Unas palabras sobre la percepción de la ficción de lo extraño[1]
NADIE necesita que le expliquen qué es lo extraño. Es algo que se revela en los primeros años de la vida de toda persona. Con la primera pesadilla o el primer episodio de fiebres altas, tiene lugar la iniciación en una sociedad universal y a un mismo tiempo muy secreta. La pertenencia a esta sociedad se renueva a lo largo de toda la vida a través de una serie de encuentros con lo extraño que pueden adoptar una variedad de formas y presentar muchos rostros. Algunas de estas formas y rostros son conocidos solo por uno mismo, mientras que otros son reconocidos por prácticamente todas las personas, aunque no lo admitan.
De hecho, la experiencia de lo extraño es tan frecuente que queda profundamente asumida, de manera que permanece invisible en la trastienda de la vida de una persona, e incluso más alejada del mundo en su conjunto. Pero siempre está ahí, esperando a ser invocada en aquellos momentos especiales que le son propios. Estos momentos son en su mayor parte bastante breves y relativamente escasos: la intensa extrañeza de un sueño se desvanece al despertar y es frecuentemente olvidada por completo; los retorcidos pensamientos de un delirio pronto se enderezan tras recuperarnos de la enfermedad; incluso un encuentro de primera mano y en plena vigilia con lo extraordinario puede llegar a perder esa terrorífica extrañeza que inicialmente poseía y finalmente confinarse en aquellas trastiendas, aquellas salas de espera de lo extraño.
Así pues, es obvio: la experiencia de lo extraño es un hecho fundamental e inexorable en nuestra vida. Y, como ocurre con este tipo de hechos, al final se encauza hacia formas de expresión artística. Una de esas formas ha sido denominada, cómo no, ficción de lo extraño. Las historias que conforman este género literario son depósitos de lo extraño; son similares a esos cuartos apartados donde se esconden los sueños y delirios y apariciones espectrales, aunque en este caso pueden ser visitados en cualquier momento, formando así un vasto museo donde lo extraño está expuesto permanentemente.
Pero ¿realmente necesita alguien que le digan de qué trata la ficción de lo extraño más de lo que pudiera necesitar saber sobre la propia definición de lo extraño? Es bastante posible que la respuesta a esta pregunta sea afirmativa. Y la razón es que la ficción de lo extraño no es algo que todo el mundo experimente por igual: no es una pesadilla ni un ataque de fiebre, y ciertamente no es un encuentro en la niebla con algo que no se espera. Es solo un tipo de relato, y un relato es un eco o transmutación de la experiencia, al mismo tiempo que también es una experiencia por derecho propio, diferente de cualquier otra en cuanto a cómo acontece y cómo es percibida. Parece probable, entonces, que la experiencia de los relatos extraños pueda verse intensificada y realzada si nos centramos en sus cualidades especiales, sus distintas variaciones y diversos rostros.
Por ejemplo, existe un conocido relato en el que se cuenta lo que sigue: Un hombre se despierta en medio de la oscuridad y alarga el brazo para coger las gafas de la mesilla. Alguien o algo coloca las gafas en su mano.
Este es el esqueleto de muchísimos cuentos que han hecho que los lectores se estremezcan al sentir la experiencia de lo extraño. Se puede simplemente aceptar este estremecimiento y pasar a otra cosa; se puede incluso intentar obviar la fuerza de este episodio en caso de que fuera imaginado con excesiva viveza. Por otro lado, también es posible, y algunos consideran deseable, lograr una óptima receptividad del incidente en cuestión, abrirse a ello y permitir que despliegue en nosotros todo su efecto y sugestión.
No se trata de una cuestión de esfuerzo intencionado; por el contrario, cuán más difícil es sacarse de la mente esa escena, especialmente si se lee dicho relato en el momento adecuado y en las circunstancias apropiadas. Entonces, la propia mente del lector se llena de la oscuridad de aquel dormitorio en el que alguien, cualquier persona, se despierta. Así pues, el interior del cráneo del lector se transforma en las paredes jalonadas de sombras de aquel dormitorio y todo el drama transcurre en un lugar del que no se puede escapar.
Sin embargo, a pesar de su brevedad, el relato no carece de argumento. Hay un inicio totalmente natural, una acción perfecta en el nudo, y un desenlace final que arroja más oscuridad sobre la oscuridad. Hay un protagonista y un antagonista, y un encuentro entre ambos que, a pesar de ser abrupto, refleja claramente su naturaleza funesta. No se precisa de ningún epílogo para explicar que el hombre se ha despertado por algo que lo esperaba a él, y a nadie más, en esa oscura habitación. Y lo insólito de todo ello, observado directamente, puede llegar a resultar bastante impactante.
Una vez más: un hombre se despierta en la oscuridad y alarga el brazo para coger las gafas que dejó sobre la mesilla. Alguien o algo coloca las gafas en su mano.
En este punto deberíamos recordar que hay una vieja identificación entre las palabras «extraño» y «destino» (de la cual un célebre ejemplo moderno es el relato “The Weird of Avoosl Wuthoqquan”, de Clark Ashton Smith, en el que el destino del personaje del título es profetizado por un mendigo y consumado por una famélica monstruosidad). Y este viejo par de sinónimos persiste en la resurrección de una vieja filosofía, la más antigua… el fatalismo.
Percibir, aunque sea erróneamente, que todos los pasos conducen a una cita programada previamente, darse cuenta de que uno se encuentra frente a frente con lo que parece que le ha estado esperando todo el tiempo… este es el marco necesario, el esqueleto que sirve de soporte a lo extraño. Por supuesto, el fatalismo, como tendencia filosófica sobre la existencia humana, pasó de moda hace mucho tiempo, eclipsado por una tendencia a la incertidumbre y un modelo de universo «abierto». Sin embargo, ciertas experiencias vitales traumáticas de las personas reales podrían reinstaurar una antigua e irracional visión de las cosas. Tales experiencias siempre impactan por su extrañeza, su alejamiento del curso normal de los acontecimientos, y con frecuencia provocan una protesta universal: «¿Por qué yo?». Y tengan por seguro que no es una pregunta sino una queja. La persona que grita se siente embargada por la asombrosa sospecha de que él, de hecho, ha sido el perfecto protagonista de algo «extraño» muy específico, un destino hecho a la medida, y de que una cita previa, con toda su extrañeza, ha tenido lugar a la hora y en el lugar acordados.
Sin duda esta sensación de extrañeza del destino es un espejismo.
Y el espejismo está hecho del mismo material que conforma el armazón interno de la palabra. Es el material de los sueños, de la fiebre, de las apariciones nunca antes contempladas; se aferra a los huesos de lo extraño y lo modela otorgándole distintas formas al rellenarlo con sus múltiples rostros. Y es que para que el espejismo del destino pueda arraigar profundamente debe estar conectado con cierta materia fuera de lo común, algo que no se pensaba que formase parte del plan existencial, aunque al echar la vista atrás no pueda ser percibido de otra forma.
Después de todo, no se produce ninguna revelación de lo extraño cuando alguien encuentra un céntimo en la acera, recoge la moneda y se la mete en el bolsillo. Aunque no sea un suceso cotidiano para un determinado individuo, jamás revela un matiz o implicación del destino, de lo extraordinario. Pero supongamos que, tras ser analizada, esta moneda presenta una característica extraña y resulta ser un objeto de considerable valor. De repente, un gran cambio, o al menos la posibilidad de cambio, se produce en la vida de alguien; de repente, el curso esperado de los acontecimientos amenaza con virar hacia destinos totalmente inesperados.
Alguien podría pensar que la moneda quizás habría pasado totalmente inadvertida mientras permanecía sobre la acera, que la persona que la encontró podría haber pasado a su lado como otros sin duda hicieron. Pero quienquiera que encuentre ese objeto fuera de lo común y descubra su significado pronto se da cuenta de algo: que ha sido atraído a una trampa y que comienza a resultarle difícil imaginar que las cosas podrían haber ocurrido de otra manera. Sus expectativas vitales originales se alejan y son ahora percibidas a lo sumo como algo pasajero: ¿qué certeza tenía sobre el rumbo de su vida antes de encontrar esa moneda? Obviamente, muy poca. Pero ¿qué sabe sobre tal asunto ahora que las cosas han dado un giro tan melodramático? Desde luego, no sabe más que antes, lo cual queda patente cuando finalmente se convierte en la víctima de un espectral numismático que desea recuperar aquella inusual moneda. Entonces la persona que la encontró y que la guarda descubre algo terrible sobre el inescrutable, misterioso y verdadero carácter extraño de su existencia… el extraordinario hecho del universo y de que uno forma parte de él. Paradójicamente, es el suceso inusitado el que puede mostrar mejor esa condición común.
Al mismo tiempo, lo extraño es, recordemos una vez más, un fenómeno relativamente escurridizo e insólito que aparece en momentos que perturban la rutina y que se olvidan con sumo alivio. Como ocurre en la vida real, la pesadilla sirve principalmente para impartir una mayor conciencia de lo que significa estar despierto; un diagnóstico médico negativo tan solo proporciona en la mayoría de las ocasiones una lección acerca de la definición de la salud, y lo sobrenatural no puede existir por sí mismo sin las reglas predominantes de la naturaleza.
Sin embargo, en la ficción se pueden prolongar aquellos periodos en los que alguien se encuentra atrapado en un destino insólito. Las trampas tendidas en la ficción de lo extraño pueden llegar incluso a ser absolutas, una ilustración completa de algo que siempre estuvo en las obras y solo esperaba ser descubierto. Porque el final de cualquier historia extraña es también frecuentemente el final definitivo de los personajes involucrados. Así pues, tan solo el lector puede ser testigo de un final anunciado, un destino que se le presenta, por decirlo de alguna manera, al alcance de la mano.
Por definición, el relato de lo extraño se basa en un enigma que jamás se desvela —si es fiel a la experimentación de lo extraño, lo cual puede tener lugar solo en la imaginación del autor— y que constituye su único origen justificable. Aunque este enigma exude definitivamente una atmósfera de cementerio, resultará amenazante tanto por su naturaleza irreal y su desorientadora extrañeza como por sus conexiones con el inmenso mundo de la muerte. Tal esquema narrativo contrasta convenientemente con el esquema del relato de «suspense» realista, en el que un personaje se ve amenazado por un funesto destino conocido y puramente físico. Sean cuales sean las manifestaciones y fenómenos identificables que se presenten en un relato de lo extraño (desde los fantasmas tradicionales hasta las pesadillas científicas de la era moderna), este siempre conserva en su núcleo algún tipo de abismo desde el que emerge lo extraño, que no puede ser analizado ni resuelto. De esta manera, se retiene cierta cualidad enigmática en estos relatos de innombrables y terribles incógnitas. Al igual que la persona que encontró aquella moneda «valiosa», el hombre que se despierta por la noche y alarga la mano en busca de sus gafas se aproxima a lo desconocido, en esta ocasión a una criatura sin nombre. Este es un ejemplo extremo, quizás el ejemplo más puro, de un argumento que se repite a través de la historia de la ficción de lo extraño.
Otro ejemplo más célebre del argumento enigmático de un relato de lo extraño es este paradigma de la extrañeza: “The Colour Out of Space” de H. P. Lovecraft. En esta narración se desencadena una serie compleja de fenómenos y sucesos debida a una fuerza invasora de origen y naturaleza desconocidos que se aposenta en un pozo oscuro en el centro del relato, y desde allí se dispone a reinar como un tirano sin rostro sobre todos y cada uno de los mecanismos del argumento. Cuando sale y se revela al final del relato, ni los personajes involucrados ni el lector saben más que al principio sobre este visitante. Aunque esta última afirmación no es del todo cierta: lo que todo el mundo sin duda aprende sobre el «color» es que el contacto con esta aparición procedente de las estrellas es una introducción a esa macabra irrealidad que es a la vez común en lo extraño y también una experiencia a la que nadie llega a acostumbrarse… y con la que nadie se siente jamás a gusto.
Podríamos continuar ofreciendo ejemplos del enigma esencial en el que se basan los más célebres relatos de lo extraño, desde “El hombre de arena” de E.T.A. Hoffman hasta “La cicatriz” de Ramsey Campbell, pero creo que la tesis ya ha quedado clara: lo verdaderamente extraño tanto en la literatura como en la vida es tan solo un esqueleto con la mínima cantidad de carne en sus huesos… la suficiente para introducir ciertos temas y evocar la apropiada reacción morbosa, pero nunca tanta como para que los dedos despellejados y extendidos hacia nosotros se conviertan en el cordial estrechamiento de manos cotidiano.
Se puede admitir que lo extraordinario como hacedor de nuestro propio destino (es decir, la inevitable muerte) es un mecanismo bastante pomposo, y con frecuencia vulgar, para representar la existencia humana. Sin embargo, la ficción de lo extraño no busca situarnos ante los trámites rutinarios que la mayoría de nuestra especie realiza de camino a la tumba, sino más bien recuperar parte del asombro que sentimos en ciertas ocasiones, y que probablemente deberíamos sentir más a menudo, frente a la existencia en su aspecto esencial. Reclamar esta sensación de asombro ante la monumentalmente macabra irrealidad de la vida es despertar a lo extraño… exactamente como el hombre en el cuarto se despierta en el perpetuo infierno de su breve relato, sacude su sensibilidad adormecida, y extiende el brazo hacia aquella criatura desconocida en la oscuridad. Ahora, incluso sin las gafas, puede ver verdaderamente. Y quizás, aunque solo sea por ese instante de terror artificial que proporciona lo extraño, también el resto de nosotros podamos.