La madre saltó en cuanto el revólver se vació en el padre. Mataría, y entonces los cuatro destruirían el cuerpo del padre.
Y entonces ocurrió lo increíble. La pistola volvió a disparar, y la madre cayó muerta.
Se quedaron mirando el cuerpo inerte, demasiado aturdidos para moverse. Los tres sintieron la pena… y una ira casi abrumadora ante el monstruo que había matado a sus padres.
Sentada, agitaba la pistola, que olía caliente y mortífera.
Miraron, sin saber qué hacer. Luego se escuchó un ruido al otro lado de la puerta: más humanos que se acercaban, sus respiraciones, sus pisadas crujían en la alfombra del corredor. Y también ellos llevaban el agudo y desagradable olor de las pistolas. Los tres jóvenes Lobombres se volvieron para encarar esa nueva amenaza. La puerta estalló en medio de gritos de voces humanas, y ellos se dispusieron a matar lo que apareciera allí.
Pero eran dos machos jóvenes, vestidos como los del vaciadero. Y todo ese dolor se inició cuando fueron muertos esos dos; no repetirían el error. Pasaron corriendo junto a los dos policías, hacia el pasillo. Ahora los cuerpos de sus padres quedarían allí para que los vieran los hombres… pero eso no se podía evitar. Volaron por el corredor, empujaron la pesada puerta y corrieron escaleras abajo.
Cruzaron a la carrera el vestíbulo del edificio, destrozaron con el cuerpo la puerta de cristal del frente, y siguieron corriendo, indiferentes a los gritos y a los cristales quebrados y a los cortes recibidos.
Corrieron por la ciudad desierta de antes del alba, hacia el norte, ante las hileras de edificios de lujo, a través de las calles en ruinas de más al norte, frente a hombres sin hogar acurrucados en torno de hogueras, sin detenerse hasta llegar a las oscuras orillas del río Harlem, invadidas por las ratas.
Al este el cielo se encendía de a ratos, la luz destacaba en negro relieve las vigas de sobre el puente. Los tres se detuvieron. Habían llegado a un escondite, que el olor de la manada que infestaba la zona señalaba como seguro. Todos experimentaban un terrible sentimiento de pérdida. Sus padres estaban muertos, terminada la manada que conocían. Peor era el hecho de que cadáveres de Lobombres hubiesen quedado en manos del hombre.
Sintieron la pérdida, pero no la derrota. Lo que ardía en sus corazones no era temor, sino desafío; duro, decidido, inextinguible.
Aullaron. El sonido repercutió por las riberas del río, cruzó las heladas aguas murmurantes, volvió a repercutir en los edificios lejanos.
Muy alto, sobre ellos, en el Puente de la Tercera Avenida, una cuadrilla de reparaciones desplegaba su equipo. Cuando escucharon el sonido, los hombres se miraron sin hablar. Uno de ellos se acercó al parapeto, pero no vio nada en la oscuridad de abajo.
Luego el aullido tuvo su respuesta, penetrante en el viento, cuando manada tras manada, desde las profundidades de sus cubiles en la Ciudad, contestó al poderoso sentido de destino que el sonido despertaba en todos ellos.