanzado—. ¿Las últimas horas de la tarde de un otoño perpetuo?
—No exactamente —respondió el caballero—. Por favor, siga prestando atención.
La orden del caballero tenía obviamente una intención irónica, porque ya no había nada a lo que prestar atención: ni lápidas, ni árboles o cielo, ni había fragancia alguna que pudiera ser percibida a ciegas.
—¿Es así? —preguntó una vez más—. ¿Un cuerpo congelado en la negrura, una noche perpetua de invierno?
—No precisamente —contestó el caballero—. Permita unos segundos para acostumbrar su visión a la oscuridad.
Entonces comenzó a percibir, brillando con una iluminación glacial, una fosforescencia subterránea o extraestelar. En un primer momento, el cadáver radiante que veía parecía estar rígidamente erguido, pero no tenía forma de calcular su ángulo de perspectiva, el cual, de hecho, podría estar situado en algún punto directamente sobre el cadáver extendido en horizontal, en lugar de frontalmente ante él. Al igual que sus ropas mohosas, la carne del cadáver estaba hecha jirones, tenía los labios apergaminados hasta quedar convertidos en manchones polvorientos sobre un pálido sudario, ojos resecos en el caparazón de sus cuencas, y el cabello un mero mechón de polvo. Y en ese momento se imaginó la sensación de muerte que hasta entonces había escapado a su imaginación. Esta sensación era simplemente una sensación de picor eternamente prolongada.
«Sí, por supuesto —pensó—, así es como debe ser realmente, un increíble picor cuando todos los fluidos han desaparecido y la carne a jirones se irrita contra la ropa a jirones. Un terrible picor y nada más, nada peor». Entonces, en alto, preguntó al viejo caballero:
—¿Es así, entonces, como se supone que uno se siente al estar muerto? ¿Sólo esto y no el absoluto e inimaginable horror que siempre temí que fuera?
—¿Es eso lo que quieres tener ahora, este conocimiento verdadero? —preguntó una voz, aunque no era la voz del desaliñado aunque digno anciano que había imaginado al principio. Era una voz totalmente distinta, una voz extraña que le prometió—: El verdadero conocimiento será tuyo.
Pasó mucho tiempo antes de que su cuerpo fuera encontrado, con sus huesudos dedos escarbando el material destrozado de un sillón mullido y enguatado con el cuero ajado y cubierto del polvo de la habitación. Sus descubridores fueron unos conocidos que acudieron para saber qué había sido de él. Y mientras permanecían durante unos instantes paralizados donde estaba su cadáver sentado, unos cuantos, de forma inconsciente, se rascaron ligeramente bajo los cuellos de sus camisas o bajo las mangas de sus camisas.
Además del trauma que supuso este inesperado descubrimiento, también se produjo una conmoción menor debido al ruinoso estado de la casa del hombre muerto, que no era en absoluto el lugar que sus conocidos creían que iban a encontrar. Pero de alguna forma siguió siendo el lugar idealizado de sus imaginaciones cuando, durante las tardes de otoño o las noches de invierno, se acordaban de lo que encontraron en el sillón, o cuando simplemente reflexionaban sobre el fenómeno de la propia muerte. Con frecuencia, acompañaban estas cavilaciones rascándose ligeramente una o dos veces detrás de las orejas o en la base del cuello.