CAPÍTULO 8

Los equipos de búsqueda regresaban con las manos vacías. Parecía como si el parque no fuese a entregar pista alguna que tuviese cierto valor. Un banco cubierto de un poco de hielo rojo: sangre humana. Unos jirones que podían haber sido las ropas de la víctima. Eso era todo. Ningún cadáver, ninguna identificación, ningún testigo. Y hasta el momento, ningún informe sobre una persona desaparecida.

Los policías esperaban órdenes para irse. El distrito no dedicaría mucho más tiempo a eso, se trataba apenas de otro de los misterios que producía la ciudad. Se veía a las claras que alguien había muerto allí, pero a falta de nada que no fuese la sangre, no se podía hacer gran cosa para encontrar al asesino.

—Quizás esto nos diga algo —dijo el forense cuando un patrullero le llevó una bolsa de plástico transparente llena de guiñapos de ropa.

Becky Neff no habló. Más evidencias vagas. Inclusive la experiencia de Wilson, por la noche, era apenas algo repetido de oídas. Diablos, tal vez unos cuantos perros lo asustaron. Lo malo era que no se conseguiría que el departamento corriese el albur sobre la base de la teoría. El hombre que aprobara una investigación sobre los licántropos de la ciudad tenía a la vista una jubilación prematura, si la investigación no resultaba confirmada.

—¿Me cree? —preguntó Wilson en el silencio de la noche.

—Sí —respondió Becky, sorprendida.

—Tú no, tonta. El genio. Quiero saber si me cree.

—Si no fue delirium tremens, yo diría que vio lo que vio.

—Gracias. —Después de hacer su relato, Wilson había callado. Becky no sabía si pensaba en algo o si sencillamente se hundía en una depresión. Si era posible, se había puesto más torvo.

Cuando Wilson se volvió para mirar otra vez por la ventanilla, Evans enarcó las cejas.

—Escuche —dijo a la espalda de Wilson—, si le sirve de algo, le creo de veras. Sólo que querría hacer por usted algo más que eso.

—Cualquier cosa ayuda, por poco que sea —replicó Becky con acidez.

—Ya lo creo. Debe ser un infierno.

—Sí —repuso Wilson—, es eso.

De pronto hubo un remolino de actividad. Un par de policías del parque saltaron en motonetas; tipos del distrito 20 se metieron en los coches del pelotón. Becky encendió la radio para enterarse de lo que pasaba.

—… trece, repito, trece, trece a Fuente Bethesda.

—Cristo… —Becky puso en marcha el coche y siguió a los demás al interior del parque. Patinaron en la nieve fresca, en dirección del punto de emergencia. Una señal 13 era el llamado más grave que podía hacer un policía: significaba que un agente estaba en aprietos. Provocaba una reacción inmediata de todas las unidades próximas… y a veces de otras un tanto alejadas. Era el llamado que los policías más temían escuchar, y más ansiaban responder.

La zona circundante de Fuente Bethesda fue otrora elegante. En otros tiempos, durante el verano había allí un restaurante al aire libre, donde se podía beber vino y contemplar la fuente. Luego llegó la década del sesenta, y con ella llegaron las drogas, y Fuente Bethesda se convirtió en un mercado de drogas al aire libre. El restaurante cerró. La fuente quedó cegada por la basura. Aparecieron graffiti. Hubo asesinatos. Y el lugar antes tan animado estaba ahora igual en verano que en invierno: vacío, abandonado, destruido. Y caído en la explanada que dominaba a la fuente yacía un uniforme azul, con su ocupante casi inclinado, la frente tocando la nieve. Los policías de las motonetas fueron los primeros en llegar a él.

—Un disparo —gritó uno de ellos. Ya se oía a una ambulancia que aullaba, desde la dirección del Hospital Roosevelt.

Becky detuvo el Pontiac detrás de las motonetas, y los tres se apearon de un brinco.

—Soy médico —vociferó Evans sin necesidad. No había una persona en el Departamento de Policía de Nueva York que no supiese que el forense era un médico. Evans llegó hasta el hombre herido, seguido de cerca por Becky. Era un policía de edad mediana, uno de los tipos que registraban las malezas en busca de pruebas.

—Un perro del demonio —dijo casi riendo—, un perro maldito me hizo un agujero en el costado. —La voz era dolorida y confusa—. ¡Un perro maldito!

—La gran mierda —dijo Evans.

—¿Es grave, doctor? —preguntó el hombre por entre las lágrimas que ya le brotaban—. Evans apartó la mirada.

—No te moveré hasta que llegue la camilla, amigo. No perderás nada de sangre, por grave que sea.

—¡Oh, carajo, duele! —gritó el hombre. Luego puso los ojos en blanco y la cabeza se le cayó sobre el pecho.

—Pongan un poco de presión ahí, se desvaneció —dijo Evans. Dos de los amigos del hombre aplicaron un vendaje de presión sobre el rasgón del gabán—. ¡Dónde está esa ambulancia del carajo! —bramó Evans—. Este hombre no se salvará si no se dan prisa.

En ese momento apareció y los enfermeros salieron con su equipo. Cortaron el abrigo y por primera vez quedó al descubierto la herida.

Era tremenda. Se podía ver el abultamiento azul negruzco del intestino del hombre palpitando en medio de la sangre. Becky estalló en sollozos, ahogándolos. ¡Ellos habían hecho eso! En ese momento, unos minutos antes.

¡Estaban ahí! Posó una mano temblorosa en el hombro del forense.

—Déjeme en paz. —Examinaba la herida—. Llévenselo —murmuró a los camilleros. Miró a Becky—. No vivirá —declaró con sencillez.

Pusieron al hombre en la camilla y lo llevaron a la ambulancia, para partir a toda la velocidad que pudieron rumbo a la sala de emergencias. En la ambulancia había un médico, de modo que Evans regresó al coche de Becky.

Los otros policías continuaban en un grupito, contemplando las marcas en la nieve, manchadas de sangre. Durante un momento, nadie habló. ¿Qué se podía decir? A un hombre acababan de dejarle los intestinos al descubierto… y afirmaba que lo había hecho un perro. El capitán del distrito llegó resoplando. Quién sabe por qué motivo, no venía en coche.

—¿Qué carajo… qué carajo ocurrió?

—Baker fue volteado.

—¿Por qué? ¿Por un coche que huyó?

—Algo le arrancó unos veinticinco centímetros de piel del vientre. Lo dejó abierto en canal.

—Qué carajo…

—Usted lo ha dicho, señor. Él dice que fue un perro. Becky sintió que la mano de Wilson le aferraba un hombro. La recorrió una aguda convulsión de temor.

—Escucha, muchacha —dijo él con tono extrañamente sereno—, acércate, caminando con mucha serenidad, hasta esas dos motonetas. —Se lo musitó al oído—. ¿Sabes conducir una motoneta?

—Supongo que sí.

—Bien, porque tienes que hacerlo. Con toda calma.

—¿Y nuestro coche?

—¡No te acerques a nuestro coche! Y cuando subas a esa motoneta, muévete.

Ella no hizo preguntas, aunque no entendía muy bien por qué quería él hacer eso. Se llega a confiar en un buen compañero de equipo, y Becky confiaba en Wilson más que lo suficiente para hacer lo que le ordenaba, sin preguntarle por qué. Él habría hecho lo mismo por ella. Cuernos, lo hizo muchas veces.

Mientras caminaba, vio que él serpenteaba en la misma dirección, acercándose cada vez más a las motonetas, sin que resultara muy evidente.

—¡Ahora, Becky!

Saltaron, las motonetas cobraron vida con una tos, resbalaron por el nevado pavimento, Becky se bamboleó, se enderezó y enfiló directamente hacia el Mall, que se extendía hacia Park East Drive y la seguridad de las calles. Escuchó un grito a sus espaldas, un grito incrédulo de uno de los policías de las motonetas, que veía que los dos detectives le robaban de pronto su medio de transporte. Y entonces hubo algo más allí, una forma gris que se movía como el viento, una furiosa masa palpitante de pelo y músculos. Y Becky supo lo que había sucedido.

—Oh Dios, oh Dios, oh Dios —dijo en voz baja. Aceleró al máximo, y la motoneta se precipitó sobre la nieve, rebotando y sacudiéndose, amenazando con patinar en cualquier momento. Cincuenta, Sesenta y cinco. Ochenta. ¿La cosa quedaba atrás? Arriesgó una mirada. Dios, aún seguía ahí.

Tenía los dientes desnudos, y su cara, algo increíble, contraída de odio y furia y esfuerzo… animal, hombre, algo. Contuvo un sollozo y se aferró. El resuello de la cosa fue audible con claridad durante un instante, y luego quedó atrás, cada vez más atrás, emitiendo ruiditos ásperos, ¡sonidos de pura cólera! Desapareció, y las motonetas saltaron fuera del Mall, se precipitaron, destrozando arbustos desnudos, se lanzaron por el camino y volaron hacia la entrada del parque por la Quinta Avenida. Adelante, el Plaza Hotel y el Edificio de la General Motors. El general Sherman, con su permanente peluca de excrementos de palomas. Coches tirados por caballos esperaban en hileras, y el aliento de los caballos humeaba. Se detuvieron, frenaron las motonetas en la hormigueante entrada del hotel.

—Estamos en el Plaza —gruñía Wilson en la radio de la motoneta—, vengan a buscarnos.

Apareció un coche policial.

—¿Qué problema tiene, teniente? —preguntó el conductor—. Acaban de informar que robaron dos motonetas.

—A la mierda con eso. Tenemos órdenes. Nos pareció ver a un sospechoso.

—Bueno. Entren, entonces. Los llevaremos hasta el Veinte…

Dejaron las motonetas a los hombres del distrito del parque, que se acercaban en otro coche. Wilson y Neff guardaron silencio mientras viajaban hacia el cuartel del distrito, Wilson porque no tenía nada que decir, Becky porque no habría podido hablar aunque hubiese querido. Le resultaba raro estar viva en ese momento, como si acabara de atravesar una pared para entrar en un tiempo que nunca estuvo destinada a conocer. «Se suponía que debía morir allí», pensó. Miró a su compañero. Lo había entendido en el momento oportuno: una trampa. ¡Dios, qué trampa tan astuta! Y se escurrieron en el preciso momento en que se cerraba de golpe.

—¿Ya sabes qué sucedió? —preguntó Wilson.

—Sí.

Él asintió, silencioso durante unos minutos. El coche subió por Central Park Oeste. Wilson tocó el cierre de la portezuela; las ventanillas se encontraban cerradas.

—Son muy listos —dijo.

—Eso lo sabíamos.

—Pero fue una trampa muy fina. Herir a ese tipo… sabiendo que reaccionaríamos… tender una emboscada. Todo muy sutil.

—¿Cómo te diste cuenta? Tengo que confesar que yo me dejé engañar.

—Deberías empezar a pensar en términos defensivos. Hirieron a ese hombre, no lo mataron. Eso me lo reveló. ¿Por qué herir, cuando matar es más fácil? Tenía que ser por el mismo motivo por el cual hiere un cazador. Para atraer. Cuando entendí eso, decidí que debíamos ir hacia las motonetas. Con franqueza, me sorprende que lo hayamos logrado.

El coche policial se detuvo ante el edificio de la sección. Después de una prolongada mirada calle arriba y calle abajo, los dos detectives descendieron del vehículo y subieron los escalones a la carrera. El sargento que atendía el mostrador levantó la vista.

—El capitán los espera —dijo.

—Debe estar impaciente como el demonio —masculló Wilson cuando entraron en el despacho del capitán.

Este era un hombre esbelto, de aspecto cuidado, cabello color gris acerado y rostro muy arrugado. Pero sus movimientos, su postura, eran los de una persona más joven. Acababa de quitarse el abrigo y de sentarse a su escritorio. Los miró, enarcando las cejas.

—Soy el capitán Walker —dijo—. ¿Qué diablos pasa?

—Vimos a un sospechoso…

—Dejemos esa mierda. Todos vieron a esos perros salir de debajo de su coche y perseguirlos hasta la Plaza del Gran Ejército. ¿Qué fue todo eso?

—¿Perros? —Wilson no era un actor. A Becky le resultó muy claro que ocultaba algo. Pero tal vez lo subestimaba.

—Sí, perros. Yo los vi. Los vimos todos. Y Baker dice que unos perros le abrieron el vientre. —Wilson meneó la cabeza.

—No entiendo nada.

—Miren, no sé qué pasa aquí… quiero decir que ustedes dos son una especie de equipo especial, y no tengo nada en contra… Pero un hombre de mi sección está muy mal herido en el Roosevelt, y dice que se lo hizo un perro. Los vi a ustedes dos huir como perseguidos por la muerte misma. Y los siguieron dos perros. Ahora querría saber qué carajo pasa.

—Sonó su teléfono. Unas cuantas palabras murmuradas, una maldición, y cortó. —Y también quiere saberlo el New York Post. En este momento tienen a un fotógrafo y un reportero esperándome afuera. ¿Qué les digo?

Becky intervino. Wilson había hundido la barbilla en el cuello, cuadrando los hombros, y estaba a punto de revelarlo todo.

—Dígales lo que tal vez sea la verdad. Su hombre fue herido en una forma que desconocemos. Quiero decir que si el colon de alguien está caído sobre la acera, puede que delire un poco. Se desvaneció después de decir lo que dijo, ¿no es así? Y en cuanto a que nos persiguieron perros, puede que haya sucedido, pero fue una coincidencia. —El hombre los contempló.

—Quieren embromarme. No sé por qué, pero no voy a averiguarlo. Sólo deseo que entiendan bien una cosa: no les debo nada. Y ahora váyanse. Vayan a dondequiera que van.

—¿Y qué hay con el reportero? —preguntó Becky. Eso era importante. No se podía dejar que la prensa entreviese nada, a menos de que fuese posible solucionar el problema.

—Les diré a los reporteros lo que dijo Baker. Y les diré que deliraba. ¿Es suficiente eso?

—¿Qué quiere decir con «suficiente»? ¿Cómo podemos saberlo nosotros?

—Ustedes son quienes tienen esto tapado y envuelto, ¿no es así? Son los que van de un lado a otro y se aseguran de que no lleguen a los periódicos espeluznantes relatos de perros, ¿no es así?

Wilson cerró los ojos y meneó la cabeza.

—Salgamos de aquí —dijo—. Tenemos mejores cosas que hacer.

Salieron del edificio y detuvieron un taxi. Por supuesto, no tenía sentido pedir a la sección un medio de transporte para regresar a Fuente Bethesda, donde los esperaba su coche. Cuando se acercaron a este, Wilson asomó la cabeza por la ventanilla del taxi, para asegurarse de que no había nada debajo. Pero no habría debido preocuparse. El coche no iría a ninguna parte.

Tenía las portezuelas abiertas. El interior había sido hecho jirones. Y estaba lleno de una pulpa sanguinolenta.

—Cristo —barbotó el conductor del taxi—, ¿este es el coche de ustedes?

—Sí. Era.

—Tenemos que buscar a un policía. —Aceleró el motor—. ¿Quién está ahí adentro? ¡Qué destrozo!

—Nosotros somos la policía. —Becky sostuvo su placa contra el cristal a prueba de balas que separaba el asiento de pasajeros del compartimiento del conductor. Este asintió y enfiló hacia el edificio de la sección de Central Park, en la calle Setenta y Nueve. Unos momentos más tarde se detenían delante de él. Neff, Wilson y el conductor descendieron y se aproximaron al sargento del mostrador, atravesando las viejas puertas de doble hoja.

—Sí —dijo este, levantando la vista—. Ustedes dos.

Tengo entendido que son unos reverendos hijos de puta piloteando una motoneta.

—Mande a su gente de vuelta a la Fuente —bramó Wilson—. El Forense en Jefe acaba de ser asesinado.

Becky sintió que la cara le quedaba exangüe. Es claro, él era quien estaba en el coche. ¡Pobre Evans, tan buen hombre!

—Maldición —dijo Becky.

—Fuimos estúpidos —afirmó Wilson con suavidad—. Habríamos debido prevenirle de antemano. —Rio con una risita amarga—. Se perdieron el espectáculo principal. De manera que buscaron el premio de consolación. Llamemos a Underwood por teléfono.

Wilson se encargó de Underwood. Becky lo observó, molesta porque le usurpaba su papel habitual.

—Vea —dijo Wilson por teléfono—, está metido en problemas. Tiene un policía en estado crítico en Roosevelt, con las tripas al desnudo. Dice que lo hicieron unos perros. ¿Entendió eso? Perros. Además, tiene a un reportero del Post metido en el asunto, y vendrán otros. Así que escuche, payaso. Un Forense en Jefe acaba de ser asesinado junto a Fuente Bethesda. Y descubrirá que el asesinato se llevó a cabo con garras y dientes. Y si quiere que eso se mantenga en reserva de veras…

—¡Oh Dios mío, qué pasa con Ferguson!

—… quédese sentado y espere. —Golpeó el teléfono sobre la horquilla—. ¡Tienes razón! ¡Vamos! Se dirigieron hacia la playa de coches.

—Necesitamos un coche —dijo Becky con sequedad al encargado.

—Bueno, tienen que…

—Asunto de vida o muerte, sargento. ¿Qué número?

—A ver… dos, dos, nueve. Chevy verde, lo verán contra la pared, cerca de las bombas de gasolina.

Se encaminaron hacia el coche. Desde el sur, el lastimero gemido de las sirenas entonaba su canto fúnebre por Evans.

—Por el bien que pueden hacer —dijo Wilson con voz queda—. Ese tipo estaba hecho pasta.

—¿Estás seguro?

—¿De qué?

—De que era él.

—Ocúpate de conducir, Becky.

Dios, era un canalla condescendiente. Aunque resultara evidente para Wilson, ella podía seguir abrigando esperanzas. Evans era un gran hombre, había sido una institución cívica en la ciudad de Nueva York durante cuarenta años. Tal vez fue el mejor practicante de medicina forense del mundo entero. Y además era un buen amigo. Su pérdida dejaba un enorme vacío. Y la forma en que murió haría detenerse las prensas, inclusive en el Times.

—Todo esto se sabrá.

—¡No me digas! De paso, Ferguson debe estar en el museo.

—Mira, no me importa que las cosas anden mal, no es motivo para actuar como si yo fuese una estúpida. Ya sé dónde está él.

—Sí, bueno…

—Bueno, nada, guárdate para ti tus porquerías de opiniones sobre las mujeres policías, y haz tu trabajo.

—Oh, vamos, Becky, no quise decir eso.

—Quisiste, pero no me importa. Creo que estoy nerviosa, nada más.

—Qué raro. No me imagino por qué.

Llegaron al museo, detuvieron el coche delante de la entrada principal y entraron corriendo tan rápido como pudieron. Fue necesario pasar por la rutina de bajar para ver a Ferguson. Cuando por fin se encontraron en el ascensor, les pareció que tardaban horas en llegar al subsuelo.

La sala estaba llena de gente que trabajaba con las aves. Había olor a cola y pintura, y un ambiente de serena intensidad. La puerta de la oficina de Ferguson se hallaba cerrada. Becky la abrió y asomó la cabeza.

—¡Ustedes! ¡Estuve tratando de comunicarme con ustedes por toda la ciudad!

Entraron, y cerraron la puerta tras de sí. Wilson se apoyó contra ella.

—Ojalá esto tuviera techo —dijo Becky—. Sería más seguro.

—¿Seguro?

—Es mejor que le informemos. Me temo que corre un gran peligro, doctor. Evans… el forense… acaba de ser muerto, despedazado.

Ferguson reaccionó, como si lo hubieran golpeado. Se llevó las manos, temblorosas, a la cara. Luego las bajó con lentitud, y las miró.

—Esta mañana descubrí muchas cosas acerca de los licántropos —dijo con voz casi inaudible—. Estuve en la biblioteca pública. —Levantó la vista, y su rostro, impasible, ocultó la decisión adoptada, de tratar de comunicarse con las criaturas—. Está todo allí, como pensé que estaría. Hay muy fuertes evidencias de que esta especie es inteligente. Canis Lupus Sapiens. Los Lobombres. Así quiero llamarlos.

Wilson no dijo nada, y Becky no quiso hablar. Miró al hombre de ciencia. Lobombres, vaya. Eran asesinos. La expresión de Ferguson traicionaba su inocente emoción por el descubrimiento. Resultaba evidente que todavía no entendía lo extremo del peligro. Sintió pena por él… pena con desapego, en forma profesional, como se tenía pena por la gente que quedaba atrás después de los asesinatos. Residuo, los llamaba Wilson, las esposas de ojos enrojecidos y los maridos atontados, a quienes por lo general se encontraba babeando sobre el cadáver de las víctimas. Casi siempre, los asesinatos son cosas de familia. Pero mucho peores eran los casos en que había que visitar a un ser frenético que esperaba hacía horas la llegada de la persona amada… alguien que ya no llegaría. «Hola, señor X, somos detectives. ¿Podemos pasar? Lamentamos mucho decirle que la señora X fue hallada asesinada en bla, bla, bla», todo el resto dicho en una bruma de congoja imposible de ser atravesada por comunicación alguna.

—Incorpórese a los perseguidos —dijo Wilson—, y bienvenido. Tal vez formemos una cooperativa.

El humorismo era tenso, pero pareció arrancar a Ferguson una reacción positiva.

—¿Saben? —dijo—, lo peor de todo es que estas criaturas son tan asesinas. Por eso resultan tan poco comunes. Los caninos son una raza notablemente amistosa. Ahí tienen al lobo del bosque… todas las leyendas, los cuentos de Jack London, casi todas esas cosas son pamplinas. Quiero decir, uno amenaza a un lobo, ¿y saben qué sucede? El lobo vuelve grupas, como un perro. No son peligrosos. —Rio—. Es irónico. La ciencia entendió ese aspecto del lobo en los últimos años. Y estábamos tan seguros de que el gran animal de presa canino era apenas un mito… y ahora esto. Pero creo que aquí tenemos una extraordinaria oportunidad: debe existir algún punto de comunicación entre ellos y nosotros.

—Para un ciervo, doctor Ferguson, el lobo es increíblemente peligroso. Ningún loco se convierte en una tortuga si lo amenaza un ciervo. El lobo no resulta un peligro para el hombre porque no nos cuenta entre sus presas. Pero mire a los ciervos: para ellos el lobo es un flagelo del infierno.

Ferguson asintió lentamente con la cabeza.

—De modo que estas… cosas son para nosotros lo que los lobos para los ciervos. Pero también son una especie inteligente, y como tales representan una extraordinaria oportunidad.

Wilson rio a carcajadas. El sonido hizo que un escalofrío recorriese la columna vertebral de Becky. No era la risa de un ser humano normal, sino la de alguien muy asustado, al borde de la histeria. Se preguntó cuánto tiempo más contaría con la ayuda de él. ¡Y con su inteligencia! Los había salvado en el parque por unos pocos segundos. ¿Cuántas veces más lo haría? ¿O podría hacerlo? ¿Las trampas se volverían cada vez más sutiles, hasta que los cazados cayeran en ellas? En cuanto a Ferguson y sus ideas de comunicación, las rechazó. No había visto lo que esas criaturas hacían a la gente.

—Planifiquemos nuestros próximos movimientos —dijo—. Tenemos que ser muy cuidadosos, si lo que sucedió es una muestra de lo que nos espera. —Ferguson pidió los detalles de la muerte de Evans. Wilson hizo el relato en términos muy concretos, muy fríos, de cómo los licántropos hirieron a un patrullero que buscaba pistas, de cómo eso los atrajo a una emboscada, de la fuga en las motonetas en el momento en que Wilson entendió el asunto, del posterior descubrimiento del cadáver del forense en el coche.

—Así que los perdieron a ustedes, y en cambio lo atraparon a él.

Wilson guardó silencio durante un momento largo.

—Sí —dijo al cabo—. Ojalá lo hubiera pensado pero no lo pensé. No se me ocurrió que él corriese peligro.

—¿Por qué no?

—Pensándolo ahora, me parece que es evidente. Pero no lo pensé así entonces. —Lanzó un suspiro entrecortado—. El viejo era un buen hombre. Un espléndido profesional.

Por venir de Wilson, era, en verdad, un altísimo epitafio.

—Planifiquemos nuestros movimientos —dijo Becky otra vez.

—¡Planificar qué! ¡No tenemos nada que planear!

—Oh, vamos, Wilson, tranquilízate. Podemos intentarlo. Pensé que esta noche trataríamos de sacar fotos. Planifiquemos eso.

—¿Y qué te parece si planeamos cómo sobrevivir hasta esta noche? ¿No sería mejor planear eso, ya que parece un tanto difícil llegar a la noche?

Ella sacudió la cabeza y no respondió. Era un canalla quisquilloso. Hasta ahora había confiado en él, siempre supuso que los sacaría adelante. Y los sacó. Lo de esa mañana era un ejemplo. Pero ahora se resquebrajaba, se acercaba cada vez más al borde. Wilson siempre tuvo miedo de la vida y ahora temía a la muerte, cuando se le aproximaba. ¿Y qué sentía Becky? Que no tenía la intención de morir. Tenía miedo, y no estaba segura de que ninguno de ellos sobreviviese —y ella menos que nadie—, pero no estaba dispuesta a ceder. Wilson había dirigido el caso hasta ese momento, y muy bien. Pero estaba cansándose. En apariencia, ahora le tocaba el turno a ella.

—Wilson, dije que planificaríamos nuestros movimientos. Ahora escucha. Primero, tenemos que hablar con Underwood. Disponemos de pruebas que resultará muy difícil desechar. Quiero decir: el asesinato de Evans ya es una noticia internacional. Tienen que decir algo al respecto. Y puedes estar segurísimo de que las emisoras de TV y los periódicos ya se encuentran en el lugar de los hechos. ¿Cómo lo tomarán? Un forense mutilado hasta quedar irreconocible. Hará falta una muy buena explicación.

—No digan una sola palabra de eso a los periódicos —intervino Ferguson, entendiendo de pronto la importancia de las afirmaciones de Becky—. Provocarán todo tipo de problemas… pánico, horror, será un infierno. Y los Lobombres resultarán amenazados como no queremos que lo sean: de modo grosero, por idiotas con escopetas. Puede que algunos resulten heridos al comienzo, pero muy pronto se adaptarán, y cuando lo hagan será más difícil encontrarlos. Perderemos nuestra oportunidad… tal vez hasta dentro de varias generaciones.

—¿Ahora es fácil hallarlos?

—Bueno, no cabe duda de que no. No dije que resultara fácil tratar con ellos. Pero quizá no se dé cuenta, detective Wilson… si a esas criaturas se les mete en la cabeza desaparecer por completo, pueden hacerlo.

—¿Quiere decir que son capaces de volverse invisibles? —Wilson levantó la voz. Parecía a punto de lanzarse sobre el científico.

—Para todos los fines prácticos. En este momento se muestran muy descuidados. Lo atestigua el hecho de que ustedes los vieron. Esa es una señal de negligencia por parte de ellos. Y hay motivos. Saben que es un riesgo permitir que ustedes los vean, pero un riesgo muy limitado, porque también saben que es muy probable que no vivan para contarlo.

—Tal vez sí y tal vez no.

—Son seres de presa, detective, y tienen la arrogancia de tales. No espere de ellos que teman al hombre. ¿Tememos nosotros a los cerdos y a las ovejas? ¿Los respetamos?

—¡Pero nosotros no somos ovejas, doctor! ¡Somos personas, tenemos cerebro y alma!

—Las ovejas tienen cerebro. En cuanto al alma, no hay forma de medirla. Pero conocemos hasta el último movimiento que puede hacer una oveja. No existe manera de que una de estas pueda engañar a un hombre. Sospecho que la analogía también rige en este caso.

—Maravilloso. ¿Y qué hago yo, entonces, que todavía sigo vivo? ¿No habrían podido matarme ayer por la noche, en el callejón del edificio de Becky? ¿No hubiese sido sensato? Pero no lo hicieron. No fueron lo bastante rápidos. Saqué mi arma antes que atacaran.

Becky interrumpió.

—Con franqueza, espero que sean arrogantes. Es nuestra única posibilidad.

Ferguson alzó las cejas y sonrió.

—Sí —dijo—, a menos de que estén jugando un poco con ustedes, que eso les resulte interesante.

—Un juego —respondió Wilson—, ¿cómo que es un juego?

—Bien, son inteligentes, son cazadores, criaturas de acción. La mayor parte de sus cacerías deben ser facilísimas. Pero ustedes son distintos, representan un desafío. Es posible que estén prolongándolo por diversión.

Pareció como si Wilson tuviese ganas de estrangularlo.

—Espléndido —dijo—, si están jugando con nosotros, que jueguen. Es posible que entretanto escapemos de la trampa. —Escupió—. ¿Quién demonios puede saberlo?

Corrieron, desesperados, en busca de refugio. La humanidad se volcaba en el parque, centenares de policías hormigueaban por todos los senderos, pasaban por encima en helicópteros, o rugiendo en coches y motonetas. El intenso olor de la carne humana expuesta al aire frío se mezclaba con la sofocante dulzura del humo de los escapes. Y venían desde todas las direcciones. En todo el parque las sirenas aullaban, y el tono provocaba un profundo dolor en los oídos de la manada que huía. Distintas voces se llamaban unas a otras por las radios; los hombres intercambiaban gritos. Y después hubo un nuevo olor, denso y pútrido… una parodia del de ellos. Perros. La manada se detuvo, aguzó los oídos: tres perros, a juzgar por el sonido de sus uñas en el hielo; perros ansiosos de que los soltaran, como lo decía el ávido ronquido de su respiración. Tres perros, pesados, fuertes, excitados. Y estaban en la pista, la manada casi los sentía tirar de sus traíllas, ahogándose por el ansia de la caza.

Bien, que fuesen a morir. Los perros no podían cazar a la manada, como los chimpancés no pueden hacerlo con los hombres. La defensa contra esos animales se basaba en procedimientos establecidos, porque las pautas de su ataque no variaban nunca. Lo único malo era que eso representaría más tiempo perdido en el condenado parque… más tiempo para que el enjambre de policías se acercara, más tiempo para que se les acabase la suerte.

Y la manada se hallaba dividida ahora: por un lado estaban los dos viejos y la segunda pareja. Por el otro, la tercera. Esta, la más joven, fue la que corrió tras los dos humanos que escaparon por un pelo, y la que abandonó la cacería un instante antes de lo necesario. Otro impulso del aliento, otro paso, y las presas habrían sido derribadas. Arruinado el hermoso plan… o casi; lo único que pudieron matar fue el viejo del coche. Muy bien. Por cierto que sabía de la existencia de la manada. Lo escucharon en el coche, su vieja voz humana, resonante, murmuraba palabras humanas con los otros… palabras como lobo… lobo… lobo…

El lenguaje humano, tan complejo y rápido, era difícil de seguir, pero todos ellos conocían palabras que se trasmitían de generación en generación. Entre ellas se contaba «lobo». En sus viajes entre ciudades, la manada se topaba a veces con esas dulces cosas del bosque. Tenían una cara suave y hermosa, y ojos tiernos, y la expresión vacía de los animales. Y sin embargo uno casi quería hablar con ellos, menear la cola o mover la pata, pero carecían de cerebro para responder. Trotaban días enteros detrás de una manada, sus vacuas cabezas sonrientes bamboleándose de un lado a otro… y huían cuando la manada derribaba a un hombre para comer. Después los lobos desaparecían de la vista, fascinados y aterrorizados por las costumbres de la manada. Pero los lobos eran salvajes y jamás acompañaban a la manada a las ciudades. Entre los hombres, sólo las manadas se encontraban a salvo… ¡y tanto! Una cantidad tan enorme de alimento en las ciudades, torpe y negligente, tan fácil de cazar como lo sería un árbol.

El lobo no se distinguía mucho del licántropo. Y en el coche pronunciaron la palabra una y otra vez… lobo… lobo. De modo que el viejecito había sido contaminado por los otros dos, los dos que sabían. Murió en el acto. Se acercaron con sigilo al coche en el momento en que los otros partieron en seguimiento de los dos de las motonetas. Se aproximaron más y más, y uno de ellos abrió la portezuela. Las manos del hombre aletearon ante su rostro, y los intestinos se le aflojaron. Eso fue todo lo que ocurrió. Y luego estuvieron sobre él, tirando y rasgando, desgarrando, henchidos de furia, escupiendo los pedazos sangrientos, encolerizados por haber perdido a los dos importantes, iracundos porque ese también se atrevía a enfrentarlos con sus conocimientos malévolos. Le rajaron la cabeza y hundieron las garras en el cerebro, lo despedazaron para destruir por completo, y enteramente, los sucios conocimientos.

Y en su ira también desgarraron el interior del coche, hicieron tiras los asientos por puro odio, sintieron que la palpitación roja de su frustración les crecía adentro cuando probaron la sal de los dos que debían ser muertos. Despedazaron el interior del coche, y habrían hecho más si hubiesen sabido cómo hacerlo. De alguna manera, los humanos lograban que esas cosas se movieran, y que otras cosas similares volaran por el aire. Y los humanos volaban en ellas. Y entonces uno de ellos hizo que la cosa produjese un ruido. La abandonaron en seguida, temerosos de que se pusiera en movimiento con la manada adentro. El hombre tenía dos caras: desnudo y débil, vestido y poderoso. El mismo hombre que carecía de defensa propia podía ser en todo sentido invulnerable en un coche, con un arma.

La manada contaba con su velocidad, su oído, y su vista, y ante todo con su olfato, para protegerse. El hombre tenía metal y armas. Envidiaban al hombre sus anchas palas chatas, que podían hacer mucho más que las manos de ellos. Con sus palas, o manos, el hombre modelaba esos misteriosos objetos que rodaban o volaban, y las armas que disparaban. Y gracias a ellas había podido el hombre habitar las ciudades. Ninguna manada sabía cómo surgían esas ciudades, pero el hombre las habitaba, se quedaba con la tibieza que producían en invierno, y con la sequedad que no afectaba ni la lluvia más violenta. Mientras el cielo derramaba agua o nieve, el hombre permanecía cómodamente sentado en las ciudades. Ninguno de ellos podía decir cómo crecían esas cosas, y por qué las poseía el hombre.

Tanto mejor: mantenía reunidos a los rebaños de hombres, de manera que la caza resultaba fácil.

Pero la caza también podía ser divertida si, por ejemplo, uno salía de la ciudad y se internaba en el bosque durante la temporada de las hojas muertas. Entonces se encontraba a hombres provistos de armas, hombres que acechaban a ciervos y alces, hombres que podían ser peligrosos si uno se los permitía. Eran buena presa… uno hacía un poco más de ruido y dejaba que el hombre se enterase de que estaba ahí. Y luego lo perseguía, dejándose ver de él lo suficiente para que se esforzara por huir. ¡Y cómo se esforzaban! Nadaban en ríos, trepaban a árboles, se cubrían con hojas. Intentaban toda clase de estratagemas, volvían sobre sus pasos, saltaban barrancos, atravesaban bosques por las copas de los árboles. Y siempre su olor los seguía como un ruido estrepitoso. Pero durante esas cacerías la manada se fijaba condiciones. Si el hombre llegaba hasta cierto punto, no podía volver a ser seguido hasta cien latidos más tarde. Si llegaba a otro, doscientos. De esa manera, cuanto mejor era él, más se dificultaban ellos el seguimiento. Por último, en el caso de los muy buenos había una desesperada persecución antes que llegara a su coche, que terminaba con él subiendo ventanillas inútiles, buscando llaves con torpeza y muriendo allí, devorado mientras la sangre aún palpitaba en su extenuado corazón.

Pero no muchos ofrecían esa diversión. Con casi todos era la misma rutina que habría con esos perros ávidos, estúpidos. Por cierto que los humanos iban acercándose, pero resultaba difícil creer que un hombre no envuelto en metal constituyera una amenaza. Matar a los tres perros representaría una pequeña pérdida de tiempo, pero a la larga la manada escaparía de esos seres humanos. Sólo si toda la ciudad tomaba conciencia podría volverse peligrosa la humanidad. Todos sabían que eso era posible, que los dos enemigos podían contaminar a todos los hombres de la ciudad con el sucio conocimiento. Y entonces peligraría la manada, y huiría. Pero por el momento eso no era necesario.

Los perros fueron soltados. Sus voces resonaron, comunicaron el enloquecido, atolondrado entusiasmo característico de la criatura. Su aliento comenzó a palpitar, sus patas a moverse con mayor velocidad, cuando corrieron hacia la manada.

Esta había elegido su posición con cuidado. Un árbol crecía sobre el sendero, ahogado a su vez por una tupida maleza. La única manera de llegar hasta la manada era subiendo una cuesta, a través de los arbustos. La segunda hembra bajó a la base de la loma. Se sentó sobre los cuartos traseros, y esperó para entrar trotando en la trampa en cuanto los perros la vieran. Eran animales estúpidos, y había que dejar muy claro lo que se suponía que debían hacer, si se quería que lo hicieran.

Subieron, frenéticos, por la senda, aullando, vieron a la hembra, que gruñó y saltó para asegurarse de que la vieran, y se hundió en la maleza. Los perros la seguían de cerca cuando el resto de la manada se dejó caer sobre ellos, desde los árboles. Sus cuerpos se retorcieron, los aullidos de excitación se convirtieron en chillidos de agonía, y después en nada. Los esqueletos fueron lanzados hacia el centro de las malezas, y la manada siguió adelante con rapidez.

Fueron en la dirección en que el olor del hombre era más débil, salieron a un camino nevado y avanzaron hacia el muro de piedra que rodeaba el parque. A la distancia de un breve trote, pared abajo, estaba el lugar en que habían matado la noche anterior. Ya era tarde y sus pensamientos se orientaban hacia la comida. Pero no matarían en ningún lugar próximo a su última caza… eso podía despertar la comprensión del hombre. Mejor era separar lo más posible a las presas cobradas.

La manada se detuvo en seco. Alzaron el hocico e inspiraron profundamente. Al otro lado de la calle había un gran edificio, con una estatua adelante. Y en el aire se percibía un levísimo aroma de… los dos.

¿Habían pasado por ahí hacía poco, o estaban tal vez dentro del edificio? Difícil decirlo por el olor, demasiado tenue. Apenas un rastro, insuficiente para decir siquiera si el cuerpo estaba caliente o frío, adentro o afuera.

Cruzaron la calle nevada y penetraron en los terrenos que rodeaban al edificio. Sí, el olor era ahora un poco más fuerte. ¡Cautela! Las criaturas no eran tontas, y sabían que se las perseguía. Mejor ser más lentos y cuidadosos. Trotaron en torno del edificio, tres en una dirección y tres en otra, saltando con facilidad por sobre las bajas balaustradas que circundaban el lugar. De esa forma identificaron, por el olor, qué puertas estaban en uso y cuáles no. Sin necesitar siquiera una comunicación, volvieron a reunirse, y luego se abrieron para vigilar las puertas que podían usarse. Se ocultaron donde pudieron, agazapados junto a las cercas, enroscados entre los arbustos, echados detrás de paredes de piedra. Y el aroma pendía allí, el distintivo olor dulce que acompañaba a la mujer, el más denso del hombre. Y otro olor familiar, más ligero y salado: uno que ya habían olfateado antes, cerca de los dos.

El olor diferenciado de cada humano lo separaba de todos los otros, y la manada separó a esos tres de la gran masa de olores que los rodeaba. Y se dispuso a esperar. La espera les resultaba fácil porque a la espera se sumaba la excitación de lo aguardado.

Sam Garner detuvo su coche frente al Museo de Historia Natural. Se apeó, confiando en su tarjeta de periodista, en el parabrisas, para detener a cualquier patrullero que quisiese llevarse el coche remolcado. Se quedó un instante inmóvil ante el imponente edificio, miró la estatua de Teddy Roosevelt. El Gran Cazador Blanco con su complejo de culpa. Gran tipo. Sam subió al trote la escalinata. Había allí dos detectives a quienes quería ver. No sabía con exactitud por qué deseaba hacerlo. No le gustaban en especial los detectives, y no había sido fácil encontrar a esos dos. Pero allí estaba, y allí estaban ellos, y sentía enormes deseos de averiguar cómo reaccionarían cuando les ofreciera cierta información. Lo tenía todo planeado. Les diría: —Ustedes saben que el forense Evans fue muerto, mutilado, esta mañana, en el parque. —Le responderían que sí. Entonces él agregaría: —El incidente ocurrió en el coche de ustedes—. Tenía sumo interés en saber cómo reaccionarían a eso. En alguna parte de ese asunto había una noticia, quizás grande. Y era posible que esos dos supiesen de qué se trataba.