CAPÍTULO 9

Sonó el teléfono de Carl Ferguson. Lo tomó, y en seguida se lo pasó a Wilson.

—Para usted. Underwood.

Wilson tomó el aparato.

—Dios mío, Herb, ¿cómo supo que estábamos aquí?

—Una conjetura afortunada. En realidad hice seis llamados. Este era mi último recurso.

—Muy cierto. ¿Qué le pasa?

—Evans. ¿Qué lo mató?

—Usted lo sabe muy bien, Herbie, querido.

—¿Lobos?

—Licántropos. Los mismos que mataron a los otros seis.

—¿Seis?

—Por supuesto. El banco ensangrentado que encontramos esta mañana era lo único que quedaba del número seis. Sangre O negativo. Hasta ahora, ninguna otra identificación, aparte de esa.

—Mire, debo decirle que hay una multitud de gente de prensa afuera, recorriendo las calles en relación con este caso. Aquí los tenemos trepándose unos sobre otros, y además el parque está repleto de ellos. Reporteros de todas partes… Evans era un hombre famoso. Hasta ahora nadie estableció una vinculación entre su muerte y los otros asesinatos. Quiero decir que es evidente que hay semejanzas. Así que no la establezca usted, si entiende lo que quiero decir.

—Oh, no lo haré. No tengo suficientes pruebas, de modo que no le provocaré tantos problemas como podría. Hay una torta, pero no tiene una capa de azúcar arriba.

—¿Cómo qué?

—Como por ejemplo pruebas que lo convenzan inclusive a usted. Cuando las tenga iré a los periódicos, pero no antes. Puede contar con eso.

—Maldito sea, George. Si no fuese por la Vieja Ciento Cuarenta y Siete, ahora firmaría su baja.

—Bueno, Herbie, ¿qué se puede esperar? Fue un niño estúpido, y ahora es un adulto estúpido. Habría debido ceder hace tiempo, la primera vez que supo que yo tenía razón.

—¿Que fue cuándo?

—La primera vez que escuchó mi relato. Es correcto, y usted lo sabe. Pero es demasiado empecinado para admitirlo, o demasiado tonto. O las dos cosas.

Esto fue seguido por un silencio en el otro extremo de la línea, que se prolongó hasta que Wilson pensó que Underwood le había cortado. Por último, este habló.

—Detective Wilson —dijo—, ¿alguna vez consideró, si lo que dice es cierto, el tipo de reacción pública que producirá?

—Pánico, mutilaciones criminales, sangre en las calles. Cabezas que rodarán. Las cabezas de quienes no hicieron nada al respecto cuando pudieron hacerlo.

—Mi cabeza. ¿Sacrificaría a esta ciudad por eso? ¿Puede imaginar las pérdidas económicas, la destrucción? Miles de personas huirán de la ciudad. Éxodo en masa. Saqueos. Esta es una gran ciudad, detective Wilson, pero creo que eso la quebrantaría.

—Sí. Y a usted junto con ella. La gente regresará cuando se dé cuenta de que los licántropos no son sólo una atracción local. Pero usted no volverá, Herbie. Estará jubilado por completo.

La voz de Underwood fue amarga.

—Debo decir que abrigo la esperanza de que esté equivocado. En este momento no se me ocurre nada que podría darme más placer que echarlo de la fuerza policial a puntapiés. Esa sería una espléndida sensación. —Y esta vez Wilson tuvo la certeza de que había colgado, por el golpe sordo que escuchó en el teléfono.

—Buen Dios —dijo Becky—, ¿qué demonios se apoderó de ti para que le hablaras de ese modo?

—Es un payaso. Siempre fue un payaso de mierda. Cielos, ya lo era cuando se pasaba la mitad del verano corriendo de un lado a otro embutido en un sucio traje de baño. Un payaso barato.

—Eso no te da derecho… Quiero decir, ya sé que los dos crecieron juntos, y todo eso… ¡pero Dios mío, nos destruirás a los dos!

—¿De qué diablos están hablando ustedes dos?

Ambos se volvieron, sorprendidos al escuchar la voz desconocida. Un hombrecito cubierto por un impermeable barato estaba ahí, sonriendo más de lo debido.

—Me llamo Garner. New York Post. ¿Ustedes son los detectives Neff y Wilson?

—Venga más tarde. Ahora no queremos nada de eso.

—Oh, vamos, Wilson, déjelo…

—¡Ahora no queremos nada!

—Una sola pregunta. ¿Cómo fue que el doctor Evans resultó asesinado en el coche de ustedes? ¿Tienen comentario que hacer al respecto? —Sus ojos los estudiaron. Por supuesto, no esperaba una respuesta directa. Lo que importaba eran las expresiones. De una manera, sabría que había una noticia. De la otra, sabría que debía cerrar la boca.

—¡Salga de aquí en seguida! ¡Qué le pasa, está sordo! ¡Andando!

Se escurrió hacia afuera, siguió por el corredor y subió las escaleras, sonriendo de oreja a oreja. ¡Estaba encantado! ¡Habría una muy buena noticia! En cuanto regresó a su coche, pidió un fotógrafo. Un par de fotos de ellos saliendo del museo no estarían nada mal. Buenas fotos, vendrían muy bien más adelante.

—A veces creo que deberíamos decirles algo —dijo Ferguson cuando el reportero se fue—. Pienso que nos ayudaría, si conseguimos la participación de más gente.

—Hábleles usted.

—Oh, no podría. No tengo suficientes…

—Pruebas. Tampoco nosotros, y por eso tampoco nosotros podemos decirles nada. Debemos esperar hasta conseguir la evidencia definitiva. En cuanto la tengamos, podemos difundir la noticia de aquí hasta Moscú, por lo que me importará, pero por cierto que no la publicará antes de tiempo. ¿Se lo imagina: «Detective afirma que licántropos asesinaron a forense»? A Underwood le encantaría.

De pronto, su propia voz hizo que Wilson se sintiera muy cansado. La larga noche que tenía por delante caía sobre él en forma implacable; sintió que un nudo le crecía en el estómago. La luz de la sala ya había cambiado. A esa altura del año los días eran breves, las noches largas. Y esa noche la luna saldría tarde. A despecho de las luces de la ciudad, dentro de pocas horas habría sombras por todas partes. En su derredor, el mundo parecía ceñudo, erguido sobre él; revelaba, en el seno de su blandura, un salvajismo que jamás sospechó. Uno cree que el mundo es una cosa, y resulta ser otra. Lo que parecía ser una flor es en realidad una herida abierta. Lo corroía el paso del tiempo, lo acercaba cada vez más a… la verdad y la verdad era que iba a morir. Sabía que muy pronto lo sentiría. Sentiría lo que sintió Evans, la sensación de esas cosas que lo despedazarían con los dientes. Y también Becky, la hermosa piel desgarrada… casi le fue imposible tolerar la idea.

Siempre tuvo capacidad para la profecía… y ahora tenía una premonición. Se encontraba en el centro del dormitorio de Becky cuando uno de ellos saltaba desde las cortinas y le hundía la cabeza en el vientre. Mientras el dolor desnudo lo mataba, lo veía agitar la cola.

Y entonces algo lo golpeó.

—¡Vamos! Cielos, muchacho, ¿qué diablos te pasa?

—¿Becky? Becky lo zamarreaba.

—Vamos, vamos, cálmese… siéntelo aquí. Es una reacción ante el agotamiento, eso es todo. Llámelo por su nombre, no deje que se vaya.

—¡Wilson!

—Qu…

—¡Llame a un médico, idiota! ¡Qué demonios pasa, parece como si estuviese hecho de goma!

—Es el agotamiento producido por la emoción. Siga llamándolo, ya vuelve en sí.

—¡Wilson, porquería de mierda, despierta! —En respuesta, él la atrajo hacia la silla y la abrazó con torpeza, la apretó contra sí. Un ruido ahogado le nació en el pecho.

Ella sintió los pelos de la barba que le frotaban la mejilla, los secos labios que entraban en contacto con su cuello, el cuerpo que le temblaba, percibió el olor agrio de su arrugada chaqueta. Al cabo de un momento, Becky se apartó, empujando contra los hombros de él, y en el acto fue soltada.

—Dios, me siento espantosamente mal.

Ferguson le dio un poco de agua en un vasito de papel, que él derramó.

—Cuernos, yo…

—Calma, calma. Te pasó algo.

—Fue una reacción de agotamiento —afirmó Ferguson—. Nada extraordinario. Lo experimenta la gente en aviones que se estrellan, en los edificios incendiados, los que quedan atrapados en algún lugar. Si la situación no es terminal, el estado pasa. —Ferguson trató de sonreír, pero su rostro estaba demasiado pálido para que la sonrisa pareciera real—. He leído algo acerca de este tema, pero hasta ahora nunca lo había visto —agregó con timidez.

Wilson cerró los ojos, inclinó la cabeza y se apretó las sienes con los puños. Parecía un hombre que se protegiese de una explosión.

—¡Maldición, ojalá estuviéramos fuera de esto! —Lo gritó con tanta fuerza, que se interrumpieron todos los movimientos del otro lado de la oficinita.

—Por favor —dijo Ferguson—, podría crearme problemas.

—Lo siento doctor, perdóneme.

—Bueno, tiene que reconocer…

—Sí, sí déjelo. Becky, lo siento.

—Sí. Yo también. —Los ojos de él le suplicaron, y ella los enfrentó con lo que ansiaba que fuese una expresión de consuelo.

—No pienses en la muerte. Pensaste en la muerte. Piensa en… nuestra cámara. Esta noche sacaremos nuestras fotos, y entonces las cosas comenzarán a moverse. Todas las pruebas, más las fotos… ya nadie podrá negarlo.

—¿Y obtendremos alguna protección?

—Por supuesto. Suceda lo que sucediere, ya será algo. Mejor que esto, Dios lo sabe.

Por primera vez, Becky se permitió imaginario. ¿Qué forma adoptaría la protección? La atravesó una fría puñalada de comprensión… casi lo único que los ayudaría sería un virtual encarcelamiento. Al principio significaría una noche en que podrían dormir bien, pero después resultaría asfixiante, y por último insoportable, y ella cedería… y cada uno de los momentos pasados afuera encerraría peligro, cada sombra una muerte en potencia. Se hacía difícil apartar los pensamientos de eso. Y la muerte relampagueó en su imaginación… ¿Qué se siente cuando se es despedazada: habrá una desesperada agonía, o algún mecanismo cerebral proporcionará alivio?

Tampoco podía pensar en eso. Piensa en el próximo momento, no en el futuro. Piensa en la cámara. En medio del combate, los hombres debían hacerlo así, mantener los pensamientos fijos en el próximo cráter de bomba, apartar de sí el mortífero susurro de las balas, los gemidos de los infortunados, hasta que ellos mismos…

Volvió a cortar el hilo del pensamiento, y dijo con voz cansada: —Es probable que Dick ya tenga la cámara. Ya son casi las tres. ¿Qué te parece si vamos allí y lo planeamos? Será una larga noche.

Ferguson sonrió un poco.

—Para decirlo con franqueza, creo que será emocionante. Por supuesto, hay peligro. ¡Pero Dios mío, fíjense en la magnitud del descubrimiento! En toda su historia, la humanidad vivió en un sueño, y de pronto estamos a punto de descubrir la realidad. Es un momento extraordinario.

Los dos detectives lo miraron, asombrados. La vida y los hábitos mentales de ambos ponían el acento en el peligro de la tarea, no en su belleza. Las palabras de Ferguson les hicieron percibir que también contenía belleza. Una vez demostrada la presencia de los licántropos, ello cambiaría por entero la vida del hombre. Es claro que habría pánico y terror… pero también existiría el nuevo desafío. El hombre, el perseguido… y su perseguidor, tan diestro, tan perfectamente equipado, que casi parecía sobrenatural. El hombre siempre enfrentó a la naturaleza y la derrotó. Pero eso exigiría algo nuevo… sería preciso aceptar a los licántropos. No era probable que estos se sometieran a una derrota.

Becky sintió que su temple interior se fortalecía. Conocía la sensación. Surgía a menudo, cuando trabajaban en un caso especialmente difícil, el tipo de caso en que una quería de veras encontrar al asesino. Aquellos en que era eliminado un traficante de drogas, o alguna otra escoria por el estilo… esos no importaban. Pero cuando se trataba de un inocente, de un niño, de un anciano… se experimentaba ese sentimiento, como de que se efectuaría la captura. Venganza, de eso se trataba. Y las palabras de Ferguson produjeron ese efecto. Por cierto que era un momento extraordinario. La humanidad se encontraba ya en esa situación y no lo sabía, y tenía derecho a saberlo. Quizá no se pudiese hacer mucho al respecto, al comienzo, pero al menos las víctimas tenían derecho a ver la cara de sus atacantes.

—Llamemos a Dick, asegurémonos de que está listo. No tiene sentido andar por las calles hasta que haga falta hacerlo. —Becky tomó el teléfono.

—Pregúntale si tiene emisores receptores portátiles —dijo Wilson con voz retumbante—. Modelos civiles. No los quiero sintonizados en la banda policial.

Dick respondió al primer timbrazo. Su tono parecía hosco. Su voz era apagada cuando contestó a las preguntas de Becky. No se habló del hecho de que también él estaba enterado de la muerte de Evans, y que sabía qué lo había matado. Ella terminó la breve conversación y colgó.

—Tiene la cámara. Las radios las recogerá por la tarde. Un par de aparatos portátiles, de las bandas civiles. —Becky había experimentado una nueva sensación cuando escuchó la voz de Dick. Sintió un fuerte calor, un sentimiento de cercanía que no recordaba de antes, ni siquiera de recién casada. Si él hubiese estado allí, lo habría abrazado nada más que para sentir la sólida presencia de su cuerpo. Una lástima para Dick, era mejor ser humano que policía. Demasiado bueno para endurecer su vida en la fuerza policial: así era Dick. Dios sabía que eso no tendría mayor importancia para la Junta Investigadora, cuando se reuniera, pero había mucho de justicia en el hecho de extorsionar al crimen organizado para ayudar a un anciano internado en un honrado sanatorio. El viejo de él. Sería muy duro para él cuando lo juzgara la Junta; durísimo.

Wilson contemplaba ahora el espacio, vacilaba entre la participación competente y el embotamiento.

—¡Vamos, George, sal de eso! Estás a un millón de kilómetros de distancia. Si quieres organizar una vigilancia, será mejor que lo hagamos juntos. Necesitamos tomar puntos de referencia con esa cámara, establecer puntos de observación que estén muy bien cubiertos, todo eso… Debemos ir allá y hacer lo que haga falta antes que oscurezca.

Becky no se había permitido pensar en todo lo que se debía hacer, porque ello significaba abandonar la momentánea seguridad del museo y enfrentar las calles. Pero parecía que nadie pensaría en eso si no lo hacía ella. Y sería mejor que Wilson se ocupara de su parte más tarde, cuando sería necesario que lo hiciera.

—No me di cuenta de que estábamos tan cerca del momento de irnos —dijo Ferguson—. Hay algunas cosas que quiero conocer de labios de ustedes. Un par de cosas que no entiendo bien. Me agradaría aclararlas antes de salir. Puede que tengan importancia.

Becky enarcó las cejas.

—Muy bien, adelante.

—Bueno, no entiendo del todo la secuencia de los sucesos de esta mañana. ¿Cómo fue muerto Evans?

Becky no lo dijo, pero también a ella le habría agradado escuchar la explicación de Wilson. Resultaba evidente que los licántropos eran soberbios cazadores, pero todavía estaba confusa en cuanto a la forma exacta en que llevaron a cabo sus proezas de esa mañana. Wilson respondió, con voz monótona, todavía algo mareado: —Eso debe haber empezado cuando estábamos en Central Park Oeste y la Setenta y Dos, investigando uno de sus homicidios. Sin duda nos tenían bajo observación en ese momento—. Un escalofrío recorrió a Becky al recordar esa mañana, el apiñamiento de hombres y coches, el banco tinto en sangre. Lo único que los salvó fue la presencia de tantos otros policías. Wilson continuó: —Sabían que no podrían llegar hasta nosotros con facilidad, si no nos hallábamos en una situación de mayor aislamiento. De modo que dispusieron un cebo. Es una técnica que los cazadores humanos usaron durante generaciones. Y en este caso funcionó a las mil maravillas. Entraron en el parque, encontraron a un patrullero aislado, que buscaba pistas entre las malezas, y lo hirieron. El hecho de que más tarde muriese no les importaba. En África los cazadores amarran a un gnu para atraer a los leones. El gnu podrá pensar que es injusto, pero no se espera de él que sobreviva. En cuanto se detuvo nuestro coche, los licántropos deben haber comenzado a arrastrarse hacia él. Cuando volviéramos al vehículo, estarían debajo, saltarían, y… dos detectives muertos. Supongo que lo entendí justo a tiempo. —Buscó en los bolsillos. Becky le tendió un cigarrillo. Algo pareció invadirlo.

Durante un largo momento el rostro se le puso cada vez más gris; luego hizo una inspiración profunda, entrecortada, y continuó: —Tuve suerte, pero carecía de sentido el hecho de que dejaran medio muerto a ese tipo. Y entonces lo entendí. Estábamos metidos en su trampa. En ese momento le dije a Becky que saltara sobre la motoneta.

—Y Evans…

—La última vez que lo vi, estaba sentado en el coche. Cualquiera habría supuesto que trabaría las portezuelas. Pienso que no se le ocurrió a tiempo.

—¿Ellos abrieron las portezuelas? —inquirió Becky. Wilson se encogió de hombros.

—¿Qué tiene eso de asombroso?

Tenía razón. Resultaba difícil aceptarlo, a pesar de todo lo que ella había visto. No se podía aceptar que unos animales actuaran de ese modo. Pero es que no eran animales, ¿verdad? Tenían inteligencia, y eso los convertía en… algo. No se los podía contar como parte integrante de la humanidad. En lo fundamental eran nuestros enemigos. Lo llevaban en la sangre, y nosotros en la nuestra. Y aunque eran inteligentes, no se los podía considerar humanos. ¿O sí? ¿Tenían derechos civiles, deberes, obligaciones? La pregunta misma resultaba absurda. A pesar de su naturaleza inteligente, no había cabida para ellos en la sociedad humana.

Salvo como cazadores. Para la hiena habría un lugar definido en la sociedad del gnu, y para el leopardo en la de los babuinos. Su presencia era respetada y aceptada porque no existía otra alternativa. Por más que se esforzaran, el gnu y el babuino jamás derrotarían a sus carniceros. Y en consecuencia el orden social reflejaba la presencia de estos.

Los babuinos protegían a los jóvenes, abandonaban a los débiles. Odiaban tener que hacerlo, pero lo hacían. Y uno también lo haría, con el tiempo.

Ferguson fue el primero en hablar, después de asimilar la explicación de Wilson.

—Coincide bien —declaró—. Un plan muy astuto. Debe haberles asombrado que ustedes escaparan.

—A menos de que estén jugando.

—No es probable. Ustedes son demasiado peligrosos.

¿Se imagina cómo debe ser el sentir que la forma de vida de uno está a punto de ser destruida por dos seres humanos? Diablos, es muy posible que eliminen a una o dos personas por día para alimentarse. No, no creo que estén jugando con ustedes. Resulta muy difícil atraparlos, eso es todo. Como todos los animales de presa, cuando se encuentran con miembros competentes de la especie de sus víctimas, pasan malos ratos. No están equipados para hacer frente a una resistencia resuelta. Entre los animales, eso culmina en una prueba de fuerza. El joven alce destroza al lobo a patadas. En nuestro caso, se trata de nuestro ingenio… del nuestro contra el de ellos.

Wilson asintió. Becky advirtió que lo que decía Ferguson surtía un buen efecto sobre él. Y también sobre ella. No modificaba el temor, pero le agregaba alguna perspectiva. Se comenzaba a abrigar la sensación de que los licántropos eran casi omnipotentes, y que una era como un ratón en una trampa, a la espera de que se cansaran de jugar con una. Pero tal vez Ferguson tenía razón. A fin de cuentas, hasta ese momento habían derrotado a los licántropos en todas las ocasiones. Y podían seguir venciéndolos. Pero en seguida se le ocurrió otro pensamiento, desagradable, oculto e intacto en el fondo de su mente.

—¿Cuánto tiempo —interrogó— continuarán con la cacería?

—Mucho —contestó Ferguson—. Hasta que triunfen… o los convenzamos de que abandonen.

Becky empujó el pensamiento con fuerza, se libró de él. No podían permitirse el lujo de una actitud ambivalente.

—Muy bien, muchachos, andando. Tenemos que trabajar.

Herbert Underwood estaba inquieto. Se encontraba sentado en la oficina exterior del comisionado. Llevaba en el bolsillo el último cigarro del día, pero resistió el impulso de fumarlo. Al comisionado no le gustaban los cigarros. Herb volvió a repasar sus ideas, tocando cada uno de los puntos del caso, sopesándolo, tratando de ver cómo se lo podía usar para fortalecer su posición y debilitar la del comisionado. El informe de Vince Merillo, el futuro primer delegado del nuevo intendente, decía que el comisionado seguía estando en condiciones de ser confirmado en su cargo. Eso significaba que Herbert Underwood llegaría a su jubilación antes de llegar al puesto más alto. Y ansiaba ese puesto. Esperar el cargo siguiente en la escala era algo más que un hábito en su caso. Merecía el ascenso, era un excelente policía. Y competente, buen administrador. Cuernos, era mejor que el comisionado. Sólo necesitaba un bonito engorro maloliente para el comisionado, y Merillo empezaría a mencionar al jefe de detectives como sucesor. Confiaba en el respaldo de Merillo. El tipo estaba en deuda con él. Merillo tenía problemas muy feos con un banco, y el jefe de detectives lo sabía. El fiscal de distrito no… ni se enteraría, mientras Merillo jugase del lado ganador de la red.

—Adelante, Herb —dijo el comisionado desde la puerta de la oficina interior. Underwood se puso de pie y entró. El comisionado cerró la puerta—. No hay nadie aquí, aparte de nosotros —dijo con su voz cantarina—. Tengo a dos intendentes gritándome. Tengo reporteros ocultos en mi archivo. Tengo equipos de TV en el cuarto de baño. Para no hablar del Público. —Y agregó con tono más seco—: Dígame qué ocurrió con Evans.

—Oh, vamos, Bob, ya sabe que estoy de espaldas contra una pared de ladrillos.

—¿Sí? Lamento mucho saberlo, lo lamento muchísimo. Porque puede significar que deba reemplazarlo.

Underwood quiso lanzar una carcajada. El comisionado corría de un lado a otro como un elefante herido. La presión de arriba debía ser infernal. Qué pena, una verdadera pena.

—¿Lo dice en serio? Sería un alivio. —Lanzó una risita ahogada. El comisionado lo miró con furia.

—Ya sabe que nuestro nuevo intendente es un hombre muy listo.

—Lo sé.

—Y también lo es Vince Merillo, su buen amigo.

Underwood asintió.

—Bueno, he aquí lo que piensan del caso el intendente y su futuro primer delegado. ¿Quiere saberlo?

—Por supuesto.

—Tienen metida en la cabeza la teoría de Wilson. Quiero decir, la teoría de Wilson en lo esencial. La asquerosidad DiFalco, la del Bronx, los patrulleros destripados y Evans…

—Todo, trabajo de lobos híbridos. Lo sé. Ya hablé con Merillo.

—¿Y cuál es la posición de usted?

—La teoría es una mierda absoluta. Conozco a Wilson desde que éramos niños, y creo que nos está jugando una mala pasada, tratando de hacer que aceptemos sus tonterías para que hagamos el papel de tontos. En especial yo. No creo que le importe un bledo de usted.

—Muy bien. ¿Y en qué otra cosa está trabajando usted?

—Acabo de organizar un grupo especial. Estará a las órdenes del comandante Busciglio, de la Quinta Zona de Homicidios. Un gran tipo. Buen policía, mucha gente capaz. Investigarán los tres incidentes que ocurrieron hoy en el Central Park. Trabajaremos según la hipótesis de que esos incidentes no tienen nada que ver con el caso del Bronx y con el de Brooklyn. Pienso que es así. No está fuera de toda duda que todos ellos se encuentren vinculados, pero es una posibilidad muy remota. ¿Es suficiente eso para que no me despida?

—Ya sabe que no lo despediré, Herb. Demonios, usted es el que figura como candidato a reemplazarme. Si lo expulso, el intendente pensará que lo hago por resentimiento. —Rio—. No puedo dejar que piense eso. —Se encontraba de pie frente a Underwood, los dos en el centro de la oficina. Se dirigió hacia una butaca de cuero, e indicó al jefe que lo siguiera—. Herb, usted y yo hemos sido amigos durante mucho tiempo. Pero debo comunicarle que oigo decir acerca de usted algunas cosas que me entristecen mucho. Como por ejemplo, que está tratando de echarme una zancadilla, para decirlo a quemarropa. ¿Por qué hace eso, Herb?

El jefe sonrió. Tenía que reconocerlo, el comisionado no se andaba por las ramas.

—No, señor, no intento nada de eso. En rigor, como en este caso, hago todo lo posible por fortalecer su posición. Creo que muy pronto encontraremos una buena solución. Eso lo ayudará, y por consiguiente me ayudará a mí. Hasta ahí llegan mis ambiciones.

Le tocó el turno de sonreír al comisionado. Ofreció una sonrisa llena de arruguitas, alegre, la mantuvo durante unos segundos y luego asintió, en apariencia satisfecho. Extendió las manos en un gesto del más dócil asentimiento.

—Muy bien —dijo—, continúe con la buena obra. Me alegro de que siga en nuestro equipo.

Underwood salió luego de nuevas protestas de lealtad, coronadas por un solemne apretón de manos. El comisionado lo miró irse. Diablos, con una técnica como esa, el tipo llegaría a ser un magnífico comisionado, si ganaba. Buena proyección de sinceridad. Se maneja bien.

Pero no me va a jorobar. Sin duda cree que soy un escolar. Cerró la puerta detrás de Underwood y se quedó allí un largo rato. Muy pronto haría volar tan alto al pobre jefe, que no le quedaría futuro político alguno. Así que el hijo de perra quería liquidar a Bob Righter. ¡Magnífico, que lo intente! El comisionado adoptó una expresión firme. Hojeó un informe que tenía sobre el escritorio. Se intitulaba «Proyecto Licántropo. Reservado». Sólo lo habían visto Merillo, el nuevo intendente y él hasta ese momento. Lo había escrito Bob Righter, a mano.

Ese era el único ejemplar.

Lo abrió, y lo leyó para revisarlo. Lo había redactado tres horas antes, se lo llevó al intendente, y después al intendente electo. Hubo una reunión y se convino que no se haría pública una sola palabra del informe, a menos de que fuese absolutamente necesario. El comisionado empezó a mascullar en voz alta y luego calló, las palabras no pronunciadas se le quedaron en la garganta. Cuántas veces pensaré en voz alta, se preguntó. Me estoy volviendo viejo. Pero no cansado, maldición. Que Herb Underwood se dé cuenta de eso de una vez por todas. No cansado. Underwood se estaba desviando, se andaba por las ramas. Ese apestoso de Wilson estuvo más cerca desde el principio. Brillante, pero un canalla. Un buen policía, a su manera. Un buen policía, con una buena compañera… Becky Neff… no importa cuán viejo sea uno, siempre quiere meterse en algo como eso. Demonios, déjate de esas cosas. Su esposo estaba corrompido… y tal vez ella también…

Los apartó de sus pensamientos y volvió al asunto del informe. Era la primera vez en su carrera que escribía algo tan secreto y mantenía su contenido tan cerca de la cúspide. En un puesto como el suyo, uno adquiere la costumbre de usar asesores, consultantes, ayudantes administrativos. Se convierte, no en un individuo, sino en una oficina. Se identifica como «nosotros». Pero no en ese caso. El asunto era demasiado importante para confiarlo a los miembros del personal. No sólo se trataba de un crimen horrendo, sino, además, de una oportunidad inapreciable para sacarle ventaja a Underwood, para aplastarlo.

—Herbie me adorará —dijo, esa vez sin darse cuenta de que había hablado en voz alta. Ahora que contaba con el respaldo de su jefe actual y del futuro, empezaría a reunir el equipo que solucionaría el verdadero caso de los Licántropos. Sacó un bloque de papel oficio amarillo y lo dejó al lado de su informe. En la parte superior dibujó un recuadro, y en él la letra C. Ese soy yo, pensó. Luego dibujó una línea de puntos hasta el jefe de detectives, y una U en ese recuadro. Y hasta ahí llega. Solo en su recuadro, con su maldita U. Ahora otro recuadro, con una línea llena hasta el comisionado. Llamémoslo Asistente Delegado de Asuntos Internos. ADAI. Muy bien, ahora démosle personal. Otros tres recuadros debajo de él, todos comandantes de policía. Ahora un equipo. Tres pelotones dirigidos por tres comandantes. Todos de alta potencia. Ahora destinamos un Grupo de Fuerza de Patrulla Táctica al Asistente Delegado, el departamento de trabajo pesado, de modo que todos esos funcionarios no se ensucien las manos. Muy bonito. Unos doscientos hombres. El Bombardero Loco se enfrentó a un grupo de doscientos cincuenta. El Hijo de Sam movilizó a trescientos. Los Asesinos Licántropos serían más económicos con un poco menos de doscientos.

Del cajón del escritorio sacó un grabador de cassette. Reenrolló el cassette y lo escuchó de nuevo. Voces, confusión, y después una palabra musitada, ininteligible. Luego más. «Mamá… eh, cuidado (un sollozo)… ahí está… (Voz: ¿qué pasa, Jack?). Perro… algo fantástico… no, no, por favor… eh… ah, eso fue… eh, me cortó… cortó mi uniforme… ay… ¡aaAAHH! (Voz: Jack, ¿necesitas más? El doctor te dará más calmante). Sí… bueno, había un perro… un enorme hijo de puta… fantástico, como una cara humana… otros dos cerca… la cara, no como la de una persona… no podrían entenderlo…». Más cuchicheos. (Segunda voz: el paciente está expirando). Termina la cinta.

El patrullero no les dio bastante con que seguir, pero era más de lo que tenían hasta entonces. Suficiente para un buen comienzo. Quedaba establecido el modo de operación. Y eso agregaba una descripción aproximada. Leyó la primera frase del informe: «Los Asesinos Licántropos son un grupo de individuos retorcidos que utilizan un disfraz muy hábil…». En ese punto tropezaba Underwood: no se daba cuenta de que existía todo un grupo, o que iban disfrazados.

Afuera del museo se acumulaba la tensión. El sol había bajado en el cielo. Los primeros leves olores de comida comenzaban a impregnar el aire del anochecer. Cuando los subterráneos se detenían debajo de la calle, se escuchaba el ruido de más pies que descendían. Se hallaba en marcha el ritual vespertino del hombre, de regresar a su nido. Y lo mismo les ocurriría a los odiados que estaban dentro del edificio. No haría falta correr el riesgo de entrar a buscarlos.

Pronto querrían su comida y sus guaridas, e iniciarían su movimiento. Y entonces sería el momento, no faltaba mucho. Esperar de ese modo le levantaba a uno el corazón, al saber que el alivio y el éxito eran la recompensa de la paciencia. Saldrían pronto, muy pronto.

Garner regresó a la escena del asesinato de Evans y recogió a Rich Fields, el fotógrafo que el periódico envió para que trabajase con él.

—Vamos a tomar unas fotos de un par de policías —dijo a Fields.

—¿Para qué?

—Para nada. No gastes siquiera película. Nada más que los flashes. Quiero flashes.

—Espléndido. Entiendo muy bien. Sigue convenciéndome.

—Cállate, Fields, eres demasiado estúpido para entender.

Se introdujeron en el coche de Garner y salieron del parque, de regreso al Museo de Historia Natural, Garner se sentía repleto de vitaminas. Había una magnífica noticia en el asunto, y los dos detectives eran el centro exacto de todo el pequeño ciclón. Ah, una preciosa noticia, tenía que serlo. Que el Times enviase a cincuenta caballeros a acosar al comisionado de policía; Sam Garner se pegaría a los dos detectives hasta conseguir su información. Estacionó el coche delante del museo y se acomodó a esperar.

—¿Quieres que empiece a disparar?

—Cállate, tonto. Yo te diré cuándo. Y hazlo bien, si no te molesta. Quiero decir, corre hacia ellos y dispárales el flash. Irrítalos.

—¿Tú me pagarás la cuenta de hospital, querido?

—El Post se ocupará de ti, querido. Haz tu parte.

Contempló el gigantesco edificio. En algún momento los dos policías aparecerían en la puerta y bajarían. Fields se lanzaría sobre ellos con la cámara. Sin palabras, no más preguntas. Los dos policías ya estaban asustados. Eso los haría caer en el pánico. Si ocultaban algo interesante, la pequeña sesión fotográfica les haría pensar que el Post lo sabía todo. De manera que la próxima vez que Sam Garner los entrevistase, intentarían salvarse y cantarían como locos.

Ya había ocurrido antes. La presión produce información. Primera regla de un reportero investigador. Hazles creer que sabes lo bastante para colgarlos, y te darán lo que necesitas. Le pasaron por la cabeza visiones de deliciosos titulares. No sabía con exactitud qué decían, pero estaban ahí. Por lo que sentía, tenía entre manos una buena semana de dinamita. Al jefe le encantaría. Debía ser algo en verdad horrible. Fuese lo que fuere, alguien había encontrado conveniente despedazar al forense. No sólo matarlo, sino hacerlo pedazos. Y hasta le arrancaron la piel del cráneo, le separaron la cabeza del cuerpo. La garganta, desaparecida. El estómago abierto, y el cuerpo mutilado tan por completo, que las piernas cayeron al suelo cuando los camilleros trataron de mover el cadáver. Fue un asesinato con malevolencia, muy extraordinaria y especialmente malévolo. Un asesinato monstruoso. Un espanto. De pronto se sintió como helado, con náuseas, como si estuviera por vomitar.

—Apresúrense —murmuró entre dientes. Había un trago al otro lado de ese trabajito, y lo necesitaba mucho.

—Hice unas buenas tomas de Evans —dijo Fields—. Quiero decir… qué asco.

—Estuve pensando en eso. No tiene mucho sentido, ¿verdad? Quien lo haya hecho debe haber odiado de veras al viejo. Y a plena luz del día, en medio del parque. Muy extraño, muy espeluznante, si me lo preguntas.

—Mira bien, jefe. ¿La muchacha y el viejo?

—Son ellos. Vamos.

Fields abrió la portezuela del coche y se adelantó hasta la base de la estatua de Teddy Roosevelt, que se erguía delante de la entrada del museo. En esa posición quedaría oculto a las miradas de Neff y Wilson hasta que bajaran por la escalinata y estuviesen junto a él. Descendían con rapidez.

Otro hombre, encorvado, alto, las manos entrelazadas adelante, caminaba detrás de ellos. Había algo familiar en la forma en que se movían. Y entonces Fields se dio cuenta por qué: en Vietnam, la gente, bajo el fuego, avanzaba de esa manera.

Cuando se aproximaron, oyó sus pasos que hacían crujir la nieve. Salió de su posición, junto a la estatua, y comenzó a disparar la máquina. El flash estalló en la luz gris del anochecer, y las tres figuras retrocedieron de un brinco, sobresaltadas. Casi antes de que se diese cuenta, el viejo tenía una pistola en la mano. La mujer también le apuntaba con una pistola. Todo sucedió en el extraño movimiento lento con que ocurrían las cosas en la guerra, cuando se iniciaba un ataque. Cuanto más se acerca uno a la acción, más se separaban los sucesos en componentes individuales. Y entonces llegaba el final, casi siempre violento, el rugido de una luz que subía en arco, las sombras negras dibujadas contra el cielo, los gritos, y el humo…

—Maldición, tienen pistolas, y yo no tengo más que una cámara.

Otra cosa se movió, y la pistola del viejo rugió.

—¡No disparen! —Pero volvió a rugir, haciendo saltar chispas. El hombre alto chilló. Entonces rugió la pistola de la mujer, dando un culatazo en su mano, y volvió a rugir, una y otra vez. Pero allí, en la nieve, algo negro huía patinando… dos cosas. Le disparaban a ellas, no a él. Y entonces los tres corrieron hacia el coche de Sam.

—¡Vamos —gritó la mujer por sobre el hombro—, muévete o estás muerto!

Rich se movió a toda velocidad, se zambulló en el asiento trasero por encima de las rodillas de la mujer policía. Esta cerró la portezuela y se desenredó.

—¡Acelera —le rugió el viejo a Sam—, acelera, maldito seas!

Pero Sam no aceleraba nada. Se volvió para enfrentar al detective viejo, sentado junto a él, en el asiento de adelante.

—Qué carajo —dijo en voz alta, que sonaba muy tonta.

El detective apuntó la pistola a Sam.

—Mueve este vehículo —dijo—, o te volaré los sesos.

Sam se lanzó hacia el tránsito a toda velocidad. Ni él ni Rich tenían la intención de hacer más preguntas por el momento.

—Le dimos a uno —dijo Becky.

—No está muerto —replicó Wilson.

Becky se volvió hacia Rich, quien se encontraba sentado junto a ella, y con aguda conciencia de su olor salado, perfumado, y de la cálida presión de su cadera contra la de él.

—Gracias —dijo ella—, hace un momento nos salvó el pellejo.

—¿Qué diablos pasó? —consiguió balar Sam.

—Nada —repuso Wilson—. No pasó nada. Tu amigo, el de la cámara, nos enfureció.

—Oh, vamos, Wilson, dígales —intervino Ferguson.

—¡Cállese, doctor! —dijo Becky—. Yo manejaré esto. No necesitamos a la prensa, ya lo dijimos.

Wilson se volvió en el asiento, y su rostro era una parodia contorsionada, manchada, de él mismo.

—¡Si esto se publica —dijo—, podemos despedimos de la vida ya mismo! No tenemos pruebas, amigos, y sin ellas apareceremos como un par de estúpidos. Deje que le diga lo que sucederá. El cabeza de mierda, en el centro, nos dará la jubilación por invalidez. Enfermedad mental. ¿Sabe qué sucederá? ¡Por supuesto que lo sabes! ¡Esos hijos de su madre caerían sobre nosotros como rayos! —Rio, pero fue más bien un ladrido. Luego giró y miró hacia adelante. Ferguson clavó la mirada, con furia, en su espalda.

—Llévenos al 115 de la calle Ochenta y Ocho Este —dijo Becky—, y aléjense del parque. Bajen por Columbus hasta la Cincuenta y Siete, y sigan.

—Y muevan este condenado coche —dijo Wilson, ronco—. ¡Si eres periodista, sabes conducir! —Lanzó una risita ahogada, un ruido seco, agotado—. ¿Qué pondrás en tu informe de los disparos? —le preguntó a ella.

—Un accidente cuando la limpiaba. Hice tres disparos mientras la limpiaba.

Wilson asintió.

—Caramba, tengo derecho a saber —dijo Sam—. Tengo derecho. Fui el único reportero, en toda la ciudad, lo bastante listo para saber que ustedes conocían la verdadera noticia. Los otros imbéciles están en el cuartel central de policía, tratando de obtener una declaración del comisionado. Díganme qué le pasó a Evans. Cuernos, ni siquiera preguntaré qué pasó ahora.

Becky se inclinó hacia adelante para hablar. Wilson no estaba en condiciones de continuar hablando.

—Evans fue asesinado. Si supiéramos algo más, ya habríamos realizado una captura.

—Ah. Entonces supongo que el tiroteo no fue nada.

Tengo que decirles que son dos policías muy raros. Nunca vi a un policía extraer un arma y dispararla de ese modo contra un perro. Mierda, de por sí esa ya es una noticia.

—Ya lo creo. Pero ten cerrada la boca y conduce, por favor.

—¿Es esa la manera de hablarle a un ciudadano?

—No eres un ciudadano, eres un periodista. Hay una diferencia.

—¿Cuál?

Becky no respondió. Durante toda la conversación, Ferguson permaneció inmóvil, inclinándose hacia Becky Neff, en el asiento trasero, apartándose de la ventanilla. Sam advirtió que Wilson también se alejaba de la ventanilla, estaba sentado casi en el centro del asiento de adelante. Casi se podía decir que temían que algo los atacara a través de la ventanilla… sólo que los vidrios estaban cerrados.