Con la llegada de la noche se levantó viento. Bajó del norte, helado y demencial, y convirtió la fusión de la nieve de la tarde en un cortante manto de hielo. El aire más tibio que antes pendía sobre la ciudad, se hizo nubes y se desplazó hacia el sur, y en el cielo quedaron las pocas estrellas que desafiaban a la tormenta eléctrica de abajo, y una luna en cuarto creciente se irguió sobre las torres. El viento punzante soplaba por las avenidas de Manhattan, llevando consigo un antiguo salvajismo que pocas veces llegaba al refugio interior de la ciudad. Era como si el alma misma del norte ceñudo hubiera soltado amarras y ahora corriese, libre, por las calles.
Los ómnibus hacían crujir los pavimentos de hielo resbaladizo. De las rejillas por las cuales se escapaba el vapor llegaba el retumbo de los subterráneos. Aquí y allá un taxi iba en busca de las pocas personas dispuestas a aventurarse a salir con el frío. Los porteros se acurrucaban cerca de las relumbrantes entradas de lujosos edificios de departamentos; o miraban el viento desde los vestíbulos. Dentro de los edificios, radiadores normalmente dóciles silbaban y repiqueteaban mientras los recargados sistemas de calefacción se esforzaban por mantener el calor en medio de la helada.
La última luz había desaparecido del cielo cuando Becky abrió los ojos. Al otro lado de la puerta del dormitorio escuchó el zumbido de las noticias de la noche. Dick, Wilson y Ferguson se encontraban allí, mirando. Se puso de espaldas y miró el cielo por la ventana. En su campo de visión no entraban estrellas, sino sólo la punta inferior de la luna que tajeaba la oscuridad, cortada por la parte de arriba de la ventana. Suspiró y fue al cuarto de baño. Las siete y treinta de la tarde. Había dormido dos horas. Imágenes inconexas de sus sueños parecieron precipitarse hacia ella desde el aire. Se echó agua en la cara, se pasó un cepillo por el pelo. Sacudió la cabeza. ¿Fueron pesadillas, o simples sueños? No recordaba muy bien. Su rostro parecía del color de la cera en el espejo; sacó su lápiz de labios y se aplicó un poco. Se lavó las manos. Luego regresó al dormitorio y se puso su ropa interior térmica, y después un par de vaqueros, una camisa de franela y un pesado jersey. El viento gemía en la esquina del edificio, haciendo que la ventana se sacudiese y temblara. Largos dedos de escarcha aparecían en el vidrio, tintineando con suavidad a medida que crecían.
Becky entró en la sala.
—Bienvenida al mundo real —dijo su esposo—. Te perdiste el espectáculo.
—¿Espectáculo?
—El comisionado anunció que Evans fue muerto por una pandilla de chiflados. Muerte ritual.
Sin palabras, Wilson agitó un ejemplar del News. «Asesinos Licántropos acechan en el Parque: Dos Muertos».
Becky meneó la cabeza, no se molestó en ofrecer comentarios. Tan ridículamente confuso, tan irreflexivo. El comisionado no era capaz de captar la verdad, ninguno de ellos podía. Encontró sus cigarrillos y encendió uno, y se dejó caer en el sofá, entre su esposo y Wilson. Ferguson, derrumbado en su sillón reclinable, no había hablado.
Tenía el rostro tenso, la piel parecía haberse estirado sobre los huesos, lo cual le daba una apariencia cadavérica. Su boca apretada, sus ojos miraban, ciegos, en la dirección general del aparato de televisión. El único movimiento que hizo fue pasar las manos con lentitud por los brazos del sillón.
Becky quiso sacarlo de su estado de ánimo.
—Doctor Ferguson —dijo—, ¿qué opina de todo esto?
Él sonrió un poco y sacudió la cabeza.
—Creo que será mejor que obtengamos nuestras pruebas. —Se palpó el bolsillo para escuchar el crujido de papeles. Tenía allí sus anotaciones sobre las señales manuales de Beauvoy, listas para remitirse a ellas en caso de que le fallara la memoria.
—Quiere decir que se nos acabó el tiempo —declaró Wilson.
—¡Vaya con la novedad…! ¿Alguno de ustedes tiene hambre?
Todos estaban hambrientos. Terminaron encargando dos pizzas en un extremo de la calle. En la refrigeradora tenían cerveza y cocas. Becky se alegró, porque no estaba con grandes deseos de cocinar para cuatro personas. Se recostó contra el respaldo del sofá, cruzó las piernas, sintió el peso de los dos hombres a su lado.
—¿Lo tenemos todo? —preguntó.
—Dos radios y una cámara. ¿Qué más hay que conseguir?
—Nada, creo. ¿Alguien estuvo arriba?
El plan era ocupar el techo y turnarse allí. Uno se quedaría con la cámara, mientras los otros tres aguardaban abajo. El motivo de que no subiesen en parejas era que abrigaban la esperanza de que ello los ayudara a reducir al mínimo la posibilidad de que los ventearan. Los tres del piso se mantendrían en contacto con el del techo por medio de las radios manuales adquiridas. Dick las compró en una casa de artículos electrónicos, dos emisores receptores. Habrían podido pedir un par de modelos de la policía, pero no querían que sus conversaciones fueran escuchadas en la banda de esta. No tenía sentido llamar la atención. Mañana por la mañana ya no importaría; tendrían las fotos que necesitaban.
La mirada de Becky se dirigió hacia la cámara, el bulto negro que reposaba sobre la mesa del comedor. Más parecía una pelota de rugby de extremos achatados, que una cámara. Sólo la lente protegida, que se encontraba, como un gran ojo animal, en el fondo del aparato, revelaba la función de este. Todos lo habían manejado antes, se acostumbraron a su forma indócil y a los mandos demasiado sensibles. Se podían tomar fotos casi sin darse cuenta de que se había puesto en marcha la cámara, y el mecanismo de enfoque podía resultar muy frustrante si la profundidad del campo cambiaba con demasiada rapidez. Imposible entender cómo lo habían usado los soldados durante el combate. Y era terriblemente delicado, corría el peligro de romperse a la menor sacudida, o perder su computadora interna si las baterías se debilitaban mucho.
Pero cuando funcionaba, lo hacía maravillosamente bien.
—¿Alguien la probó ya? —inquirió Becky.
—Tú serás la primera.
Asintió. Por acuerdo mutuo, haría la primera guardia en el techo, de ocho a diez y media. Habían dividido las horas de oscuridad en cuatro segmentos de dos horas y media cada uno, y distribuido las guardias. Becky se encargaba de la primera, Ferguson de la segunda. Discutió que deseaba hacer su guardia en el callejón, donde pudiese enfrentarse a los Lobombres, como los llamaba. Pero su idea fue rechazada. La tercera guardia, de una a tres y media, sería la de Dick. Era el lapso más probable para el intento nocturno. En las otras ocasiones, cuando llegaron, lo hicieron en ese período. Dick insistió en tomar esa guardia, alegando que era la persona más indicada, el más fuerte y apto. Becky no pudo negarlo. Ella y Wilson estaban extenuados, Dios lo sabía, y Ferguson daba señales de estar resquebrajándose. Dick era el más fuerte, correspondía que le tocara el momento más peligroso.
Aun así, no quería que fuera. Se encontró atraída hacia él en una forma extraña, desapasionada, que no vinculaba con su amor de esposos. Había en la vulnerabilidad de él algo que la hacía desear protegerlo. En términos físicos no existía un verdadero atractivo, pero alguna cosa espiritual la atraía con fuerza: a fin de cuentas, él estuvo dispuesto a poner en peligro toda su carrera para que su padre no terminara en un sanatorio de beneficencia. Siempre fue bueno y amable con ella… pero existía dentro de él algo que crecía, como una especie de pared que la excluía de su corazón, de sus pensamientos secretos. Quería penetrar en ellos, pero él le negaba la entrada, y quizá no sólo a ella, sino también a sí mismo. Ponía ternura e intimidad física en sus relaciones, pero no se ponía él mismo. El verdadero Dick Neff seguía siéndole tan ajeno como lo era cuando se conocieron. Y el espíritu de ella, después de ansiar y pedir ese amor durante tantos años, se dio por vencido. Ahora sabía qué faltaba en sus relaciones, y empezó a tratar de hacer lo que pudiese para reparar el daño. En su mayor parte, eso quedaría en manos de Dick. Ansiaba que él se abriese a ella, que le diese algo más que un leve barniz de sí mismo para acompañar su ansiosa sexualidad, pero sentía que a la postre fracasaría. No podía decir por qué, pero lo sentía así. Tal vez debido a la frialdad que leía en los ojos de él, y en la lujuria que los llenaba cuando ella deseaba con tanta desesperación ver amor en ellos. Dick estaba marcado con las cicatrices con que quedan muchos policías. Habían visto demasiado de las desdichas de la vida como para abrirse ante otro ser humano ni siquiera ante su esposa. Cuando se casaron, Dick llegaba a casa con los ojos vacíos por la congoja, incapaz de articular sus sentimientos sobre los horrores que veía. Los describía con tono monocorde, sin emoción ninguna en la voz.
Hubo un suicidio infantil, una chiquilla de doce años que murió en brazos de él, por quemaduras que ella misma se infligió. Se oprimió contra una cocina de gas, y luego trastabilló, envuelta en llamas, llegó a la ventana y se arrojó a la calle.
Hubo una madre embarazada, decapitada por una banda de drogadictos juveniles. Él fue el primero en llegar a la escena del hecho, testigo del aborto espontáneo del feto sietemesino.
Y hubo muchos otros en sus años en las calles, la mayoría vinculados, de una u otra manera, con las drogas. Esas experiencias, más el tiempo pasado en Narcóticos, hicieron de él un hombre obsesivo, consumido por un solo objetivo: destruir a los traficantes que destruían a las personas.
Tuvo que entrar en tantas conciliaciones respecto de la obsesión, que su odio al delito se convirtió en odio contra sí mismo, en una burla contra su valía personal. Los problemas, en un hombre como Dick, provocaban un lento cierre de su corazón, hasta que sólo quedaba la ira y el ansia animal, y una vaga congoja general que no podía expresar.
Becky conocía esas cosas sobre su esposo, y anhelaba hablarle de ellas. Pero era inútil, y esa inutilidad la alejaba ahora de él. Llegaba con rapidez a un punto en que, si no podía ayudarlo, tendría que dejarlo.
Y estaba Wilson. George Wilson, una criatura gruñona, nada atrayente, de alma abierta. Podía gruñir y amenazar, pero era posible abrirlo y meterse adentro. Y él la amaba con desesperación juvenil. —Cuando sus avances eran aceptados, se mostraba sorprendido y satisfecho. La quería en la forma desnuda y ansiosa que lo poseía hasta la médula. Y Becky sabía que soñaba con ella por la noche, que tenía una imagen de ella en la mente, durante las horas de vigilia. Y coincidían el uno con el otro en formas extrañas y satisfactorias.
Tales pensamientos eran peligrosos. ¿Cómo era posible que nadie que estuviese en sus cabales cambiara al joven y vital Dick Neff por un anciano acabado como Wilson?
Bien, en los últimos tiempos ella pensaba cada vez más en eso.
Sonó el timbre de la puerta, y unos momentos más tarde comían pizza.
—¿Sigue hosco, doctor? —preguntó Becky a Ferguson.
Este cavilaba más de lo necesario; y ella quería sacarlo de su ensimismamiento.
—No estoy hosco. Apenas contemplativo.
—Como un soldado antes de una batalla importante —dijo Wilson—. Como yo esta tarde.
—No sé, nunca estuve en una batalla. Pero digamos que estar sentado ahí, en el techo, la mitad de la noche, no es mi idea del papel que me corresponde.
—Su idea es bajar a la callejuela y hacerse matar.
—No conocemos las capacidades de ellos, pero creo que yo poseo el medio de comunicarme. En el techo, correrán peligro en cuanto sepan que están ahí. Estarán ocultos, y ellos lo verán como una amenaza.
—Y subirán los treinta pisos para atraparnos, supongo.
Ferguson la miró.
—Por supuesto.
—Carl, llevaremos arriba la Ingram. ¿Alguna vez vio lo que puede hacer una Ingram M-11?
—No, y no quiero verlo. Como es natural, sólo pueden pensar en matar o ser muertos. ¿Y qué hay de los otros edificios? Un mar de ventanas. ¿Salpicarán balas de alta velocidad todo en derredor? Lo dudo. —Se acomodó, lúgubre, en el asiento.
Y tenía razón. Ninguno de ellos se sentiría en libertad de usar esa arma en un techo, en el centro de Manhattan.
Cuernos, no era posible usarla en ninguna circunstancia, rodeados como estaban por tantas vidas inocentes. Pero el arma era la única protección verdadera con que contaban. Su valor residía en el hecho de que proporcionaría una cobertura precisa en un amplio sector, y lo haría a toda velocidad. Una escopeta también podía lograrlo, pero temían que los perdigones carecieran de poder para detener a los atacantes. Una bala de la Ingram haría volar a un hombre pesado tres metros hacia atrás. Y necesitaban ese tipo de impacto si debían enfrentarse con los licántropos.
—¿Cómo podrían ubicarnos? —preguntó Wilson de pronto. Había estado devorando su pizza; no pareció que siguiera la conversación.
Ferguson pensó.
—Cuántos más sentidos puedan poner en juego, más probable es. Si sólo tuviesen el olfato, podríamos contar con alguna posibilidad. Por desgracia, también tienen vista y oído.
—Podemos guardar silencio.
—¿Cómo? ¿Dejando de respirar? Ese es un sonido más que suficiente para traicionarnos.
—Entonces debemos abrigar la esperanza de verlos primero, ¿no? Uno los ve, les saca unas cuantas fotos, y se mete adentro a todo galope.
Ferguson asintió.
—Siempre que los veamos primero… o que los veamos del todo.
—Vea, ya hablamos de eso. No subirán por el edificio, y no treparán a los balcones que dan a la calle Ochenta y Seis. Quedan estos balcones, los que dan a la callejuela, como única ruta de ataque. De manera que si cada uno mantiene la cámara enfocada en la calleja, los veremos, si vienen. Allí es donde estarán.
La desconsolada expresión de Ferguson no cambió. No aceptaba la teoría de Wilson, por lo menos lo suficiente para mejorar su estado de ánimo.
—¿Se imaginan lo que será estar ahí arriba, con una condenada cámara, mientras ellos trepan por los balcones? Yo lo imaginé, y créanme que no es un pensamiento que lo anime mucho a uno.
—Tiene unos buenos treinta segundos antes que lleguen al techo —replicó Becky.
Ferguson se inclinó hacia adelante, los miró con expresión despectiva.
—Suponiendo que se los vea venir.
—¡Ese es todo el sentido de la cámara, por amor de Dios! Hace como si fuera de día. Podremos verlos muy bien.
—Sentidos humanos contra sentidos de Lobombres —respondió él con amargura—. Con o sin tecnología, no hay comparación. Dejen que les diga algo. Cualquiera de nosotros que tenga la desdicha de estar arriba cuando lleguen, correrá un gran peligro. Lo repito: un gran peligro. A menos que tengamos esto en mente, todo el tiempo, a cada segundo, es muy probable que uno o más de nosotros seamos muertos.
—¡Cristo, no necesitamos eso! —barbotó Dick—. Quiero decir, qué mierda…
—Dick, no entiende. No es un policía. No se mira las cosas de ese modo cuando uno está en la fuerza policial. Tal vez sea cierto, pero cavilar al respecto no es el tipo de cosa que aumenta la eficacia de un hombre.
—Está haciendo el trabajo de un policía. Oh, no, espera un momento. Ningún policía tuvo nunca una misión como esta. Pero al menos nosotros estamos preparados para ella… y es evidente que este hombre no.
—No tengo por qué estar aquí, si me permiten que les recuerde. En rigor, debería estar en ese callejón.
Dick estuvo a punto de hablar. Becky lo conocía lo bastante bien como para saber que estaba a punto de enfurecerse, de replicar con ira… y los necesitaban a todos, inclusive a Ferguson.
—Dick tiene razón —dijo con rapidez—, no hablemos de ello. De todos modos, debo subir dentro de diez minutos de manera que ya hemos hablado lo suficiente.
—Muy bien —dijo Dick luego de un largo momento. Ferguson echó una mirada nerviosa al reloj y guardó silencio.
Ella entró en el dormitorio y se puso un cardigan sobre el pesado jersey, después se envolvió el cuello con una gruesa bufanda de cachemira y se echó encima la chaqueta marinera. Se calzó los guantes forrados de piel y dejó caer en el chaquetón un calentador eléctrico de bolsillo. Ya tenía puestos tres pares de medias y botas para la nieve. Se cubrió las orejas con un gorro tejido y agregó encima uno de piel.
—Dios mío —dijo Wilson—, con ese equipo pareces una alpinista.
—Tengo que pasar dos horas y media bajo ese viento.
—Ya lo sé, no estoy discutiendo. Probemos las radios.
La preocupación que se leía en sus ojos la conmovió profundamente. Wilson encendió un aparato, luego el otro, y cuando los dos funcionaban emitieron su chillido.
—Bastante bien —dijo él—. Estaré aquí, cerca de la terraza. Debemos obtener una buena señal, mientras no me introduzca demasiado adentro del piso y tú te quedes cerca del borde del techo. ¿Sabes las señales?
—Un punto cada cinco minutos. Dos, si quiero hablar. Tres si necesito ayuda. —En lugar de hablar, pensaban cruzarse la mayor cantidad posible de señales, oprimiendo el botón del micrófono. Ello reduciría los ruidos.
—Muy bien. Pero háblanos en cuanto llegues, y otra vez cuando te dispongas a bajar. Dick ajustaba la cámara. Ferguson miraba el aparato de TV.
—Acércate —dijo Wilson en voz baja. Ella quedó cara a cara con él. Y Wilson la besó durante un largo momento en la boca—. Te amo como el mismísimo demonio —dijo. Ella le sonrió, se llevó un dedo a los labios y se volvió y entró en el comedor. Se alegró; él parecía recobrar una parte de su fuerza acostumbrada.
—La cámara está bien —dijo Dick—. Por lo que más quieras, no la dejes caer por el borde. Me arrancarán la cabeza de seis maneras distintas, si no les devuelvo este aparato intacto.
Ella la tomó con ambas manos. Llevaba bajo el brazo su termo de café caliente.
—Espera un momento, muchacha —dijo Dick—. ¿No falta algo?
—Si te refieres a la Ingram, no la llevaré.
—Ya lo creo que la llevarás. —Entró, en la sala y la sacó de la caja en la cual la había llevado Wilson—. Calzará muy bien debajo de tu chaquetón, muy cómoda. Tómala.
—Tengo mi treinta y ocho. No quiero la Ingram.
—¡Llévala, Becky!
Ella la tomó. La boca de él temblaba cuando se la dio. No dijeron nada; no había, nada más que decir.
Los tres hombres la acompañaron al ascensor. Parecía improbable que se encontrase con nadie al subir, pero en ese caso la presencia de cuatro personas en la cabina distraería la atención respecto del extraño equipo y vestimenta de Becky.
El ascensor subió con suavidad hasta el trigésimo piso. Los cuatro salieron. Entraron en el pozo de la escalera por la puerta de salida, pintada de gris. Arriba se oía el viento que rugía contra la puerta que daba al techo. Becky ascendió el tramo de escalones, seguida por Wilson y Dick. Ferguson se quedó abajo.
—Muy bien, muchacha —dijo Wilson, abriendo la puerta. Estaba orientada hacia el norte, y en cuanto la abrió cayó sobre ellos una ráfaga brutal de viento helado. Becky casi no lo sintió bajo sus capas de ropa. Salió al techo… y casi cayó de bruces. La nieve se había fundido allí, y ahora la fusión era una capa de hielo. Se sostuvo del marco de la puerta, mirando a los dos hombres acurrucados en los escalones, debajo de ella.
—Helado como el demonio —gritó por sobre el aullido del viento.
—¿Podrás estar ahí? —bramó Wilson a su vez.
—Sobre manos y rodillas.
—¿Cómo?
—Sobre manos y rodillas. —Y cerró la puerta. En el acto se hundió en un mundo oscuro y desconocido. El viento rugía, y cada movimiento la hacía perder pie en el hielo. El techo era llano, su extensión quebrada sólo por esa puerta, y por un cobertizo, a unos tres metros de distancia, que contenía los motores del ascensor. El edificio era grande, y la zona del techo amplia, tal vez de treinta metros de lado. Ese sector, más o menos cuadrado, estaba cubierto de grava, que hacía que la capa de hielo tuviese abultamientos, y que resultara más difícil caminar. Si permanecía inmóvil, el viento la movía por su propia cuenta, obligándola a apoyarse contra él y a tambalear hasta caer de manos y rodillas. Los ojos le lagrimeaban, y las lágrimas se le congelaban en las mejillas. Pasaban luces ante ella, volando. Se acurrucó contra la puerta, de espaldas al viento. Sacó el calentador de bolsillo y acercó al rostro su tibieza. La culata de la Ingram se le clavaba en el pecho izquierdo, el termo de café amenazaba con caer de abajo de su brazo, el transmisor y la cámara le impedían aún más los movimientos. Miró en derredor. Las luces llameaban desde tres costados del edificio. Eran los costados que daban a la calle. El cuarto lado, que desaparecía en un abismo de negrura, correspondía a la calleja.
Guardó el calentador de bolsillo, juntó fuerzas y se arrastró hasta el borde oscuro del techo. Por último, para más seguridad, cayó de vientre y resbaló lo mejor que pudo con todo su equipo. El borde se aproximaba, el viento mecía su cuerpo tendido. El frío la tajeó, cortándola por debajo del chaquetón marinero, con tanta furia, que lo sintió como fuego contra la piel. Se decía a cada instante que estaba loca, que debía regresar, que no había forma de soportar eso durante más de unos minutos. Pero siguió adelante, acercándose cada vez más al borde. Al menos la callejuela se hallaba del lado sur, y quedaría de espaldas al viento.
Llegó al borde, tocó el reborde de hormigón con los dedos enguantados y se detuvo. El reborde tendría unos ocho centímetros de alto, era apenas un asidero. Hizo un metódico inventario: termo, radio, cámara, arma. Muy bien, ahora a ponernos en posición. Se acercó más al borde, tirando con los dedos duros por el frío, hasta tener la cara apoyada en el reborde. Ante sí tenía una extensión vacía que se hundía en la oscuridad. El sur del edificio era un mar de piedra arenisca y de pisos más bajos y viejos. Más allá podía ver todo el centro de Manhattan, las luces que refulgían al viento, la luna que ahora se elevaba por sobre la ciudad. Al oeste, un leve resplandor carmín señalaba el final del día. Pero allí la noche era total, y la callejuela de abajo no tenía luces, aparte del débil resplandor de las ventanas de los pisos bajos del edificio.
Movió la cámara con torpeza, delante del rostro, buscó el botón y lo oprimió. La lectura saltó en el visor, y ella oprimió la palanca de enfoque. Apareció a la vista la calleja, extraordinariamente brillante y detallada. Pudo ver los tachos de residuos, la nieve helada que cubría las tapas. Las casas de piedra arenisca de enfrente tenían todas jardines, y vio sus sombras, y los restos congelados de las flores del verano, los duros troncos de los árboles desnudos. Las ventanas de las casas estaban casi demasiado luminosas como para mirarlas, pero cuando sus ojos se adaptaron pudo ver gente adentro, casi todas sentadas, como estatuas delante de aparatos de televisión. Una joven familia cenaba ante una mesa, delante de una puerta de vidrio. Eran cuatro, dos adultos y dos hijos. Pudo distinguir los rostros con claridad.
Llevó la cámara hacia atrás, la apoyó contra el pecho y acercó el transmisor a la cara. Le colgaba a la espalda, de la correa. Lo puso en funcionamiento con torpeza, lo acercó al oído para que el micrófono le quedase bajo los labios. Sería su única transmisión oral, y no quería que durase más de lo necesario. Por lo que sabía, podían estar en ese momento afuera, vigilándola y esperando.
—¿Están ahí? —preguntó en voz baja. En seguida llegó una respuesta, de Wilson: —Te oigo. —Ella informó brevemente:
—Estoy en mi puesto, la cámara funciona, hace un frío del infierno.
—El infierno es caluroso.
—Muy bien, probemos las señales. —Soltó el botón del micrófono, lo oprimió una vez y lo retuvo unos tres segundos. Abajo, Wilson la imitó. El resultado fue un cambio perceptible en el siseo que salía del parlante. Wilson respondió en el acto con lo mismo. La señal de emergencia, el botón apretado tres veces, no se probó. Se reservaba para verdaderos problemas. Si uno y dos funcionaban, tres también funcionaría—. Por mi parte, muy bien —dijo ella.
—Muy bien —llegó la respuesta—. Recibirás tu primera señal dentro de cinco minutos.
Luego se hizo el silencio. Cinco minutos más tarde Wilson oprimiría una vez el botón de su micrófono, y ella contestaría de la misma manera. Y así continuarían durante las dos horas y media siguientes. Cada cinco minutos reanudarían el contacto, con lo cual se asegurarían de que el frío no la adormeciera. Si no contestaba una vez, estarían en el techo en cosa de minutos. Pensó en ellos, allá abajo, en el piso, y ansió que no se lanzaran uno contra otro. Wilson y Dick no eran amigos, para decir lo menos. Y Ferguson estaba tan nervioso, que la menor tensión podía hacerlo caer en el pánico. El viento volvió a sacudirle el cuerpo, y la obligó a aferrarse del borde con la mano libre. Dejó el transmisor contra el oído, sacó el calentador de bolsillo y lo puso en el techo, bajo su pecho, creando una diminuta zona de calor relativo, que impediría que se le helara el cuello mientras los tentáculos del viento ártico se le enroscaban en torno del cuerpo.
Volvió a colocar la cámara y barrió la callejuela, mirando por el visor. Nada. Cerró los ojos y giró el rostro hacia el poco de calor que tenía bajo la barbilla. El viento continuaba tironeando de ella, mantenía tenso su cuerpo, su mente en el filo de la navaja. Sería una guardia larga y brutal. Llegó la primera señal y respondió, hizo otro recorrido con la cámara y bajó de nuevo la cabeza.
Así siguió la primera hora. Al cabo de este tiempo retrocedió del borde, dejó el equipo y se puso de pie. Pataleó en forma metódica hasta que tuvo la certeza de que los pies se le descongelaban, y luego trotó en el lugar durante unos momentos. Sopló en los guantes, satisfecha de la tibieza que eso producía. Bebió unos tragos de café. En general, se hallaba en buen estado. Recorrió el techo con esfuerzo y miró por los tres costados de las calles. Cada uno reveló la misma escena: una calle desierta, con el hielo resplandeciente, blanco amarillento bajo las luces de sodio. Aparte de unos pocos coches estacionados, no había rastros de humanidad.
Y entonces advirtió uno de los coches. Estaba estacionado en doble fila y se parecía mucho a un coche sin distintivos del Departamento de Policía de Nueva York. ¿Qué diablos hacía allí? Sólo podía tratarse de una vigilancia. Pero desde esa altura, ¿quién podía estar seguro? Entonces el viento la golpeó, y tuvo que volver a su posición sobre manos y rodillas, y gatear una vez más, precariamente, por el techo. Que vigilasen el lugar, quizá resultaran útiles de una u otra manera. Malditos, vigilaban a Dick. Sin duda alguna eran investigadores de la División de Asuntos Internos. Cuando una lo pensaba, resultaba casi gracioso. Se acurrucó y efectuó otra barrida con la cámara.
—Terminaste, muchacha —le llegó la voz de Wilson—. Ella le respondió con un zumbido, sin hablar, y retrocedió hacia la puerta. Le parecía haber pasado una eternidad allí. Le dolía todo el cuerpo, salvo los pies, que tenía ominosamente entumecidos.
La aguardaban en la escalera. Ahora el arropado era Ferguson. Ella le pasó el equipo y le habló de su experiencia con el viento. Él asintió, con el rostro hundido, silencioso. Dick reemplazó todas las baterías: del calentador de bolsillo, de la cámara, del transmisor, y metió un termo caliente bajo el brazo de Ferguson. El científico pasó por la puerta con un portazo y una ráfaga de viento frígido.
La temperatura brutal lo atacó con más fuerza de la que esperaba. Luchó para conservar el equilibrio, resbaló y se derrumbó contra la puerta. Todo aquello era una farsa. En lugar de ocultarse allí, debían estar abajo, en la callejuela, bajo los focos, haciendo un franco gesto de amistad sobre la base de los diagramas de Beauvoys. El viento lo cortó, le convulsionó los músculos. ¿Cómo podían esos policías aceptar ese castigo? Trató de avanzar, volvió a caer. Ahora los ojos le lagrimeaban, las lágrimas se congelaban y le oscurecían la visión. Se puso de pie, dio unos pasos, trastabillando, hacia adelante. Las piernas se le doblaron y cayó dolorosamente de costado, estrellando la absurda, indócil arma contra el hielo, debajo del cuerpo. Se esforzó por ponerse boca abajo, tomó la radio y los llamó. Ese techo era más de lo que podía soportar; a pesar de los otros, debería correr el riesgo de intentar la comunicación… en la callejuela.
En el departamento, Becky fue al dormitorio y se quitó la ropa. Se revisó los pies, no encontró señales de congelamiento. Todavía temblando, fue al cuarto de baño, cerró la puerta y abrió la ducha. Cuando las cálidas oleadas de vapor le golpearon el cuerpo, rio de deleite. Calor, delicioso calor, pensaba mientras el agua le bañaba el cuerpo. Habían sido dos horas y media brutales, matadoras, y estaba tremendamente fatigada. Después de una minuciosa ducha, se secó y empolvó, y luego volvió a ponerse los calzones largos, vaqueros y un grueso jersey. Esa noche podía ocurrir cualquier cosa, y no quería dar por supuesto que no volvería a salir, y tal vez de prisa.
Cuando entró en la sala, Wilson se encontraba encorvado sobre la radio y Dick se vestía. Lo hacía con lentitud, pero lo hacía. Durante un momento, ella experimentó confusión —¿cuánto tiempo había pasado en la ducha?—, pero después se dio cuenta de lo que ocurría.
—Espere un momento amigo —decía Wilson—, Neff subirá dentro de un instante y usted podrá bajar.
La respuesta fue farfullada.
Becky tuvo un estallido de cólera.
—¡El canallita! Déjalo donde está.
—No me doy mucha prisa, querida —dijo Dick con tranquilidad—. Estuvo quejándose desde que subió.
—Está junto a la puerta —llamó Wilson desde su puesto, ante la ventana de la sala.
—¡Un cuerno! —exclamó Becky—. Necesitamos a esa porquería. Los tres no podemos distribuirnos su tiempo.
—Debemos hacerlo. Dick hará una hora, yo otra, y tú la media hora restante. Luego Dick hace su turno completo, y yo el mío. Eso es lo que debemos hacer. —Lo dijo con laconismo, pero su voz parecía cansada. Todos conocían lo que era el infierno de arriba.
—No es una sorpresa. No se puede esperar que un hombre no adiestrado soporte ese tipo de castigo. Pero aun así no me doy prisa.
—Como si nosotros estuviéramos en mejores condiciones. Diablos, ninguno de nosotros es policía de tránsito.
—Habla por ti, querida. Yo estoy en buena forma. Tú y Wilson son un desastre, pero…
—Bueno, ¿qué te parece si tomas el turno de él y el tuyo también? Cinco horas. ¿Te suena bien?
—Eso sería conveniente, ¿verdad, querida? —Habló con tono tranquilo, normal. En nombre de Dios, ¿qué quería decir? No podía sospechar que hubiese algo entre ella y Wilson. No lo había… ¡por lo menos había muy poco!
Decidió no recoger el guante.
Los tres volvieron a tomar el ascensor hasta el techo, y ahí estaba Ferguson, sentado en la escalera, con aspecto de aterido. Nadie le habló, sólo tomaron el equipo, inspeccionaron a Dick y lo hicieron salir. La puerta del infierno se abrió y cerró, y Dick desapareció.
El viaje hacia abajo fue tenso y silencioso. Una vez en el piso, Ferguson comenzó a tomar en silencio sus cosas, un libro, su cartera, y las llaves, que no quiso llevar al techo.
—Ese techo fue demasiado para mí —masculló—. Pero los compensaré por eso, haré exactamente lo que habría debido hacer por empezar. —Se escurrió hacia afuera, y la puerta se cerró tras él con un chasquido. Una última mirada reveló un rostro en el cual se leían el temor y la decisión, los ojos grandes y vidriosos.
—No lo dejes —murmuró Wilson.
—Sí, no lo dejes.
Pero ninguno de los dos se movió. Quizá moriría en la calle, y quizá no. Era el riesgo de él, él lo había elegido.
—Habríamos debido detenerlo.
—¿Cómo? Es un hombre decidido. Y valiente, además, aunque no haya podido soportar el techo. Hazle la señal a Dick, empecemos. —Fueron a la radio.
—Hombre blanco, de unos treinta y cinco, sale del edificio —dijo uno de los dos policías de civil sentados en el coche, delante del edificio—. No, no es Neff. —El otro ni siquiera había abierto los ojos. El interior del coche estaba cálido y silencioso, y los dos policías apenas se movían durante las largas horas del turno. Otras cuatro horas más, y los relevarían. Cuernos, se podía recibir una misión peor en una noche como esa. Lo más probable era que el capitán Neff no fuese a ninguna parte hasta el día siguiente. Aun así, tenía esa cámara, sin duda pensaba hacer algo con ella.
Los dos policías no vigilaron a Ferguson cuando pasó corriendo ante el edificio y dio la vuelta a la esquina. De lo contrario habrían advertido lo furtivo de sus movimientos, la manera desesperada en que sus ojos se movían de un lado a otro. Pero no habrían visto lo que ocurrió cuando volvió la esquina.
Esperaban debajo de los coches. Se habían ubicado apenas un poco más allá de la entrada de la callejuela. De ese modo podían oír al mismo tiempo la puerta de adelante y la de atrás, y vigilar el edificio. Cuando escucharon pasos familiares que hacían crujir la nieve, los invadió la avidez. La manada estaba herida y furiosa, hambrienta de matar.
Cuando salieron de abajo de los coches, Ferguson se detuvo. Pudieron oler el miedo, denso, que lo rodeaba; sería una presa fácil. Él abrió las manos en el gesto de palmas hacia arriba que había visto en el libro antiguo. Ellos se tomaron su tiempo para ocupar sus puestos. Ferguson los miró a la cara. A pesar de su terror, lo fascinaron: eran crueles, enigmáticos, extrañamente bellos. Avanzaron, volvieron a detenerse.
—Yo puedo ayudarlos —dijo él con voz suave.
Tres de ellos ejecutaron el ataque mientras el cuarto vigilaba. En cinco segundos estuvo muerto, y su cadáver empujado bajo un coche. Uno le saltó sobre el pecho para cortarle el aliento; otro, le dobló las piernas desde atrás y el tercero le arrancó la garganta en el momento en que caía al suelo.
Su raza había olvidado hacía tiempo su añeja relación con el hombre. Las señales manuales de él no tuvieron significado alguno para ellos. Los cuatro lo desmembraron literalmente con furia, lo desgarraron en una especie de frenesí de ira. Eran la madre, la segunda pareja y la hembra de la tercera. El Padre Viejo había desaparecido, no sabían con seguridad por qué. Quizás estaba demasiado avergonzado o dolorido como para ocupar su nuevo lugar detrás del más joven de la manada.
Pero se encontraba cerca. Más viejo, más astuto y sensible que los otros, sabía mejor que ellos cuán desesperada se había vuelto la situación. Estaba resuelto a corregir el daño que infirió a la manada… aún a costa de su vida. Aunque podía verlos, escuchó su ataque. «Actúan por miedo —pensó—. Necesitan fuerza y valentía».
Y decidió ayudarlos. Hacía unos momentos tenía conciencia de una presencia humana en el techo del edificio, y se cuidó de mantenerse cerca de la pared, fuera de la línea de visión desde arriba.
Se dirigió con rapidez al frente del edificio, se deslizó debajo de un coche y esperó. Unos minutos más tarde llegó una mujer, abrió la puerta del vestíbulo. Él pasó corriendo junto a ella.
—¡Eh!
—Un perro… ¡Maldición, Charlie, dejé entrar un perro!
—Yo lo sacaré… ¡Cielos, vuela!
Corrió hacia las escaleras y subió. Sabía con exactitud adónde iba, y por qué. Confiaba en que fuesen las escaleras que necesitaba. Los gritos de los humanos, abajo, se disiparon. Tal vez racionalizaran su presencia, o quizá no. Reconoció el peligro de lo que hacía, y supo en qué forma probable terminaría.
Pero le debía eso a la manada que amaba.
Dick Neff maldijo en voz alta cuando sintió el frío y fue tironeado por el viento. ¡Becky era una gran muchacha, si pudo soportar eso durante dos horas! Se enorgullecía de ella, no emitió ni una sola queja. Una persona así lo volvía humilde a uno, cuernos, lo hacía respetarla. Era una verdadera profesional, no cabían dudas.
Era más pesado que su esposa, y el viento no lo obligó a resbalar sobre el vientre. Pero se arrastró. Se arrastró con lentitud y cuidado, y no le gustó la forma en que las ráfagas lo golpeaban por detrás y lo hacían patinar. Treinta pisos eran una caída demasiado larga. Si uno caía, tendría tiempo de pensarlo mientras descendía. Tiempo de sobra. Odiaba las alturas como esa. La vista que tenía desde su piso era hermosa, pero odiaba eso. En sus pesadillas siempre caía, y en los últimos tiempos caía demasiadas veces. Su subconsciente se apoderó de él y le impartió un extraño déjá vu. Era como si hubiese estado antes allí, reptando hacia ese precipicio, empujado y zarandeado por el mismo viento. Sería una prueba para cada partícula de resistencia y valentía que poseía. No era extraño que Ferguson se hubiese desmoronado tan pronto: ese era un enfrentamiento directo con el poderío salvaje de la naturaleza… y más allá se hallaba el peligro, aún mayor, de lo que tenían ante sí.
Se dio cuenta de dónde estuvo Becky por la depresión que se veía en la nieve. Se orientó hacia el mismo lugar, poco más o menos. Primero revisar el equipo, luego el barrido con la cámara.
Nada.
Ahora la confirmación del aparato de radio. La voz de Wilson llegó clara. Cortaron con la señal de micrófono, y Dick se acomodó lo mejor que pudo. Hacía otro recorrido con la cámara cuando oyó un golpe apagado detrás de sí. ¿La puerta? Se volvió. Eso estaba a tres metros de distancia. Resollaba con fuerza, como si acabara de subir corriendo por la escalera, a toda velocidad.
Dick se puso de pie de un salto, blandiendo la cámara.
Luego eso se movió, y él le arrojó el aparato fotográfico. La máquina le rebotó contra el flanco y se alejó rodando. La cosa no atacaba, quizá porque se encontraba tan cerca del borde, que un ataque directo los derribaría a los dos por encima del parapeto. Se movió con rapidez, trotó hasta el borde mismo, quedó paralelo a él. Dick estaba a punto de extraer la Ingram, cuando eso saltó sobre él. Cayó de costado, resbaló en el hielo y se encontró con la mitad del cuerpo fuera del reborde. Pero también lo estaba el licántropo, a pocos pasos de distancia, tan cerca, que pudo verle la cara.
Quedaron así, la cosa con las patas delanteras hundidas en el helado reborde, él colgando de los brazos. Los ojos de la, cosa lo perforaron con una mirada de odio más terrible que la que hubiese visto nunca. Los ojos se movieron, calcularon, buscaron la ventaja crucial que matase a Dick Neff y dejara al licántropo con vida.
Con cuidado, sin mirar el vacío que se abría bajo sus pies, Dick llevó un brazo hacia la 38 que tenía en el bolsillo. Esa era su única oportunidad, la única. ¡Ansiaba tan desesperadamente vivir, no caer! El reborde de hormigón de pocos centímetros de altura era lo único que lo retenía allí, y ahora lo retenía por un solo brazo.
La criatura trató de erguirse, fracasó y quedó inmóvil. Desnudó los dientes y emitió un ruido bajo, horrible. Sus ojos siguieron los movimientos de él, su rostro registró de pronto comprensión: Comenzó a deslizarse por el reborde hacia él, centímetro a centímetro, cerrando la brecha que los separaba. Colgado sólo de un brazo, Dick no podía hacer otra cosa que quedarse donde estaba. Y eso le resultaba muy difícil. Lanzó un sollozo. Oleadas de fatiga le recorrían el brazo del cual pendía su vida.
Ahora la cosa se hallaba tan cerca, que percibió su fétido olor animal, vio los dientes salvajes que se abrían y cerraban en la mandíbula. Aferró la 38, la sacó, disparó, sintió un dolor en el brazo, trató de volver a oprimir el disparador. Pero no había nada que oprimir. Se miró el brazo… la mano no estaba ahí. Manaba la sangre, humeante bajo el frío. Y con ojos despavoridos vio que su mano, que todavía apretaba la 38, colgaba de la boca de la criatura. Y entonces se inició su muerte.
Cuando comenzó su caída, sintió miedo, y después otra cosa, una vasta y abrumadora tristeza, tan grande, que era como una especie de exaltación. Su cuerpo rebotó en el duro hielo de la calleja, y murió en forma instantánea. Unos momentos después su mano cayó junto a él.
Muy arriba, el Padre Viejo se encontraba en medio de su propio tormento de muerte. Apenas, apenas pudo cortar la mano cuando el arma se disparó. Tenía un dolor candente en la cabeza, un ojo cerrado. La bala había pasado por allí, rozándole el ojo y la frente. Las patas traseras se le fatigaban, y no podía volver a izarse sobre el reborde sin arriesgar una caída. Pero no quería levantase. Había visto el más alto de los balcones, no lejos de allí; podía correrse hacia ese lado, y dejarse caer.
Cuando aterrizó, quedó aturdido, sacudió la cabeza. En, apariencia, el ojo no funcionaría. Muy bien, completaría su tarea con un ojo solo. Salvaría a su familia, y el secreto de su raza. Ahora lo sabía: vencería. Bajó por los balcones con cuidado, penosamente, herido de más gravedad de lo que creía, hasta llegar al único balcón que le importaba. Se acurrucó allí, inhaló el pestilente olor de los dos que quedaban vivos, al otro lado del cristal.