YA era bien entrada la noche y Nolon llevaba algún tiempo sentado junto a una pequeña mesa en una especie de parque. Era una larga y estrecha franja de tierra —de forma vagamente triangular, como un fragmento de cristal roto— rodeada por tres calles de distinta anchura, con distintas nivelaciones del terreno y distintas fases de desintegración, ya que cada vía sucumbía, a su particular manera y a su propio tiempo, a los sutiles pero continuos movimientos de la tierra durmiente sobre la que descansaban. Desde el extremo más alejado del parque una figura con abrigo oscuro se aproximaba a la mesa de Nolon y daba la impresión de que iba a producirse algún tipo de encuentro.
Había otras mesas aquí y allá, todas ellas vacías, pero la mayor parte del parque consistía en terreno desaprovechado cubierto de una especie de césped afelpado y enmarañado. A la luz de la luna esta extensión de vegetación densamente entretejida había adoptado una suave tonalidad aguamarina, casi radiante. Más allá de unos cuantos árboles desperdigados, las estrellas brillaban, pero sin lustre, como si estuvieran hechas de papel luminoso. Alrededor del parque una línea irregular de tejados altos, negros e informes, atravesaba el cielo como los afilados dientes de una vieja sierra.
Nolon tenía apoyadas las manos sobre el borde de la pequeña mesa ovalada. En medio de la mesa titilaba una vela dentro de una tulipa deforme de vidrio verde, y el rostro de Nolon estaba bañado de un agitado resplandor verde. También él llevaba puesto un abrigo oscuro, desabrochado por la parte de arriba, por donde sobresalía una bufanda de color más claro. La bufanda estaba enrollada en el cuello de Nolon justo hasta la base de la barbilla. De vez en cuando Nolon alzaba la vista, no para mirar a Grissul mientras avanzaba por el parque, sino para intentar divisar algo tras aquella ventana iluminada al otro lado de la calle: una silueta que aparecía y desaparecía a intervalos irregulares. Sobre la ventana había un tejado largo y bajo coronado con un panel que parecía ser un letrero o marquesina. Las letras en el panel eran completamente ilegibles, corroídas quizás por los elementos, o puede que deliberadamente borradas. Pero todavía se distinguía la imagen de dos botellas altas y delgadas, con sus esbeltos cuellos zigzagueando festivamente a un lado y a otro.
Grissul se sentó frente a Nolon al nivel de sus ojos.
—¿Lleva mucho rato aquí? —preguntó.
Nolon, pausadamente, sacó un reloj de las profundidades de su abrigo. Lo observó unos segundos, dio uno o dos golpecitos al cristal, luego lo volvió a meter en el abrigo.
—Alguien debe haber sabido que estaba pensando en verle —continuó Grissul—, porque tengo una pequeña historia que contarle.
Nolon volvió a mirar hacia la ventana iluminada al otro lado de la calle. Grissul se dio cuenta y giró la cabeza diciendo:
—Bueno, en todo caso hay alguien ahí. ¿Cree que esta noche podríamos conseguir, ya sabe, un pequeño servicio de algún tipo?
—Quizás podría ir usted hasta allí y averiguar cuáles son nuestras probabilidades —contestó Nolon.
—A mí me da igual —insistió Grissul, volviendo de nuevo la cabeza para mirar de frente a Nolon—. Sigo teniendo mi información.
—¿Es esa la razón específica de que tenga lugar este encuentro?
Ante esta pregunta, Grissul le devolvió una mirada inexpresiva.
—No que yo sepa —afirmó—. Por lo que a mí respecta, nos acabamos de encontrar por casualidad.
—Por supuesto —asintió Nolon, con una leve sonrisa. Grissul le devolvió la sonrisa, pero con mucha menos sutileza.
—Así pues, iba a contarle —comenzó Grissul— que me encontraba en un pequeño prado, aquel que está situado detrás de unos edificios vacíos a las afueras de la ciudad, donde todo se limita a ir a la deriva y alejarse en todas direcciones. Y hay unas marismas cerca de allí que hacen que el terreno sea un poco, no sé, fibroso o algo parecido. Ningún árbol, solo mucha maleza, juncos, ¿sabe a cuál me refiero?
—Ya me hago una buena idea —respondió Nolon, un tanto aburrido, o fingiendo estarlo.
—Fue un poco antes de que anocheciera cuando estuve allí. Un poco antes de que las estrellas comenzaran a salir. Realmente no tenía nada planeado, permítame dejar esto claro. Simplemente salí a pasear por el prado, cambié de dirección varias veces y anduve un poco más. Entonces vi algo a través de una cortina de altas cañas de alguna especie, finas como su dedo, pero rematadas con grandes cabezas puntiagudas. Y realmente rígidas, no se combaban ni un ápice, simplemente se agitaban suavemente en la brisa. Quizás se partieron, no estoy seguro, cuando me abrí camino entre ellas para ver más allá. Después me arrodillé para tener una mejor visión de lo que había en tierra. Se lo aseguro, señor Nolon, estaba literalmente dentro del suelo. Parecía formar parte del terreno, como…
—Señor Grissul, ¿qué es lo que vio?
Grissul fue consciente en ese momento de sí mismo y buscó un tono de voz que no agotase tanto sus propias fuerzas, ni la paciencia de su oyente.
—La cara —dijo recostándose hacia atrás sobre el respaldo de su asiento—. Estaba justo allí, del tamaño, no sé, de una ventana o un cuadro colgado en la pared, aunque en este caso se encontraba en el suelo y era un enorme óvalo, no rectangular. Era exactamente como si alguien hubiera enterrado parcialmente a un gigante, o incluso mejor, una máscara de gigante. Aunque el contorno del rostro más que enterrado en la tierra parecía más bien, bueno, entretejido, supongo que esa sería la palabra correcta, en el suelo. Tenía los ojos cerrados, aunque no fuertemente cerrados… no parecía estar muerto… sino relajado. Lo mismo ocurría con los labios, labios carnosos rozándose el uno contra el otro. Incluso la piel del rostro, de un gris ceniciento, y las suaves mejillas. Quiero decir que parecían realmente suaves, porque en realidad no las toqué para cerciorarme. Creo que estaba dormido.
Nolon se removió ligeramente en su asiento y miró a Grissul directamente a los ojos.
—Si no lo cree, venga a verlo con sus propios ojos —insistió Grissul—. La luna brilla lo suficiente.
—Ese no es el problema. Me gustaría ir con usted sea lo que sea aquello que encontró. Pero en esta ocasión tengo otros planes.
—Ah, otros planes —repitió Grissul como si le hubiesen revelado un secreto profundamente oculto—. ¿Y qué otros planes son esos, señor Nolon?
—Planes ideados hace mucho tiempo y que no se han alterado desde entonces, si es que puede creerse que aún ocurran estas cosas en los tiempos que corren. ¿Me está escuchando? Oh, pensé que se había quedado dormido. Pues bien, Rignolo, esa misteriosa y diminuta criatura, ha hecho algo insólito. Me ha invitado a visitar su estudio. Nadie, que yo sepa, ha estado allí. Y nadie ha visto en realidad lo que pinta.
—Por supuesto. Hasta esta noche, es decir, hasta dentro de un rato, a menos que sea necesario un cambio de planes. De lo contrario, yo seré el primero en ver de qué va todo eso de lo que habla. Sin duda parece que merece el esfuerzo, y podría invitarle a venir conmigo.
El labio inferior de Grissul avanzó ligeramente.
—Gracias, señor Nolon —dijo—, pero esas cosas son más de su gusto. Cuando le contaba lo que vi esta tarde pensé…
—Por supuesto, lo que ha visto es muy interesante, extraordinario, señor Grissul. Pero creo que ese tipo de cosas pueden esperar, ¿no cree? Además, aún no le he contado nada sobre la obra de Rignolo.
—Adelante.
—Paisajes, señor Grissul. Nada más que paisajes. Es su único tema, algo de lo que se vanagloria constantemente.
—Eso es también bastante interesante.
—Me imaginaba que diría algo así. Y podría interesarle aún más si hubiera escuchado el discurso de Rignolo sobre sus lienzos. Pero… bueno, usted podrá verlo y oírlo por sí mismo. ¿Qué me dice, entonces? ¿Primero al estudio de Rignolo y luego directamente a ver si podemos dar con ese prado otra vez?
Los dos estuvieron de acuerdo en que ambas actividades, y en esa secuencia, no serían una mala manera de pasar la velada.
Tras levantarse de la mesa, Nolon echó un último vistazo a la ventana del otro lado de la calle. La luz que antes brillaba debió de apagarse durante su conversación con Grissul. De modo que no era posible saber si había alguien observándolos. Ambos se abotonaron los abrigos hasta la altura de la bufanda mientras atravesaban en silencio el parque, sobre el que innumerables estrellas les observaban como los ojos muertos de rostros esculpidos.
—Tengan cuidado de dónde pisan —advirtió Rignolo a sus visitantes mientras entraban en el estudio. Estaba un poco sofocado tras subir las escaleras; resollaba las palabras y susurraba en voz baja como para sí: «Este lugar, oh, este lugar». No había ni una sola porción de suelo que no estuviera llena de cosas, así que no parecía necesaria la advertencia a Nolon, o incluso a Grissul. Rignolo era de una estatura menor a la de sus invitados, prácticamente un enano, y por ello se movía con mayor libertad por aquel espacio abarrotado.
—Ya ven —dijo— que esto no es realmente un cuarto, sino más bien un pequeño cuarto trastero que ha intentado crecer, abombándose por todos lados y creando todos estos extraños nichos y huecos que nos rodean, esta galería informe de recovecos. Hay una ventana por aquí, creo, bajo algunos de estos lienzos. Pero ustedes han venido para ver los lienzos, no para mirar por una ventana, que a saber dónde está. Y de todas formas, no hay nada que ver por ella.
Rignolo condujo entonces a sus visitantes por un reducido laberinto compuesto de recovecos de distintas formas, señalándoles lienzos aquí y allá. Todos se sostenían apoyados en una pared o sobre otro lienzo, como si estuvieran exhaustos. Tras atraer su atención a este o aquel cuadro, el pintor se apartaba ligeramente y les permitía admirar su obra, esperando de pie como un amable aunque ligeramente aburrido encargado de algún museo raras veces visitado, una figura patética ataviada con ropas demasiado grandes hechas de… polvo tejido. Su pequeño rostro ovoide estaba tan inanimado como una máscara; su piel tenía el mismo color desvaído de sus ropas y le colgaba igual de fofa que esta; los labios eran del mismo color que su piel, pero más carnosos y tensos; el pelo le salía disparado de la cabeza en mechones, incontrolable y espeso, y se veía demasiado del blanco de sus ojos, dando la sensación de que habían rodado hacia arriba, hacia la frente, como si estuvieran echando un vistazo por debajo de esta.
Mientras Nolon contemplaba uno de los paisajes de Rignolo, Grissul no parecía ser capaz de librarse de algo que le inquietaba y que atañía al propio pintor, aunque obviamente se estaba esforzando por hacerlo. Pero cuanto más se esforzaba por desviar su atención de Rignolo, con mayor facilidad su mirada era atraída hacia la piel fofa, el desvaído cutis, los poco disciplinados mechones de pelo. Finalmente, Grissul propinó un suave codazo a Nolon y comenzó a susurrar algo. Nolon miró a Grissul de una forma que podría entenderse como: «Sí, lo sé, pero, por lo que más quiera, muestre algún sentido del decoro», y siguió contemplando los excelentes paisajes de Rignolo.
Eran todos muy similares entre sí. Con títulos como Marisma brillante, Tratado de tres sombras y Las estrellas, las colinas, no habían sido creados tanto para parecerse como para sugerir las escenas prometidas. Alguna fugaz visión de formas materiales podía emerger aquí y allá, algún efecto de color o contorno familiar, pero en su mayor parte podían ser descritos como extremadamente alejados en su perspectiva de la realidad tangible. Grissul, que conocía algunos de los lugares supuestamente dibujados en los lienzos, podría haber expresado perfectamente la objeción de que estos conglomerados de masas fracturadas, estos remolinos de luz distorsionada, sencillamente no lograban su objetivo, de hecho no merecían ser relacionados de ninguna manera con los espacios geográficos de los que habían tomado sus títulos. Quizás fue la intuición de Rignolo de que tal crítica estaba a punto de producirse lo que inspiró —con la rápida y frenética voz de un durmiente sobresaltado— el siguiente estallido del maestro:
—Piensen lo que quieran sobre estas escenas, no me importa. Murmuren entre ustedes si quieren, mi oído funciona maravillosamente mal. Piensen que mis paisajes no invitan a la mirada a pasear o vagar por ellos, y no digamos ya a permanecer ni el más breve instante. Sin embargo, ese es exactamente el objetivo de estas pinturas, y en cuanto a mí respecta, pienso que son bastante apropiadas para lograrlo, meticulosamente eficientes. He dedicado extraordinarias cantidades de tiempo dentro de los límites de cada lienzo, tanto como creador como habitante temporal, hasta que los límites dejan de existir para mí y también deja de existir… esa otra cosa. Entiendan que cuando digo habitante no quiero decir que me ponga a subir y bajar pisoteando con mis torpes pies escaleras de color, o que me asome con este raquítico cuerpo mío desde alguna cornisa alta donde poder jugar a ser el amo de todo lo que veo. No hay amos de estas escenas, ni observadores, porque los cuerpos y los órganos humanos no pueden funcionar allí… no tienen ningún lugar donde ir, no hay nada que observar con ojos comunes, ni pensamientos que pensar con un cerebro poderoso. Y mis caminos no les llevarán desde la puerta delantera de un hastío hasta la puerta trasera de otro, ni pueden desmoronarse, porque no soportan nada que deban transportar… sus caminantes ya están allí, llegando incesantemente a lugares infinitos de lo perpetuamente asombroso. Sin embargo, estos lugares también son una tierra natal, y nada allí amenaza jamás con tornarse extraño. Lo que quiero decir es que para habitar mis paisajes uno debe, y no en sentido figurado, transformarse en ellos. En el mejor de los casos son un paraíso para los sonámbulos, pero solo aquellos sonámbulos que nunca se ponen en pie, que olvidan su destino, y que por ello quizás nunca alcanzan esa oscuridad final más allá de los sueños, sino que se quedan merodeando en estas tierras mías, que limitan con la nada, y permanecen en pie junto a las puertas de la infinitud. Así que ya ven, mis queridos críticos, lo que tenemos en estos cuadros es una comunión viva con el vacío, una aniquilación vital y una eternidad profusamente ornamentada de…
—De todas formas —apostilló Grissul—, suena bastante desagradable.
—Está interfiriendo —le dijo Nolon entre dientes.
—Viejo pomposo… —replicó Grissul entre los suyos.
—¿Y dónde ve usted ese carácter desagradable? Dónde, muéstremelo. En ningún sitio, desde mi punto de vista. No se puede ser desagradable con uno mismo, no se puede ser extraño a uno mismo. Afirmo que todo es distinto cuando uno se une al paisaje. No es necesario que avancemos por el camino de la muerte cuando tenemos un escondite tan a mano… una tierra de huida. Para los iniciados, cada uno de esos pequeños remolinos es una cala por la que se puede acceder para transformarse; cada línea —irregular o simplemente temblorosa— es una línea de costa de cartógrafo que puede ser explorada en toda su extensión de forma instantánea; cada copo arrugado de resplandor es una estrella que disfruta de su propia luz, y de la de ustedes. Se trata, caballeros, de sacar el máximo provecho de los talentos propios para pro-yec-tar-se. En efecto, existen lugares reales en los que se basan mis pinturas, lo admito. Pero estos lugares mantienen una distancia con el espectador; mis nuevos paisajes le hacen sentir a uno como en casa, mientras que aquellos viejos paisajes causan rechazo, le mantienen a uno siempre a media distancia y, finalmente, terminan por expulsarle fuera del cuadro. Eso es lo que ocurre allá fuera… todo te mira con ojos extraños. Pero se puede salir de esta situación intolerable, saltar la valla, por decirlo de alguna manera, y colarnos en un mundo donde, para variar, formamos parte de algo. Si mis paisajes no les resultan familiares es solo porque todo parece diferente desde el otro lado. Todo esto lo entenderán mucho más claramente cuando hayan visto mi obra maestra. Entren por aquí, por favor.
Nolon y Grissul se cruzaron miradas confusas y luego siguieron al artista hasta una puerta estrecha. Tras abrir la puerta con una diminuta llave, Rignolo indicó a sus invitados que entraran. Tuvieron que pasar de lado por la estrecha abertura.
—Este lugar sí que es un cuarto trastero —susurró Grissul a Nolon—. No creo que pueda darme la vuelta.
—Entonces saldremos de aquí andando hacia atrás, no le veo ningún inconveniente.
La puerta se cerró de un portazo y durante unos segundos no hubo lugar sobre la tierra más oscuro que aquella pequeña estancia.
—Cuidado con las paredes —advirtió Rignolo desde el otro lado de la puerta.
—¿Paredes? —susurró alguien.
Las primeras imágenes que aparecieron en la oscuridad fueron esos arrugados copos de resplandor de los que habló Rignolo, aunque estos eran mucho más grandes, mucho más numerosos y relucían más que los otros en sus pequeños lienzos amontonados. Y brotaban por todas partes alrededor del espectador, arriba y abajo, hasta el punto de generar la irremediable convicción de que la diminuta habitación con apariencia de tumba se expandía hacia un pasillo de noche sembrado de estrellas, y se sentía la certeza de que uno estaba suspendido en el espacio sin que hubiera ningún medio práctico de permanecer allí. Apoyarse en las paredes sólidas o agacharse en el suelo solo producía mayor confusión, en vez de aliviar aquella sensación de imposibilidad. Las manchas irregulares relucientes crecieron hasta convertirse en grandes manchones plateados, todos ellos con bordes irregulares y furioso brillo. A continuación, dejaron de crecer en la oscuridad al haber alcanzado una composición prediseñada, y comenzó entonces otro tipo de crecimiento: finísimos filamentos de luz azulada brotaron de los espacios entre aquellos bulbosos cardos de fulgor y se ramificaron por todas partes como grietas en una pared. Y estas estelas semejantes a hilos o cabellos finalmente se extendieron por la negrura en una furia errática de propagación, hasta que todo quedó enredado y filamentoso en un paisaje universal.
Entonces la red comenzó a deshilacharse y aflojarse, y matas luminosas de musgo cósmico colgaban de ella como barbas. Pero la escena ya no resultaba confusa, es decir, no más confusa de lo que puede resultar una marisma natural o un terreno pantanoso. Por fin, unas enormes cañas aparecieron procedentes de no se sabe dónde y empezaron a entrelazarse rápidamente para formar curiosos diseños bien proporcionados, y entonces se quedaron inmóviles de repente. Eran de un extraño color verde y portaban coronas espinosas de un color rosado, como cerebros con púas.
Daba la impresión de que la escena ya estaba completa. Todos los efectos reales estaban expuestos: reales, porque el efecto adicional que ahora se estaba produciendo era con toda probabilidad una ilusión. Y es que parecía que desde las profundidades de aquel deshilachado tapete de redes y cabellos y tallos había algo más entretejido, algo enterrado bajo la ciénaga pantanosa pero que emergía lentamente a la superficie.
—¿Es eso una cara? —dijo alguien.
—Yo he empezado a verla también —dijo el otro—, pero no sé si me apetece verla. Tengo la impresión de que no siento dónde estoy ahora. Intentemos no mirar esas caras.
Una serie de gritos procedentes del pequeño cuarto indujeron a Rignolo a abrir la puerta, lo cual propició que Nolon y Grissul tropezaran y cayeran hacia atrás en el estudio del pintor. Durante unos instantes se quedaron tirados entre los desechos que inundaban el suelo. Rignolo se apresuró a cerrar la puerta con llave, y a continuación se posicionó totalmente erguido junto a ella, con los ojos vueltos hacia arriba y sin mostrar el menor interés por el estado de sus visitantes. Tras ponerse en pie, acordaron rápidamente algunas cosas con voz queda.
—Señor Nolon, reconozco el lugar que se supone que es esa habitación.
—No lo dudo.
—Y también estoy seguro de que ya sé de quién es el rostro que vi ayer en aquel prado.
—Creo que será mejor que nos vayamos.
—¿Qué dicen? —inquirió Rignolo.
Nolon señaló un enorme reloj que colgaba en lo alto de la pared y preguntó si era esa la hora.
—Siempre es esa —replicó Rignolo—, porque jamás he visto que las agujas se muevan.
—Bien, entonces, gracias por todo —dijo Nolon.
—Debemos irnos> —añadió Grissul.
—Esperen un momento —gritó Rignolo cuando ambos hombres se dirigieron a la salida—. Sé dónde van a ir ahora. Alguien, no les diré quién, me dijo lo que encontraron en ese prado. Yo lo he hecho, ¿no es así? Me pueden contar todo lo que saben. No, no es necesario. Ya me he puesto yo mismo en la escena. El abismo de decorado, ¡el vuelo definitivo! En resumen… supervivencia en las mismísimas fauces del olvido. Oh, quizás todavía quede algo por hacer. Pero he comenzado con muy buen pie, ¿verdad? Tengo mi pie en la puerta, mi rostro dirigido a la ventana. Poco a poco, y entonces… la eternidad. ¿Verdad? No, no digan nada. Muéstrenme dónde está, necesito ir allí. Tengo derecho a ir.
Sin tener la menor idea de qué tipo de reacción podrían provocar en el maníaco Rignolo, por no mencionar posibles represalias por parte de entidades desconocidas, Nolon y Grissul accedieron a la petición del pintor.
* * *
En una escena en la que no se oye ningún sonido, aparecen tres figuras. Sus siluetas se mueven con nítidos y cautos pasos por campo abierto, avanzando lentamente, con un movimiento casi imperceptible. A su alrededor, altas cañas entrecruzadas se yerguen totalmente inmóviles, y sus afiladas puntas se perfilan nítidamente a la luz de la luna. Sobre ellos, la luna luce llena y brillante, pero su brillo es un tanto mortecino, como el blanco roto que aparece en los espacios de recargadas ilustraciones que embellecen la página de un libro.
Las tres figuras, de las cuales una de ellas es bastante más baja que las otras, se han detenido y ahora permanecen totalmente inmóviles frente a una mata particularmente densa de cañas de extrañas formas. Ahora una de las dos figuras más altas levanta un brazo y señala hacia el grupo de cañas, mientras la figura más bajita da un paso hacia delante en la dirección señalada. Las dos figuras altas permanecen juntas mientras la más baja simplemente desaparece en la oscura y densa maleza. Tan solo un zapato con la punta en ángulo con el terreno permanece visible. Y luego, nada.
Las dos figuras que quedan continúan en el mismo lugar sin realizar ningún gesto, con las manos en los bolsillos de sus largos abrigos. Observan la negrura en la que el tercero ha desaparecido. A su alrededor, altas cañas entrelazadas; por encima de ellos, la luna luce llena y brillante.
Ahora las dos figuras se dan la vuelta y se alejan del lugar donde el otro desapareció. Ambos están ligeramente inclinados y sostienen las manos sobre sus orejas, como si quisieran evitar oír algo que no pudieran soportar. Luego, lentamente, con un movimiento casi imperceptible, salen de la escena.
El prado vuelve a estar vacío. Y ahora todo se despierta con movimiento y sonido.
* * *
Tras su aventura, Nolon y Grissul regresaron a la misma mesa de aquel lugar en el que se habían reunido antes esa misma noche. Pero donde habían dejado una mesa vacía, si no se tiene en cuenta la vela en la informe tulipa verde, ahora encontraron dos vasos bajos, junto a una botella alta y delgada colocada entre los vasos. Los hombres miraron la botella, los vasos, y el uno al otro con parsimonia, como si no quisieran precipitarse.
—¿Hay todavía alguien, ya sabe, en la ventana al otro lado de la calle? —preguntó Grissul.
—¿Cree que debería comprobarlo? —respondió Nolon.
Grissul clavó la mirada en la mesa, permitiéndose unos segundos para recomponerse, luego dijo:
—Me da igual, señor Nolon, debo decir que lo que ha ocurrido esta noche ha sido sumamente desagradable.
—Tarde o temprano iba a pasar algo así —replicó Nolon—. Era demasiado soñador, seamos honestos. Nada de lo que decía tenía sentido alguno, y siempre hablaba más de la cuenta. Quién sabe quién escuchó qué.
—Jamás había oído antes unos gritos como esos.
—Ya ha acabado —dijo Nolon en voz baja.
—¿Pero qué puede haberle ocurrido? —preguntó Grissul, tomando el vaso bajo que tenía frente a él, sin ser aparentemente consciente de la acción.
—Sólo él puede saberlo con certeza —respondió Nolon, que repitió el movimiento de Grissul, también aparentemente con la misma ausencia de intención consciente.
—¿Y por qué gritaba de esa manera, por qué dijo que era todo un engaño, una parodia de sus sueños, esa «cosa asquerosa en la tierra»? ¿Por qué gritaba suplicando no ser «enterrado para siempre con esa extraña y horrible máscara»?
—Quizás estaba confundido —dijo Nolon. Con gesto nervioso comenzó a escanciar la delgada botella en ambos vasos.
—Y luego se puso a gritar pidiendo que alguien lo matara. Pero no era eso en absoluto lo que quería, sino todo lo contrario. Tenía miedo de ya-sabe-qué. Así que, por qué iba él…
—¿Es necesario que tenga que explicárselo todo, señor Grissul?
—Supongo que no —replicó Grissul en voz muy baja y con expresión avergonzada—. Intentaba librarse, librarse de algo.
—Eso es cierto —dijo Nolon con igual tono bajo de voz y mirando a su alrededor—. Porque quería escapar de aquí sin tener que ya-sabe-qué. ¿Se imagina que lo hubiera logrado? —Sentaría un precedente.
—Exacto. Ahora aprovechemos simplemente la situación y acabemos nuestras bebidas antes de marcharnos.
—No estoy seguro de querer irme —dijo Grissul.
—No estoy seguro de que esté en nuestras manos decidirlo —contestó Nolon.
—Sí, pero…
—Sssh. Esta noche es nuestra noche.
Al otro lado de la calle una sombra se movía inquieta en el marco de una ventana iluminada. Soplaba una brisa nocturna por el pequeño parque, y el brillo verde de una vela titilaba sobre dos rostros silenciosos.