Un cuento del futuro
UNA vez más desde el principio; una vez más hasta el final. Ustedes conocen quién fue el doctor Francis Haxhausen y cómo su desaparición conmocionó al mundo científico. Se produjo consternación y confusión cuando uno de los más importantes científicos del mundo se retiró de su vida activa de investigador. Y surgieron dudas e incluso inquietud cuando resultó imposible contactar con él para consultarle sobre esta o aquella cuestión de urgente relevancia para sus antiguos colegas, por no decir para la amplia totalidad de la raza humana. Ah, la raza humana. Andaban nerviosos de un lado a otro de sus relucientes laboratorios, los genios de largas batas blancas se inquietaban por la desaparición del hombre de ciencia: llevaban el estigma de la preocupación sobre sus rostros y sus voces bajaban, como las voces que se escuchan entre las sombras de una iglesia solitaria. Los rumores se multiplicaron, las especulaciones más dispares estaban a la orden del día. Pero, a pesar de la preocupación que sentían ciertas personas por la ausencia del doctor Haxhausen, no se sintieron menos preocupadas tras su repentino regreso de un extraño retiro.
Ahora era un hombre bastante distinto; estrechaba las manos de viejos amigos y sonreía con una calidez que no tenía nada que ver con su persona. «He estado viajando por aquí y por allá», explicaba el científico, aunque evitaba siempre ofrecer mayores aclaraciones sobre esta afirmación. Durante un tiempo todo el mundo puso la mirada en el doctor Haxhausen, ansiosos por ser testigos de algún tipo de revelación, o al menos alguna pista que sugiriera lo que le había pasado. Cuán desesperante puede llegar a ser la espera vigilante. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que se llegara a la inevitable conclusión: el desafortunado hombre había perdido la razón, se había vuelto loco debido a los años de excesivo trabajo al servicio de su vocación. Pero quizás todavía existiera algún resquicio de esperanza para la recuperación del científico. Después de todo, logró evitar las restricciones que algunos, incluyendo los miembros de su propia familia, intentaban imponer en sus movimientos. Y, ciertamente, este era un logro que apuntaba a la supervivencia de una parte de su antigua genialidad. En efecto, el doctor Haxhausen luchaba por preservar su libertad con mucha sensatez, ya que iba a precisar mucho de aquella —libertad, no sensatez— para llevar a cabo sus planes de futuro.
Durante casi un año trabajó en secreto, solo, en una vieja fábrica vacía situada a campo abierto a muchos kilómetros de la ciudad más cercana. Y a este edificio transportó una variopinta selección de equipamiento: objetos, aparatos y maquinaria que pertenecían a tiempos y lugares bastante distintos, a mundos diferentes de la creación humana. Por supuesto, había máquinas e instrumentos científicos más modernos, algunos de los cuales habían sido creados después de la desaparición del doctor Haxhausen. Pero también había objetos de periodos históricos bastante más tempranos y algunos importados de culturas no muy alejadas en la senda del progreso tecnológico. Así pues, el doctor Haxhausen desembaló varias vasijas decoradas con extraños glifos e imágenes primitivas. Y colocó estas toscas vasijas entre elegantes recipientes de un cristal casi invisible. A continuación ensambló algo que se parecía a una cañería bajante o a un viejo conducto de estufa. Y lo instaló provisionalmente sobre la superficie metálica inmaculada de un ordenador del color y la textura de una cáscara de huevo.
Desveló parafernalia más exótica o anticuada que dormitaba en gavetas y cajas: calderas, retortas, máscaras de bocas abiertas, alambiques, fuelles de distintos tamaños, campanas costrosas que sonaban a voces muertas y tenazas oxidadas que chirriaban al ser manipuladas; un reloj de arena grande, un pequeño telescopio, espadas brillantes y cuchillos romos, una horca larga de madera con dos dientes en forma de cuernos y un largo bastón con una empuñadura maravillosamente tallada; botellas en miniatura de cristal muy grueso con tapones en forma de cabezas humanas o animales, velas en candelabros de marfil con curiosos grabados, brillantes cuentas de colores, bellos espejos convexos de prístina plata, cálices de oro tallados con intricados diseños y poderosas frases; enormes libros con páginas quebradizas, una calavera y algunos huesos; figurillas con forma de muñecas hechas de plantas secas, figuras con aspecto de marionetas hechas de cera y madera, y varios maniquíes hechos de oscuros materiales. Finalmente, había un cajón poco profundo del cual el doctor Haxhausen sacó un objeto vagamente circular que se parecía a una piedra plana, pero una piedra translúcida y veteada como un ópalo con un espectro de suaves tonalidades. Y el científico introdujo todas estas cosas en su laboratorio poco iluminado y lleno de corrientes de aire: cada uno de estos objetos, en su mente, jugaría un papel en su diseño final. Claramente, sus ideas sobre la práctica científica habían dado un salto increíble, aunque aún quedaba por ver si la dirección era hacia delante o hacia atrás.
Durante meses trabajó con una laboriosidad maquinal y sin preocupación o vacilación alguna, como si estuviera siguiendo un plan predeterminado de éxito asegurado. Lentamente, su invención comenzó a tomar forma a partir de todo aquel caos de materiales que había ensamblado en su experimento, un mestizaje que provocaría el nacimiento de un artefacto revolucionario, un ensamblaje híbrido de extravagante novedad. Y el resultado de sus labores finalmente se alzó ante él sobre el frío y polvoriento suelo de aquella fábrica, y le agradó la visión de ello.
Para el ojo ordinario, por descontado, la invención del doctor Haxhausen no podría parecer más que un montón estrafalario de desechos, un híbrido de un capricho inescrutable. Denso y antiestético, se ramificaba salvajemente en todas direcciones, un follaje exuberante de metal destartalado. Y apenas, o en absoluto, parecía integrado en un todo. A través de oscuros agujeros en la maraña caótica del artilugio, los rostros de muñecos y marionetas miraban hacia el exterior como niños traviesos escondidos. Incorporados en el cuerpo del invento, sus diminutas formas se mezclaban con su sistema de circuitos; solo estas figuras, por su mera presencia, podrían haber alimentado las dudas sobre la validez de la creación científica. Y, como ya quizás haya quedado patente, las excentricidades de la máquina no terminaban en unas cuantas caras bobaliconas.
Sin embargo, había un cierto rasgo de la invención que sí parecía sugerir cierto propósito definido. Y este era el largo tubo negro que se proyectaba desde el centro de los escombros, alzándose como una cobra preparada para atacar. Pero en lugar del par de ojos fascinantes de una cobra, esta serpiente artificial estaba equipada de una sola cuenca ciclópea, dentro de la cual se veía un terso disco de colores hermosamente combinados. Cuando el doctor Haxhausen movió el dial en el mando de control remoto que sostenía en la palma de la mano, la oscura bestia metálica echó hacia atrás la cabeza y con un siniestro sonido chirriante dirigió la mirada hacia arriba en dirección a la mugrienta claraboya. Durante años esta ventana abierta a los cielos había permanecido sellada. Pero esa noche, gracias a los esfuerzos del infatigable científico, estaba abierta. Y la luz espectral de una luna llena brillaba sobre la vieja fábrica, derramando sus rayos sobre el ojo opalescente de la máquina del doctor Haxhausen. Más tarde, cuando parecía que la bestia se hubo saciado de su alimento lunar, el doctor Haxhausen accionó con seguridad un interruptor del mando de control remoto. Y la luz de la luna, que había sido digerida y transmutada en los intestinos de la bestia, era ahora devuelta a su fuente, saliendo a borbotones en forma de chorro de estridentes colores dirigido hacia la oscuridad, un discordante espectro que un testigo más tarde describió a las autoridades como un «terrible arco iris que se agitaba a través de la noche». Según el propio testimonio del doctor, este era denominado su Rayo Sagrado.
Tras haber finalizado con éxito el primer estadio de su proyecto, el doctor Haxhausen salió de su aislado laboratorio. Su máquina, junto a otras cosas, fue cargada en un camión entre varios hombres. Así podía ser transportada fácilmente de un lugar a otro y ser exhibida a cualquiera que quisiera acercarse a verla. Y esto es exactamente lo que el científico tenía en mente. Al abandonar la oscuridad y romper su silencio, permitió que el mundo volviera a saber de él de nuevo. Como es natural, muchos medios se hicieron eco, pero ninguno hacía justicia al valor de las revelaciones del científico, aunque alguno rendía homenaje con tristeza a la anterior gloria de su delicada mente. Pero la reacción pública no le preocupaba lo más mínimo. Cumpliría la tarea de todas formas: el mundo sería informado y la buena nueva anunciada. Así pues, continuó viajando de un lado a otro: en salas de alquiler y auditorios de numerosas ciudades demostraría los poderes de su máquina y difundiría el mensaje a todos aquellos que quisieran escucharlo.
—Buenas noches, damas y caballeros —así comenzaba una representación típica en una vieja sala de cine típica de una ciudad típica.
A solas en el escenario, el doctor Haxhausen vestía un viejo traje oscuro y, quizás queriendo simular un atuendo formal, incluía una pajarita nueva. Llevaba el cabello engominado y peinado, pero se lo había dejado demasiado largo para tener una apariencia pulcra. Y sus gafas de montura negra ahora parecían demasiado grandes sobre el rostro de un hombre que había perdido mucho peso durante el último año. Sus gruesos cristales brillaban con el reflejo de las luces del proscenio, que proyectaban la gigantesca y torcida sombra del doctor Haxhausen sobre un raído telón a sus espaldas.
—Algunos de ustedes quizás sepan quién soy y podrían tener cierta idea acerca de por qué estoy aquí esta noche. Otros quizás sientan curiosidad por descubrir el significado de esos folletos que han aparecido últimamente en su ciudad o, posiblemente, estén intrigados por el cartel del teatro que anuncia al «Doctor Haxhausen famoso en el mundo entero». Como muchos sucesos importantes en la historia humana, mi representación ha sido acertadamente descrita en cuanto a sus aspectos más superficiales; sin embargo, su sustancia continúa siendo malinterpretada. Permítanme en este punto que les desmienta ciertas falsas presunciones que podrían haber afectado su capacidad de juicio.
»En primer lugar, no afirmo ser ni el Propio Todopoderoso ni Su encarnación en la tierra; ni, de hecho, soy lo uno ni lo otro. En segundo lugar, no obstante, sí afirmo que en el transcurso de mis recientes viajes, periodo que el mundo ha denominado mi “desaparición”, se me concedieron ciertas revelaciones procedentes directamente del Creador y, en términos nada ambiguos, recibí un itinerario de acción de esta misma fuente. En tercer y último lugar, en efecto soy el científico conocido como Francis Henry Haxhausen y, como puede ser probado de forma concluyente, no soy un impostor. Añadiré a mis anteriores afirmaciones que mi representación no es la absurda extravagancia de farsa científica que algunos afirman que es, sino una sencilla agenda que consiste en una breve conferencia seguida de la demostración práctica mediante un artefacto que he construido recientemente. En ningún momento intentaré, ni como ilusión ni como realidad, infligir ningún daño permanente en el cuerpo o el alma de ningún miembro del público. Esto iría en contra de la ley del Creador y la verdad de Su naturaleza. Y esto es todo lo que les diré a modo de preámbulo de lo que espero que consideren ustedes un entretenido y revelador espectáculo.
»Me gustaría iniciar mi conferencia con la siguiente anécdota. Hay una leyenda, y me apresuro a subrayar la palabra leyenda, que escuché mientras viajaba de un lado a otro. Parece ser que existió un hechicero, o un alquimista, o algo de ese estilo, que soñaba con transformar el mundo mediante la creación de un hombre artificial. Este hombre, soñaba el hechicero, no estaría sujeto a las imperfecciones y limitaciones del anterior tipo humano, sino que viviría muchas vidas, acumulando así el conocimiento y la sabiduría que un día utilizaría para servir a la raza humana y mejorarla. El hechicero, como todos los soñadores de esta clase, estaba centrado en su visión y no particularmente preocupado por sus ramificaciones en un ámbito más amplio. Así pues, se propuso emplear todas sus artes taumatúrgicas en la creación de su “nuevo hombre”. En primer lugar, creó una forma física a partir de materiales sencillos de madera y cera y obtuvo algo más bien grotesco bastante parecido a un gigantesco muñeco de ventrílocuo. A continuación, el hechicero desarrolló una química secreta y una lingüística hermética para elevar esta efigie sin vida a una semblanza de vida humana bastante admirable… fatídicamente admirable, diría. Sin perder ni un minuto vanagloriándose de su propio logro y sin pronunciar ni una sola palabra de autoalabanza, el hechicero sometió a su criatura a un curso de aprendizaje que le permitiese funcionar y evolucionar hacia su destino tras la muerte del hechicero. Sin embargo, no había transcurrido mucho tiempo desde el comienzo de este régimen cuando el Omnipotente se dio cuenta de lo que el hechicero intentaba hacer. Y ocurrió entonces que la criatura, fuerte y perfectamente coordinada pero todavía con la mente de un niño, se despertó en mitad de la noche por una voz que lo maldecía por ser una blasfemia y una abominación. La voz pidió a la criatura que fuese al ático donde se encontraba su repugnante creador recluido entre libros malignos y artefactos impuros. Confundida y aterrada, la criatura ascendió varias escaleras y entró en el ático. Y allí encontró al hechicero, inmóvil y colgado en la pared como un objeto expuesto en el taller de un fabricante de marionetas, con su oscura toga rozando el suelo polvoriento y la cabeza caída. Siguiendo un impulso maquinal que iba más allá del terror o la desesperación, la criatura levantó la cabeza de su amo y vio que ahora este ya no era nada más que madera y cera. Era una visión enloquecedora y no transcurrió mucho tiempo cuando la criatura encontró una soga con la que se colgó de las vigas del techo del ático. Y así concluyó el juicio final en la casa del hechicero.
Hubo una pausa en el torrente de palabras del científico. Con parsimonia, se sacó un pañuelo del bolsillo interior del abrigo y se enjugó el rostro sudoroso por el calor de las candilejas. A continuación, inspeccionó rápidamente los rostros del público, en los que se dibujaban expresiones de estupefacción, antes de continuar con su conferencia.
—¿Quién conoce las intenciones del Creador? Lo que es idóneo para los planes humanos podría no serlo para los Suyos. Teniendo en cuenta estas premisas bastante incuestionables, ¿qué conclusiones se pueden sacar del ejemplo del hechicero? A modo de exégesis, yo diría que el hechicero, al concebir una criatura de ilimitadas esperanzas para el bien y ninguna para el mal, había violado una ley misteriosa, había transgredido una verdad secreta. ¿Y cómo se había apartado de esta ley y esta verdad? Simplemente, de la siguiente manera: se olvidó de proporcionar corrupción a su creación, no simplemente como posibilidad sino como destino final. Y fue precisamente debido a este olvido por lo que el hechicero se desvió del propio plan del Creador. Es la visión de este Gran Plan lo que he tenido el privilegio de contemplar, y por eso estoy aquí esta noche. Sin embargo, como nota a pie de página debería decir que incluso antes de que se me concedieran ciertos conocimientos divinos, ya me había estado dirigiendo hacia ellos, acercándome a su verdad de la forma inconsciente o accidental de los grandes descubrimientos científicos. Y así me encontré en cierta manera preparado para recibir y aceptar la visión que se me ofrecía.
»Permítanme explicarles que he dedicado casi toda mi carrera de científico a la búsqueda metódicamente frenética de la perfección, animado por el sueño de la utopía y por la idea de que, sin duda, estaba contribuyendo a un paraíso terrenal en ciernes. Pero lentamente, muy lentamente, comencé a percibir ciertas cosas. Noté que existían mecanismos imbricados en el sistema de la realidad que anulaban todos los avances de este mundo, que los redirigían hacia un laboratorio oculto donde estas supuestas bendiciones quedaban totalmente canceladas o, peor aún, convertidas en fórmulas para nuestra destrucción. Percibí que había fuerzas superiores que actuaban contra nosotros y, al mismo tiempo, a través de nosotros. Por un lado, nuestra visión siempre ha sido la creación de un mundo de infinita vitalidad, a pesar de reconocer a regañadientes la “necesidad” de la muerte. Por otro lado, lo único que hemos construido es una intrincada fachada para ocultar nuestros traumas de inmortalidad, una falsa máscara que esconde los sufrimientos de la raza humana. Ah, la raza humana. Y comencé a comprender que la perfección nunca fue lo realmente importante, que tanto el paraíso perdido del pasado como el que buscamos en el futuro eran tan solo prácticas excusas para nuestro verdadero destino… la desintegración.
»Como científico, he tenido ocasión de observar de cerca cómo funciona el mundo durante un periodo de tiempo relativamente extenso, por no mencionar el espacio. Y tras una cuidadosa observación y una verificación meticulosa, me he visto forzado a llegar a la siguiente conclusión: el mundo prospera mediante sus fallos y lucha con todas sus fuerzas por agravarlos, al tiempo que los enmascara como una deformación congénita. Las señales están por todas partes, aunque no siempre supe detectarlas.
»Pero si la vitalidad y la perfección no son los objetivos de este mundo, ¿qué lo es, en nombre de todos los cielos? Esa, mis queridas damas y caballeros, es la cuestión clave de la segunda parte de mi exposición, que consistirá en más comentarios por mi parte, una demostración con mi máquina, y un entretenido espectáculo de lo que podría describirse como un tableau mort. Mientras preparo todo tras bambalinas, habrá un breve receso. Gracias.
El doctor Haxhausen salió del escenario con indolente dignidad y, en cuanto desapareció totalmente de vista, el público comenzó a parlotear a un mismo tiempo, como si hubiera despertado simultáneamente de un trance hipnótico. La mayoría de ellos abandonaban airados el teatro; algunos, sin embargo, se quedaban para el número final. Y ambas reacciones, así como las proporciones relativas de una y otra entre el público, eran las habituales en cada conferencia del doctor Haxhausen. Aquellos que abandonaban el espectáculo antes de tiempo salían convencidos de que tan solo habían sido testigos del drama interno de un demente. Los otros, intelectuales o voyeurs neuróticos, se convencían de que el que fuera un genio en otros tiempos merecía ser escuchado hasta el final antes de condenarlo definitivamente, al tiempo que secretamente temían que algo de lo que pudiera mostrarles resonara, aunque fuera débilmente, a verdad.
—Damas y caballeros —exclamó el doctor Haxhausen, que apareció en el escenario como por arte de magia—. Damas y caballeros —repitió en voz más baja, y luego volvió a callarse durante un lapso de tiempo bastante largo. Y nadie entre el público susurró; nadie dijo una sola palabra.
»Hay lugares sagrados en este mundo, y he estado en alguno de ellos. Lugares donde se puede sentir la presencia de algo sagrado, algo como una meteorología invisible. Estos lugares siempre están en silencio y, con frecuencia, en ruinas. Los que aún no se encuentran en algún estadio de decrepitud, sin embargo, muestran señales y síntomas, la promesa de una decadencia venidera. Percibimos una sensación de divinidad en los lugares ruinosos, los lugares abandonados… en templos destrozados sobre cimas de montañas, en catacumbas destruidas, en islas donde se yergue algún ídolo de piedra casi sin rostro. Jamás experimentamos esas sensaciones en nuestras ciudades o incluso en la naturaleza, donde la flora y la fauna se hacen evidentes. Esta es la razón de que se produzcan tantas expiaciones durante el invierno, cuando una muerte sobrenatural desciende sobre las tierras elegidas de nuestro globo. En efecto, el invierno no es tanto el tiempo como el lugar más sagrado, el locus visible de lo divino. Y tras el invierno, la primavera; así gira el carrusel de nuestro planeta, y todos los demás. Pero ¿seguro que girará para siempre? No lo creo. Y es que el último invierno se acerca, damas y caballeros: el ciclo de las estaciones, según me contó el propio Creador, está a punto de detenerse.
»La primera vez que me habló fue una noche que había pasado vagando por los deteriorados suburbios de una ciudad. Podría haber sido una ciudad como esta, o cualquier otra ciudad. Lo importante es la silenciosa decrepitud que encontré entre unos cuantos edificios condenados y solares vacíos llenos de maleza. Había olvidado todo menos mi propio nombre, quién era y a qué mundo pertenecía. Y no se equivocan aquellos que afirman que mi cordura murió ante el rostro radiante de unos sueños futuros inalcanzables. Sueños falsos, ¡pesadillas! Y entonces, en ese mismo lugar al que había acudido para ahorcarme, escuché una voz entre las sombras y los rayos de la luna. No era una voz tranquila ni apaciguadora, sino más bien un suspiro articulado, un gemido fabulosamente elocuente. También observé un bulto con forma humana tirado en un rincón de aquella triste habitación que elegí como mi último refugio. Las piernas de la figura estaban torcidas sobre el suelo, como las de un lisiado, y los rayos de luna las atravesaban dejando el resto del cuerpo en total oscuridad… a excepción de los ojos, que brillaban como cristal tintado a la luz de la luna. Y aunque la voz parecía emanar de múltiples lugares a mi alrededor, sabía que era la voz de aquella pobre criatura que tenía ante mí, y que era la forma terrenal del Creador: un humilde maniquí de gran almacén.
»Yo era el elegido, dijo. Yo debía llevar el mensaje que, como cualquier anunciación de las alturas, sería menospreciado o ignorado por la humanidad. Porque, en ese momento, pude leer claramente las señales que habían estado presentes por todas partes en el mundo desde el principio. Ya había percibido muchas de las huellas y presagios, las profecías, y sabía que eran inspiradas pistas que el Creador había dejado, revelando prematuramente la naturaleza de Su mundo y Su verdadero destino. Y sentí el aura sagrada que irradiaba de la contraída figura del rincón, y entendí las escrituras del Gran Diseño.
»Estaba escrita con los jeroglíficos de las cosas humildes, humildes hasta el punto de la burla. Todas las cosas desamparadas y patéticas, todas las cosas desoladas y polvorientas, todas las cosas ilegítimas, las cosas arruinadas, las cosas fracasadas, todas las apariencias imperfectas y restos deteriorados de lo que arrogantemente nos dignamos en llamar la Realidad, en llamar… Vida. En resumen, el reino de lo irreal en su totalidad —donde Él habita— es lo que Él ama sobre todas las cosas de este mundo. ¿Y no hemos estado todos en alguna ocasión frente a frente con este reino bendito? ¿No recuerdan ustedes haber viajado por una carretera desierta y encontrar algo como un antiguo parque de atracciones: una colección desolada de cabinas rotas y tiendas de lona hundidas que pudieron ver fugazmente a través de la alta arcada de entrada, con colores de arco iris desvaído? ¿No les pareció como si hubiera acontecido una gran catástrofe dejando tan solo materia sin vida enmoheciendo en silencioso anonimato? ¿Y sintieron alguna vez tristeza al ver un lugar de alegría en tiempos pasados ahora yaciendo en su tumba? ¿No intentaron revivir en sus mentes los vivos colores y los rostros sonrientes? Todos hemos hecho estas cosas, todos hemos intentado resucitar a los difuntos. Y es precisamente al hacerlo cuando nos hemos apartado de la ley y la verdad del Creador. Si estuviéramos en armonía con Él, al contemplar una escena de prosperidad tan solo percibiríamos en ella ruinas y fantasmas de marionetas. Estas cosas, damas y caballeros, son las que alegran Su corazón. También esto me lo ha confiado a mí.
»Pero el gusto del Creador por lo irreal precisa que en primer lugar exista algo real que luego se marchite hasta convertirse en ruinas, hasta fracasar gloriosamente. Y de ahí que exista… el Mundo. Extiendan esta premisa hasta su conclusión lógica y ¿qué obtienen? ¡Telón!: el Gran Diseño del Creador —mientras el telón se alzaba lentamente, el científico dio unos pasos atrás y dijo con voz entrecortada—: Pero, por favor, no vayan a pensar que cuando todo se desmorone no habrá ya múuuuuusica.
El auditorio se quedó a oscuras y, en medio de esta negrura, comenzó a sonar una melodía vana y desafinada que divagaba con el silbante acompañamiento de un acordeón, un dúo patético que procedía de un mundo de humildes cabarets o carnavales de segunda categoría. Entonces, a ambos lados del escenario, un alto fanal se iluminó revelando que los dos atroces músicos eran en realidad autómatas de tamaño real; uno de ellos presionaba y estiraba los fuelles de un acordeón con un movimiento rígido de brazos, mientras el otro rasgaba atrás y adelante las cuerdas de un violín. El acordeonista tenía la cabeza echada hacia atrás con un aullido de júbilo tallado en madera; el violinista miraba hacia abajo concentrado y con la mirada vacía sobre su instrumento. Y ambos parecían estar perdidos en una especie de éxtasis maquinal.
El resto del escenario, tanto por encima como por debajo, también estaba repleto de imitaciones de la imagen humana: muñecos y marionetas colgaban a distintas alturas, aliviados de sus pesos por frágiles hilos brillantes; maniquíes posaban en una actitud a un mismo tiempo grotesca e idílica; otros títeres y una extraña variedad de muñecas permanecían sentados en sillas en miniatura aquí y allá, o simplemente sobre la tarima, algunos de ellos apoyados de espaldas unos contra otros. Pero entre estas personas falsas, como se hacía evidente a medida que se observaba con mayor detenimiento el escenario, había escondidas personas reales que, bastante convincentemente, imitaban a las imitaciones (eran personas a las que el doctor Haxhausen reclutaba a su llegada a las ciudades a cambio de una buena compensación). Y como único decorado detrás de las figuras artificiales y genuinas de vida había un mural luminiscente gigantesco en blanco y negro. Con una exactitud fotográfica, el mural mostraba un cuarto desolado que bien pudiera ser un ático o un viejo estudio, y que contenía algunos objetos de escombros anodinos esparcidos por el suelo. Una sola ventana sin marco colocada en la pared derruida del fondo del cuarto se abría a un paisaje que parecía aún más desolado que el propio cuarto: la tierra y el cielo se habían fundido en un horizonte gris e irregular.
—Ya ven cómo son las cosas, damas y caballeros. Mientras soñábamos durante tanto tiempo con crear una vida perfecta en el laboratorio, el Creador tan solo considera sagrado al crudo facsímil, lo que mejor refleja o expresa Su propia voluntad. Él siempre ha ido por delante de nosotros, imaginando el trabajo acabado al final de la historia. Y ya no dispone de más tiempo que perder en el estadio vital de la evolución universal. Porque no puede existir verdad o vida en nosotros tal como somos, porque la verdad y la vida solo puede existir en la mente, en la voluntad del Creador… y nosotros nos hemos empeñado tozudamente en no hacer nada más que oponernos a esa mente, a esa voluntad. Nosotros somos simplemente la materia prima para Sus amados muñecos, los cuales reflejan a la perfección la verdad del Creador y son los moradores ideales de Su paraíso de ruinas. Y para cuando Sus elegidos se instalan triunfantes en ese buen lugar, el Creador dispone de historias maravillosas que contar para pasar las horas de eternidad.
»Y puede que nosotros estemos entre aquellos que entran en el paraíso, esta es la buena nueva que os traigo esta noche. Podríamos reclamar nuestro espacio entre los muñecos, como va a mostrarles el tableau que tienen ante ustedes. Y es que, en estos momentos, se insinúan ciertos rostros dentro de esta selecta compañía que no… forman parte de ella, que destacan de manera desagradable. La cuestión es cómo hacer que formen parte del rebaño. Y la respuesta, si son tan amables de girarse un instante y dirigir sus miradas hacia la platea, la respuesta —¡luces!— es la máquina de muñecos.
Al volver la mirada como le habían indicado, el público contempló un objeto que, bajo la intensa luz del foco, no parecía estar apoyado en nada, como si estuviera sujeto en la propia oscuridad. Algunos de los miembros del público más observadores vieron los rostros de cera brillantes que les devolvían la mirada desde el interior del extravagante artilugio. Tras ponerse en marcha mediante el mando de control remoto en el interior del bolsillo del doctor Haxhausen, la máquina alzó ruidosamente su cuello de conducto de estufa y apuntó su único ojo iridiscente hacia las figuras que había sobre el escenario.
—Damas y caballeros, antes les mencioné que el invierno es el estado sagrado de las cosas, la estación del alma. Pero esto no quiere decir que el invierno definitivo al que nos aproximamos vaya a carecer de todos los colores del arco iris. Y es que es la gélida aurora del Rayo Sagrado, el mismísimo ojo del Creador, lo que traerá consigo la asombrosa transformación de todas las cosas. Como pueden ver, el plan es el Suyo propio. Y, por medio de técnicas de ensamblaje moderno, se podría producir la cantidad suficiente para servir al mundo, bañándonos a todos nosotros con el estridente resplandor de nuestro destino. ¿Y los efectos?, se preguntarán. Si son tan amables, tan solo tienen que observar a sus congéneres sobre este escenario.
»Ahí tienen. Vean cómo los rayos de color se derraman sobre esta inhóspita escena, superponiendo superficies con una extraña tonalidad caleidoscópica. Son las viejas superficies las que deben ser extirpadas y desechadas. Es hora de saltar de esa cúspide ilusoria que nuestro mundo ha alcanzado, una caída en picado gloriosa tras tantos siglos en los que erramos por el lado de la excelencia. Cuando lo único que tenía el Creador en mente era una atracción de feria de tercera categoría compuesta de beatíficos muñecos. Pero nuestros esfuerzos por progresar no fueron en balde; tan solo erraron en cuanto a su objetivo final. Y es que será la propia ciencia moderna la que nos permita realizar el sueño del Creador, y destruir el resto de ellos. Vean ustedes mismos. Miren lo que le ocurre a la carne de estos futuros muñecos, y a sus ojos: cera y madera y cristal reluciente reemplazan las tristes y torpes estructuras biológicas.
Entre el público se propagó un zumbido en una red de oscuros susurros y murmullos. Las caras se inclinaron hacia el espectáculo de locos muñecos pintados con luz, el tableau mort del doctor Haxhausen. Algunas personas traicionaron sus cautos temperamentos hundiéndose aún más en sus asientos y aumentando así la distancia entre ellos mismos y el torrente de colores que fluía sobre sus cabezas de camino al escenario. El doctor Haxhausen siguió predicando por encima de la informe y monótona música.
—Por favor, no teman que se haya producido transformación permanente alguna en las personas que forman parte de esta exhibición. Ya les dije antes que nunca haría tal cosa. Si careciera de un corazón entregado, la transformación que acaban de presenciar sería el mayor pecado del universo, un pecado imperdonable. Vean. El Rayo Sagrado ha sido extinguido. Sus amigos han vuelto a ser los de antes. Y les agradezco que hayan venido a verme. Buenas noches.
Cuando cayó el telón y las luces se encendieron, una anciana entre el público se levantó y se dirigió al doctor Haxhausen:
—El Señor dijo: «Y si el profeta se equivoca al hablar de algo, he sido Yo el Señor el que ha equivocado al profeta, y extenderé mis manos sobre él, y lo destruiré extirpándolo de mi pueblo de Israel».
Otros espectadores se rieron y sacudieron la cabeza apesadumbrados. Pero el doctor Haxhausen permaneció en silencio, sonriendo plácidamente mientras la congregación salía en fila india del teatro.
Parecía ser que el científico, efectivamente, estaba realmente loco.
Unos cuantos comentarios a modo de epílogo. Aunque ciertas personas se adhieren a casi cualquier innovación de naturaleza mística, las profecías del doctor Haxhausen no tuvieron muchos seguidores. Pronto la notoriedad del científico decayó, a excepción de alguna que otra nota en unos cuantos periódicos, alguna mención de pasada en la que se insinuaba que el reciente papel del doctor Haxhausen como agorero majareta había eclipsado por completo en las mentes del público su anterior fama de hombre de ciencia. Finalmente, durante una velada en diciembre, mientras un escaso público compuesto principalmente por vagabundos borrachos y ruidosos adolescentes esperaba que diera comienzo la famosa representación en un deprimente salón de banquetes, quedó patente que otra carrera de visionario ya estaba condenada al más absoluto olvido. Cuando el mundialmente famoso alucinado no hizo acto de presencia a la hora indicada en los folletos, alguien se decidió a descorrer el telón improvisado del escenario improvisado. Y allí, balanceándose suavemente suspendido de la horca cubierta de hollín de su fantástica máquina, estaba el doctor Haxhausen. Nunca llegó a descubrirse si la causa de la muerte debía ser atribuida a un asesinato o al más probable suicidio. Porque otra cosa ocurrió esa misma noche de invierno que eclipsó por completo todos los demás sucesos.
Pero, por supuesto, damas y caballeros, ustedes saben lo que ocurrió. Puedo ver por el brillo en sus ojos, por el rubor en sus cerosos rostros, que recuerdan muy bien cómo los colores aparecieron en el cielo de esa noche, una aurora fabulosa enviada por el sol y reflejada por la luna, para que todo el mundo fuera bautizado a un mismo tiempo por la luz espectral de la verdad. Lo quisieran o no, sus corazones habían oído la voz de la criatura que consideraban loca. Pero no la escucharon; nunca lo han hecho. ¿Por qué alentaron ustedes esta transgresión de la ley divina? ¿Y por qué todavía miran fijamente con expresión de odio de madera desde los confines de la tierra? Fue por ustedes por quien cometí este último y mayor pecado, todo por ustedes. ¡Y cuándo han apreciado estos gestos desde las alturas!
Y por este acto ahora debo existir en eterno destierro del paraíso que os glorifica. Qué bella es vuestra eterna ruina.
Ah, benditos muñecos, recibid Mi oración, y enseñadme a hacerme a Mí mismo a vuestra imagen y semejanza.