NINGUNO de ellos podía explicarse cómo habían regresado a la ciudad esqueleto. Algunos habían llegado al cruce central de calles, donde un solo semáforo, apagado hacía mucho tiempo, colgaba como un oscuro farol. Allí se detuvieron estupefactos, espantapájaros desplazados de su terreno natural, con las ropas colgando a jirones sobre sus escuálidos cuerpos. Otros fueron uniéndoseles lentamente, vagando sin rumbo desde las afueras de la ciudad o desembarcando de vehículos combados bajo el peso de sus pertenencias. Luego todos ellos se reunieron silenciosamente en aquella inmensa tarde gris.
Parecían demasiado exhaustos para hablar, y durante algún tiempo no fueron capaces de reconocer su ubicación entre las formas y espacios que les rodeaban. Sus ojos estaban fijos y con mirada insomne, el estigma tanto de una monumental fatiga como de una dolorosa atención a todo lo que veían. Sus rostros eran afilados y cenicientos, unas cuantas motas que se mezclaban con la polvorienta superficie de ese día, en busca de un escondrijo durante las pálidas horas. Delante de ellos estaba el lugar que habían abandonado y al que, de alguna forma, habían regresado. Sólo uno no había ido con ellos. Este permaneció en la ciudad esqueleto, y ahora ellos regresaban, aunque ninguno pudo explicar cómo o por qué esto había ocurrido.
Un hombre alto, con barba y sombrero de ala ancha, alzó la mirada al cielo. Dentro de las nubes había una gran negrura purulenta, la inundación de la noche por venir junto a una negrura nunca antes vista. Tras unos instantes el hombre dijo: «Pronto será de noche». Sus palabras fueron casi susurradas, y el esfuerzo de hablar pareció consumir sus últimas fuerzas. Pero no fue simplemente el agotamiento lo que le disuadió a él y al resto de intentar un segundo éxodo de la ciudad.
Nadie sabía cuánto se habían alejado de la ciudad antes de cambiar el sentido de su avance y regresar al lugar que ellos mismos habían creído abandonar para siempre. No podían recordar a qué cruce de caminos o callejón sin salida habían llegado y dónde se abortó la evacuación. No podían recordar parte de ese día, ciertas imágenes y experiencias permanecían escondidas. Presentían ciertas cosas enterradas en algún lugar de sus mentes, aunque eran incapaces de recordarlas. Estaban seguros de que habían visto algo que no debían recordar. Y, por ello, nadie sugirió volver a tomar la carretera que les sacaría de la ciudad. Sin embargo no podían aceptar quedarse en ese lugar.
Los había invadido una parálisis, ese estado del alma conocido por aquellos que habitan en el plano más alto de la locura, los aristócratas de la demencia cuyas pesadillas les acechan a ambos lados del sueño. Poco después el desgarrador efecto de esta inmovilidad psíquica se hizo mucho menos tolerable que la posibilidad de rendirse simplemente y quedarse en la ciudad. Ese fue el caso al menos de una de estas marionetas catalépticas, una mujer con aspecto de palo que dijo: «No tenemos elección. Él se ha quedado en su casa». Entonces otra voz entre ellos gritó: «Lleva aquí demasiado tiempo».
Un viento repentino se agitó entre los árboles, sacudiendo las ropas de los exhaustos recién llegados y balanceando el semáforo que colgaba sobre sus cabezas. Durante unos segundos las luces se encendieron en todas direcciones, perturbando el profundo y gris crepúsculo. Los colores empapaban los ladrillos de los edificios y se reflejaban en las ventanas con una extraña intensidad. A continuación, el semáforo volvió a oscurecerse tras esta embestida de transformación.
El hombre con un sombrero de ala ancha volvió a hablar, forzando su voz susurrante: «Debemos reunimos después de descansar».
Mientras la multitud de delgados cuerpos se dispersaba lentamente, apenas cruzaron unas palabras entre ellos. Una anciana que avanzaba arrastrando los pies por la acera no se dirigió a nadie en particular cuando dijo: «Bendita sea la semilla que está plantada en eterna oscuridad».
Alguien que oyó estas palabras miró a la anciana y preguntó: «Señora, ¿qué ha dicho?». Pero la anciana se mostró genuinamente confundida al ser informada de que había dicho algo.
En la casa donde un hombre llamado Ray Starns y una sucesión de otros hombres antes que él residieron en algún momento, Andrew Maness ascendió la escalera que llevaba al segundo piso y entró en un pequeño cuarto que había convertido en estudio y cámara de meditación. La ventana de este cuarto tenía vistas por encima de los tejados del vecindario y ofrecía un amplio panorama de la calle Main de Moxton. Observó cómo todo el mundo abandonaba la ciudad, y los observó cuando regresaron. Ahora, ya bien entrada la noche, siguió mirando después de que todos se hubieran retirado a sus hogares. Y veía cada uno de estos hogares brillantemente iluminado a través de la noche, mientras que la calle Main estaba a oscuras. Incluso el semáforo se había apagado.
Apartó la mirada de la ventana y clavó los ojos en un libro grande abierto sobre su escritorio a unos pasos de él. Las páginas del libro estaban amarillentas y quebradizas como hojas caídas de los árboles.
—Tus descabelladas palabras eran ciertas —dijo dirigiéndose al libro—. Mis amigos no se alejaron mucho antes de regresar cabizbajos. Tú sabes lo que les hizo regresar, pero yo tan solo puedo adivinarlo. Con tantas bellas historias como has narrado, y sin embargo no me ofreces nada en este momento. Como tú mismo dices: «La última visión muere con el que la contempla. Bendita sea la semilla plantada en eterna oscuridad. Pero la semilla plantada todavía crece».
Andrew Maness cerró el libro. Escrita con tinta oscura sobre su cubierta se leía la palabra TSALAL.
En breve todos los habitantes de Moxton se habían encerrado en sus casas y las calles del centro de la ciudad quedaron desiertas. Unas cuantas farolas iluminaban las oscuras fachadas de los edificios: pequeños comercios, un restaurante modesto, una iglesia de confesión indefinida, e incluso un teatro sin público desde hacía varias semanas. Alrededor de esta zona se erguían grupos de casas como las que habitualmente se arremolinan en la periferia de las ciudades esqueleto. Eran estructuras de serena desolación construidas en la órbita de una estrella muerta. Eran sencillos ataúdes de madera de pino, invadidos por la quietud y que se enderezaban recortándose contra el cielo silencioso. Sin embargo, era este silencio lo que permitía que sonidos procedentes de fantásticas distancias llegaran a la ciudad. Y la quietud de estas casas y las estrechas calles llevaba la vista hasta lugares asombrosamente remotos. Incluso había momentos en los que el velo de desolada serenidad comenzaba a agitarse con los revoltosos colores del caos.
Todo parece inusual en comparación con la monotonía de estos vecindarios que abarrotan los márgenes de una ciudad esqueleto. Con frecuencia las peculiares virtudes de tales lugares no son mencionadas por sus residentes. Aun así, quizás exista una casa que no esté situada a lo largo de una de aquellas callejuelas, sino al final de ella. Esta casa podría ser de alguna forma distinta al resto de casas del vecindario. Posiblemente sea más alta que las otras, o exhiba una veleta en lo alto que gira con el viento de las tormentas. Quizás la única característica que la diferencie es que lleva mucho tiempo deshabitada, quedando así disponible como una carcasa vacía donde la mayor parte de esa desolación mágica de las callejuelas y casas con forma de ataúd se instala y rezuma como una esencia de antiguos alquimistas. Parece parte de un diseño, una gran inexorabilidad, que esta casa exista entre las otras casas que se apiñan a los bordes de la ciudad esqueleto. Y la sensación de este vasto diseño que todo lo abarca en realidad brota en el interior de los escuálidos residentes de la zona, y entonces, un día, inesperadamente, llega un hombre pelirrojo con la llave de esa casa concreta.
Andrew Maness cerró el libro titulado TSALAL. Luego recorrió con la mirada el cuarto en el que se encontraba, el cual no le había parecido tan pequeño en la época en que su padre y él vivieron en aquella casa, un tiempo demasiado remoto para que nadie más pudiera recordarlo con claridad. Sólo él podía recordar aquellos tiempos con cierta seguridad, e invocó la imagen de una pequeña cama en la esquina más alejada del cuarto.
De niño se quedaba despierto hasta bien entrada la noche, paseando la mirada por la habitación iluminada por la luna que tan grande le parecía a su yo en miniatura. Cuánto agrandaban la habitación estas sombras, que dejaban abiertas ciertas secciones de la misma al negro abismo que se extendía más allá de la casa y más allá de la negrura de la noche, alcanzando una negrura que nunca nadie había visto antes. Durante esos momentos las cosas parecían cambiar a su alrededor, y parecía como si él tuviera algo que ver con este cambio. Las sombras sobre las pálidas paredes comenzaban a rizarse como humo, creando un torbellino de oscuridad que en ocasiones adquiría formas reconocibles —la imperfecta zoología de masas nubosas—, pero pronto se transformaba en un brumoso sinsentido. Sombras humeantes se arremolinaban en todos los rincones del cuarto.
Creyó ver qué era lo que hacía que estas sombras se movieran de forma tan lenta y suave. Los simples objetos a su alrededor cambiaban de forma y proyectaban extrañas sombras. Bajo la luz de la luna pudo ver la vela en el deslucido candelabro sobre el cabecero de su cama. La vela estaba casi totalmente consumida cuando la había apagado de un soplido unas horas antes. Pero ahora se erguía como una flor que crecía demasiado rápido, proyectándose hacia arriba con sebáceas enredaderas y capullos, alas y miembros de cera, pálidas manos con dedos crispados y otras partes que no reconocía. Cuando miró hacia el otro lado del cuarto, vio que algo se movía de un lado a otro sobre el alféizar de la ventana con un movimiento espasmódico. Era un soldado de madera que súbitamente extendió unas pinzas de cangrejo y comenzó a repiquetear con ellas contra el marco de la ventana. Otros objetos en el cuarto que apenas podía distinguir también estaban cambiando; vio sombras que se retorcían de forma extraña. Todo cambiaba, y sabía que era él quien hacía que las cosas cambiasen. Pero en esta ocasión no podía parar los cambios. Le pareció el fin de todo, el Apocalipsis infernal…
Sólo cuando sintió que su padre le estaba sacudiendo, fue consciente de que había estado gritando. Enseguida se quedó en silencio. La vela sobre su cabecera ardía ahora brillantemente y no estaba como la había visto unos segundos antes. Echó un rápido vistazo al cuarto para cerciorarse de que nada más había cambiado. El soldado de madera estaba tirado en el suelo y sus dos rígidos brazos estaban pegados a los costados.
Miró a su padre, que estaba sentado en la cama con el mismo traje oscuro que llevaba cuando ofició misa ese mismo día. Algunas veces veía a su padre dormido en uno de los sofás de la sala de estar o cabeceando sobre su escritorio mientras escribía su siguiente sermón. Pero jamás había visto a su padre dormir de noche.
El reverendo Maness pronunció el nombre de su hijo, y el joven Andrew Maness enfocó la mirada en el delgado rostro de su padre, reconociendo entonces la corona de cabello blanco que todavía retenía cierto tono rojizo, y las gafas ovaladas que reflejaban la llama de la vela. El anciano susurró al chico, como si no estuvieran a solas en la casa o estuvieran tramando alguna conspiración.
—¿Ha ocurrido otra vez, Andrew? —preguntó.
—No quería que ocurriese —protestó Andrew—. No estaba solo.
El reverendo Maness alzó una mano abierta solicitando silencio y comprensión. El reflejo de la vela en las lentes de las gafas le ocultaba los ojos, que en ese instante se volvieron hacia la ventana que estaba junto a la cama de su hijo.
—El misterio del caos ya está actuando —dijo.
—Las Epístolas —respondió rápidamente Andrew, como si la cita hubiera sido una pregunta.
—¿Puedes acabar el pasaje?
—Sí, creo que sí —respondió Andrew, y a continuación adoptó un tono solemne y recitó—: Sólo falta que desaparezca el que lo retiene, y entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor Jesús destruirá con el aliento de su boca y aniquilará con el resplandor de su Venida.
—Conoces bien ese libro.
—La Santa Biblia —dijo Andrew, porque le sonaba extraño no nombrar el libro de la forma apropiada.
—Sí, la Santa Biblia. Deberías saber sus palabras mejor que cualquier otra cosa en este mundo. Deberías tener sus palabras siempre en la mente, como una fórmula mágica.
—Y eso hago, padre. Siempre me has dicho que debía hacerlo.
Súbitamente, el reverendo Maness se puso en pie e, inclinándose sobre su hijo, gritó:
—¡Mentiroso! No tenías estas palabras en la mente esta noche. Es imposible que las tuvieras. Permitiste que el caos actuara. Tú eres el caos, pero no debes serlo. Debes ser el otro, el katechon, el que lo retiene.
—Lo siento, padre —suplicó Andrew—. Por favor, no te enfades conmigo.
El reverendo Maness recobró la compostura y de nuevo alzó su mano abierta, entrelazando y separando los dedos varias veces en lo que pareció una secuencia deliberada de sutiles gestos. Le dio la espalda a su hijo y lentamente recorrió el cuarto. Cuando llegó a la ventana en la pared opuesta, observó la oscuridad que envolvía a la ciudad de Moxton, donde él y su hijo llegaron hacía ya unos años. En la calle Main de la ciudad el reverendo había construido una iglesia; cerca de esta, construyó una casa. La silueta del campanario de la iglesia se recortaba contra las nubes iluminadas por la luna. Desde el otro lado del cuarto, el reverendo Maness dijo a su hijo:
—Construí la iglesia en la ciudad para que la gente la viera. La construí de ladrillo para que perdurase.
Entonces comenzó a recorrer la estancia en actitud meditabunda mientras su hijo lo miraba en silencio. Tras unos minutos se detuvo a los pies de la cama de su hijo y bajó la mirada como si estuviese en el púlpito de su iglesia.
—En la Biblia hay una bestia —dijo—. Lo sabes, Andrew. Pero ¿sabías que la bestia también está dentro de ti? Vive en un lugar donde nunca puede ver la luz. Sí, habita aquí, dentro del cráneo, el habitáculo de la Gran Bestia. Es algo con una forma tan maravillosa que su existencia podría ser atribuida a los fantásticos conjuros de un brujo o a una aparición procedente de un lejano y oscuro lugar que nunca nadie jamás ha visto. Es una pesadilla que paralizaría nuestros corazones si llegásemos a contemplarla en algún sombrío rincón de nuestro hogar, o si en alguna ocasión, por alguna terrible desgracia, posásemos nuestras manos sobre su viscosa carne. Esto no debe pasar nunca, la bestia debe ser retenida en su madriguera. Pero la bestia es una enorme fuerza que llega hasta el mundo, un gran hacedor de mundos que no se parecen en nada a lo que conocemos.
Y podría efectuar cambios en este mundo. La oscuridad y la luz, la forma y el color, los cielos y la tierra… todo podría ser alterado por la bestia, el gran corrector de lo visible y lo invisible, lo conocido y lo desconocido. Porque todas las cosas que vemos y conocemos no son más que vasijas vacías en las que la bestia derramará una nueva tintura y así cambiará el aspecto de la tierra, alterando las propias sombras, otorgando un extraño color a nuestros días y nuestras noches, convirtiendo el día en noche, de forma que soñamos mientras estamos despiertos y jamás podremos volver a dormir. No hay nada más terrible ni nada más pecaminoso que dichos cambios en las cosas.
No hay nada más grotesco que estos cambios. Todos los cambios en las cosas son grotescos. La misma posibilidad de que se produzcan cambios en las cosas es grotesca. Y la bestia es la autora de todos los cambios. ¡No vuelvas nunca más a tener trato con la bestia!
—¡No digas eso, padre! —gritó Andrew con las palmas de las manos presionadas contra las orejas para obstruir más palabras de reproche. Sin embargo, las oía igualmente.
—Estás arrepentido, pero aun así no lees el libro.
—Sí leo el libro.
—Pero no tienes las palabras del libro siempre en tu mente, porque estás constantemente leyendo otros libros prohibidos para ti. Te he visto mirando mis libros, y sé que los sacas de los estantes como un ladrón. Son libros que no deberían ser leídos.
—Entonces, ¿por qué los guardas? —le gritó Andrew, sabiendo que era perverso cuestionar a su padre y sentir una gran alegría al hacerlo. El reverendo Maness se colocó en un lateral de la cama, la luz de la vela se reflejaba en sus gafas.
—Los guardo —dijo— para que puedas aprender por tu propia voluntad a renunciar a lo que está prohibido, sea cual sea la forma en que se presente.
Pero qué maravillosos le parecían todos aquellos libros prohibidos para él. Recordaba haberlos visto por primera vez enclaustrados en los estantes más altos de la biblioteca de su padre, aquella pequeña habitación sin ventanas en el mismo centro de la casa que el reverendo Maness había construido. Andrew reconocía los libros nada más verlos, no solo por los títulos con palabras como Misterio, Encantado, Secreto y Sombra, sino también por el tipo de letra de estas palabras —una escritura afilada parecida a las letras de la propia Biblia— y por los tonos de sus encuadernaciones de tela, los ropajes desteñidos de crepúsculos otoñales. De alguna manera sabía que estos libros estaban prohibidos para él, incluso antes de que el reverendo hiciera saber a su hijo este hecho y provocase que el chico se sintiera avergonzado por su deseo de sostener aquellos libros y conocer su contenido. Comenzó a sentirse unido a los mundos que imaginaba revelados en los libros, obsesionado con lo que él concebía como una cosmología de pesadillas. Y tras haber entrado ilícitamente en la biblioteca de su padre, comenzó a trazar con detalle el mapa de un universo misterioso… un lugar donde el sol se había perdido de vista, donde las ciudades eran frías y oscuras, donde las montañas palpitaban con las monstruosidades que escondían, los bosques tamborileaban con vientos secretos, y todos los mares permanecían horriblemente en calma. En sus sueños acerca de este universo, que sobrepasaban con creces las visiones más oscuras de cualquiera de los libros que hubiera leído jamás, una noche interminable había caído sobre todos los paisajes imaginables.
Así pues, mientras dormía, podía encontrarse de pie al borde de un enorme barranco lleno de árboles de verdes copas afiladas, y en la distancia los picos de las colinas se recortaban negros bajo un cielo caótico lleno de estrellas. Alguna escena de este tipo con frecuencia se repetía en aquellos libros prohibidos, y en ocasiones proporcionaba el motivo de uno de los grabados que acompañaban a la narración. Pero jamás leyó en ningún libro lo que sus sueños le mostraban en el cielo sobre el barranco y sobre las colinas. Cada una de las brillantes y encrespadas estrellas comenzaba a soltarse de los lugares donde la negrura las sujetaba. Al principio se agitaban, y luego rodaban por sus lechos nocturnos. En esos momentos veía el reverso de las estrellas, que no se asemejaba en absoluto a lo contemplado a través de los ojos de la tierra. Lo que podía ver no se asemejaba a las estrellas, sino a algo más parecido a la cara inferior de las grandes rocas con las que uno podría tropezarse en las profundidades de húmedos bosques. Habían cambiado de una manera sumamente extraña, cambiado porque todo en el universo estaba cambiando y ya no podía ser protegido de los cambios provocados por algo que había despertado en la negrura, algo que deseaba moldear de nuevo todo lo que veía… y que tenía el poder de ver todas las cosas. Por los rostros de las estrellas se arrastraban cosas que las hacían brillar como nunca antes habían brillado. Y entonces estas cosas que veía en su sueño comenzaban a derramarse de las estrellas hacia la tierra, surcando la noche con sus brillantes rastros.
En esas noches de sueños, todas las cosas se hallaban sujetas a fuerzas que no entendían de ley o razón, y nada poseía su propia naturaleza o esencia, sino que tan solo era una máscara sobre el rostro de la oscuridad absoluta, una negrura que jamás nadie había contemplado.
Aún siendo solo un niño, ya era consciente de que sus sueños no se ajustaban a la creación que le había enseñado su padre y aquel libro. Era otra la creación que él perseguía, una contra-creación, y los libros que llenaban las estanterías de la biblioteca de su padre no podían revelarle lo que deseaba saber sobre esta otra génesis. Al tiempo que se lo negaba a su padre, y con frecuencia a sí mismo, soñaba con leer el libro que estaba realmente prohibido, las escrituras de una creación letal, unas escrituras que narrarían el relato del universo en su sentido más puro.
Pero ¿dónde podría encontrar tal libro? ¿En qué estante de qué biblioteca aparecería ante sus ojos? ¿Lo reconocería cuando la fortuna permitiera que cayera en sus manos? Con el paso del tiempo fue creciendo la certeza de que encontraría el libro, había soñado tantas veces con él. Y es que en las visiones más inverosímiles se veía a sí mismo en posesión del libro, como si lo hubiera heredado. Pero, aunque sostenía el libro en sus sueños, e incluso veía sus palabras con milagrosa claridad, no llegaba a comprender la sustancia de una escritura cuyos significados parecían disolverse transformándose en un sinsentido. Nunca se le concedió en estos sueños una comprensión de lo que el libro debía contarle. El libro solo se comunicaba con su mente mediante las más oscuras y extrañas sensaciones, como una especie de presencia que invadía y poseía el sueño. Al despertar, lo único que permanecía era un terror eufórico. Y era entonces cuando los objetos que le rodeaban comenzaban sus transformaciones, porque su alma se había convertido en un caos debido a los sueños y su mente estaba repleta de palabras del libro equivocado.
—Tú sabías que era inútil —dijo Andrew Maness mientras se inclinaba sobre el libro que tenía encima del escritorio y miraba fijamente las páginas de antigua escritura a mano en tinta negra—. Me dijiste que siempre debía leer las palabras correctas y que siempre debía tenerlas en mi mente, pero tú sabías que yo leería las palabras incorrectas. Tú sabías lo que yo era. Sabías que un ser como yo solo existía para leer las palabras incorrectas y para querer ver esas palabras escritas en el cielo con letras negras. Porque tú mismo fuiste el autor del libro. Y trajiste a tu hijo al lugar donde él leería tus palabras. Esta ciudad era el lugar equivocado, y tú sabías que era el lugar equivocado. Pero te convenciste a ti mismo de que era el único lugar donde lo que habías hecho… podría ser deshecho. Porque te asustaste de lo que tú y los otros hicisteis. Durante años estuviste intrigado por la mayor de las locuras, los secretos y estratagemas más atroces, y luego te asustaste. ¿Qué descubriste que te asustó tanto, a ti y a los otros que siempre estabais intrigados por las cosas monstruosas sobre las que hablabas, sobre las que entonabas, en el libro? Tú me sermoneabas diciéndome que todo cambio es grotesco, que la misma posibilidad de cambio es en sí perversa. Sin embargo, en el libro tú sostienes que «la transformación es la única verdad»… «la única verdad para el Tsalal, aquel sin ley ni razón. No existe la naturaleza de las cosas», escribiste en el libro. «No hay rostros, sino simples máscaras fuertemente sujetas al convulso caos tras de ellas». Escribiste que no existe el verdadero crecimiento o evolución en la vida de este mundo, sino tan solo transformaciones de apariencia, una incesante fusión y moldeado de superficies sin que subyazca ninguna esencia. Pero, sobre todo, tú afirmaste que no existe la redención de ningún ser, porque no existen los seres como tales, nada existe para ser redimido… todo, toda persona existe solo para ser arrastrado hacia el lento e interminable torbellino de mutaciones que podríamos ver cada segundo de nuestras vidas si simplemente observásemos con atención a través de los ojos del Tsalal.
»Sin embargo, estas verdades tuyas que constantemente escribías en tu libro no pueden ser la razón de que te asustases, porque aunque tu voz se torne sombría y temblorosa cuando hablas de estas cosas, tus frases están cargadas de fascinación y siempre te maravillas ante la gran farsa de la mascarada universal, “la alucinación de mentiras que oscurece la visión de todos a excepción de los electos del Tsalal”. Es algo de lo que no quieres o no puedes hablar lo que hizo que te asustases. ¿Qué fue lo que descubriste y no pudiste afrontar sin renunciar a lo que tú y los otros habíais hecho, sin correr a esta ciudad para esconderte tras las doctrinas de una iglesia en la que realmente no creías? ¿Permaneció este conocimiento, este descubrimiento en tu interior a un mismo tiempo vivo y muerto a tu recuerdo? ¿Fue esto lo que te permitió profetizar que las gentes de Moxton regresarían a su ciudad, y sin embargo te impidió decir qué fenómeno podía ser más terrible que la pesadilla de la que habían huido, aquellos grotescos cambios que habían invadido las calles y casas de este lugar?
»Sabías que este era el lugar incorrecto cuando me trajiste aquí de niño. Y yo sabía que este era el lugar incorrecto cuando llegué a mi hogar en esta ciudad y me quedé aquí hasta que todo el mundo supo que yo había permanecido demasiado tiempo en este lugar.
No mucho después de que Andrew Maness se mudara de nuevo a la ciudad de Moxton, una anciana se le acercó en la calle a última hora de la tarde. Andrew estaba mirando en un escaparate de un taller de reparaciones que cerraba temprano. Frente a él había un despliegue de piezas oxidadas de máquinas, como si estuvieran en exposición: las tripas y esqueleto de alguna clase de motor muerto. Su ensoñación fue interrumpida cuando la anciana dijo:
—Yo le he visto a usted antes.
—Es posible, señora —respondió él—. Me mudé a una casa de Oakman hace unas semanas.
—No, quiero decir que le he visto antes de eso.
Sonrió ligeramente a la anciana y respondió:
—Viví aquí durante un tiempo, pero pensé que nadie se acordaría.
—Recuerdo el cabello. Es rojo, pero un poco verdoso también, amarillento quizás.
—Descolorido por los años —explicó él.
—Lo recuerdo tal como era antes. Y no es mucho más diferente ahora. Mi cabello está blanco como la sal.
—Sí, señora —dijo él.
—Les dije a esos malditos idiotas que me acordaba. Nadie me escucha. ¿Cómo se llama?
—Mi nombre, señora…
—Spikes —replicó ella rápidamente.
—Mi nombre, señora Spikes, es Andrew Maness.
—Maness, Maness —canturreó para sí—. No, no recuerdo a ningún Maness. Usted está ahora viviendo en la casa de los Starn.
—De hecho se la compré a un miembro de la familia del señor Starn que heredó la casa tras su muerte.
—Allí solían vivir los Waters. Antes de ellos los Wells y antes los McQuister. Pero eso ya fue antes de que yo naciera. Antes de los McQuister ya es demasiado tiempo para poder recordar. Demasiado maldito tiempo.
Iba diciendo estas palabras mientras se alejaba con paso decidido por la calle. Andrew Maness observó cómo se alejaban su delgada silueta y los cabellos blancos como la sal, y cómo perdían todo su color en los monótonos alrededores de la ciudad esqueleto.
Para Andrew Maness el mundo siempre había estado dividido en dos distintas esferas definidas por lo que solo podía describir como un prejuicio del alma. De acuerdo con esta visión, él estaba provisto de un conjunto doble de respuestas que manifestaba ante un escenario dado para saber si era el lugar correcto para él o el lugar equivocado. En lugares del primer tipo se producía una separación entre sí y el mundo a su alrededor, una ausencia envolvente. Estos eran los grandes espacios vacíos que conformaban casi la totalidad del mundo. Estos lugares no representaban ninguna amenaza. Pero existían otros lugares donde parecía que se le permitía la entrada a una presencia de la más terrible especie, una fuerza que no pertenecía a esos lugares y sin embargo se movía libremente dentro de ellos… y dentro de él. Eran precisamente lugares como este, y la presencia que contenían, lo que llegó a dominar su vida y determinar su curso. No tenía elección, porque era el plan de las personas electas que lo habían generado, y él estaba obligado a cumplir su diseño. De hecho, él era el mismo centro de su diseño.
Su padre sabía que había ciertos lugares en el mundo ante los que él debía responder, incluso durante su niñez, y que le llevarían a experimentar un segundo nacimiento bajo el signo del Tsalal. El reverendo Maness sabía que la ciudad de Moxton era uno de esos lugares… puestos avanzados en las desoladas fronteras de lo real. Dijo que había traído a su hijo a esta ciudad para que el niño aprendiera a resistir la presencia que sentiría aquí y en cualquier otro lugar del mundo. Dijo que había traído a su hijo al lugar correcto, pero, en realidad, lo había traído a un lugar totalmente equivocado para el ser que era. Y dijo que su hijo siempre debía llenar su mente de las palabras de ese libro. Pero estas palabras eran fácilmente silenciadas y reemplazadas por aquellas otras palabras de aquellos otros libros. Su padre parecía tentarlo a leer los mismos libros que no debería haber leído. Pronto esos libros generaron en Andrew Maness la sensación de esa fuerza y esa presencia que podía manifestarse en un lugar como la ciudad de Moxton. Y había otros lugares donde él sentía esa misma presencia. Siguiendo intuiciones que fueron creciendo con el tiempo, Andrew Maness encontraba estos lugares por azar o siguiendo un plan trazado.
Podía encontrar una casa abandonada, ruinosa y combada en un paisaje aislado… un esqueleto desnudo en un osario. Pero este destartalado edificio era para él un templo, una capilla en el camino de una oscura presencia con la que él anhelaba la unión, y también una entrada al mundo oscuro en el que esa presencia moraba. No se puede describir con nada esas sensaciones, los innumerables matices de temblorosa excitación, al aproximarse a un edificio en ruinas cuyo contorno inclinado e irregular sugería otro orden de existencia, el orden de existencia más verdadero, como si lugares como esta casa fueran simples sombras ondulantes reflejadas sobre la tierra desde un plano de existencia distante e invisible. Allí experimentaba el toque de algo externo a él, algo cuya voluntad se confundía con la suya propia, como en un sueño donde uno se siente poseedor de un fantástico poder para decidir qué eventos tendrán lugar, y sin embargo también se siente incapaz de controlar ese poder que, a través de uno mismo, podría llegar a producir el caos de pesadilla. Esta mezcla de dominio e impotencia lo abrumaba con una negra ebriedad y le sugería su meta vital: mover la gran rueda que gira en la oscuridad, y ser aplastado por ella.
Sin embargo, Andrew Maness siempre había sabido que su ambición era un eco de la concebida por su padre muchos años atrás, y que la búsqueda de esta ambición fue consumada con su propio nacimiento.
—De joven —explicaba el reverendo Maness a su hijo, siendo este un joven por aquel entonces—, me consideraba un adepto a la magia de los dioses antiguos, un comulgante de entidades tanto demoníacas como divinas. Durante muchos años no comprendí que yo era simplemente un guarda del museo donde los dioses antiguos estaban expuestos, con sus réplicas y cadáveres colocados en las innumerables galerías de lo invisible… y ahora lo extinto. Sabía que en milenios pasados estos seres siempre se habían reemplazado unos a otros mientras transitaban por los mundos que los adoraban. Esta sucesión en espejo de monarcas supremos podría todavía parecer eterna a aquellos que no han sentido la gran sombra eternamente posicionada detrás de cada una de las deidades o panteones. Sin embargo, pude sentir esta sombra y ver que había eclipsado a los dioses antiguos sin ser en absoluto uno de ellos. Porque era incluso más antigua que ellos, el oscuro fondo contra el que estos dioses habían llevado a cabo sus aventuras lo mejor que pudieron. Pero su aparición en el fondo de todas las cosas era algo nuevo, un advenimiento que tuvo lugar no hace más de un siglo. Quizás esta enorme negrura, esta sombra, siempre ha prevalecido en otros mundos distintos al nuestro, lugares que nunca han conocido a los dioses del orden, los dioses del diseño. Incluso este mundo se había preparado desde hacía tiempo para ello, creando ciertos lugares donde la ilusión de realidad se hacía sumamente frágil y donde los dioses del orden y el diseño apenas podían respirar. Lugares como esta ciudad de Moxton se convirtieron en tierra fértil para esta negrura que nadie jamás había visto.
»Sí, no hace mucho más de un siglo que las personas de este mundo traicionaron su percepción de un nuevo dios que no era un dios. Tal percepción nunca podría estar completa, nunca llegaría a la verdadera agonía de iluminación, excepto entre los electos. Yo mismo tardé tiempo en lograrlo. La autenticidad de mis conocimientos podría parecer cuestionable y arbitraria, considerando su origen. Sin embargo, hay una tradición en la revelación, un antiguo protocolo, mediante el cual el conocimiento de lo invisible nos es concedido a través de textos inspirados. Y es por medio de estas escrituras dictadas desde el más allá como, de entre todo el mundo, solo nosotros podríamos descubrir lo que no hemos experimentado ni podemos experimentar en una confrontación directa. Así ocurría con el Tsalal. Pero el libro que yo he escrito, y que he titulado Tsalal, no es el código revelado del que estoy hablando. Es solo un reflejo, o más bien un destilado, de aquellas otras escrituras en las que detecté por primera vez la existencia, la aparición, del propio Tsalal.
»Por supuesto, siempre han existido escrituras de una u otra clase, una tradición popular primigenia que ha proporcionado alusiones a la oscuridad de la creación y a monstruosidades de todo tipo, humanas e inhumanas, como si hubiera alguna diferencia entre ellas. Siempre ha pervivido algo profundamente oscuro y grotesco en todos los idiomas de este mundo, apareciendo intermitentemente y lanzando su sombra durante unos instantes en las historias que intentan buscarle una razón a las cosas, frecuentemente frustrando el final más feliz. Y esta sombra nunca desaparece en ninguna de estas historias, aunque se pretenda hacernos creer lo contrario. La oscuridad de lo grotesco es un enigma inmortal: en todas las leyendas de muertos, en todos los cuentos de criaturas de la noche, en todas las mitologías de dioses locos y demonios lúcidos siempre perdura una especie de sinsentido burlón al final, una voz fuerte y resonante que llama desde el corazón de estas historias y declara: “Todavía estoy aquí”. Y la risa idiota de esa voz… ¡cómo resuena a través de los siglos! Esta risa con frecuencia alcanza nuestros oídos a través de ciertas historias en las que este mismo espíritu grotesco ha tenido algo que ver. Por mucho que hemos intentado ignorar la risa de esta voz, por mucho que hemos intentado aplastar sus palabras y protegernos a nosotros mismos llenando nuestras mentes con otras palabras, todavía resuena por todo el mundo.
»Pero no hace mucho más de un siglo esta risa comenzó a aumentar de tono. Tú mismo la has oído, Andrew, cuando entrabas a hurtadillas en mi biblioteca durante tus años de juventud, deleitándose en una fiesta gótica de lo grotesco. Estos libros no contienen un conocimiento arcano dirigido a los pocos seleccionados, sino que fueron escritos para un mundo que había comenzado a menospreciar a los dioses del orden y el diseño, a cuestionar su misma existencia y a ensalzar los disturbios de lo grotesco. A estas alturas ambos hemos estudiado los libros en los que el Tsalal se fue revelando gradualmente como el mismísimo núcleo de nuestro universo, aunque sus autores permanecieran ignorantes de las revelaciones que perpetraban. Fue de uno de los más iluminados de esta secta de narradores góticos de donde tomé el nombre de ese personaje. ¿Recuerdas, Andrew, las aventuras de un tal Arthur Pym en una tierra fantástica donde todo, sus gentes y el paisaje, es de una negrura perfecta: el país antártico de Tsalal? Era esta una de las mejores evocaciones que encontré sobre esa negrura que nadie había visto jamás, una revelación literaria de la existencia sin alma ni sustancia, sin significado ni necesidad… no un universo de diseños y orden, sino uno cuyo único principio era el de la transmutación sin sentido. Un universo de lo grotesco. Y desde ese momento mi única ambición fue invocar al que ahora llamo el Tsalal, y finalmente realizar una encarnación terrenal de la mismísima cosa.
»A lo largo de los años averigüé que había otros obsesionados por una ambición tan cercana a la mía propia que formábamos una Alianza… los electos del Tsalal. También ellos eran devotos de los dioses antiguos que habían perdido su poder o que se habían extinguido por la aparición de este otro, un advenimiento inevitable que estábamos ansiosos de acelerar para perdernos nosotros en él. Y es que habíamos reconocido la máscara de nuestras identidades, y nuestro único consuelo por lo que habíamos perdido, una redención perversa, era unirnos a la fatalidad del Tsalal. Para ello era esencial una mujer sobre la que realizar una ceremonia de concepción. Y fue durante estos ritos cuando por primera vez llegamos a estar en íntima comunión con aquel que se movía en nuestro interior y que realizaba los cambios más maravillosos sobre tantas cosas.
»Ninguno de nosotros sospechaba qué pasaría cuando nos reunimos esa última noche. Todo esto pasó en otro país, un país más viejo. Pero sin duda era un lugar como esta ciudad de Moxton, un lugar donde las apariencias de este mundo parecen tambalearse en ocasiones, flotando ante nuestros ojos como simple niebla. Este lugar era conocido en nuestro círculo como la Calle de las Farolas, y era el mismísimo corazón de un distrito bajo el signo del Tsalal. Ahora, cuando lo evoco, las farolas me parecen tan solo una casualidad de la escena, un elemento accidental de atmósfera, pero por aquel entonces para nosotros eran los mismísimos ojos del Tsalal. Los apliques luminosos de las aceras de radiante cristal engarzado en tallos de metal negro formaban una procesión irreal a un lado y a otro de la calle, un espectáculo de pathos y misterio infinitos. Un poeta de la época los llamó “lirios de hierro”, y otro comparó su luz de joya con el amarillo topacio. En un idioma distinto, y una ciudad distinta, estos artilugios —les réverberes, les becs de gaz— también eran ensalzados, un símbolo enigmático de un siglo, un mundo, que se apagaba.
»Fue en esta calle donde preparamos una estancia para tu nacimiento y tu crianza bajo el signo del Tsalal. Había unos cuantos residentes más en este destartalado barrio, pero lo abandonaron antes de que tú nacieras, asustados por los cambios que todos nosotros podíamos contemplar en la Calle de las Farolas. Al principio, los cambios eran sutiles: las arañas habían comenzado a tender sus redes sobre el empedrado de la calle, y finos hilos de humo se escapaban por los cañones de las chimeneas, entrelazándose unos con otros en el cielo. Cuando llegó la noche de tu nacimiento los cambios se intensificaron. Estaban centrados en el cuarto en el que nos reunimos para recitar la invocación del Tsalal. Realizamos encantamientos durante toda la noche, de pie en círculo alrededor de la mujer elegida para la ceremonia de concepción. ¿Ya he mencionado que ella no era uno de nosotros? No, ella era una demacrada habitante de la Calle de las Farolas, de cuyo cuerpo nos apropiamos unos meses antes, un miembro honorario de nuestra secta a quien tratamos muy bien durante el tiempo que permaneció cautiva. Llegado el momento de tu nacimiento, ella se lanzó al suelo de la habitación ceremonial y comenzó a gritar con distintas voces. No creíamos que pudiera sobrevivir a la terrible prueba. Ni tampoco sabíamos cuáles serían las consecuencias inmediatas de la encarnación que pretendíamos efectuar, la consumación de un nexo de unión entre esta mujer y el Tsalal.
»Estábamos invitando al caos a este mundo, eso lo sabíamos. Estábamos totalmente ebrios por la posibilidad de un desorden absoluto. Con un sentimiento de lúgubre júbilo gozábamos con los indicios de una pesadilla universal… el punto final de todas las cosas. Pero esa noche, mientras invocábamos al Tsalal en esa habitación, llegamos a experimentar un plano de lo irreal hasta ahora desconocido por todos nosotros. Y descubrimos que nunca habíamos deseado realmente perdernos nosotros mismos en lo irreal, no de la manera en que nos amenazaba desde la Calle de las Farolas. Porque de la misma forma en que tú, Andrew, comenzaste a entrar en este mundo a través de esa mujer, también el Tsalal entraba al mundo a través de esa mujer. Ella era ahora la semilla de aquel, su carne radiante e hinchada en el fértil terreno de lo irreal que era la Calle de las Farolas. Miramos por las ventanas de aquella habitación, considerando ya nuestra escapada. Pero entonces vimos que ya no había ninguna calle, ni ningún edificio en aquella calle. Lo único que permanecía eran las farolas con su duro brillo amarillo como estrellas putrefactas, interminables hileras de farolas que ascendían hacia una negrura que lo envolvía todo. ¿Puedes imaginarlo? Innumerables hileras de farolas ascendiendo hacia la negrura. Todo lo que sustentaba la realidad del mundo a nuestro alrededor había sido consumido. Nos percatamos de que nuestros propios cuerpos aparecían repentinamente demacrados y escuálidos, mientras que el cuerpo de aquella mujer, la semilla del Apocalipsis venidero, se iba hinchando cada vez más con el poder y la magia del Tsalal. Y supimos en ese momento lo que debía ser hecho si lográbamos escapar a la irrealidad que había germinado en aquel lugar llamado la Calle de las Farolas.
Incluso en tiempos de los McQuinster, los cuales ya nadie recordaba muy bien, Moxton era ya una ciudad esqueleto. Ningún edificio allí había parecido nunca nuevo. Cada ladrillo mugroso o tablón descolorido, cada placa oxidada o toldo raído parecía haber sido heredado de la extinción de otro edificio en otra ciudad, objetos desechados de un próspero centro en el que ya no tenían cabida materiales desgastados. Los cristales de escaparate de los comercios estaban nublados con una confusión de imágenes reflejadas de algún otro lugar. Era como si establecimientos enteros hubieran sido abandonados en Moxton, donde los edificios se erguían en las calles como extraños objetos abandonados en el estante de un sótano.
No era tanto una ciudad real como la apariencia de una ciudad, un fondo de cartón piedra de un viejo espectáculo teatral de contornos crudamente pintados con un viejo pincel insensible a los detalles de carácter e identidad, y que dibujaba los nombres de las calles y los comercios con garabatos sin sentido destinados a no ser leídos por nadie. Todo lo que podía haber sido real en la ciudad había quedado frustrado. Nada florecía allí, nada marcaba una diferencia por su presencia o ausencia.
Ningún negocio podía hacer algo más que sobrevivir anónimamente en Moxton. Incluso los negocios más grandes, tales como un almacén de baratijas o un confortable hotel, eran incapaces de destacar y se veían obligados a adoptar el mismo aire de irrealidad que mostraban los establecimientos más pequeños: la zapatería, cuyo diminuto escaparate exponía mercancía pasada de moda hacía ya mucho tiempo, la tienda de ropa, donde el polvo se acumulaba en los pliegues de la ropa que llevaban los maniquíes descabezados, el taller de reparaciones, donde un buen número de objetos habían quedado sin reclamar por sus dueños y se oxidaban por todos los rincones del lugar.
Muchos años atrás se abrió un teatro en la prominente esquina de Webster con Main, décadas antes de que se colgase el semáforo sobre la intersección de dichas calles. En un enorme luminoso de neón con las letras apiladas en vertical se leía la palabra RIVIERA. Durante unos instantes esta palabra se recortaba con deslumbrador morado contra el cielo del crepúsculo, llamando hacia uno y otro lado de la calle a todos los habitantes de la ciudad. Pero al caer la noche las letras brillantes se atenuaban y su glamour quedaba sofocado por la atmósfera enrarecida donde las imágenes y los sonidos perdían toda realidad. La nueva sala de cine ahora no relucía más que la farmacia de McQuister al otro lado de la calle. Ambos comercios se repartían una clientela regular y modesta de una ciudad esqueleto que no estaba más encantada con uno u otro comercio.
Ese era todo el compromiso de Moxton con cualquier manifestación de la realidad. Y es que hay ciertos lugares que existen en los márgenes de lo real: una casa, una calle, incluso ciudades enteras son reivindicadas en virtud de alguna afinidad innombrable con los planos más remotos de existencia. Ellos son, estos lugares, terreno fértil de lo irreal y retienen el mínimo de inmunidad necesario contra trastornos y aberraciones exóticas. Sus concesiones a una cierta apariencia de realidad son solo gestos apaciguadores, una manera de sofocarla a través de una aceptación limitada. Era innecesario, e incluso perverso, resistirse a la construcción de la sala de cine o de la nueva iglesia (fundada en 1893 por el Rev. Andrew Maness). Tal acción podría investir a estos establecimientos de una cantidad injustificada de sustancia o poder, y en una ciudad esqueleto hay poca sustancia, y todo el poder reside tan solo en lo irreal. Los ciudadanos de un lugar así son guardianes de una propiedad única, de una hacienda valiosa cuyos verdaderos dueños se encuentran momentáneamente ausentes. Lo único necesario para que sea asumida la total propiedad de la tierra es que una sola semilla sea plantada y alimentada durante el suficiente periodo de tiempo, un intervalo que no tiene nada que ver ni con las horas ni los días de este mundo.
Andrew Maness creció en la ciudad de Moxton mientras observaba cómo su padre se sometía a la desesperación y el asombro de no poder deshacer la cosa que él y los otros habían encarnado. En varias ocasiones el reverendo entró en el cuarto de su hijo mientras este dormía. Con cuchillo y hacha y guadaña de mango largo intentó romper el cada vez mayor vínculo entre su hijo y el Tsalal. Por la mañana, el dormitorio del joven Andrew olía a matadero. Pero sus miembros y órganos volvían a estar unidos y nueva sangre fluía por ellos, probando así la realidad de lo que había sido traído al mundo por su padre y los otros adeptos a aquel.
Había momentos en los que el reverendo Maness, sumido en el pavor y la desesperación, despertaba a su hijo de su sueño para suplicarle, le hacía saber que estaba llegando a una peligrosa coyuntura en su desarrollo y le rogaba que se sometiera al peculiar ritual que se consumaría con la destrucción de Andrew.
—¿De qué ritual se trata? —preguntaba Andrew con el nerviosismo de un novicio. Pero la capacidad de habla del reverendo se paralizaba ante esta pregunta y pasaban muchas noches antes de que volviera a abordar el tema.
Finalmente, una noche el reverendo Maness entró en el cuarto de su hijo portando un libro. Abrió el libro por las últimas páginas y comenzó a leer. Y las palabras que leyó describían el plan de la destrucción de su hijo. Estas palabras eran suyas, el último capítulo de una gran obra que había compuesto documentando una riqueza de revelaciones sobre la fuerza o entidad llamada el Tsalal.
Andrew no podía apartar la mirada del libro y se esforzó por escuchar cada matiz de la lectura que realizó su padre, a pesar de que el ritual que el anciano leyó describía de una forma atroz la muerte de Andrew… la erradicación de la semilla del Apocalipsis denominada el Tsalal.
—Tu fórmula para eliminar mi existencia requiere de la participación de otros —comentó Andrew—. «Los electos de… aquel».
—Tsalal —entonó el reverendo Maness, todavía cautivado por una oculta nomenclatura.
—Tsalal —repitió Andrew—. Mi protector, mi guardián del negro vacío.
—Todavía no eres totalmente la criatura de aquel. He intentado cambiar lo que no podía. Pero has permanecido demasiado tiempo en este lugar, que era el lugar equivocado para un ser como tú. Estás experimentando un segundo nacimiento bajo el signo del Tsalal. Pero todavía queda tiempo para que te sometas al ritual por propia voluntad.
—Debo preguntarte, padre, ¿quién lo llevará a cabo? ¿Se convocará a extraños para que vengan a la ciudad?
Tras una dolorosa pausa reflexiva, el reverendo respondió:
—Ninguno de los que quedan vendrán. Tendrían que revivir los sucesos que siguieron a tu nacimiento, la primera vez que naciste.
—¿Y mi madre? —preguntó Andrew.
—No sobrevivió.
—Pero ¿cómo murió?
—Por el ritual —confesó el reverendo Maness—. En el ritual de tu nacimiento se hizo necesario llevar a cabo el ritual de la muerte.
—Su muerte.
—Como ya te he contado anteriormente, este ritual nunca había sido realizado, ni tan siquiera imaginado, antes de la noche en la que naciste. No sabíamos qué podría ocurrir. Pero en cierto momento, tras presenciar ciertas cosas, actuamos de la manera correcta, como si siempre hubiéramos sabido lo que debía ser hecho.
—¿Y qué debía ser hecho, padre?
—Está todo en este libro.
—Tú tienes el libro, pero todavía te faltan los otros. Una congregación, por llamarlo de alguna manera.
—Tengo mi congregación en esta misma ciudad. Ellos harán lo que debe ser hecho. Y tú deberás someterte por propia voluntad. Debes consentir el fin de tu existencia.
—¿Y si no consiento?
—En breve —comenzó a explicar el reverendo Maness—, el vínculo quedará sellado entre tú y el otro, aquel que es todo pesadilla de grotescas metamorfosis tras un sueño de formas terrenales, aquel que es el centro de la supuesta entidad y la supuesta esencia. Hasta las ilusiones vivas del mundo de luz llegará una negrura nunca antes vista, un amanecer de oscuridad. Lo que tú mismo has conocido sobre estas cosas es tan solo un atisbo pasajero, una temblorosa llama de vela en comparación con la conflagración que vendrá después. Te has sentido fascinado por esos momentos que has experimentado tras haberte dormido y despertado y haber visto que las cosas a tu alrededor han sufrido un cambio de forma. Las contemplas mientras cambian a formas estrambóticas, y sientes que el poder que las cambia está conectado a tu propio ser, transmitiéndote su magia a través de un delicado cordón. Luego el cordón se vuelve demasiado frágil para resistir, tu mente regresa a ti, y así la pequeña actuación que contemplabas termina. Pero llevas ya demasiado tiempo en este lugar para haber comenzado un segundo nacimiento bajo el signo del Tsalal. El cordón entre aquel y tú es fuerte. Vayas donde vayas, te encontrará. En cualquier lugar en el que permanezcas, allí comenzarán los cambios. Y es que tú eres la semilla de aquel. Eres exactamente como la luz[4], la semilla primordial de la profecía rabínica: esa astilla de cada entidad mortal a partir de la cual el cuerpo entero puede ser reconstruido para someterse al juicio del final de los tiempos. Allá donde estés comenzará la resurrección. Eres un fragmento de aquel que no posee ni ley ni razón. El cuerpo que brotará de ti es el verdadero cuerpo de todas las cosas. Los mismos cambios son el cuerpo del Tsalal. Los cambios son la verdad de todos los cuerpos, los cuales creemos que poseen un rostro y una sustancia solo porque no podemos ver que están en constante cambio, que son solo frágiles formas constantemente destruidas en el violento remolino de la verdad.
»Y así ocurrirá durante el resto de tus días; serás atraído a un lugar que revele la señal del Tsalal —un aspecto de lo irreal, un desesperado reclamo de las cosas— y con tu advenimiento los cambios comenzarán. Puede que pasen desapercibidos durante un tiempo, afectando tan solo a cosas muy pequeñas o a cosas más grandes pero de forma sutil, esa disrupción de formas que conoces muy bien. Pero otras personas sentirán que hay algo incorrecto en aquel lugar, el cual podría ser una casa o calle determinada, o incluso una ciudad entera. Irán de un lado a otro con ojos inquietos y la piel demacrada, sus huesos se harán más frágiles por la inquietud, desgastándose y combándose mientras el mundo a su alrededor queda despojado de cualquier apariencia de lo real, dejándolos famélicos de la sustancia de viejas ilusiones. Comenzarán a correr rumores entre ellos sobre cosas desagradables que creen haber visto o sentido y que, sin embargo, no pueden explicar… una confusión entre los seres inferiores, quizás, o una piedra que parece palpitar con un hálito de vida. Porque estos son los modestos comienzos del caos que finalmente consumirá a las propias estrellas, que podrían quedar arrastrándose por la enorme negrura que nadie jamás ha visto. Y al estar cerca de ti sabrán que tú eres el origen de estos cambios, que a través de tu ser estos cambios manan hacia el mundo. Cuanto más tiempo permanezcas en un lugar, peor será la situación. Si abandonas dicho lugar a tiempo, entonces los cambios no podrán tener un poder duradero… no se habrá alcanzado el punto final y será como las pequeñas actuaciones de lo grotesco que has presenciado en tu propio cuarto.
—¿Y si permanezco en dicho lugar? —preguntó Andrew.
—Entonces los cambios continuarán hasta el punto final. Siempre que seas capaz de contemplar la degradación y confusión de las apariencias de las cosas, siempre que seas capaz de contemplar cómo las personas de aquel lugar se marchitan en cuerpo y mente, los cambios avanzarán hasta el punto final… la desintegración de todo orden aparente, el nacimiento del Tsalal. Antes de que esto ocurra debes someterte al ritual del punto final.
Pero Andrew Maness se limitó a reírse del plan de su padre, y el sonido de su risa a punto estuvo de hacer pedazos al reverendo. Con voz intencionadamente seria, Andrew preguntó:
—¿Realmente piensas que podrás conseguir que los otros participen?
—Las gentes de esta ciudad llevarán a cabo la obra del ritual —replicó su padre—. Cuando hayan presenciado ciertas cosas, harán lo que debe ser hecho. Su ansia por preservar las ilusiones de su mundo sobrepasará el horror de lo que debe hacerse para salvarlo. Pero será decisión tuya someterte o no al ritual que determinará el curso de tantas cosas de este mundo.
Todo los habitantes de la ciudad se congregaron en la iglesia que el reverendo Maness había construido muchos años atrás. Nadie había sucedido al reverendo, y no se celebraban servicios desde la época de su ministerio. El edificio nunca había sido dotado de electricidad, pero la iluminación de las numerosas velas y quinqués que la congregación había llevado se añadía a la luz del grisáceo atardecer que penetraba por las dos hileras de ventanas transparentes y rematadas en punta a ambos lados de la iglesia. En el borde de una de esas ventanas una araña recorría a tientas su tela, avanzando torpemente con apéndices que no parecían las ágiles patas de un arácnido sino más bien las de un octópodo de blandos tentáculos. Tras varias sacudidas, la criatura alcanzó la superficie del marco de una ventana y avanzó hasta el propio cristal, donde comenzó a moverse libremente en su nuevo elemento.
Las gentes de Moxton intentaron descansar antes de esta reunión, pero sus rostros demacrados anunciaban claramente que no lo habían conseguido. Toda la población de la ciudad apenas llenaba media docena de bancos de la parte delantera de la iglesia, aunque algunos se habían derrumbado en el suelo y otros se movían arrastrando los pies por el pasillo central. Todos ellos parecían más demacrados que el día anterior, cuando intentaron escapar de la ciudad e inexplicablemente fueron conducidos de nuevo a ella.
—Todo ha ido a peor desde que regresamos —afirmó un hombre, como si pretendiera iniciar así una reunión sin esperanza ni objetivo alguno, más allá de reunir en un solo lugar las pesadillas de los habitantes de Moxton. Se alzó un murmullo de voces que resonó por toda la iglesia. Varias personas hablaron acerca de lo que habían presenciado la noche anterior, recitando la letanía de fenómenos grotescos que les habían impedido dormir.
Hablaron de la pared de un dormitorio que cambiaba de color, pasando de su habitual tono rosado relajante y pálido bajo la luz de la luna a un palpitante y luminiscente verde que se rizaba como la piel de un gran reptil. Hablaron de una pequeña muñeca cuyo cuello comenzó a alargarse y retorcerse en el aire como una serpiente, mientras sus diminutos labios de muñeca susurraban palabras sin sentido pero que, sin embargo, transmitían un significado profundamente repugnante. Hablaron de cosas que nadie vio pero que emitían sonidos de una naturaleza intensamente inquietante en la oscuridad de sótanos o tras las puertas de alacenas y armarios. Y por último, hablaron de algo que la gente veía cuando miraban por las ventanas de sus casas en dirección a la casa donde un hombre llamado Andrew Maness vivía. Pero cuando cualquiera comenzaba a describir lo que había visto en los alrededores de aquella casa, que llamaban la casa McQuister, sus palabras se volvían confusas. Habían visto algo y, sin embargo, no habían visto nada.
—Yo también presencié eso de lo que hablas —susurró el hombre alto con barba y sombrero de ala ancha—. Era una negrura, pero no era la negrura de la noche o las sombras. Flotaba sobre la vieja casa McQuister, o a su alrededor. Era algo que no había visto en Moxton desde los cambios.
—No, en Moxton no, no en la ciudad. Pero sí lo has visto antes.
—Todos lo hemos visto antes —dijo un hombre cuya voz sonaba como si procediera de todos los rincones de la iglesia.
—Sí —respondió el hombre alto, como si confesara algo que había sido negado anteriormente—. Pero no lo vemos como podría ser visto, de la manera que lo vimos cuando estábamos fuera de la ciudad, cuando intentamos marcharnos y no pudimos.
—Entonces no vimos la negrura —dijo una de las mujeres más jóvenes mientras parecía estar intentando arrancar una imagen de su mente—. Era algo… algo que no era negrura en absoluto.
—Había varias cosas —gritó un anciano, que se levantó de repente de uno de los bancos con los ojos fijos y una mirada de revelación. Un segundo más tarde esta visión pareció disolverse y se sentó de nuevo. Pero los ojos de otros siguieron esta visión, inspeccionando los espacios vacíos de la iglesia y observando las trémulas luces de los múltiples faroles y velas.
—Había varias cosas —comenzó a decir alguien, y luego otra persona completó la frase—: Pero todas giraban y se confundían, todas se mezclaban en un torbellino.
—Hasta que lo único que pudimos ver fue una gran negrura —dijo el hombre alto, recobrando de nuevo su voz.
Se hizo un silencio total en la congregación, y las palabras que habían pronunciado parecían estar desapareciendo en el silencio, arrastrando una vez más a las gentes de Moxton al refugio de su anterior amnesia. Pero antes de que sus mentes perdieran toda la claridad de su recuerdo, una mujer, a quien llamaban señora Spikes, se puso en pie y desde el último banco de la iglesia, donde estaba sentada a solas, gritó:
—Todo comenzó con él, el que está en la casa McQuister.
—¿Desde hace cuánto tiempo? —preguntó una voz.
—Demasiado tiempo —respondió la señora Spikes—. Lo recuerdo. Es más viejo que yo, pero no parece mayor. Su pelo es de un color extraño.
—Rojizo como sangre pálida —dijo uno.
—Verde como el moho —dijo otro—. O amarillo y naranja como una llama de vela.
—Vivía en esa casa, esa misma casa, hace mucho tiempo —continuó la señora Spikes—. Antes de los MacQuister. Vivía con su padre. Pero tan solo recuerdo las historias que me contaron. No vi nada por mí misma. Algo ocurrió una noche. Algo le ocurrió a toda la ciudad. Su nombre era Maness.
—Así se llamaba el hombre que construyó esta iglesia —dijo el hombre alto—. Fue el primer clérigo que vio esta ciudad. Y no hubo más clérigos después de él. ¿Qué ocurrió, señora Spikes?
—Ocurrió hace demasiado tiempo para que nadie lo recuerde. Yo solo sé lo que me contaron. El reverendo dijo cosas sobre su hijo, dijo que su chico iba a hacer algo y de qué forma la gente debía evitar que ocurriera.
—¿Qué ocurrió, señora Spikes? Intente recordar.
—Lo estoy intentando. Tan solo desde ayer he comenzado a recordar. Fue cuando regresamos a la ciudad. Recordé algo que el reverendo dijo, según cuentan las historias sobre aquella noche.
—Yo te escuché —dijo otra mujer—. Dijiste: «Bendita es la semilla que está plantada eternamente en la oscuridad».
La señora Spikes miró fijamente hacia delante y golpeó suavemente la parte superior del banco con la mano derecha, como si estuviera evocando recuerdos de esta forma. Luego dijo:
—Eso es lo que se supone que estuvo diciendo esa noche: «Bendita sea la semilla que está plantada eternamente en la oscuridad». Y dijo que la gente debía hacer algo, pero las historias que yo oí cuando era niña no explicaban qué quería que hiciera la gente. Era algo sobre su hijo. Algo extraño, algo que nadie entendió. Pero nadie hizo lo que él quería que hicieran. Cuando lo llevaron a su casa, su hijo no estaba allí, y nadie vio a ese joven nunca más. Las historias cuentan que los que llevaron al reverendo a su casa vieron cosas allí, pero ninguno quiso explicar lo que vio. Lo que todo el mundo recordaba era que tarde esa misma noche las campanas comenzaron a sonar en el campanario de esta iglesia. Y allí fue donde encontraron al reverendo. Se ahorcó. No fue hasta que los McQuister se trasladaron a la ciudad cuando alguien se atrevió a pasar cerca de la casa del reverendo. Y fue en ese mismo instante, por lo visto, cuando la gente olvidó todo sobre aquel lugar.
—De la misma forma en que ninguno pudimos recordar lo que pasó tan solo ayer —dijo el hombre alto—. ¿Por qué regresamos a este lugar cuando era el último lugar en el que desearíamos estar? La negrura que vimos, que era una negrura nunca antes vista. La negrura que no era negrura sino todos los colores y formas de las cosas oscureciendo el cielo.
—¡Una visión! —dijo un anciano que durante muchos años había sido el propietario de la Farmacia de McQuister.
—Quizás sea solo eso —replicó el hombre alto.
—No —dijo la señora Spikes—. Era algo que él hizo. Como todo lo que ha estado pasando desde que llegó aquí y se quedó durante tanto tiempo. Todos esos pequeños cambios en las cosas, que poco a poco fueron a peor. Es algo que ha estado avanzando como una tormenta. La gente ha visto que ahora está en la ciudad, flotando sobre la casa de ese hombre. Y los cambios en las cosas empeoraron más que nunca. Muy pronto seremos nosotros los que cambiaremos.
Entonces se alzó un coro de voces de la congregación, todas ellas planteando un conflicto entre «debemos hacer algo» y «¿qué podemos hacer?».
Mientras las gentes de Moxton murmuraban y se inquietaban a la luz de los faroles y las velas, por las ventanas de la iglesia se observaba un oscurecimiento gradual. Una negrura artificial estaba invadiendo la tarde gris. Y las palabras de estas gentes también comenzaron a cambiar, al igual que todas las cosas que habían cambiado en aquella ciudad. En el interior de esas mismas voces se entremezclaban los gritos de miedo con una invocación susurrante. Pronto las notas más altas de estas voces disminuyeron hasta desaparecer totalmente, mientras los tonos más profundos del encantamiento prevalecían. En ese momento todos entonaban una sola palabra en hipnótica armonía: Tsalal, Tsalal, Tsalal. Y de pie en el púlpito se encontraba el que lideraba la plegaria, el hombre cuyo cabello de extraño color brillaba bajo la luz de las velas y los quinqués. Por fin había venido de la casa donde había permanecido demasiado tiempo. La campana de la iglesia comenzó a repicar, sonando con ecos entrecortados. La cacofonía resonante de las voces aumentó en el interior de la iglesia. Y es que estas eran las voces que habían vivido demasiado tiempo en el lugar incorrecto. Estas eran las gentes de una ciudad esqueleto.
La figura en el púlpito alzó las manos ante su congregación y esta se fue callando. Cuando él centró su mirada en una anciana sentada a solas en la última fila, esta se levantó de su asiento y se dirigió a las puertas dobles en la parte trasera de la iglesia. El hombre en el púlpito abrió aún más los brazos y la anciana echó hacia atrás ambas puertas.
A través de la entrada abierta se veía la calle principal de Moxton, pero no estaba como antes. Una negrura que todo lo abarcaba había descendido y solo eran visibles las luces de la ciudad. Pero estas luces eran tan interminables como la propia negrura. Las hileras de farolas amarillentas se extendían hasta el infinito por una avenida del abismo. Se divisaban fragmentos de señales de neón, las vibrantes letras moradas de la sala de cine encendiéndose de forma intermitente, como si se reflejasen en una multitud de espejos negros. En medio de las otras luces flotaba una sucesión interminable de señales de tráfico que llenaban la negrura como estrellas multicolores. Todos estos vestigios brillantes de la ciudad, sus piezas rotas en plena transformación, se iban apagando y distorsionando cada vez más, sangrando su resplandor sobre la negrura que las consumía, aunque esta negrura multiplicara monstruosamente las imágenes rotas del mundo, recogiéndolas en el interior de su calidoscopio de colores tan densos y variados que se perdían en una unidad negra.
El hombre que había construido la iglesia donde las gentes de Moxton estaban congregadas había hablado del punto final. Este era ahora inminente. Y a medida que se acercaba el momento, la congregación reunida en el interior de la iglesia fue moviéndose hacia la figura que estaba en el púlpito, que descendió para encontrarse con ellos. Ya habían superado con creces todos sus viejos temores, estas gentes esqueleto. Habían alcanzado el hueso descarnado del ser, la última capa de existencia sin nombre ni descripción, sin naturaleza o esencia: la nada de la negrura que nunca antes nadie había visto… o vería. Porque nadie nunca sobrevivió excepto como una sombra de la negrura del Tsalal.
Y sus ojos contemplaron al que era encarnación de la negrura, y que había venido hasta ellos para sellar su vínculo con aquel otro. Le miraban buscando alguna palabra o gesto para culminar ese día que se había tornado en noche. Le miraban buscando lo que les vincularía a la negrura y se uniría a ellos en el Apocalipsis de lo irreal.
Finalmente, como si estuviera guiado por algún capricho del momento, les dijo cómo hacer lo que debía ser hecho.
La historia que circuló durante generaciones posteriores entre las gentes de Moxton contaba cómo todo el mundo se congregó en la iglesia una tarde durante una gran tormenta que duró hasta entrada la noche. Inutilizada durante décadas antes de tal evento, la iglesia estaba sólidamente construida y resultaba un refugio apropiado. Había quien recordaba que durante semanas antes de este cataclismo se había producido una variedad de efectos poco comunes por lo que describían como una estación de extraño clima en las inmediaciones de la ciudad.
Los detalles de este periodo permanecen poco claros, como ocurre con el recuerdo de un hombre que ocupó una breve temporada la casa McQuister durante el tiempo de la tormenta. Nadie habló nunca con él a excepción de la señora Spikes, que apenas recordaba la conversación que mantuvieron y que murió de cáncer no mucho después de la mayor tormenta del año. La casa en la que vivió el hombre había pertenecido anteriormente a los familiares de Ray Starns, pero los Starn ya no residían en Moxton. En todo caso, el antiguo hogar de los McQuister no era la única vivienda deshabita da en la ciudad esqueleto, y no existía ninguna razón para que la gente se inquietara por ella. Ni nadie de Moxton reflexionó seriamente sobre lo ocurrido en la iglesia después de que la tormenta pasara. Las puertas se encontraban de nuevo cerradas a intrusos, pero nadie comprobó jamás esos viejos cerrojos colocados por primera vez después de que el reverendo Maness se ahorcara en el campanario de la iglesia.
Si las gentes de la ciudad de Moxton se hubieran aventurado más allá de las puertas de la iglesia, habrían encontrado lo que dejaron atrás después de que la tormenta amainase. Retorcido a los pies del púlpito yacía el esqueleto de un hombre cuyo nombre nadie hubiera sido capaz de recordar. Los huesos estaban limpios. No se hubiera podido encontrar ni un ápice de su carne ni en la iglesia ni en ningún otro lugar de la ciudad. Porque la carne era la de aquel que había permanecido en un cierto lugar demasiado tiempo. Era la semilla, y ahora había sido plantada en un lugar oscuro donde no crecería. Habían enterrado su carne en lo profundo de la tierra baldía de sus propias carnes enjutas. Sólo unos cuantos cabellos de extraño color permanecían repartidos por el suelo, mezclándose con el polvo de la iglesia.