Un atisbo al horror según Thomas Ligotti
HAY pocas cosas más inquietantes, irritantes y, al mismo tiempo, fascinantes, que andar en la oscuridad. En la más completa oscuridad. Esa que, en realidad, no existe, pues hasta en la más aparentemente honda negrura, nuestros ojos se empeñan en atisbar formas y contornos, volúmenes que, quizá, no estén ahí, pero nuestra mente finge reconocer, como anclajes que nos impiden hundirnos definitivamente en la locura de la nada.
Una noche cualquiera, durante una estancia solitaria en la habitación de un hotel, no importa el motivo, despertamos en la madrugada, en medio de la oscuridad. Una oscuridad desconocida, que nada tiene que ver con la de nuestra casa, cuya geografía está grabada en nuestro cerebro por la cotidianeidad de la existencia diaria. De repente, bajamos de la cama, poniendo inseguros los pies en el suelo y, al echar a andar, tropezamos con un obstáculo sólido y brutal. ¿Una pared? ¿Un muro? ¿Un acantilado? Sin embargo, juraríamos que hemos bajado por el lado correcto de la cama, aquel que daba en dirección a la puerta de la habitación, a varios metros de la misma… Pero ¿por qué ahora no hay espacio a nuestro alrededor? ¿Qué es esto? ¿Una ventana? ¿La puerta del baño? ¿Una trampa? Nuestra mano se dirige, frenética, hacia donde el recuerdo le dicta que se encuentra la llave de la luz… En lugar de un interruptor, tocamos algo húmedo, fofo, blando. ¿Telarañas? ¿Una cortina empapada? ¿Un… animal? Nada tiene sentido, la orientación nos ha abandonado por completo. Flotamos inseguros en la oscuridad, nos tiemblan las piernas, tropezamos con nuestros propios pies. Sentimos miedo, sí. Pero también una excitación sin límite. Nos encontramos, al fin, con lo Desconocido. Se disparan las endorfinas, los nervios explotan en mil venas de color y vemos hacia dentro. Es el momento definitivo de la Revelación. Estamos solos como nunca antes, ni siquiera en el vientre materno. Solos ante la Realidad en su esencia pura… Entonces, la mano tropieza finalmente con la llave de la luz y un blanco resplandor ilumina la habitación, la vulgar y sencilla habitación de un hotel cualquiera en una ciudad cualquiera. Nos reímos de nosotros mismos, respiramos tranquilos pensando que por fin hemos vuelto a la realidad, escapando al engaño de los sentidos. Aunque también nos sentimos un poco decepcionados. Por un instante, a través del miedo y del vacío, habíamos creído descubrir el mundo tal como era, antes de que se hiciera la luz. El mundo en su esencia… Pero era solo una ilusión. ¿O no? Quizá la ilusión sea esta exigua habitación con su cama, su mesilla, su televisión y su teléfono, que instantes antes no existían, mientras la oscuridad lo era todo, en sí y para sí. ¿Cómo saberlo?
Este miedo, esta excitación, esta fascinación, preñados de peligro pero también de perverso placer, que siente nuestro yo al dar apenas unos pasos en la oscuridad, lejos de la celosa vigilancia maternal de la realidad cotidiana, son los mismos que despiertan los relatos de Thomas Ligotti. Sin duda alguna el maestro absoluto de lo extraño y lo fantástico en la literatura actual.
Existen muchas tendencias, modos y modas en la literatura sobrenatural, fantástica y de terror. No son solo cosa de hoy. Siempre hubo autores que escribieron fantasías para un público masivo y popular, atendiendo a los miedos y necesidades del momento, mientras otros lo hicieron impulsados ante todo por una sensibilidad singular, necesitada de expresión, aunque no tuviera un lector objetivo al que dirigirse, al menos en apariencia. También hay quienes intentan conciliar ambas directrices, con mayor o menor éxito. No se trata de establecer comparaciones o jerarquías del gusto. En cierto modo, en lo que a literatura fantástica se refiere, se trata más bien de que el lector encuentre a su autor, antes que a la inversa.
En un universo consumadamente consumista como el nuestro, la producción en masa y en serie de obras —e incluso de autores— que encajen perfectamente con las necesidades de un tipo —o tipos— de lector concreto está tan estudiada, elaborada y perfeccionada que resulta imposible escapar a ella. Salvo por el hecho de que, la mayoría de las veces, esas obras y autores acaban por saturar nuestros sentidos, nuestro gusto, en ocasiones mucho antes de lo esperado, precisamente porque encajan demasiado bien con nosotros. Están hechos a medida. Así, los vampiros, zombis, fantasmas y psicópatas de la mayor parte de la literatura de horror actual —por no hablar de los dragones, elfos y caballeros del fantasy— están tan integrados en nuestro propio mundo que han dejado de ser criaturas asustantes, apenas siquiera fantásticas, para convertirse en compañeros de viaje más o menos molestos o divertidos, con poco o ningún derecho a formar parte de nuestras verdaderas pesadillas, sueños y deseos. El mundo del fantaterror actual, hinchado de corrección política, comentario social y personajes «humanos», procura a veces algunos placeres, pero raramente el placer del miedo, de lo extraño, de lo perverso. No se trata, como algunos agoreros predijeron, de que la sangre y las vísceras lo agoten, sino de que esta sangre y estas vísceras están tan claramente prefabricadas, tan perfectamente diseñadas, que en lugar de provocar revulsión, en lugar de conmover nuestra conciencia, la adormecen, la acunan en una falsa sensación de seguridad. El «bien» siempre triunfa, incluso cuando lo hace el «mal», ya que este ha sido completamente domesticado a través de arquetipos devenidos lugares comunes de una mitología cotidiana descafeinada, reificados como bienes de consumo para minorías aparentemente selectas —tribus urbanas y modernos de diverso pelaje—, o para mayorías biempensantes —lectores de bestsellers prestigiados por suplementos dominicales— que, a la larga, se unen en un sólido mercado casi indistinguible (el joven gothic que lee Crepúsculo… mientras su madre ya va por el tercero de la saga).
Por ello, encontrar el genuino frisson de lo extraño, de la otredad, el desconcertante, embriagador e irritante picor del miedo, un miedo sin excusas, sin recurrencia a lo banal, un miedo no actual, sino eterno, es tan difícil… Por ello, Thomas Ligotti es tan necesario. Tanto que, de no existir, tendríamos que haberlo inventado. De hecho, a veces tengo la impresión de que Ligotti no existe, sino que es un personaje surgido, por algún perverso e imposible desdoblarse de la realidad, de sus propias obras, en partenogénesis —o autogénesis— obscena. En cualquier caso, su existencia, de la que son prueba innegable los relatos recogidos en este libro, resulta asombrosa en un panorama como el nuestro. Fenómeno forteano por derecho propio, Thomas Ligotti pertenece a esa estirpe en vías de extinción a la que nos referimos más arriba: los autores que se ven impelidos por una profunda necesidad personal, por una convicción que va más allá y más acá de las fuerzas de lo consciente, a escribir acerca de lo que no puede ser descrito, a desvelar hasta el extremo de lo posible aquello que es imposible desvelar. En definitiva, a plasmar literariamente el abismo que nos mira y se repite hasta el infinito en nuestras pupilas asombradas, sin darnos tregua ni descanso. Thomas Ligotti es un escritor de ficción sobrenatural y extraña sin excusas ni condiciones, sin necesidad de éxito y con el éxito asegurado por ello. Descendiente en línea directa de Edgar Allan Poe y Howard Phillips Lovecraft, con quienes compone la insana, justa y necesaria Trinidad de la Literatura Fantástica y Extraña Moderna.
Aquellos que piensen que exagero, no tienen más que saltar estas páginas y pasar directamente al Noctuario para comprobarlo por sí mismos. En los relatos aquí incluidos se hace absolutamente evidente el genio peculiar de Ligotti. Un autor obsesivo y obsesionado, con una prosa exquisita, detallista y compleja, no siempre fácil de seguir, exigente e incluso a veces irritante, pero por todo ello dotada también del arte único de crear auténtica inquietud. De recuperar el desasosiego que nos produjeron aquellos grandes clásicos del género gótico y sobrenatural del pasado… O que nos puede producir dar unos pocos pasos en la oscuridad.
Durante años, Thomas Ligotti ha sido una figura oscura, casi mítica, del panorama de la ficción fantástica. Tanto que incluso algunos llegaron a dudar, antes que nosotros, de su existencia, como hiciera la propia Poppy Z. Brite, con humor cómplice, en su prólogo a La fábrica de pesadillas, colección de relatos de Ligotti publicada en 1996, y hasta ahora único libro de su autor aparecido en España —en una edición irregular y ya agotada de la editorial La Factoría de Ideas—. Sin embargo, es bien sabido que nació en 1953 en Detroit, dedicándose profesionalmente a la labor de editor literario para una importante compañía de publicaciones estadounidense. Desde los primeros años 80 empezó también a publicar relatos fantásticos en diversas revistas y fanzines de tirada limitada, entre ellos el muy prestigioso Grimoire. A comienzos de la década siguiente, las primeras recopilaciones de sus relatos, Noctuario (1994) y la citada La fábrica de pesadillas, dieron a conocer su nombre entre un cada vez más amplio sector de aficionados al género, consiguiendo con la segunda el famoso Premio Stoker a la mejor colección de relatos, galardón que obtendría en otras dos ocasiones, en la categoría de mejor relato largo, con “The Red Tower” (1996), y con la novela corta My Work Is Not Yet Done (2002), que conquistaría algún premio más.
Sin prisa pero sin pausa, el culto a Ligotti ha ido creciendo poco a poco en la sombra, como los hongos, y, como las de estos, sus cualidades alucinógenas han entusiasmado a expertos y amantes de lo fantástico siniestro como Ramsey Campbell, S. T. Joshi, la citada Poppy Z. Brite o Adam Nevill, entre otros muchos. Poeta y colaborador también del mítico grupo de rock experimental y avant garde Current 93, creado por el crowleyano David Tibet, su obra más reciente es un ensayo filosófico titulado significativamente The Conspiracy Against the Human Race (2010), donde expone sus ideas no solo sobre la ficción sobrenatural y fantástica, sino también sobre la propia condición humana. Algo que, en definitiva, está constantemente presente en sus relatos de ficción, que algunos han llegado a calificar como «terror filosófico», sea esto lo que sea. Reticente y poco dado a la publicidad, Ligotti afirma pasar la mayor parte del tiempo que no dedica a su trabajo profesional o a la escritura viendo telebasura en casa, y hasta hace unos años apenas había concedido entrevista alguna.
Nada más natural, como comprenderá el lector tras sobrevivir a su Noctuario. Gracias al propio autor hemos sabido que sufrió durante años de profunda depresión, evitando prácticamente todo contacto humano, superándola finalmente en parte, muy probablemente, gracias al ejercicio de la literatura. Aunque no sea, obviamente, condición estrictamente necesaria para ser buen escritor de horror, no cabe duda de que una vida y una personalidad un tanto tortuosas resultan propicias al ejercicio del oficio, y que Ligotti comparte con otros maestros como Poe, Nerval, Lovecraft o Philip K. Dick esta característica, que se transparenta a menudo en la visión desoladora, misantrópica e inmisericorde del mundo que ofrecen sus cuentos. No se crea, sin embargo, que estamos ante puros ejercicios confesionales o piezas autobiográficas; por el contrario, los relatos de Ligotti —mucho más variados en estilo de lo que pudiera desprenderse de un juicio precipitado de los mismos— son sobre todo historias de horror y fantasía oscura, entretenidas, intrigantes y a menudo siniestramente divertidas.
Una vez apuntado el breve, injusto y precipitado retrato del autor, digamos unas palabras más sobre su obra, y concretamente sobre la que el lector tiene en sus manos. La ficción fantástica de Thomas Ligotti parece saltar o atravesar por un agujero de gusano todo o casi todo el horror vulgar y chabacano de los últimos cincuenta años de literatura de terror. Como si un cordón umbilical invisible los ligara, a los ya tantas veces citados nombres de Poe y Lovecraft se unen para llegar hasta Ligotti los de M. R. James, Dunsany, Machen, Blackwood, Robert W. Chambers, M. P. Shiel, De La Mare, Clark Ashton Smith, Robert Aickman y quizás un leve, muy leve toque de Robert Bloch por el lado anglosajón. Pero, como buen discípulo de Poe, Ligotti está tanto o más influenciado por los fantasistas europeos y continentales, en especial por simbolistas y decadentes como Gautier, Villiers, Huysmans o Mirbeau, poetas como Lautremont o Baudelaire, y vanguardistas como Jarry, Apollinaire o Raymond Roussel. Tan fuerte como este influjo es en su obra el del fantástico centroeuropeo. Sus pesadillas más abstractas y expresionistas evocan e invocan a Kafka, Meyrink o Bruno Schulz, sin olvidar tampoco autores peculiares como Jean Ray o Topor. Por repetida confesión del autor, sabemos que algunos escritores experimentales y de vanguardia, en la frontera no solo de lo fantástico sino de lo literario mismo, ejercen influencia decisiva en su escritura e ideas. Autores como Nabokov, Ionesco, Thomas Bernhard, Samuel Beckett, Borges o William Burroughs, se cuentan entre sus favoritos, mientras filósofos como Cioran o el menos conocido Zapffe impregnan de pesimismo su estilo y relatos.
Relatos como los reunidos en este Noctuario, que van desde historias con estructura más o menos clásica, que se atienen a los principios del cuento de fantasmas y de horror gótico tradicional, imbuidos siempre de la atmósfera onírica y enrarecida de lo lovecraftiano —“La Medusa”, “El Tsalal”—, pasando por apuntes de psicologías enfermizas y trastornadas con una pincelada de Bloch —“Conversaciones en una lengua muerta”—, hasta llegar a los ejercicios de oscura prosa poética, tortuosa y torturante que componen el último tercio del libro, son perfecta introducción en su conjunto al arte sinuoso y escalofriante de Ligotti, quien compone en cada una de sus páginas un auténtico poemario de los miedos más exquisitos que ensombrecen el alma humana, evadiendo los tópicos al uso en la ficción de terror contemporánea, para crear un universo propio donde no existen leyes narrativas fijas ni explicaciones tranquilizadoras.
Aunque maneja un lenguaje esotérico y expresionista, evocador de los misterios y la parafernalia del Ocultismo, Ligotti no se refugia en las Ciencias Ocultas o la fenomenología de lo paranormal para propiciar al lector un cómodo refugio final contra el pavor, con esas largas parrafadas efectistas que revisten el misterio y lo sobrenatural de convenciones racionalistas o pseudorracionalistas. Sus espectros, por así llamarlos, no responden a los motivos tradicionales que los explican y exorcizan finalmente, salvo en raras excepciones. No encontraremos en sus páginas monstruos o criaturas sobrenaturales de guardarropía. Tampoco héroes comprometidos en la lucha entre un Bien y un Mal que no encuentran espacio alguno en su inestable y esencialmente inhumano universo. Ligotti disfruta a menudo iniciando sus historias en medio de una barroca escenografía fantasmática, que difícilmente identificaremos con nuestro mundo cotidiano o con cualquier otro conocido, pese a lo cual surge, inevitable, inamovible, el horror. Sus personajes no pertenecen ni por asomo a esa galería aburrida y vulgar de protagonistas mediocres que acostumbran utilizar los cultivadores del autodenominado «horror moderno», sino que son individuos generalmente extraños, tan singulares como el propio autor. Eruditos sensibles, investigadores obsesionados, eremitas aislados, a imagen y semejanza de los personajes de Lovecraft o M. R. James, con aires de cierto diletantismo decadente a la francesa, predispuestos a caer en las fauces del caos. Estamos, pues, en las antípodas del «terror cotidiano» de Stephen King, Dean Koontz, Peter Straub, Laymon, Douglas Clegg, Joe Hill y otros que se han esforzado tanto por traer el miedo a la realidad vulgar y corriente que han acabado por perderlo de vista, haciéndolo tan vulgar y corriente como la realidad misma. Con Ligotti entramos en un terreno literario elaborado hasta el punto de la abstracción, hecho de sugerencias, atisbos y retazos. Un mundo conceptual capaz de competir con (y, en mi opinión, superar) los logros narrativos de Pynchon, Auster o Coover, desarrollando escenarios que necesitarían el talento combinado de Francis Bacon, Giorgio de Chirico, Max Ernst, Odilon Redon y Edward Gorey para poder ser representados visualmente. Sus relatos, una vez más como los de Poe o Lovecraft, combinan a menudo la narración con la prosa poética e incluso con la disquisición retórica, en rica fusión creativa.
El secreto de Ligotti para hacernos recuperar el verdadero sentido de la maravilla del miedo —ambos uno y el mismo— estriba, precisamente, en volver a sus raíces metafísicas y ontológicas. El poder de la palabra, de la escritura como invocación de lo imposible. La esmerada descripción de lo que está más allá de la palabra misma, por medio a veces de hipnóticas aliteraciones, de combinaciones absurdas y contradictorias, escapando incluso a la estructura y la lógica interna del horror cósmico lovecraftiano, para precipitar al lector en el borde del abismo de la realidad desnuda, tal y como es: sin disfraces, sin discurso, sin sentido final alguno. El conocimiento hermético del esoterismo es para Ligotti el último disfraz de la verdad última. Verdad que no puede expresarse, porque nada significa. No hay Grandes Antiguos y, si los hay, lo que está detrás y por encima de ellos, como detrás y por encima de todos nosotros, es todavía mucho más terrible. Porque es la ausencia definitiva de todo sentido, de cualquier finalidad.
Thomas Ligotti se encuentra claramente en una larga tradición de lo fantástico y lo sobrenatural, lo extraño y lo grotesco, que se remonta a Poe, adquiere con Lovecraft dimensiones cósmicas y encuentra en su obra una nueva cumbre de terror, poesía y maravilla. Una cumbre donde se apunta el desnudo horror de la Nada, travestido en imágenes distorsionadas de mitos antiguos, dioses paganos moribundos, maniquíes inertes, autómatas y marionetas de vida ambigua, cultos extraños, paisajes desolados y sueños de los que no podemos despertar. Si Poe creó el horror psicológico y Lovecraft el cósmico, Ligotti, parafraseando a uno de los editores españoles de este mismo libro, ha creado el horror ontológico, sin dejar de ser fiel por ello a los principios fundamentales y fundacionales de la mejor ficción gótica y de terror.
Leer sus relatos no solo es un profundo placer para el buscador y degustador de lo raro, sino una obligación para cualquier alma inquieta que quiera acercarse a la esencia de la verdadera literatura fantástica y su futuro inmediato. Porque después del miedo según Thomas Ligotti, es muy posible que no haya nada más que decir. Que nadie pueda llegar más lejos en la búsqueda del pavor de lo innombrable e innombrado… Eso que acecha a nuestro alrededor cuando damos unos pocos pasos en la oscuridad.
JESÚS PALACIOS
Gijón, 15 de octubre de 2012