Lo que leía, horrorizó y excitó al mismo tiempo a Carl Ferguson. Pareció alejarse flotando hacia un lugar tranquilo y seguro. Pero regresó. En su derredor se reafirmaron las prosaicas realidades de la Sala de Lectura Principal de la Biblioteca Pública de Nueva York. Frente a él, una colegiala dolorosamente bonita hizo estallar su goma de mascar. A su lado, un anciano respiraba con resoplidos largos y lentos, hojeando un libro igualmente antiguo. En torno de él había ruidos apagados, el rasguido de estilográficas en el papel, las toses, los cuchicheos, el zumbido de empleados que llamaban a lectores por sus números, desde el frente del salón.
Como no se podía llegar a las estanterías, y como no se podía entrar en el salón ni salir de él con un libro, su colección no había sido saqueada, y todavía se contaba entre las mejores del mundo. Y debido al libro que por fin obtuvo, de esa soberbia colección, sentía Carl Ferguson un miedo tan extremo. Lo que leía, lo que veía ante si resultaba casi demasiado fantástico y demasiado horrible para creerlo. Pero las palabras estaban allí.
«En Normandía —leyó Ferguson por tercera vez—, la tradición habla de ciertos seres fantásticos conocidos con la denominación de lupins o lubíns. Se pasan la noche parloteando juntos, hablando en un idioma desconocido. Se reúnen junto a los muros de los cementerios de provincias y aúllan lúgubremente a la luna. Medrosos y temerosos del hombre, —huyen asustados, al escuchar una pisada o una voz distantes. Pero en algunos distritos son feroces, y pertenecen a la raza de los licántropos, ya que según dicen remueven las tumbas con las manos y roen los pobres huesos muertos».
Un relato antiguo, repetido por Montague Summerss en su clásico Los licántropos. Summerss suponía que las narraciones sobre licántropos pertenecían a las tradiciones populares, a rumores repetidos para aterrorizar a los crédulos. Pero Summerss estaba total e increíblemente equivocado. Las viejas leyendas y consejas eran verídicas. Sólo era incorrecto un pequeño elemento: en el pasado se suponía que su inteligencia y astucia se debía a que los licántropos eran hombres que habían adoptado la forma de animales. Pero no se trataba de eso. En absoluto. Más bien eran una especie de criaturas inteligentes, totalmente separadas de las demás. Y venían compartiendo con nosotros el planeta Tierra desde hacía largos siglos, y nosotros nunca lo entendimos. Qué seres maravillosos debían ser: una verdadera inteligencia distinta a la nuestra, entre nosotros. Era un descubrimiento pavoroso, pero, para Ferguson, también de asombro maravillado.
Había allí leyendas, narraciones, cuentos que se remontaban a miles de años atrás, que repetían una y otra vez la mitología de los licántropos. Y de pronto, en la última parte del siglo XIX, silencio.
Las leyendas morían.
Ya no se narraban cuentos.
¿Pero por qué? Para Ferguson, la respuesta era sencilla: los licántropos, atormentados durante generaciones por la vigilancia y el miedo de la humanidad, habían encontrado una manera de ocultarse del hombre. Una manera perfecta. Vivian entre nosotros, se alimentaban de nuestra carne viviente, pero eran desconocidos por todos, salvo por quienes no vivían para contarlo. Era una raza de fantasmas con vida, invisibles pero parte integrante del mundo. Entendían a la sociedad humana lo bastante bien para atrapar sólo a los abandonados, los débiles, los aislados. Y hacia finales del siglo XIX la población humana inició su estallido, y la pobreza y la suciedad se extendieron. Enormes masas de personas eran olvidadas y abandonadas por las sociedades en las cuales vivían. Y se convertían en pasto para esos licántropos, que merodeaban en las sombras, devorando a los mendigos, los vagabundos, los carentes de nombre u hogar.
Y sin duda la población de los licántropos estalló junto con la humana. Ferguson se imaginó a cientos, miles de ellos recorriendo las grandes ciudades del mundo en busca de su presa humana, pocas veces entrevistos, usando sus sensibles oídos y narices para mantenerse lejos de todos los que no fuesen los débiles e indefensos. Sus facultades, combinadas con su inteligencia, debieron de hacerlos temibles de veras… pero qué oportunidad representaban al mismo tiempo para la ciencia… para él… como otra inteligencia capaz de estudio e inclusive, quizá, de comunicación.
Pero existía algo más en el libro de Summers, algo más inquietante aún, a saber, las continuas referencias a los hombres y los licántropos en comunicación recíproca.
«Dos caballeros que cruzaban el claro de un bosque, después del oscurecer, se encontraron de súbito en un espacio abierto donde se hallaba un viejo leñador, un hombre a quien conocían bien, y que hacía pases en el aire, signos y señales extraños. Los dos amigos se ocultaron detrás de un árbol, y desde allí vieron a trece lobos que llegaban trotando. Los encabezaba un gigantesco lobo gris, quien se acercó al anciano y le hizo fiestas, y fue acariciado. —De pronto el leñador entonó un cántico y se internó en el bosque, seguido por los lobos».
Apenas un relato, pero tremendamente interesante en el contexto de la información que le habían llevado los dos detectives. Resultaba evidente que las referencias a señales y a un «cántico» tenían que ver con intentos humanos de remedar el lenguaje de los licántropos, de comunicarse con ellos. ¿Por qué andaban juntos, unos y otros, en esos tiempos?
Summers decía que los vampiros tenían muchas veces vinculación con los licántropos. Los vampiros: bebedores de sangre. En otras palabras, caníbales. Para una persona menos entendida, semejante idea habría resultado fantástica, pero Ferguson sabía lo suficiente acerca de la vieja Europa para entender la verdad probable que existía detrás de la leyenda. Los hombres andaban, por cierto, con los licántropos, y se los llamaba vampiros porque se alimentaban de carne humana, como los lobos. El canibalismo debe de haber sido común en la Europa de la Edad Oscura, cuando la aplastante pobreza era el destino de todos, exceptuada una minúscula minoría. Cuando los hombres eran las criaturas más débiles y numerosas existentes, ello debió de tentar a los hambrientos… a ir en busca de los licántropos, establecer alguna relación y luego cazar con ellos, para vivir de la carroña que dejasen.
Eso en cuanto a la imagen del vampiro como un conde con un castillo y una chaqueta de seda. La verdad se acercaba más a la descripción de Summers: un sucio y viejo leñador que acompañaba a una manada de licántropos, para recoger los restos de sus monstruosos festines.
¡El hombre, comedor de carroña, con el mismo papel, entre los licántropos, que representaban los perros entre los hombres! Y la presa humana ahora era desaprensiva, pero en aquellos días sabía. La gente veía la llegada de la noche con el terror crepitando en el corazón. Y cuando caía la oscuridad, sólo los desesperados y los dementes permanecían fuera de sus viviendas.
¿Cuál era, entonces, el papel del basurero humano, el vampiro, que corría junto a los licántropos? ¿Por qué lo toleraban estos? Muy sencillo: para sacar a la gente de sus casas, para atraerla hacia las sombras, donde se la pudiese desgarrar. Era horrendo, pero al mismo tiempo significaba que existió cierto tipo de comunicación, en el pasado, entre el hombre y el licántropo, y que podía volver a haberla. ¡Y cuán inmensamente más rica podía llegar a ser la comunicación entre esa especie extraordinaria y la ciencia moderna! No existía comparación posible entre la promesa del futuro y los sórdidos errores del pasado distante.
En los siglos recientes, las cosas se hicieron más fáciles para los licántropos. Ya no hacían falta los vampiros humanos. Ahora podían arreglárselas por su cuenta, Sólo necesitaban establecer su residencia en cualquier ciudad grande, vivir en edificios abandonados, entre los millones de callejas entrecruzadas de la ciudad, y atrapar a sus presas humanas extraviadas.
El hombre y el lobo. Una animosidad de siglos. La imagen del lobo aullando a la luna en una noche de invierno sigue despertando terrores primitivos en el corazón del hombre.
Y por buenas razones, salvo que el inocente lobo del bosque, con sus grandes aullidos y su presencia otrora destacada, no era el enemigo. Agazapado en las sombras, quizás en el camino al pozo de agua, estaba el enemigo verdadero, invisible, paciente, letal más allá de todo lo imaginable. El lobo—ser, con sus largas garras como dedos, el licántropo, la otra especie inteligente que compartía el planeta.
Exterminamos al inocente lobo del bosque, y nunca descubrimos el verdadero peligro. Mientras aquel aullaba a la luna indiferente, el enemigo de verdad se escurría por la escalera del sótano, hacia arriba, y usaba una de las inteligentes garras para correr el pasador de la puerta.
Ferguson se pasó las manos por el cabello, y su mente trató de aceptar el temible hecho que acababa de descubrir. Ese maldito detective —Wilson, se llamaba— tenía una intuición en todo sentido pavorosa respecto de todo el asunto. El detective Wilson fue quien primero pronunció la palabra licántropo, la palabra que llevó a Ferguson a pensar de veras en la extraña zarpa. Y Wilson afirmaba que los licántropos los perseguían, a la mujer y a él. ¡Y por buenos motivos! En cuanto se conociera su secreto, la vida de los licántropos sería inmensamente más difícil, como en los antiguos tiempos de Europa, en que la humanidad ponía cerrojo a sus puertas y atrancaba sus ventanas, o en las Américas, donde los indios usaban su conocimiento del bosque para un mortífero juego de escondite, un juego conmemorado hasta hoy en las danzas tradicionales de muchas tribus. No cabían dudas de que los licántropos siguieron al hombre hasta este continente, a través del puente de tierra de Bering, siglos atrás. Pero siempre y en todas partes se mantenían tan bien ocultos como les era posible. Y era sensato. No se encontraría a mendigos durmiendo en la acera, si la existencia de los licántropos fuese de conocimiento común. Una ola de terror barrería a la ciudad y al mundo, distinta de todo lo conocido desde la Edad Media. Se harían cosas indecibles en nombre de la seguridad humana. El hombre declararía la guerra total contra su adversario.
Y por fin tendría entre manos una lucha justa. Con toda nuestra tecnología, nunca nos habíamos enfrentado a una inteligencia diferente, nunca encaramos a una especie dueña de su propia tecnología innata, muy superior a la nuestra. Ferguson no pudo imaginar cómo podría ser la mentalidad que había detrás de la nariz y las orejas del licántropo. La cantidad de información que afluía a ella debía ser millones de veces mayor que la que le llegaba al hombre por los ojos. La mente que interpretaba esa información tenía que ser, en verdad, un milagro. Tal vez más grande aún que la del hombre. Y esta vez, este debía reaccionar en forma responsable. Si había allí una inteligencia, sería posible razonar con ella, y a la larga las dos especies enemigas podrían aprender a convivir en paz. Si Carl Ferguson participaba de alguna manera en ello, sería como misionero de la razón y la comprensión. El hombre podía declarar la guerra a esa especie, o llegar a un entendimiento con ella. Carl Ferguson levantó la cabeza, cerró los ojos y ansió, con todas las fibras de su ser, que esa vez predominara la razón.
Le sorprendió advertir que alguien se encontraba de pie a su lado.
—Tiene que llevar este formulario de pedido al departamento de libros raros. En la sala de lectura no tenemos este libro. Todos nuestros títulos son posteriores a 1825, y este se escribió en 1597. —El empleado dejó caer la tarjeta sobre la mesa, delante de Ferguson, y se alejó. Ferguson, se puso de pie y se encaminó hacia la colección de libros raros, tarjeta en mano.
Atravesó los salones vacíos, llenos de ecos, de la gran biblioteca, y por último llegó a la colección de libros raros. Una mujer de edad mediana, sentada a un escritorio, trabajaba en un catálogo, bajo una lámpara de pantalla verde. El único ruido era el leve repiqueteo de las tuberías de vapor y el murmullo, atenuado por la nieve, de la ciudad que se extendía más allá de las ventanas.
—Soy Carl Ferguson, del Museo de Historia Natural. Me gustaría echar una mirada a este libro. —Le entregó la tarjeta.
—¿Lo tenemos?
—Está catalogado.
Ella se puso de pie y desapareció detrás de una puerta cubierta de malla de alambre. Ferguson esperó, ansioso, durante unos momentos, y luego encontró una silla. No se escuchaba nada desde la dirección en que había salido la mujer. El lugar olía a libros. Y él sentía impaciencia, quería que volviera. Era urgente que le llevase el libro que necesitaba. Se trataba de un libro escrito por Beauvoys de Chauvincourt, un hombre considerado una autoridad en materia de licántropos, en su época, y, cosa más interesante, un familiar de ellos. Lo que excitaba a Ferguson era la manera de su muerte. Indicaba que en verdad el hombre pudo tener un conocimiento de primera mano de las criaturas. Beauvoys de Chauvincourt salió una noche en busca de sus amigos, los licántropos, y desapareció. A pesar de las negras sospechas de la época, Ferguson sentía que casi con certeza había encontrado su fin al observar a los antepasados de las criaturas cuya obra fue descubierta por los dos detectives.
—¿Sabe de libros, señor Ferguson?
—Doctor. Sí, sé. Puedo manejar libros antiguos.
—Eso es precisamente lo que no debe hacerse con ellos. —Lo miró—. Yo le volveré las hojas —dijo con firmeza—. Vayamos allá. —Colocó el libro ante él, en una mesa, y encendió una de las lámparas de pantalla verde.
«Discours de la Lycanthropie, ou de la transformation des hommes en loups», decía la página de la portada.
—Vuelva la hoja.
La mujer abrió el libro y volvió las rígidas hojas hasta el frontispicio. Y Ferguson sintió que el sudor le corría por las sienes. Lo que veía era tan extraordinario, que resultaba imposible soportarlo sin una exclamación. Porque allí, en la portada del antiguo volumen, aparecía un asombroso grabado.
En el añejo grabado se mostraba una llanura rala, iluminada por una luna llena. Y un hombre cruzaba la llanura, rodeado de criaturas que se parecían un tanto a lobos, pero que no lo eran. El hombre parecía tranquilo, se paseaba tocando una gaita terciada al hombro. Y los licántropos caminaban con él. El artista había pintado sus figuras con fidelidad, intuyó Ferguson. Las cabezas con su alta y ancha caja craneana, y grandes ojos, las delicadas y siniestras garras, los rostros voraces, sabios… todo coincidía con la imagen que Ferguson había creado en su mente, sobre el probable aspecto de las criaturas. Y el hombre que iba con ellas: increíble. No cabía duda de que en esos días existía comunicación entre los humanos —algunos humanos— y los lobos. El propio de Chauvincourt debía haberlos… conocido. Y a la larga lo destruyeron.
—Vuelva.
Ferguson maldijo su francés. Ahí había listas de nombres… no, eran invocaciones a los demonios. Nada que aprender allí.
—Vuelva.
Más invocaciones.
—Continúe.
Las páginas pasaron hasta que algo atrajo la mirada de Ferguson: «El lenguaje que adoptan».
Seguía una descripción de un complejo lenguaje compuesto por movimientos de la cola, de las orejas, gruñidos, cambios de expresión fácil y hasta golpes de las uñas. Era como si el lenguaje humano se compusiera, no sólo de palabras, sino, además, de una multitud de gestos para aumentarlas.
Y Ferguson supo algo que no sabía antes. Las criaturas tenían cuerdas vocales inadecuadas para las necesidades del verdadero lenguaje verbal. ¡Con cuánta velocidad debía de haber evolucionado su cerebro! Quizá llevó sólo cincuenta o cien mil años, y ahí estaban, esos extraños seres inteligentes, vagando por el mundo en persecución del hombre, dedicados a la antiquísima cacería que todavía los ocupaba en esos días.
—Vuelva.
Allí el libro mostraba otro grabado: movimientos de la mano en todo su detalle.
—¿Puedo obtener una copia Xerox de esta página?
—No podemos copiar este libro.
Él había llevado papel y lápiz, e hizo toscos esbozos de las posiciones que se mostraban, y anotó el significado de cada una: detenerse, correr, matar, atacar, huir.
Detenerse: las puntas de los dedos recogidas hasta el borde de la palma.
Correr: las manos extendidas delante de la cara.
Matar: los puños apretados, apoyados en la garganta.
Atacar: las manos aferrando el estómago, como garras.
Huir: las palmas contra la frente.
Pero esas eran señales humanas. Resultaba indudable que los licántropos no usaban esos gestos entre sí, porque eran seres de cuatro patas. No cabía duda de que existió un lenguaje mutuo; compuesto de señales como esas entre los licántropos y…
«Les vampires». El libro lo decía. Y ahí estaba la fuente de otra leyenda, de nuevo los vampiros. Ese debía ser el lenguaje que empleaban para comunicarse con los licántropos. Los vampiros, quienes seguían a los lobos y comían los restos que dejaban estos. Y los lobos los necesitaban para atraer a la gente fuera de sus casas.
¡Qué mundo tan distinto era el de entonces! Licántropos y vampiros acechando en la noche, y estos últimos sacando a los humanos de sus hogares para que fuesen devorados. No era extraño que la Edad Media hubiese sido una época tan negra y cruel. Los terrores de la noche no eran imaginarios, sino desnudas realidades que todos enfrentaban desde el nacimiento. Sólo a medida que fue en aumento el número de seres humanos pareció desaparecer la amenaza. Los hombres se hicieron tan numerosos, que la obra de los licántropos ya no se advirtió. En los días de Chauvincourt los ayudantes humanos debían ser ya innecesarios en muchas partes… y en cuanto el vampiro se debilitaba con la edad, los licántropos se volvían contra él. La bibliotecaria volvió una hoja.
Ferguson se puso de pie de un salto. Trató de contenerse, pero dio un involuntario paso hacia atrás y derribó la silla.
—¡Señor!
—¡Lo… lo siento! —Tomó la silla, la acomodó. Se sintió como un tonto. Pero el grabado que cubría las dos páginas era tan terrible, que casi no pudo mirarlo.
Estaba viendo al licántropo en primer plano, cara a cara. Sin duda se trataba de una interpretación fiel de las facciones. Aun en ese grabado de trescientos ochenta años de antigüedad podía ver el salvajismo, la pura voracidad de la criatura. Los ojos lo miraban como algo salido de una pesadilla.
—Y eran de una pesadilla. Sus pensamientos volaron a un incidente que ocurrió cuando no tenía más de seis o siete años. Se encontraban cerca de los Catskill pasando el verano cerca de New Paltz, en la parte superior del Estado de Nueva York. Él dormía en su habitación de la planta baja. Algo lo despertó. La luz de la luna entraba por la ventana abierta. Y un animal monstruoso se asomaba hacia adentro, apuntando el hocico hacia él, la cara visible bajo la luz.
Gritó y la cosa desapareció como un relámpago. Pesadilla, dijeron.
Y ahí lo miraba de nuevo, el rostro del licántropo.
La bibliotecaria cerró el libro.
—Basta —dijo—. Creo que está trastornado.
—Esos grabados…
—Son horribles, pero no creo que puedan producir… accesos de histeria. Eso asombró a Ferguson. ¿Cómo se atrevía a acusarlo de ese modo?
—¿Qué diría, señora, si se tratase de grabados de animales reales?
—Son licántropos, señor Ferguson.
—Doctor. Y le aseguro que estos animales son muy reales. Imagine la sacudida que experimenté al verlos grabados en un libro tan antiguo, cuando se supone que el descubrimiento ocurrió apenas unas semanas atrás.
La dejó para que asimilara sus palabras. Era una pena, la mujer era bien parecida, no le habría disgustado llegar a conocerla. Pero ahora no. Bajó al guardarropas del sótano y recogió su abrigo. Afuera había dejado de nevar, y el tránsito de peatones cubría la acera de un aguanieve gris. Se levantó el cuello del abrigo para protegerse del viento, y caminó hacia la Sexta Avenida. Iría a ver a Tom Rilker, para conseguir su ayuda en la determinación de una búsqueda lógica de esas criaturas en la ciudad. Tenía que existir algún sector en el cual se congregasen cantidades de gente sin hogar. El Bowery no, estaba rodeado de vecindarios populosos. A Rilker se le ocurriría alguna idea.
Y entonces se detuvo.
«Mi Dios —pensó—, esos dos policías tienen razón. ¿Y si esas cosas malditas me persiguen a mí también?». ¿Lo vieron con los detectives, la noche anterior? Imposible saberlo. Pero si establecieron la vinculación, tal vez corría un peligro mortal en ese mismo instante, aun en mitad de la calle Cuarenta y Dos.
Hundió las manos en los bolsillos y caminó más de prisa. Y recordó la cara de la pesadilla, en la ventana iluminada por la luna.
Dick Neff entró descalzo en la cocina, para prepararse otro trago. Miró el reloj de la cocina: cerca del mediodía. Una lanza de sol brillaba en la ventana, aguda y plateada como una hoja de acero. Primero cesó la nieve, y después se fueron las nubes. Ahora el viento gemía en la esquina del edificio, y un luminoso polvo de nieve brillaba a través del sol. El resplandor hirió los ojos de Dick, y este se movió a tientas mientras se preparaba el tercer Bloody Mary.
Su mente funcionaba, giraba en una bruma de angustia que no se disipaba. Becky, pegotes, quemaduras, congoja. Bebió un largo trago y entró en la sala. Maldición, no podía creer lo que casi le sucedió, lo cerca que estuvo de la muerte. Quemado, y ni siquiera lo sabía. Hacía seis meses que andaba con Andy Jakes, en realidad trabajaba para él. Cuernos, el tipo era el más grande traficante del Nordeste. El más grande traficante del carajo. Y Andy Jakes jugaba con el Señor Policía de la Sección Narcóticos. ¡Cristo! Si hubiese detenido a Andy Jakes, los pegotes lo habrían dejado en paz, por respeto. Le hubieran dado cuerda. Pero ahora era una víctima más de la brillante mentalidad del delincuente.
Estaba a punto de entrar en el piso de Jakes, iba hacia el ascensor, cuando sus compañeros de equipo lo interceptaron. Un momento, Dick, tenemos problemas. Bobby dice que el micrófono capta mucho movimiento allí. ¿Se supone que Jakes está solo?
—Sí, está solo. Tiene material ahí. Diez kilos, suéltame.
—Solo no. No entres. Hay gente ahí, mucha gente que anda de un lado a otro, sin hablar.
—¿Sin hablar? Mierda, eso quiere decir…
—Que sospechan que hay un micrófono. Y sospechan de ti. Te esperan, Dick.
—Oh, mierda, mierda, mierda.
Y se detuvo. No entró. Sigue tus instintos, muchacho. No entres. Otro hombre se habría encogido de hombros y entrado. Dick, no.
Y entonces salieron en procura de una orden de registro para irrumpir en el lugar, cuando llegó otro llamado del hombre que escuchaba. Se iban. ¡Dios! ¡Se habían ido!
Quienes los vigilaban los siguieron hasta el Aeropuerto Teterboro, a un plan de vuelo programado para Guadalupe, Honduras, Brasil. Mierda.
Y consiguieron la orden y entraron en el piso. Y qué, está vacío, por supuesto, completamente vacío, aparte de la maldita nota. Una nota redactada en buen papel con monograma, delicada y fina. «Lo siento, Richard —dice la nota—. Sé cuántos líos te causará esto. Ahora ten cuidado. Cordialmente, Andy».
Los muchachos se divirtieron mucho con la nota.
—¡Eh, Richard! ¡Este Andy es un hijo de puta frío! Eh, hermoso, que porquería.
Los otros se sintieron casi felices de que Dick no hubiese hecho su captura Robin Hood. Sam Bass. El magnífico bandolero. Aunque también estaba lo otro. Todos los de placa de oro de la división ansiaban atrapar a Andy Jakes, y ahora volvía a abrirse la temporada de caza contra él. Ahora los otros podían intentar, ahora que Neff había fracasado.
—Dick, tú sabes que te esperaba allí —dijo el capitán Fogarty. El bueno y viejo Fogarty, que siempre veía el lado luminoso de las cosas—. Un verdadero arsenal. Comunicaciones dice que había allí cinco o seis personas deslizándose tan silenciosas como gatos. Esperándote, Dick. Te hubieran hecho volar en pedazos. Dudo de que nunca hubiésemos vuelto a verte, viejo amigo.
Quizás habría sido mejor así. Porque otro capitán, el capitán Lesser, de la División de Asuntos Internos, estaba por echarle mano a Dick. Otro trabajo arruinado. Quién sabe cómo, la DAI tenía noticias del pequeño trato de Dick con Mort Harper. Qué demonios era eso, en definitiva, un limpio establecimiento de juego. La mejor clientela, hasta el mierda del fiscal de distrito estuvo allí una vez; ¡Mort estaba protegido! Pero denunció a Neff, estableció sus vinculaciones con el Ayuntamiento, de modo que ya no necesitaba el silencio de Neff.
—Eh, señor fiscal, ¿sabe que tengo a ese mono trepado sobre mí?, una mierdita que me extorsiona…
—Qué demonios, este es un lugar decente. —Estrellas de cine. Políticos. Corredores de Bolsa. Mostrador de mármol. Alfombras de terciopelo labrado. Mesas honradas.
—Me saca mil por mes, señor fiscal.
—Oh, deja de llorar, Morty, yo me ocuparé de eso.
Oh, Morty también era magnífico. Mucho más listo que Dick Neff. Todos eran más listos que Dick Neff. Hasta el pegote del capitán, con sus preguntas raras.
—¿Cuántas cuentas bancarias tienes? ¿Tu esposa? Espléndido, ¿podemos ver tu declaración de impuestos? Por rutina. Alguien removió un poco de estiércol, Dick. Nada importante, en verdad. Rutina, eso es todo. Tengo que hacer como si me interesara.
¡Como si le interesara! A Dick Neff le esperaba la junta. Jubilación prematura… demonios, ¡tendría mucha suerte si se libraba de Attica!
—Tienes derecho a no hablar. Tienes derecho a un abogado.
No hablar, por supuesto. Un abogado, por supuesto. Tragó el resto del Bloody Mary y fue hacia las puertas corredizas, miró la refulgente nieve que cubría el balcón.
Y lo que vio allí le hizo abrir la boca. Huellas de patas, bonitas y clarísimas. Las observó, confuso e incrédulo. ¿Huellas de patas? Y en la puerta de cristal el borrón de otra huella. Se acuclilló y lo examinó. Podía ser… la huella borrosa de una pata… donde algo trató de abrir la puerta. Esas impresiones debieron ser dejadas por la mañana temprano, después que cesó la nevada. Mierda, entonces no era imaginación de Becky. Las malditas huellas eran reales. Imposible negarlo, y no tenían nada que hacer allí.
De pronto se sintió demasiado desnudo, y volvió al dormitorio, a vestirse. Sacudió la cabeza, tratando de librarse físicamente del cúmulo de pensamientos que pugnaban por atraer su atención. Se vistió en forma maquinal, se esforzó por lograr claridad. ¿Entonces esos dos chiflados estaban en lo cierto? En definitiva, ese viejo piojoso de Wilson no era senil. Parecía imposible, un detalle trivial ampliado hasta llenar toda su conciencia con su importancia. ¡Si ella corría peligro…! Si corría peligro y él no la ayudaba, se mataría. Así estaban las cosas, sacaría la maldita 38 y se pondría el caño en la boca y oprimiría el maldito disparador. Que el departamento se hiciera cargo de eso.
Se puso un traje discreto y se cepilló el cabello hasta adquirir un aspecto más o menos presentable. Tenía que conseguir de Yablonski, de la Unidad de Fotografía, esa cámara Starlight. Representar su papel. ¿La buena noticia relacionada con Dick Neff habría llegado ya a oídos de Yablonski? Quizá no. Simple rutina, dame la cámara. ¿Ordenes? Mierda, hombre, tengo que usarla esta noche. Fácil. Sencillísimo.
Salió del piso, regresó a él. En cuanto salió al corredor sintió la falta de la pistola. Como si no llevara puestos los calzoncillos, o algo por el estilo. El arma. Se quitó el abrigo y la chaqueta, y del cajón de la cómoda sacó la pistolera que contenía la 32. Dejó la 38, más grande. Esa pistola encajaba con comodidad en una pistolera, sobre la cintura, en la espalda, fácil de sacar, difícil de advertir. Uno no se sentía muy cómodo cuando se sentaba en una silla dura, pero aparte de eso, la parte inferior de la espalda era un magnífico lugar para llevar un arma.
Volvió a mirar las impresiones de patas. Eran horrendas, aterradoras. Probó la puerta y después corrió las cortinas. Esa vez salió y no volvió. Afuera el viento lo golpeó con la fuerza de un poderoso empellón. Le traspasó el abrigo y le puso tensos los músculos con el frío. Necesitaba otro trago, mejor hacer una parada antes. Qué demonios, ahora mismo. Enfrente estaba el establecimiento de O’Faolain, donde casi siempre se detenía camino del piso. Entró en él.
—Hola, Franchute —dijo mientras se escurría hacia el mostrador—, dame un Bloody. —El hombre lo preparó y lo dejó frente a él. Pero en lugar de dedicarse a sus cosas, se quedó allí, manoseando las copas—. ¿Quieres algo? —preguntó Dick. El Franchute no era un hombre amistoso, de aquellos a quienes les agrada conversar.
—No. Vino un tipo, eso es todo. Un tipo que quería saber de ti.
—¿Y?
—Y que no le dije nada.
—Muy bien. ¿Qué otra novedad?
—¿No quieres saber qué preguntó? —El Franchute pareció asombrado, un tanto desilusionado.
—Puedo adivinarlo —respondió Dick, expansivo—. Quería saber si alguna vez estuve aquí con un judío pequeño, uno sesenta, pelo negro grasiento, anteojos con montura metálica, llamado Mort Harper. Y tú dijiste que no.
—Cuernos, no dije nada. Ni sí, ni no. —Miró a Neff, suplicante—. El tipo me mostró la placa, ¿entiendes? ¿Qué podía hacer yo? No la muestran si el asunto no es grave.
Dick rio entre dientes.
—Gracias, Franchute —dijo—. Dejó un billete de cinco sobre el mostrador y salió. Muy decente, de parte del tipo, decirle que el capitán Lesser había estado allí para confirmar que allí era donde Dick se encontraba con Mort Harper para recibir su paga. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? Dick no podía recordarlo con exactitud. Dios, años, sin duda. Todo ese dinero que iba a parar al sanatorio. Para pagar los cigarros del viejo.
El viejo. Lo recorrió una oleada de sentimiento, al pensar en el anciano senil que otrora fue tan poderoso, tan decidido. Conducía un ómnibus para la Línea Rojo y Tostado. Paga de jubilación más Seguridad Social: unos piojosos $ 177,90 por mes. Decadencia senil, enfermedad de Parkinson, la impotencia se convirtió en violencia, accesos periódicos, un problema de mil dólares mensuales. No se entrega al viejo de uno a los tiernos cuidados del Estado, y menos cuando se conoce de primera mano el interior de esos lugares.
—Te haremos andar desnudo un día entero, viejo idiota, si no dejas de temblar. Basta, me estás arruinando los nervios. ¡Muy bien, mierda, dame esa bata! —Así eran las cosas. Un puñado de monstruos que convertían en un infierno la vida de los viejos e indefensos—. ¡Vamos, roñoso, enciéndeme el cigarrillo! Viejo de mierda. —Dick lo había visto en los hospitales del Estado, un campo de juegos para pervertidos sádicos disfrazados de ayudantes. No era un lugar para su viejo.
De pronto tembló sin poder dominarse, en la puerta del bar. Se aferró del picaporte, y retrocedió tambaleándose. Se dejó caer ante una mesa.
—Mierda, Franchute —dijo—, méteme un poco de comida adentro. Me siento como la mierda.
El Franchute le llevó una hamburguesa y unas papas fritas rancias, y en cuanto tomó un bocado Dick descubrió que tenía un hambre voraz. Devoró la hamburguesa, pidió otra. Se echó contra el respaldo, flojo en la suave neblina producida por la bebida, y por el alivio de la comida.
¿Qué carajo estaba por hacer? Ah, sí, ir a buscar la cámara para Becky, su novia joven. Joven, diablos, era apenas un año menor que él, y él no era un chiquillo. Pero seguía siendo muy buena para hacer el amor. Hacía que uno sintiese que valía algo. Ninguna de las otras lo consiguió nunca. Todas fingían, querían fornicar con un policía por motivos que nada tenían que ver con el amor. Profesionales que necesitaban un amigo, la mayoría. Becky no lo sabía, ni lo sabría nunca, si Dick podía impedirlo. Lo que tenían entre sí era algo especial, algo que ninguna profesional les quitaría.
Bueno, qué demonios, lo que no sabía no le haría daño.
—¡Franchute! Tráeme otro Bloody. —El Franchute se acercó, mirándolo fijamente.
—No, señor —dijo—. No puedo hacer eso.
—¿Por qué carajo no? ¿Qué es esto, un Albergue del Ejército de Salvación?
—Estás en horario de trabajo. Y yo no te emborracharé aquí. Mierda, ya entraste un poco achispado. Ahora ve a cumplir con tus obligaciones. Aquí no quiero a policías borrachos. El departamento ve esas cosas con malos ojos, y tú lo sabes. Ve a otra parte.
—No estoy trabajando. Esta semana tengo descanso.
—Ya estás cargado, teniente Neff. No puedo servirte más bebida.
—Por Dios, amiguito… Bueno, me iré a otra parte. Pero no digas que no te lo previne, Franchute. Ten cuidado, ¿me oyes? Ten mucho cuidado, nunca se sabe qué le puede pasar a uno.
El Franchute se alejó meneando la cabeza.
Dick salió; quiso decir algo para apaciguar al Franchute, deseó no haber sido tan agresivo, y al mismo tiempo sintió la necesidad de ser más agresivo aún, de golpear a alguien. Tomó un taxi para ir al cuartel central.
La oficina de Yablonski era un embrollo de equipos fotográficos, formularios de informe, fotos clavadas en la pared, tazas de café semivacías.
—Eh, Dick —dijo el hombrecito cuando lo vio—. ¿Qué te trae por aquí?
—Tu cara bonita. Necesito un equipo para fotografía nocturna.
—¿Sí? Ustedes tienen infrarrojos. Si necesitas un fotógrafo, olvídalo hasta la semana próxima, mi gente está…
—Ocupada. No, no necesitamos un fotógrafo.
—Ustedes me ocupan el tiempo. No puedo desprenderme de gente que se pase días y días sentada en un coche, haciendo lo que cualquier retardado…
—Como yo puedo hacer.
—Sí. Y entonces, ¿por qué no usas tu propio equipo infrarrojo y me dejas un poco en paz?
—Porque no necesito el infrarrojo. Necesito alta potencia y gran alcance. Ya sabes que el infrarrojo no sirve más allá de los cincuenta metros.
—No, no lo sabía. Cuernos, Dick, este es mi oficio, no uses ese tono conmigo. —Neff cerró los ojos. ¿Por qué resultaría tan difícil tratar con ese enano? Siempre discutía.
—Necesito la cámara Starlight.
—Un cuerno.
—Por una noche.
—Repito: un cuerno. Esa cámara no sale de esta oficina sin un operador adiestrado, que vendría a ser yo. Y no la sacaré sin una carta firmada por alguien a quien no pueda decirle que no.
—Vamos, no te enloquezcas. La necesito por una noche nada más. Piensa si no me la das y debido a eso me pierdo una captura importante. Piensa en cómo se verá eso.
—No se verá de ninguna manera. Oficialmente, ni siquiera sabes que la cámara existe.
—Oh, déjate de tonterías. En 1975 recibimos la orden de uso reservado. Desde entonces Narcóticos la usó cada tanto.
—Bueno, no lo sabía. —Yablonski le lanzó una mirada furiosa, pugnaz, consciente de que, quién sabe cómo, Dick estaba acorralándolo.
—¿Cómo está la esposa?
—¿Qué tiene que ver con esto? ¿Ella es la sospechosa?
—Sólo trataba de mostrarme amistoso. Mira, te hablaré con franqueza. Tengo una gran captura en vista, pero necesitamos pruebas. Nos hacen falta las fotos.
—Gran cosa. Usa película rápida. En la calle hay luz de sobra.
Dick suspiró, fingiendo ceder en parte.
—Supongo que tendré que decirte más de lo que necesitas saber. Se está por hacer una entrega importante. No podemos correr el riesgo de perdérnosla. Nos hace falta la cámara.
Yablonski lo miró, iracundo. No le gustaba dejar que la preciosa Starlight saliese dela esfera de su dominio personal. Por otro lado, no tenía intenciones de pasarse la noche en alguna peligrosa vigilancia relacionada con narcóticos. Se puso de pie, extrajo las llaves y se dirigió a una hilera de armarios que cubría una pared de la oficina.
—Voy a hacer una estupidez —dijo—, te dejaré llevarte esto y hacerlo pedazos. ¿Sabes cuánto le cuesta el aparato a la ciudad de Nueva York?
—Nada.
—Unos cien mil. Casi nada.
—Es excedente de la CIA, cuando lo de Vietnam. —Sabes muy bien que la conseguimos por nada.
—Bueno, no estoy muy seguro de que obtengamos otra, si la perdemos o rompemos. —Del armario sacó una caja metálica y la depositó con suavidad sobre el escritorio—. ¿Ya la usaste antes?
—Sabes que sí.
—¡Bien, igual te daré las instrucciones! —Abrió la caja y sacó un objeto con aspecto de cajón, de metal gris, bruñido. Tenía el tamaño y la forma de una lata de café de un kilo, con binoculares en un extremo y en el otro una lente grande, reluciente, en ojo de pescado. El cuerpo del objeto carecía de detalles, aparte de un hundimiento apenas visible, sin duda alguna destinado a un pulgar.
—Abres de este modo el tablero de control —dijo Yablonski, oprimiendo el hundimiento. Un cuadrado de ocho centímetros, de la superficie metálica, se descorrió y reveló un tablero que contenía dos perillas negras y una pequeña hendidura—. Metes la película. —Introdujo en la abertura un rectangulito negro—. Esto te da doscientas exposiciones. Ese es el número de abajo, que leerás en el cuadrante inferior de la derecha del bastidor, cuando mires por la cámara.
Arriba está la lectura de la luz ambiente. Giras la perilla de arriba de modo que indique el mismo valor… Mira… —Tendió la cámara. Dick la tomó, se la llevó a los ojos. La imagen era borrosa, pero los tres números se veían con claridad—. Lee de abajo arriba.
—El número de abajo dice doscientos. El del medio sesenta y seis, el de arriba punto cero seis.
—Quiere decir que te quedan doscientas exposiciones, que el nivel de luz ambiente es de sesenta y seis y que estás apuntando la cámara a un objeto que se encuentra a punto cero seis metros de distancia. Ahora dame. —La tomó de nuevo—. Pones la perilla de arriba en sesenta y seis, y la de abajo en punto cero seis. Ahora mira.
—¿Qué demonios es esto?
—La esquina de arriba del armario, idiota. Tienes tanto aumento, que no sabes qué ves, tan de cerca. Apúntala por la ventana. —Dick hizo girar la cámara. Las dos lecturas de arriba parpadearon y cambiaron, y de pronto saltaron a la vista las ramas de un árbol próximas al nivel de la calle. Pudo ver el hielo adherido a las ramitas y los puntos en que el sol lo había derretido. Yablonski le guio la mano hacia el apoyo del pulgar—. Córrelo hacia atrás. —Hubo un chasquido. La puertecita se cerró al costado de la cámara, y se encendió una luz roja sobre los tres números verdes del visor—. ¿Tienes una luz?
—Sí.
—Listo para disparar. Empuja hacia adelante.
La cámara hizo cinco disparos en rápida sucesión. El indicador de película decía ahora 195.
—Siempre hace disparos de cinco en cinco. Ahora oprime el apoyo hacia adentro. —La escena retrocedió y mostró la acera de abajo—. Baja a cincuenta milímetros. Cincuenta a quinientos, eso es la lente. Si oprimes hacia adelante y hacia abajo al mismo tiempo la cámara tomará una serie de exposiciones mientras la lente se mueve. No hay problemas. Recuerda siempre que debes cerrar el receptáculo del control antes de intentar sacar la foto. —Dick apartó la cámara de los ojos. Yablonski señalaba los controles—. Eso pone en acción la cámara. Y si cambias la posición, observa siempre el foco. En funcionamiento no tiene mucha importancia, pero recuerda que la cámara tiene su foco máximo cuando el objeto que tomas se encuentra a la distancia que dice este indicador. Si quieres cambiar, tienes que corregir con la perilla.
—¿Nada más? Lo recordaba todo.
—Bueno, qué maravilla. No me la traigas de vuelta en una caja de zapatos, por amor de Dios. Y tráela antes del mediodía de mañana, o te cortaré el culo en rebanadas.
—Oh, sí, señor comisionado, como usted diga.
—Vamos, Dick, tranquilízate. ¿Cuánta película quieres?
—Otro par de cajas. ¿Estás seguro de que hay doscientas exposiciones?
—Por supuesto. ¿Crees que la cámara mentiría?
Dick puso la máquina de vuelta en la caja y la levantó. Yablonski, se quedó mirándolo.
En cuanto salió, fue al teléfono.
—Capitán Lesser —dijo con sequedad—, usted me dijo que quería que lo llamara si Dick Neff venía a buscar algo. Bueno, vino. Se llevó la cámara Starlight.