CAPÍTULO 10

Esa luz diurna era una maldición. El jefe de la manada, aquel a quien llamaban Padre Viejo, esperaba detrás de la cerca que separaba la escalinata delantera del museo y el prado circundante. Se había ubicado allí porque sabía que era muy probable que los dos salieran del museo por esa puerta. Sería un trabajo peligroso, difícil, un trabajo triste. El destino de su raza era tener como su presa a la humanidad, pero en momentos como ese, cuando se veía obligado a matar a los jóvenes y fuertes, se hacía preguntas sobre su lugar en el mundo. Sus hijos sólo pensaban en la humanidad en términos de alimento, pero los largos años le habían enseñado a él que el hombre era también un ser pensante, que también él gozaba de las bellezas del mundo. También el hombre poseía un lenguaje, un pasado y esperanzas. Pero el saberlo no modificaba la necesidad —se podía llamar compulsión— de matar y comer a la presa. A cada ser humano que veía lo evaluaba en el acto, por costumbre. Disfrutaba con la forma en que la carne se hundía entre sus mandíbulas y la sangre caliente le corría por la garganta. Como vivía en las ciudades humanas, le exaltaba la embriagadora poesía de los aromas. Amaba su riqueza, la riqueza que tan caro compró cuando la manada emigró a esa ciudad. En su propia juventud el jefe prefirió el aislamiento de la vida rural, antes que el trabajo más duro de mantener un territorio en la ciudad. Otras manadas nunca intentaron apoderarse del escaso territorio del viejo cobarde. Sus habitantes morían de hambre en invierno y acechaban en verano, siempre desconfiados, siempre corriendo el riesgo de ser descubiertos.

Cuando alcanzó su máximo crecimiento, se dirigió al sur con su hermana, hacia el legendario lugar en que moraba una incontable horda humana. A menudo enfrentaron el desafío de otras hordas, y en cada ocasión derrotaron a los retadores. Hubo luchas que duraban un día entero, encendidas por el odio ritual por debajo del cual yacía el amor a la raza. Y en cada ocasión los enfrentamientos terminaban cuando el jefe de la manada rival se declaraba vencido. Entonces había una celebración, un maravilloso aullido, y los dos seguían su camino. Y así siguió eso, hasta que él y su hermana tuvieron un maravilloso espacio para sí. Demarcaron sus límites y tuvieron su primera camada. Hubo tres, una hembra y dos machos. Mataron al macho más débil, y con su blanda carne alimentaron a los otros dos. Para su mala suerte, no tuvieron una camada perfecta de cuatro, pero dos eran mejor que nada. Dos años más tarde volvieron a aumentar su espacio y dieron a luz otra camada. Esa vez, sólo un macho y una hembra, pero ambos sanos.

Esa primavera, la primera pareja se aparearía, como volverían a hacerlo él y su hermana. Una mayor suerte les daría tres pares, o inclusive cuatro. Y al año siguiente se aparearía el segundo par, y llegarían más. No muchos años a partir de entonces dirigiría una buena manada, en un territorio amplio y rico. De su desdichado comienzo en las colinas desoladas, había llegado a eso, y se alegraba.

Lo único que andaba mal eran los dos humanos con sus conocimientos prohibidos. Si se generalizaban entre la humanidad de allí, habría que disminuir las dimensiones de la manada, y aun en medio de toda esa riqueza se verían forzados a corretear como animales estúpidos… el cazador sería cazado… y ello caería sobre su cabeza y la de sus hijos. Durante siglos, toda la raza recordaría el fracaso de ellos. Su nombre se convertiría en una maldición. Y su linaje, el linaje que creó con valentía, se marchitaría, y moriría. Otros dirían, refiriéndose a él: «Mejor habría sido que se quedara en las montañas».

Suspiró y dedicó su atención al problema que tenía entre manos. Todavía había luz diurna, y el olor de los cazados iba en aumento. Sí, llegaban a esa puerta. Unos momentos más, y estarían en la escalinata. Cerró la mandíbula con un golpe seco, y los otros ocuparon sus puestos en la entrada principal. La segunda pareja cruzó la calle y se ocultó bajo los coches estacionados. Los más jóvenes, la tercera pareja, se acercaron y esperaron con él. Su propia hermana, con la pelambre reluciente con la plenitud de su femineidad, su hermoso rostro brillante de bravura y expectativa, todos sus movimientos serenos y regios, ocupó su puesto en la pared de enfrente.

Esta vez no habría fuga. Por fin terminaba la cacería. Y tendrían un premio extraordinario: ese hombre alto con quien los dos pasaban tanto tiempo; también él sería destruido.

Muy bien, pero era un asunto feo y sucio. No se arrebata la vida a los jóvenes. Ni siquiera los animales del bosque toman su presa entre estos. Hablando en términos prácticos, era difícil, pero también existían razones de más peso. Para que la manada viviese, era preciso destruir otras vidas. Y era repugnante hacérselo a los jóvenes. Cuando uno de los de la especie de ellos envejecía, los jóvenes le daban muerte, pero antes de ese momento sentía un feroz deseo de continuar y gozar de su vida entera. Y así tenía que ser también para la presa. Las pocas veces que él se vio llevado a matar a jóvenes sintió la frenética lucha de estos, la enorme palpitación de una vida, difícil de acallar… y después se odió, cuando su vientre estaba repleto y su corazón pesado.

Aparecieron en la puerta, y su olor los precedió, poderoso. La mujer tenía un olor vivo y brillante, no como el del alimento. Y el joven era igual. Sólo el olor del viejo recordaba el alimento; era punzante, con la dulzura que emite un cuerpo debilitado. Pero todavía se henchía y palpitaba de vida. Juntos, los tres aromas chispeaban. Suspiró, miró a la tercera pareja, que lo acompañaba. Los rostros de estos expresaban temor. Se aseguró de que estuviesen con él precisamente por ese motivo: según le decía la experiencia, nunca aprenderían a matar a los jóvenes, y al mismo tiempo, no permitir que los vieran.

Vieron el dolor reflejado en la cara de su padre, visión que jamás olvidarían. Él los dejó ver y oír y oler toda la profundidad de sus emociones. Y advirtió, con satisfacción, que lo que hasta ahora había sido para ellos una cacería excitante se convertía en lo que debía ser: una ocasión de pena y derrota.

Los cuerpos se pusieron tensos. En el acto cambiaron sus olores. Su propio corazón latió con más fuerza cuando husmeó la expectativa de ellos. Las tres víctimas bajaban por la escalinata, y sus movimientos y olores transmitían cautela… pero avanzaban, sin conocer la trampa en que se metían. A despecho de su familiaridad con la humanidad siempre le asombraba el hecho de que los hombres entrasen caminando en el aroma pleno del peligro. Tenían bultitos en la cara para respirar, pero eran apéndices ciegos, inútiles para nada que no fuese el paso del aire, dentro y fuera del cuerpo.

Los tres llegaron al pie de la escalinata… y la tercera pareja saltó, sobre la cerca. Al mismo tiempo, un hombre oculto les interceptó el paso y produjo fogonazos. El viejo padre se maldijo… ¡sabía que ese hombre estaba allí, pero no le dio importancia! Es claro, es claro… y ahora los dos más jóvenes se detenían… ¡no, sigan!… ya era tarde, ahora se volvían, confusos, sus rostros reflejaban un torbellino de preguntas… ¿qué hacemos? Y levantaban armas, y todos corrían hacia el parque, y las detonaciones de las armas estallaban en el aire, y la manada saltaba la pared de piedra, y todos corrían por su cuenta hacia las malezas.

Se reagruparon no muy lejos, más cerca de lo que resultaba seguro. Todos lo olieron: alguno de los de la manada sangraba.

Faltaba el macho más joven. El padre pegó la nariz a las narices de su familia. Lo tranquilizaron, todos, menos la hembra más joven. Los ojos de esta le dijeron: «¿Por qué nos enviaste?». Y quería decir: «¡Somos los más jóvenes, los más inexpertos, y estábamos tan asustados…!». En su cólera, dijo que no sería la hija de él si su hermano debía morir.

Su furia era profunda, y no se aplacaría ante las súplicas del resto de la manada. Ahora que esos sentimientos habían surgido, jamás se los podría borrar. Aún mientras trotaban hacia el lugar en que se había escondido el joven herido, el padre meneaba la cabeza con congoja. «¡Y ahora mírate —dijo su hermana con los ojos y las orejas—, meneas la cabeza como un lobo tonto! ¿Eres padre o niño?».

Lo humilló el desprecio de ella, pero trató de no mostrarlo. Mantuvo el pelo del cuello cuidadosamente alisado, y luchó contra el impulso de dejarlo erizarse. Su ano quedó cerrado con un esfuerzo consciente: no permitiría que se difundiese el almizcle del peligro en ese lugar. Dejó que la cola colgara recta, no como una airosa bandera de orgullo o metida con humildad entre las patas. No, recta y sin meneos: eso era digno y neutral, e indicaba solemnidad.

A pesar de todo su esfuerzo, su hermana dijo:

—Suelta tu almizcle, muestra tu pena a tus hijos. ¡Ni siquiera tienes valor para eso!

Y su almizcle estalló, no pudo seguir conteniéndolo. El pegajoso olor llenó el aire. Se maldijo mientras se difundía en grandes salpicaduras, traicionándolo, revelando la debilidad que sentía por dentro.

—Soy el padre de ustedes —dijo, usando ahora la cola al máximo, exhibiéndola en un orgulloso meneo, aguzando las orejas, con los ojos brillantes. Pero el olor era el del miedo. La revelación era completa. Su primer hijo se adelantó.

—Déjame buscar a mi hermano —indicó con el chasquido de la mandíbula, y con una irrespetuosa sacudida de la cola. Los cuatro, hermana, hijas e hijo, fueron en dirección del olor herido del joven macho. En cuanto estuvieron fuera de la vista, el padre se sometió a un impulso abrumador y se echó de lomo. Así tendido, movió las patas traseras con suavidad, sintiendo que lo inundaba la cálida oleada del sometimiento, abandonando su jefatura. Pero su manada no estaba a la vista, su hijo no se encontraba allí para tomar la garganta de su padre con la boca. No, rodó a solas, bajo un cielo que no veía. Aunque su hijo lo reemplazara, nunca vería rodar a su padre.

Y entonces se elevó un blando aullido. El pesar que contenía lo hizo temblar. ¡Su hermana había emitido la nota de la muerte! Las heridas del hijo menor eran mortales. Meneó la cabeza, y luchó por dominarse. Trotó hacia su deber siguiente, y más terrible. Aunque su hijo mayor o su hermana serían muy pronto jefes de la manada, él seguía siendo el Padre Viejo, y el deber era suyo. Detuvo su carrera y levantó la cabeza. ¡Que los humanos lo oyeran! Entonaría su endecha. Lo hizo con plenitud y altivez. Y en el acto escuchó el temeroso gimoteo de su segundo hijo.

Volvió a darse prisa, y pronto llegó al lugar próximo al muro en que su familia se agrupaba en torno de una forma gris acurrucada. Tenían el rostro desgarrado por el dolor, la saliva les caía de la boca.

Hicieron caso omiso de él, y sólo le mostraron respeto por fuera. En cuanto hubiese cumplido ese último deber, su jefatura habría terminado. Se acercó a su hijo, lo husmeó. El joven temblaba, frío, y ahora los ojos le rodaban en la cabeza. El Padre Viejo sintió el dolor en sus propios huesos. Pero aun en su pesar se enorgulleció de ese joven que había arrastrado tan tremendas heridas para ocultarse de la humanidad. El joven macho inspiró y miró a su padre durante un largo momento. Luego levantó el hocico del suelo, un poco, y cerró los ojos.

El Padre Viejo no vaciló; mató a su hijo con un feroz mordisco. El cuerpo del joven se agitó con furia, en respuesta, y abrió la boca, grande. Para cuando el padre terminó de tragar los tejidos destrozados de la garganta del hijo, el joven estaba muerto. En seguida, los otros lo rodearon. Y el vio quien asumiría la jefatura: su hermana.

Y ahora venía el enfrentamiento: o rodaba o luchaba. Y si luchaba, lo harían todos, cuatro contra él, y llenos de furia. Al mirarlos, supo que, sin embargo, vencería en esa pelea. Pero a qué costo: su manada quedaría podrida de odio cuando siguiese a un padre a quien despreciaba. En consecuencia por el mayor bien de lo que había construido, rodó ante su hermana. Ella desdeñó su actitud, y se alejó con la cola en alto. Pero su hija menor, todavía temblorosa de congoja por su pérdida, aceptó el gesto. Cuando le aferró la garganta, él cerró los ojos, a la espera de la muerte. A veces los demasiado jóvenes para esa costumbre resultaban abrumados por sus sentimientos y mataban a quienes rodaban ante ellos. Pareció transcurrir una eternidad antes que lo soltase. Toda la manada exhibió la cola en alto, airosa; él metió la suya entre las piernas. Perdida la jefatura, su vida sería de riesgo y peligro. El menor gesto de superioridad los haría enfrentarlo. Y hasta que su hermana, su hija y él mismo tuviesen nuevos compañeros, reinaría en la manada una situación inestable, desagradable.

Quedaba aún una última tarea que ejecutar antes que la manada reorganizada continuase su marcha. Volvieron el cuerpo de su hermano sobre el lomo y lo devoraron, triturando inclusive los huesos entre las mandíbulas, consumiendo hasta el último trozo, salvo unos pocos mechones de pelo. Lo comieron por necesidad y por respeto. Siempre lo recordarían, su muerte valiente y su buena vida. Cada uno de ellos entregó el sabor de su carne al precioso recuerdo. Después aullaron, y el aullido expresó la idea de que los muertos están muertos, y la vida continúa. Luego formaron un círculo, tocándose las narices, y su alegría por el hecho de estar juntos quebró la tristeza y la inquietud, y por último abrieron la boca y respiraron juntos el aire denso, con el corazón transportado por su intimidad y proximidad.

Pero el Padre Viejo y su hermana ya no eran una pareja. Ahora ella necesitaba un esposo, un hermano reemplazante que estuviese dispuesto a aceptarla como jefe. La mayoría de los machos que andaban sueltos, los que tenían algún espantoso pecado sobre la cabeza, algo tan grave que habían sido expulsados de su manada, aceptarían de buena gana ese puesto. Y la hija que perdió a su hermano también debía encontrar un macho muy pronto. Las dos hembras ya difundían su aroma de deseo, lo cual hacía que los cuerpos de los dos machos reaccionaran, que el Padre Viejo ansiara lastimosamente a su hermosa hermana. Pero era probable que sus días de apareo hubiesen terminado, a menos que hallase a alguna hembra tan desdichada como él.

Que pase algún tiempo, pensó, y después difundiré mi olor en busca de una nueva pareja. Que pase el tiempo… y cure.

Su hermana lo miró mientras se encontraba confuso, incapaz de resolver qué haría consigo, ahora que había perdido la jefatura. El corazón le exigía consolarlo y compartir su pena, pero mantuvo la cola en alto y no lo miró a la cara. Habían creado juntos esa manada, pero sus hijos no aceptarían la jefatura de un padre que planeaba las cosas tan mal, que uno de sus propios hijos sufrió la muerte. Era justo, y todos debían vivir con ese conocimiento. ¡Pero ella no soportaba verlo así! Se arrastró, mirando, temerosa, de una cara a la otra. Ya no existía su belleza, su ilimitado orgullo por su pequeña manada. Iban a construirla juntos, y ella no toleraba la idea de hacerlo con otro. No recordaba un momento en que no hubiera estado enamorada de él. Sus propios padres los aparearon en una camada de cuatro, y desde el principio el apareamiento fue un acto de amor.

Hasta que la maldición cayó sobre la manada, sólo reinaba la dicha. Se enriquecían cada vez más… Podían permitirse el lujo de pasar por alto a muchas presas posibles, y elegir sólo las mejores y más fáciles. ¡Podían elegir a uno entre diez! Y sus cacerías eran sencillas, siempre lo eran en ese rico territorio.

El día en que se produjo la catástrofe, se preparaban a cazar de nuevo. Tenían un refugio abrigado y muchas víctimas en potencia. Inclusive contaban con un buen lugar en que tener sus camadas, el mejor que hubiesen hallado nunca. Y todos esperaban un invierno tranquilo y una primavera afortunada.

Y entonces llegó la noticia. El primer aroma de ella se percibió en una clara mañana de otoño. El aroma brotó en el límite territorial, dejado por la manada vecina. Por lo tanto, el Padre Viejo se encontró con el padre de esa tribu, y se enteró del tremendo error cometido por dos jóvenes de un año en su primera cacería. Habían tomado a jóvenes humanos machos, el tabú de entre los tabús, y lo hicieron en un momento de irreflexiva excitación. Y los humanos se dieron cuenta; muchos fueron a investigar. La humanidad se llevó los restos al día siguiente de la comisión del error. Es decir, que el hombre sabía algo, más de lo que debía. Y después llegó la terrible desdicha de la manada, el incidente que los llevó a la situación en que se hallaban ahora. De alguna manera, ellos mismos provocaron la investigación. Era fantástico e imposible, pero la humanidad había llegado hasta el cubil mismo, para llevarse los restos de algunas presas. ¡Cómo se maldijeron por no haber consumido inclusive los huesos! Sólo podían abrigar la esperanza de que el hombre se confundiese, pero no fue así. Los dos a quienes cazaban ahora aparecieron en el cubil, husmearon en torno y casi resultaron muertos en ese momento.

Esos dos eran los portadores del conocimiento, y por eso habían aparecido en el cubil.

Y desde entonces continuaba la desesperada cacería. Ella quebrantaba la vida de la manada, la obligaba a seguir a sus presas hasta el centro de la ciudad, un lugar de pocos edificios abandonados, de pocas guaridas buenas. Y ahora destruía la dicha de todos. La hermana quiso echar la cabeza hacia atrás y aullar de pura pena, pero no podía. ¿Los conduciría mejor que su hermano? ¡Lo dudaba! La alternativa consistía en darle la dirección a su terco primer hijo, quien por cierto no igualaría las hazañas de su padre.

Desconfiaba de ese hijo. Lo miró, tan dichoso, afirmando su nueva posición respecto de su padre. Y su amado hermano retrocedía ante el joven… así de valiente era, capaz de hacer eso, inclusive, para conservar la unidad de la manada. Pero un joven que exigía semejante acto necesitaba una lección. Fue hacia él, lo olió por debajo de la cola. Se le erizaron los pelos, y lo empujó. Era un joven grande, robusto, de tres años… los ojos le brillaron de humorismo cuando su madre lo disciplinó. ¡Bien, que ría! Ella le exigió que rodara. Él lo hizo de buena gana, de demasiada buena gana. Y fue la gota que desbordó el vaso… ella tomó la piel floja del cuello y la apretó con fuerza… Él ahogó una exclamación de sorpresa… sin duda creyó que ella estaba matándolo. Muy bien, que pensara que una madre podía matar a su hijo. ¡Que supiese hasta qué punto la había empujado el tratamiento insolente a su padre! Le pidió que se incorporase, y él se levantó, contrito. Tenía los ojos muy abiertos, la cara henchida de dolor. La sangre le manaba por el cuello. Su hermana se acercó a él y se quedó mirando a su madre. Bueno, es leal. La madre se volvió y se apartó un poco. Los otros entendieron que quería estar a solas con sus pensamientos, y no la siguieron. Los dolores del corazón de ella chocaban entre sí y exigían su atención. Su hijo menor estaba muerto, su hermano humillado. Ella se veía obligada a aceptar la jefatura en un momento desesperado. El orden de la manada era objeto de una seria tensión.

Le resultaba difícil aceptar que su hijo estuviera muerto. Era vivaz y ávido, desbordante de vida. ¡Y tan veloz y fuerte, el cachorro más rápido que nunca hubiesen visto! Pero lo cierto es que su mente no era tan rápida como su cuerpo. Cuando la manada se reunía para compartir las bellezas del mundo, siempre se leía una confusión definida en sus ojos. Y cuando cazaban, su padre le entregaba a veces la jefatura, pero siempre terminaba teniéndola su hermana. ¡Sin embargo, era un buen macho, magnifico, y amaba su vida!

Se escuchó un ruido, cerca. Ella se volvió para mirar, sin temor alguno. Si era cercano, no podía ser peligroso, o lo habría intuido mucho antes. Desde la maleza vio que la miraban los ojos de su hermano. ¿Por qué hacía eso? Era muy de él, desafiar todas las costumbres. ¿Cómo se atrevía a quedarse allí, mirándola? Trató de erizar los pelos del cuello. No se movieron. Intentó gruñir una advertencia, pero sólo le salió un ronroneo.

Él se acercó más, sin apartar los ojos de los de ella. Luego se abrió paso entre las malezas y permaneció allí, con la nieve adherida a su bella pelambre oscura. A ella le dolió todo el cuerpo de verlo, de olerlo tan de cerca, de oír el sonido familiar de su respiración. Echó las orejas hacia atrás, y se le acercó y le frotó el hocico con el de ella. Ansiaba afligirse, pero se contuvo con un feroz esfuerzo. Sentado sobre las patas traseras, él la miraba. Sus ojos estaban plenos de amor y de una especie de tranquilo gozo que la sorprendió en una criatura tan infortunada.

—Toma la manada —dijo él—, nuestros problemas te la han dado. —Y ella sintió miedo.

Él lo intuyó en el acto y palmeó el suelo con vivacidad, con la cola en un gesto que comunicaba el pensamiento: «Ten confianza». La fascinó la forma en que los ojos de él dieron la impresión de chispear; ni siquiera parecía triste. Como si leyese sus pensamientos, levantó los ojos y lanzó un gruñido bajo. Significaba: «Me han quitado una pesada carga de encima». Los tres golpes de la cola y una sonrisa con la lengua asomada, reemplazados en seguida por una expresión de sereno reposo. «Ten confianza en ti… yo la tengo. Confío en ti».

Las palabras la conmovieron profundamente. Sabía que él abandonaba su orgullo, su vida misma, para impedir la discordia entre los miembros de la manada. Y le comunicaba su confianza, no sólo porque ella la necesitaba, sino, además, por verdadera sinceridad. Su aroma cambió en forma sutil mientras hablaba, lo cual indicó que detrás de sus palabras había amor y cierta excitación difícil de definir, que revelaba su verdadera felicidad ante la asunción de la jefatura por parte de ella.

La hembra hizo una serie de gestos con la pata delantera derecha, las uñas chasquearon. Él respondió con otros, asintió. Ella puntuó sus observaciones con breves sonidos penetrantes de énfasis. Le decía que el único motivo por el cual aceptó que él rodase en el suelo fue que sus hijos primogénitos habrían dejado la manada si él no se humillaba. Él entendió. Después volvieron a frotarse los hocicos durante largo rato, con los ojos cerrados, mezclando los alientos, una lengua tocando a la otra con suavidad. No existía otra cosa que eso para expresar sus sentimientos: largos años de compañerismo, juntos de cachorros, de jóvenes, de adultos. Esa separación representaría la primera vez que no compartían la vida por completo. Y no existía manera de saber cuánto duraría aquello. Y aunque él pudiese volver a ser su compañero en el futuro, ya no sería lo mismo, con la participación en la jefatura de la manada, que tanto acentuaba su placer de estar juntos.

Ella se volvió con brusquedad y se alejó trotando. No podía seguir con él, o no se iría. Rebosante de tristeza, regresó a donde estaban los tres jóvenes. Se encontraban juntos bajo las sombras de los árboles, casi inmóviles, y sus formas oscuras rezumaban el olor del miedo. La verdad había empezado a insinuarse ahora en sus mentes: no se atrevían a confiar en su padre… y no sabían si podían confiar en su madre.

Ella llegó con una expresión de afabilidad y confianza que no sentía. Se frotaron los hocicos y los tres la miraron. Pocas horas atrás estaba así con ellos, enfrentando a su hermano.

Con el lenguaje de movimientos, gruñidos y gestos que comunicaban tanto sin necesidad de palabras articuladas, esbozó el plan para la noche que se avecinaba. No era un plan original, sólo involucraba volver a la casa de la mujer y esperar cualquier oportunidad que se presentara. Pero no se ofrecía ningún otro plan mejor. Las ideas maravillosamente astutas de su hermano habían culminado con la muerte de un miembro de la manada, sin provecho alguno. Los planes sencillos y rectos serían ahora más aceptables para los demás.

Sabía que tenían muy poco tiempo. Pronto deberían abandonar el centro de la ciudad del hombre, para volver a las zonas exteriores, donde existían más sombras, más edificios abandonados. No por mucho tiempo. La verdad era que estaban a punto de perder esa cacería. El hombre descubriría a su cazador, y se quebraría el mayor de los tabús. ¿Cuáles eran las consecuencias? Interminables dificultades para toda la raza, sufrimientos y penurias y muerte.

¡Qué monstruosa carga para que la llevara la manada! Si sólo… pero el pasado era el pasado. Si fracasaban, habría que aceptar el fracaso. Tuvo ese pensamiento, pero su corazón gritó no, no debemos fracasar. No debemos.

Sam Garner vio a los dos detectives y su amigo que se precipitaban en el edificio de departamentos. Pasaron ante el portero y desaparecieron. La tarde se había vuelto calurosa, con un calor ajeno a la estación, y al correr chapotearon en el aguanieve, sin preocuparse siquiera por esquivar los charcos.

—Increíble. ¿Qué te parece eso?

—¿Chapotear en los charcos?

Garner cerró los ojos. Fields era un buen tipo, pero no uno de los más grandes intelectos.

—Cambiamos ideas acerca de lo que sucede con esta gente.

—Bien, le dispararon a un perro, allá, en el museo.

—¿Era un perro, eso que estaba ahí, en la nieve? ¿Estás seguro?

—Me pareció un ovejero. Y corrió como el demonio, aunque debe haber recibido por lo menos un par de balas.

—Yo no lo vi.

—¿Qué puedo decirte? Era muy veloz.

Garner se internó en la corriente del tránsito. Regresaría al museo, examinaría el prado cubierto de nieve. Sin duda habría sangre, si algo resultó herido.

Volvieron por las calles, hasta llegar a la zona en que se produjo el encuentro.

—Ven, y trae tu cámara. —Los dos hombres se ayudaron a trasponer la cerca que separaba la acera del prado del museo. Había marcas allí, visibles con toda claridad. La nieve había deformado sus contornos, pero aún se veía que eran impresiones de patas. Y en un punto se advertían manchas de sangre y trocitos de carne. Más adelante, hacia la calle, otra minúscula gota de sangre. Al otro lado de la cerca, más. Mientras el fotógrafo maldecía, los dos periodistas cruzaron de nuevo la cerca. Sam Garner atravesó la calle corriendo y trotó de un lado a otro, ante el muro de piedra que señalaba el límite del Central Park. Luego vio lo que esperaba ver, una larga mancha ensangrentada en la parte superior de la pared.

—Por aquí —gritó a Field, quien se encontraba ocupado tratando de quitarse la nieve de los zapatos. Al cruzar la calle había resbalado en un charquito.

—Se me van a congelar los pies —gimió.

—¡Vamos! Ayúdame a subir a esta maldita pared.

Se alegró de izar a Garner. Sam quedó de manos y rodillas encima del muro, y luego se dejó caer en el parque.

En el acto todo cambió. En invierno, Central Park es tan tranquilo como un desierto. Y ello era particularmente así en ese lugar, cerca del muro, lejos de los senderos, un sector ahogado por arbustos cubiertos de nieve. Garner se volvió y miró hacia atrás. Field no lo seguía. «Magnífico —pensó—, conseguirá yo solo la condenada noticia. Mejor que no haya fotos». Apartó los arbustos. El lugar estaba frío y húmedo, y no se encontraba vestido para una caminata entre las malezas. Y luego volvió a ver la pequeña huella roja en la nieve. Y más impresiones de patas, por lo menos tres juegos de ellas. Lo que las produjo había pasado volando por allí no mucho tiempo atrás. ¿Una manada de perros salvajes que huían de dos policías que desenfundaban sus armas con mucha facilidad? Qué demonios, el asunto se ponía interesante.

Siguió la pista unos metros más, y se detuvo. Ante él se veía una gran mancha de sangre, de la cual partían unas gruesas salpicaduras, imposible no verlas. Lanzando juramentos, Garner las siguió. Las ramas bajas, colgantes, dejaban caer nieve sobre él cada vez que su espalda encorvada rozaba con ellas. Fue trepando, de salpicadura en salpicadura, y llegó a un lugar en que algunas ramas habían sido quebradas, en que muchas patas pisotearon la nieve húmeda y todo estaba ensangrentado.

—Oh, Dios —cuchicheó. Por todos lados se veían, dispersos, trozos de carne y piel, semicongelados en el suelo, clavados en las ramas encorvadas. Era una visión espantosa, y Garner se sintió de pronto muy solo y amedrentado. Atisbó en los arbustos que lo rodeaban. ¿Algunas sombras se movían allí, más allá del borde de visibilidad? El lugar estaba horriblemente silencioso; en él la violencia se había desencadenado para luego seguir de largo, y hedía. En su derredor se percibía un feo olor animal, pegajoso. Era almizclado y le recordó… a un olor femenino, mezclado con el hedor de la sangre.

—¿Qué demonios es esto? —dijo en voz baja. Sus pensamientos volvieron a los dos detectives, a los extraños sucesos de media hora antes. ¿Qué diablos estaba sucediendo allí?

Retrocedió de la zona con lentitud, con cuidado. Por todo el cuerpo le brotaba el sudor. Hizo rechinar los dientes, luchando contra un impulso de volverse, enloquecido, y correr por entre los árboles. Por el contrario, caminó con tanta serenidad como pudo. No lejos de allí podía oír el trueno del tránsito en Central Park Oeste. Pero en ese momento, y en ese lugar salvaje, inhumano, eso parecía hallarse a una eternidad de distancia. Había allí una poderosa y monstruosa presencia, la sangre, los fragmentos de carne, el horrible olor: todo se combinaba para producir en Sam Garner un miedo abrumador que parecía subir de su núcleo más oscuro, y que amenazaba con reducirlo a un pánico ciego, en fuga. Se movió con mayor rapidez, pero no corrió.

—¡Eh, Sam —le llegó una voz distante—, Sam!

Garner la escuchó, pero temió contestar, levantar la voz. Algo se encontraba cerca de él, estaba seguro, lo seguía, se mantenía fuera de la vista más allá de los arbustos. Inició un trote, y luego una carrera a saltos. Las ramas lo azotaban, le raspaban la cara, le arrancaron su viejo sombrero de piel, le cortaron las manos. Luego tuvo la pared ante sí, demasiado alta para escalarla desde ese lado.

—Rich —vociferó—. ¡Rich!.

El fotógrafo miró hacia abajo. Abrió grandes los ojos, y lanzó un grito parecido a un chillón balido.

—¡Ayúdame! —bramó Garner. Levantó los brazos y se aferró, frenético, a las manos extendidas del fotógrafo. Poco a poco, penosamente, trepó pared arriba, y con la ayuda de Fields bajó a un banco.

—Cielos, ¿qué demonios fue eso? —balbuceó Fields.

—No sé.

—¡Vamos… tenemos que salir de aquí! —Fields corrió hacia el coche e hizo que el tránsito de Central Park Oeste chirriara y patinase cuando cruzó la calle a la carrera. Sam Garner lo siguió trémulo. Estaba enfermo de miedo. Algo indecible había ocurrido en el parque, y cuando salió de él fue seguido por algún sabueso del infierno.

Saltó dentro del coche, dio un portazo y trabó la portezuela, y apoyó sobre el volante la cara rasguñada.

—¿Qué fue eso? —musitó. Luego miró a Fields, parpadeando para quitarse las lágrimas de los ojos—. ¡Qué fue!

Fields se sintió turbado y apartó la vista.

—No sé. Mucho más grande que un perro. —Masculló—. Tenía una especie de… cara. Cristo…

—¡Descríbelo! Tengo que saber.

—No puedo… apenas lo vi durante un segundo. —Meneó la cabeza con lentitud—. No es extraño que esos dos policías tengan el dedo rápido en el disparador. Fuese lo que fuese, esa cosa salió del infierno.

—Tonterías —replicó Garner. Ahora adelantaba la barbilla, se recuperaba. Hizo varias inspiraciones profundas—. Tonterías; lo que fuese, fue real. Un no sé qué de carne y sangre. Un demonio de Tasmania, no sé. Pero una cosa es segura: está suelto en las calles de la ciudad de Nueva York y es seguro que se convertirá en una gran noticia.

—Y qué, se escapa un animal salvaje. Página dos.

—¡Ah! Piénsalo. Asesinato con mutilación en el parque. Policías mortalmente asustados de algo que se parece a un perro. Luego lo vemos más de cerca, y lo que los aterroriza no es un perro. —Se interrumpió, y una potente y aplastante imagen de la cosa entre las malezas próximas a él casi venció su pugnacidad. No la había visto con claridad, pero podía imaginar…— Rich, allí hubo un condenado baño de sangre. Quiero decir que encontré un lugar con tanta sangre, que parecía un matadero. Algo la pasó muy mal allí, no hace mucho, ¡y el olor, Dios bendito!

—¿El olor?

—Obsceno. Todos los arbustos estaban cubiertos de él, como si los hubieran rociado con algo. No se lo podía ver, pero era posible olerlo. Era como…

—¿Cómo qué?

—No sé. No importa.

Por el rabillo del ojo pudo ver una cara feroz, inhumana, que atisbaba por encima del muro, por lo cual puso el coche en marcha y partió. Se alejó de allí, en dirección del corazón de la ciudad. Las credenciales de periodistas les facilitaban el estacionamiento, de modo que se estuvieron ante el Biltmore para beber un trago.

—Esto es tranquilo —murmuró Sam—, y no hay otros periodistas a la vista. Sólo quiero volver a tranquilizarme.

Fields no protestó; lo siguió.

—¿Y qué piensas, entonces? —preguntó en cuanto se sentaron en un par de taburetes, ante el lujoso mostrador de caoba.

Sam no respondió.

—Un Manhattan perfecto, vamos —dijo al hombre que atendía el mostrador—. Aquí saben cómo hacer un Manhattan —gruñó—. Esa es mi definición de un buen bar.

—¿Qué sucede, Sam? —Fields se mostraba insistente. Quería saber. Ese era un buen artículo, y habría grandes fotos. Por cierto que no se lo diría a Sam Garner, pero había echado una buena mirada a la cosa que seguía al periodista. Salió de entre las malezas en el momento en que este llegaba al muro, y se sentó y lo miró irse. Entonces sus orejas se movieron hacia Rich Fields, y desapareció. Un segundo antes estaba ahí, y a continuación se fue en un relámpago gris.

Y tuvo allí una foto perfecta un segundo antes que la cosa se esfumara. Pero Rich Fields no la tomó. En ese segundo quedó petrificado, contemplando la cosa viviente más horrible que hubiese visto jamás. Pero es que todo sucedió con tanta velocidad… No era posible tener certeza alguna respecto de momentos como ese, tal vez fue un juego de la luz sobre el rostro de un perro. Miró a Garner.

—¿Qué fue? —interrogó.

—¡Cómo demonios quieres que lo sepa! Deja de acosarme, no eres el director. Fue algo fantástico. Fuera de lo común.

—Bien, eso es evidente. ¿Pero mató a Evans?

Garner levantó las cejas, miró al fotógrafo.

—Es claro. Y fue el responsable del banco ensangrentado que los policías encontraron esta mañana. Es un monstruo que vive en el parque. —Durante un instante clavó la vista en la bebida que tenía ante sí—. Monstruo Acecha en el Parque. Es más bien una noticia para el National Herald, ¿verdad? No hay pruebas, salvo lo que hayamos podido ver. Eso no servirá para el Post.

Fields asintió con lentitud. Sorbió su martini. Garner tenía razón en cuanto a ese lugar; uno se pasaba la vida en bares de quinta categoría, y olvidaba con cuánta destreza se podía preparar un buen martini. En ese momento venía muy bien, dadas las circunstancias.

—¿Vamos a presentar materiales?

—Todavía no. Hay muchos cabos sueltos. Creo que con un poco de suerte podríamos llegar a tener un buen paquete. Esos dos detectives están muertos de miedo en relación con el caso. ¿Sabes qué hicieron?, le dispararon a una de esas cosas en el prado del museo. Temían ser atacados. Te diré lo que pasa. Tenemos suelto en esta ciudad una especie de bendito terror, y la policía teme difundir el hecho.

Fields sonrió.

—Será un artículo sensacional, Sam. Si podemos armarlo, quiero decir. Resultará muy difícil armarlo. Por cierto que no vamos a pescar a uno de esos animales. Y, no me imagino trabajando con los dos policías. Creo que tenemos entre manos un hueso duro de roer.

—Brillante intuición, doctor Freud. Es un artículo muy difícil, pero lo conseguiremos… si sobrevivimos.

Fields río, pero no con muchas ganas.

El humano llegó a husmear, siguiendo la pista de sangre del hijo muerto. En cuanto se dejó caer de la pared, el Padre Viejo tuvo conciencia del entrometido humano. Era un hombrecito de movimientos rápidos, ligeros. Tenía el rostro tenso de curiosidad. Pero sus movimientos eran vacilantes y confusos, y le resultaba difícil seguir la pista. Y sin duda lo era; el humano la seguía a ojo, de gotita de sangre en gotita de sangre. Tres veces pensó el padre que la perdería, pero en cada ocasión volvió a ella. Y corría por entre el ramaje, sin saber que el padre nunca estuvo a más de dos metros de distancia.

El resto de la manada se había ido, alejándose de la escena del desastre de esa tarde. Sólo el padre quedó atrás, su congoja lo atraía al lugar en que murió su hijo. Estuvo a punto de irse, de ocupar su nuevo lugar en el escalón inferior de la manada, cuando oyó el raspón y el golpe sordo del humano que se dejaba caer del muro. Casi en seguida venteó al hombre; era un olor nuevo, proveniente en su mayor parte de la ropa en que iba envuelto el hombre. Pero aun así, la carne de debajo de las envolturas tenía un olor definido: un hombre sano, que fumaba mucho pero no respiraba mal. Llegó con crujidos y estrépito de pisadas, y el aire entraba en sus pulmones y salía con fuerza. Cuando se acercó al lugar en que murió el hijo, el padre viejo ahogó en sí una intensa ansia de matarlo.

Otro humano más se inmiscuía en los asuntos de la manada, prueba de que los conocimientos del clan se ampliaban.

El hombre trepó por la cuesta que llevaba al lugar todavía cubierto con la sangre del macho joven. Y entró en el arbusto bajo el cual se produjo la muerte. Emitió un sonido apagado. El Padre Viejo se precipitó hacia el arbusto, y se quedó inmóvil cuando el hombre salió.

El humano no lo vio, pero pareció intuir su presencia. Era presa del miedo; ahí había algo desconocido, que hacía que el hombre quisiese volver con los de su especie. Sintió una fiebre de necesidad de matar a ese humano, a tal punto, que la boca se le abrió, ancha. Hizo falta hasta el último gramo de fuerza para dejar que la criatura escapase. Todos sus instintos le gritaban: «¡Mátalo, mátalo ahora!». Pero con la cabeza sabía que eso sería un error. No podían correr el riesgo de matar tanto, y en definitiva el hombre sólo había visto sangre. La nieve fundida se llevaría la mayor parte, antes que se pudiera llevar más humanos al lugar. Además, la manada no se encontraba allí para ayudarlo a hacer desaparecer un cadáver. Habría que dejarlo ahí hasta que pudiese hacerlos volver. Y no era probable que respondiesen a su señal, aunque su voz tenía un alcance de varios kilómetros. Ya no era el jefe de la manada, tendría que correr a buscarlos, si los necesitaba. Y mientras se ausentaba, otros humanos podían descubrir los restos de ese, y empeorar aún más el problema que tenía ante sí la manada.

Pero su mente no era todo su ser. Por debajo se cruzaban las poderosas corrientes emocionales de su raza, corrientes que ahora tironeaban de él y le exigían que matara al intruso, que desgarrase a la criatura, que terminara con la amenaza.

Y entonces el hombre estuvo junto a la pared, pidiendo ayuda a gritos. Un rostro pálido apareció encima del muro. Durante un instante, el padre clavó la vista en los ojos de ese humano; mirar a los ojos de un hombre era casi como mirar los de un viejo enemigo, o inclusive los de una hermana amada.

No debía estar ahí… ¡tenía que correr! Y corrió, hundiéndose en la maleza en un abrir y cerrar de ojos. Después olfateó el aire, ubicó a la manada y partió en su busca. Los pensamientos se le arremolinaban con el terrible conocimiento de la llegada de otro intruso, y en forma alternativa experimentaba alivio y culpa por no haber matado al hombre. El conflicto lo hizo enfurecerse, y su cólera alimentó su desesperación. Salvajes, locos pensamientos rodaron por su cerebro. Quería que el peligro terminase. La manada debía prosperar. Pronto tendrían que ganar esa batalla contra la humanidad. Con la aparición de ese nuevo factor —el desconocido que buscaba el cubil de la manada— llegaba la prueba de que el conocimiento prohibido iba en aumento. Era preciso ahogarlo en su fuente, y pronto. «Esta noche —pensó mientras trotaba—, o será demasiado tarde».