CAPÍTULO 12

Eh, Becky, tengo un problema. —Ella se acercó a él—. No recibe la señal.

—¿Interferencias?

—No lo creo. —Apretó dos veces el botón del micrófono. No hubo respuesta. Usó la voz—. Despierta, Dick. Tienes que responder a mi señal, o no sabré si estás ahí.

Sólo le respondió el susurro de los estáticos.

—Tal vez haya alguna interferencia —dijo—. Saldré al balcón, habrá mejor comunicación.

—Será mejor que vayamos al techo. Llevará apenas un minuto.

—Mira, saldré y…

—Subiremos ahora mismo. Ponte el abrigo.

Él obedeció. Ahora que ella adoptaba las decisiones de mando, Wilson parecía volver a un equilibrio más normal. A Becky, eso le parecía muy bien. En cualquier momento cambiaría sus galones por las barras de él.

Cuando llegaron a la puerta del techo, los dos tenían ya las pistolas en los bolsillos de los abrigos. Becky se sintió helada por dentro, tan helada como la noche que reinaba al otro lado de la puerta.

—Cúbreme la espalda —dijo—. Saca el arma. No correremos riesgos. —Abrió la puerta y salió, y su mirada se dirigió en el acto hacia el lugar en el cual debía estar Dick.

Pero no estaba.

Un acceso de miedo hizo que el corazón le palpitara con fuerza. Lo reprimió, hizo una inspiración profunda, lo llamó.

Nada respondió, salvo el viento. Y entonces vio un objeto, no lejos de allí, un bulto oscuro sobre el techo helado.

—¡Dios, ahí está la cámara! —Resbalando y cayendo, la recogió.

Parte de la cubierta estaba rota. La lente, rajada. Retrocedió hacia la escalera, cerró la puerta contra el viento. En el silencio, escuchó su propia respiración trabajosa. Se le revolvían los intestinos, quería vomitar.

—Algo le ocurrió —dijo—. Bajemos.

—¿A la callejuela?

—¡Cielos, no! Si lo atraparon, allí estará él… y también ellos, esperando a que vayamos a buscarlo. ¿Recuerdas lo de esta mañana… el cebo? Sólo podrán hacer esa jugarreta una vez por día. —Habló con la razón, pero el corazón le gritaba que fuese a la calleja, a salvar a su esposo. Pero si se encontraba allí, ya no sería posible salvarlo. Quiso llorar, pero insistió—. Regresaremos al piso y miraremos por el balcón. Tal vez esta maldita cámara funcione lo suficiente para permitirnos ver qué hay ahí abajo.

Regresaron al piso que ya cambiaba para Becky, ya dejaba de ser un hogar. Todo estaba igual aparte de que… Dick no se encontraba. Si había caído, su cuerpo debió de pasar ante esas ventanas, mientras trataban de comunicarse con él por la radio. Dejó la cámara en la mesa del comedor, se enjugó, furiosa, las lágrimas de los ojos, y examinó el daño sufrido por el aparato. Lo único que se veía por el visor era una mancha blanca nacarada.

—No anda —dijo—. Por lo menos la película está intacta. —Arrojó el cassette a Wilson.

—Seis tomas. Sacó seis tomas.

El hablar le comprimía la garganta. Guardó silencio, incapaz de contestar, y su mente buscó alguna forma de creer que Dick seguía con vida. Deseó que la cámara no se hubiera roto. Entonces hubiesen podido usarla para mirar la callejuela por sobre el balcón, y por lo menos confirmar lo peor. Repasó las posibilidades: fue atacado por un licántropo en el techo y cayó… esa era la número uno. Una número dos muy lejana era que de algún modo hubiese escapado del ataque saltando al balcón más alto. Muy improbable. Si pudo saltar al balcón, también lo habría hecho el licántropo.

Wilson se acercó a ella, le pasó la mano en el brazo.

—Lo liquidaron, muchacha —dijo con rudeza—. Tenía los ojos húmedos. Parecía furioso.

—Ojalá lo supiese con seguridad.

—Lo sabes.

—¡Oh Dios, tal vez está en esa callejuela, muriendo desangrado! —Sabía que eso era irracional, que un hombre no podía sobrevivir a esa caída, pero cosas más extrañas ocurrían.

—Iré a mirar, Becky, pero eso no nos dirá nada que no sepamos. —Fue hacia el balcón, se detuvo ante la puerta de este. Apartó las cortinas—. Nada más que para hacer un reconocimiento —dijo—. No vio la forma acurrucada contra el cristal, casi a sus pies. Empujó la puerta corrediza.

Saltó sobre él a través de las cortinas, la boca desgarró la tela. Él cayó en la sala, rodó y corrió hacia la puerta del dormitorio. Becky se encontraba en movimiento detrás de él cuando la cosa hizo caer las cortinas sobre sí misma, se liberó de ellas y entró en el piso.

Becky y Wilson llegaron al dormitorio, y ella cerró y echó llave al entrar. Hubo un momento de silencio, y luego el ruido de un cuerpo que se oprimía contra la puerta. La madera terciada crujió y se abultó, pero la puerta resistió.

De pronto el picaporte se agitó con furia, casi como a punto de ser arrancado de cuajo. Becky se llevó el puño a la boca.

—¿Lo viste? —susurró mientras luchaba contra el pánico—. Tiene los sesos afuera. Ha sido horriblemente herido.

—Debe ser obra de Dick.

La puerta gimió. El animal comenzó a arrojarse contra ella. Los goznes chirriaron, el dañado picaporte repiqueteaba, flojo, con cada impacto.

—Dispárale. Dispárale a través de la puerta.

Tengo el arma en la chaqueta. —Y la chaqueta estaba en la cocina.

Becky encontró su propia 38 y la apuntó hacia donde calculaba que estaría el pecho de la criatura, corrió el seguro y apretó el disparador.

Hubo un estampido ensordecedor, y un agujero humeante astilló la puerta.

—Ya está —dijo ella con voz temblorosa. Iba hacia la puerta, pero Wilson la aferró del brazo.

—Le erraste.

—Cómo pude errarle… estaba ahí.

—Mira.

A través del agujero de cinco centímetros de la puerta, Becky pudo ver algo gris: piel. Y oyó un sonido bajo y profundo, de respiración.

—Ni siquiera lo herí. —Volvió a levantar el arma. En seguida pasó luz por el agujero. La criatura había retrocedido.

—Son muy listos. Debe haber oído, y se movió para eludir el disparo. No sirve de nada volver a intentarlo, no estará ahí. Y no le hacemos mucho bien a la puerta.

Al otro lado, el Padre Viejo se movía con cautela. Saltó para esquivar el disparo justo a tiempo, y todavía experimentaba una sensación de calor, de cuando le pasó junto a la cara. La cabeza le palpitaba terriblemente, apenas conseguía que el dolor no lo hiciera gritar. Luchó para dominarse, encontró fuerzas dentro de sí y se obligó a pensar en la situación. Lo más importante es que estaba adentro. Había oído al hombre caminar hacia el balcón y se ocultó a tiempo. El hombre abrió la puerta y… por fin.

Lo siguiente era llevar allí al resto de la manada. No estaba seguro de que acudieran si los llamaba, pero sabía que los ruidos de una pelea los harían trepar por los precarios balcones. Muy bien… crearía esos ruidos. Saltó a la sala, y dio rienda suelta a su odio contra sus atormentadores, en actos de destrucción. Derribó lámparas, destrozó muebles, hizo todo lo posible para crear un estrépito. Pero sólo durante unos momentos, no lo suficiente para alertar a los humanos de los pisos vecinos. Luego se detuvo, aguzó el oído. ¡Y ahí estaba! El ruido de patas, los gruñidos de esfuerzos. Subían.

¡Cómo los amaba! Pensó en el futuro de ellos y en su propio pasado, y no sólo abrigó esperanzas para ellos, sino para toda su raza. Los últimos enemigos se acurrucaban detrás de una endeble puerta, prontos para la matanza. En muy poco tiempo, las manadas de todas partes volverían a estar a salvo de toda intromisión humana. Ellos, no él… cambiaría su vida por la libertad de ellos.

Entraron corriendo, el rostro radiante con el júbilo de la victoria.

Cuando lo vieron, se detuvieron. Bien, que se conmovieran. Conocía una herida mortal cuando la sentía; las expresiones de horror de ellos no le sorprendieron. Se alegraba de dar su vida por ellos; ahora lo sabían.

Una cortina de congoja cayó sobre ellos. Muy bien, eso era de esperar. Se negó a compartir ese pesar. Los recuerdos cayeron hasta el borde de su mente, pero ahora no era el momento para eso. Había mucho que hacer, y poco tiempo.

Usando el lenguaje de movimientos, meneos de cola y sonidos, comunicó prontamente a su familia que los dos del otro lado de la puerta tenían un arma, y que la puerta debía ser derribada. Todos supieron, sin que lo dijese, que pensaba ser el primero en saltar dentro de la habitación, para recibir el impacto del arma.

Su compañera lo miró, suplicante.

Él le recordó que ya estaba casi muerto. Ese último acto —saltar hacia el fuego— sería de utilidad para la manada. La pena de él, o la propia, no debía intervenir en eso.

Dentro de la alcoba, Becky y Wilson escuchaban con atención. Oyeron una rápida serie de gruñidos, de timbre variable, y luego el ruido de garras contra la puerta.

—Ahora están todos afuera —susurro Wilson—. Los demás deben haber subido desde la calleja. ¿Cuántas balas te quedan?

—Cinco.

—Será mejor que alcancen. —Su voz era ahogada. A los dos les resultaba evidente que cinco balas no bastarían.

—¡El teléfono! —Becky lo tomó, discó 911. Nada—. Deben haber derribado de la horquilla el teléfono de la sala.

—No lo conseguiremos —dijo él con voz suave.

Ella giró y lo enfrentó.

—Lo conseguiremos, basura. Es decir, si no abandonamos las esperanzas.

—Sólo soy realista, Becky.

—Habla por ti mismo. —Sostuvo el arma con ambas manos, apuntó hacia la puerta. Ni siquiera la hizo moverse el hecho de que Wilson trataba de besarle la mejilla.

—Eliges el peor momento —dijo.

—Es probable que sea mi última oportunidad.

—Cállate y vigila la puerta.

El Padre Viejo había reunido a la manada lejos de la puerta, pero a la vista de ella. Les dijo que debían hacer, en cumplimiento de su papel acostumbrado. Nadie lo cuestionó, nadie se atrevió a hacerlo. Los había llevado allí, no podían hacer otra cosa que escucharlo.

Se precipitarían agachados, derribarían la puerta. Luego él irrumpiría. Lo haría solo, en la esperanza de que vaciaran el arma sobre él. Después los demás podrían destruirlos, consumir el cuerpo de él e irse sin dejar una huella de su paso. El hombre no entendería cómo habían ocurrido esas tragedias, y el secreto de las manadas estaría a salvo una vez más.

Hizo chasquear la mandíbula, ruido que los llevó a prestar atención. Se prepararon.

Todos temblaban de deseos de hablar, pero no dijeron nada. No existían palabras para lo que la manada debía enfrentar ahora, para la congoja que todos experimentaban. A pesar de la pérdida de él, de su derecho a dirigir, había fundado esa manada, la construyó con su fuerza y esfuerzo. Y ahora, en la muerte, recibía su respeto.

—¿Oyes algo? —preguntó Becky. Wilson se hallaba próximo a la puerta.

—Están en la sala. Quizás podríamos intentar una salida.

—No avanzaríamos ni un metro. Quédate ahí y piensa.

El teléfono yacía en el suelo, y una vocecita les decía una y otra vez que un receptor había sido dejado fuera de la horquilla. Becky sintió deseos de arrancar el condenado aparato de la pared y arrojarlo por la ventana.

—Eh, espera un momento… —Fue a la ventana y miró hacia abajo—. Oye, ¿por qué no arrojamos la cama por la ventana? Eso hará que alguien suba a investigar.

—Y el pobre abrirá la puerta y será hecho pedazos. Entretanto, nosotros ya estaremos muertos.

—¿Tienes una lapicera?

—Sí, pero qué…

—Para escribir en la sábana. Dame… —Tomó la lapicera, apartó las mantas de la cama y empezó a garabatear grandes letras en la sábana de abajo. En pocos instantes tenía terminado un tosco mensaje: «MANDEN POLICÍAS ARMADOS 16º G. ASESINATO. GRAN PELIGRO. DERRIBEN LA PUERTA. ¡CUIDADO CON LAS EMBOSCADAS!».

Abrieron la ventana, descubrieron que no era lo bastante grande como para que pasara el colchón. Becky puso a Wilson ante la puerta con la 38 y se envolvió el brazo derecho con el edredón. Miró hacia abajo, para asegurarse de que la calle se hallaba desierta, y quebró el vidrio con el puño.

—Muy bien, ayúdame de nuevo, saquemos esto. —Juntos empujaron y forcejearon hasta que el colchón cayó por la ventana. Dio vueltas en el aire y cayó de lleno en la acera.

Sin duda había hecho ruido, pero el sonido se perdió en el viento.

Luego se oyó el ruido de zarpas en la puerta.

—Otra vez están con la cerradura —dijo Wilson. Tenía la voz tensa. Miró a Becky con desesperación.

—¡Toma esa cómoda de ahí… muévela! —Obediente, él la empujó contra la puerta, mientras ella sostenía la pistola. Un momento más tarde hubo un enorme estrépito, y la puerta saltó en sus goznes. En el centro apareció una hendidura—. Apóyate contra la cómoda —dijo Becky a Wilson, quien había retrocedido hacia el cuarto de baño. Se adelantó de nuevo, y apoyó la espalda contra la cómoda. La puerta se sacudió con la embestida de la fuerza exterior.

Al otro lado de la calle, los dos policías oyeron el golpe sordo, cuando el colchón cayó en la acera. Los dos atisbaron por las ventanillas cerradas del coche, en dirección del ruido.

—Algo cayó en la acera.

—Sí.

Un momento de silencio.

—¿Quieres echar una mirada?

—No. Ve tú, si tienes curiosidad.

—No tengo curiosidad.

Se acomodaron a esperar la finalización de su turno. Otra hora más y podrían dejar la tarea en manos del equipo siguiente, e ir a tomar una ducha caliente. A pesar de la calefacción del coche, el frío se apoderaba de uno, en turnos tan prolongados.

—¿Qué te parece que estará haciendo Neff? —inquirió uno de ellos para quebrar la monotonía.

—Durmiendo en su cama, como toda la gente lista a esta hora de la noche.

No dijeron nada más.

La puerta se rompió en tres partes, que pasaron volando por sobre la cómoda. Una de las criaturas estaba allí, metiéndose por el espacio de encima de la cómoda. Becky disparó cuando saltaba hacia ella. La bala le dio en la cabeza y cayó al suelo. Wilson había sido arrojado a un lado por el ataque contra la puerta, y se puso de pie trabajosamente. A pesar de la herida de la cabeza y de la sangre que burbujeaba en una nueva herida de cinco centímetros, en el pecho, la cosa saltó sobre él, le clavó las malignas zarpas. Él jadeó, los ojos se le abrieron y lanzó un grito de tormento. Ella volvió a disparar. La criatura tenía que estar muerta ya, pero las garras seguían trabajando, las mandíbulas se hundieron en el cuello de Wilson, y resonaron los gritos de este.

Luego la cosa soltó a Wilson y se derrumbó.

El único ruido en la habitación era su respiración entrecortada. Wilson empezó un movimiento tambaleante para alejarse, con toda la parte de adelante rasgada y chorreando sangre. Ella trastabilló en su dirección, para ayudarlo… y una zarpa le aferro el tobillo. El dolor le perforo la pierna cuando le penetraron las garras aguzadas. Se llevó las manos a la cabeza y gritó, pateó, frenética, con el pie libre. Los golpes cayeron una y otra vez, pero la zarpa no la soltaba.

Todo el ser de Becky anheló volver a disparar, disparar y disparar, pero no lo hizo. Era preciso ahorrar balas.

Luego la garra se aflojó.

Becky se derrumbó, sentada, en el armazón de la cama, y apuntó la pistola hacia la puerta rota, hacia las criaturas que se reunían allí. Eran cuatro, y se veía a las claras que se sentían muy inseguras respecto del arma de ella. Le quedaban dos balas. Wilson, ahora acurrucado, gimiendo, en el suelo, junto al cuerpo del licántropo, ya no podía ayudarla.

Se encontraba sola y herida, luchando contra el desvanecimiento.

Abajo, el portero miraba a un coche patrullero que se había detenido delante del edificio. Dos policías, con el cuello de los gruesos abrigos de invierno levantados para protegerse del viento, se apearon y entraron en el vestíbulo.

—¿Puedo serles útil?

—Sí. Tenemos que investigar una perturbación. ¿Tienen algún desorden?

—No. Todo está tranquilo.

—Piso dieciséis. La gente estuvo llamando a la sección.

Gritos, muebles que se rompen. ¿Recibió alguna queja?

—Este es un edificio tranquilo. ¿Están seguros de que es la dirección correcta?

Asintieron, se encaminaron hacia el ascensor. Esa parecía una situación corriente, de un desorden familiar… ningún arresto, apenas algunas discusiones y tal vez, una pequeña reyerta que apaciguar. Uno se pasaba la mitad del tiempo con los problemas familiares y la otra mitad con el papeleo. En cuanto a delitos verdaderos, ni hablar.

—Veamos, dieciséis. —Uno de los patrulleros oprimió el botón y el ascensor comenzó a subir. Al cabo de unos momentos la puerta se deslizó a un costado y dejó ver un corredor largo, apenas iluminado. Los dos policías miraron hacia uno y otro extremo. No se veía a nadie. Aparte del sonido de un par de aparatos de TV, todo estaba tranquilo.

Recorrieron el pasillo. El piso 16 G había sido la fuente del desorden. Tocarían el timbre.

Las criaturas vigilaban a Becky: levantaban un instante la cabeza por encima del borde de la cómoda que bloqueaba la puerta. Aunque tenía la pistola apuntada, no era lo bastante veloz para disparar a una de las cabezas que apenas se mostraban.

Luego guardaron silencio. Podían saltar sobre la cómoda, y aferrarla de la garganta, estaba segura de eso. Cojeó hacia la ventana, deseando poder proteger de alguna manera a Wilson, quien se encontraba inconsciente. Pero no podía. Si las criaturas la atacaban, pensaba saltar. La muerte en la caída era mil veces preferible a ser desventrada por esas monstruosidades.

Una cabeza apareció por sobre la cómoda, quedó allí un largo instante y desapareció. La pausa fue más larga que las anteriores. Becky se preparó. Nada sucedió. Se mostraban muy cuidadosos. Sabían qué podía hacer un arma.

Sonó el timbre de la puerta.

Una de las criaturas voló por encima de la cómoda, los dientes desnudos, las garras extendidas hacia la garganta de ella.

Becky debió disparar las dos últimas balas en el hocico, y el animal cayó a sus pies. Las garras subieron a la cara y el cuerpo se encogió, los músculos salientes como cuerdas retorcidas. Luego se desplomó en un charco de sangre que se agrandaba. Becky la miró con una mezcla de horror y tristeza. Tenía el tobillo casi inutilizado; apenas podía sostenerse en el alféizar con las dos manos. El viento le azotaba el cabello en la cara, le mordía la espalda. Contempló la carnicería de la habitación. Tres caras horrendas la miraban por sobre la cómoda que aún cerraba el paso. Con manos temblorosas, levantó la 38 en esa dirección. Sin las manos en el alféizar, el equilibrio era precario. El viento la zarandeó, amenazando con hacerla caer en cualquier momento. Pero las criaturas vacilaron ante la pistola. Luego una de ellas emitió un sonido bajo, extraño… casi de congoja. Cerró los ojos, puso en tensión los músculos… y de pronto se apartó del dormitorio. Los tres desaparecieron por debajo del borde de la cómoda.

Se escuchó un golpe en la puerta.

—¡Policía!, dijo una voz juvenil.

—¡No! ¡No abran esa puerta!

El golpe, se repitió, más fuerte.

—¡Policía! ¡Abran!

—¡Quédense afuera! ¡Quédense…!.

Con estrépito, la puerta se abrió de golpe. Los dos policías que se encontraban allí ni siquiera tuvieron ocasión de gritar. Becky sólo escuchó una serie de golpes sordos.

Luego, silencio.

Becky lloraba. Con el arma aún empuñada en ambas manos, se adelantó. Pero no pudo continuar. Se dejó caer en la cama. La pistola cayó al suelo. En cualquier momento los licántropos volverían para matarla.

—Eh, ¿qué pasa aquí?

Levantó la mirada, en medio de un velo de lágrimas. Dos patrulleros se encontraban al otro lado de la cómoda, con las pistolas desenfundadas. Ella quedó atónita, casi sin creer lo que veía.

—Yo… tengo un hombre herido aquí —se oyó susurrar.

Los patrulleros empujaron la cómoda a un costado. Haciendo caso omiso de los dos licántropos, uno de ellos se acercó a Wilson.

—Respira —dijo en el momento en que el otro pedía ayuda por radio.

—¿Qué pasó aquí?

—Soy Neff, la sargento detective Neff. Ese es el detective Wilson.

—Sí, bueno. ¿Pero qué diablos son esos?

—Licántropos. —Becky se oyó decir la palabra desde lejos, muy lejos. Fuertes brazos la rodearon, la acostaron. Pero seguía luchando contra la inconsciencia. Había más que hacer, no quedaba tiempo para dormir.

A lo lejos se escucharon sirenas, y unos minutos después varias voces en el corredor. En seguida hubo luces, fogonazos cuando los fotógrafos policiales registraron la escena. Becky levantó la cabeza para poder ver a Wilson, a quien se llevaban en una camilla.

—Sangre O positivo —dijo ella con voz débil.

Alguien estuvo a su lado, mirándola, con una semisonrisa en el rostro fatigado.

—Hola, señora Neff. —Se apartó cuando los enfermeros la colocaron sobre una camilla—. Señora Neff, ¿quiere hacer una declaración para la prensa?

—Usted es el hombre del Post, ¿no es cierto?

—Soy Garner, señora.

Ella sonrió, cerró los ojos. Ahora se la llevaban, las luces del corredor pasaban sobre su rostro. Sam Garner corrió a su lado, tratando de acercarle a la cara el micrófono de un grabador de cinta.

—Es una gran noticia, ¿verdad? —dijo sin aliento.

—Una gran noticia —respondió ella.

Sam Garner volvió a sonreír, se abrió paso en el ascensor ya repleto de enfermeros, y con la camilla de ella. La pierna le palpitaba a Becky de dolor, se sentía extenuada, quería cerrar los ojos, olvidar. Pero dio su artículo a Garner.