Estaban hambrientos, necesitaban alimentos. Por lo general preferían los sectores más oscuros, más desolados de la ciudad, pero la necesidad de seguir a sus enemigos los había llevado al centro mismo de esta. Allí el olor del hombre lo cubría todo como una densa bruma y no existían muchos lugares para ocultarse.
Pero hasta los sitios más iluminados tienen sombras. Avanzaron en fila india por detrás del muro que separa a Central Park de la calle. No necesitaban mirar por encima de la pared para saber que los pocos bancos del otro lado se hallaban ocupados: eso lo olían a la perfección. Pero también olieron algo más, el rico aroma de un ser humano a un medio kilómetro más allá. En uno de los bancos dormía un hombre, cuyos poros rezumaban olor a alcohol. Para ellos eso significaba comida obtenible con facilidad.
Cuando se aproximaron, pudieron oír su respiración. Era prolongada y trabajosa, plena de vejez. Se detuvieron detrás de él. No hacía falta discutir lo que harían; cada uno conocía su papel.
Tres saltaron sobre la pared, y se quedaron allí inmóviles, equilibrados sobre el ángulo agudo de la piedra. El hombre se encontraba en el banco, debajo de ellos. El más cercano a la cabeza de la víctima echó la cabeza hacia atrás. Mordería la garganta. Los otros dos sólo intervendrían si había lucha.
Contuvo el aliento un instante, para despejarse la cabeza. Luego examinó a su víctima con los ojos. La carne no era visible… se encontraba cubierta por gruesos pliegues de tela. Tendría que saltar, hundir el hocico en la tela y desgarrar la garganta, todo de una vez. Si se producían más que unas pocas convulsiones por parte del alimento, habría desilusionado a la manada. Abrió las fosas nasales, dejando que los suculentos olores del mundo volviesen a entrar. Escuchó los ruidos, hacia uno y otro lado de la calle. Sólo tránsito automotor, nadie a pie, por lo menos a cincuenta metros de distancia. Aguzó los oídos en dirección de un hombre respaldado en una silla, en el vestíbulo brillantemente iluminado de un edificio, enfrente. Escuchaba una radio. Vio que volvía la cabeza. Miraba hacia la parte trasera del vestíbulo.
Ahora. Bajó, hundió la nariz más allá de la tela, de la suave carne caliente, sintió la vibración de la reacción subvocal del hombre, los músculos que se le endurecían cuando su cuerpo reaccionó al peso de ella, sintió que sus propios dientes rasgaban de arriba abajo, oprimió la lengua contra la deliciosa piel salada, y desgarró con toda la fuerza de sus mandíbulas y cuello y pecho, y saltó de vuelta a la pared, con la garganta ensangrentada en la boca. El cuerpo, en el banco, apenas se movió cuando brotó la sangre de la agonía.
Y el hombre de la puerta volvió la mirada a la calle. Nada se había movido, por lo que a él se refería. Alerta, ella lo olfateó y lo escuchó. Su respiración era pausada, su olor blando. Bien, no había percibido nada.
Ahora, terminada su labor, se dejó caer detrás de la pared y devoró su trofeo. Era rico y dulce, por la sangre. En su derredor, la manada se sentía feliz mientras trabajaba. Tres de ellos levantaron el cuerpo por sobre la pared y lo dejaron caer con un golpe sordo. Los otros dos, diestros en ese arte, rasgaron la ropa. Llevarían el material al otro lado del parque, lo harían tiras y lo ocultarían entre los arbustos, antes de regresar a su comida.
En cuanto el cadáver quedó desnudo, lo abrieron. Se husmeó los órganos con cuidado. Un pulmón, el estómago, el colon, fueron dejados a un lado por su podredumbre.
Luego la manada comió por orden de rango.
La madre tomó el cerebro. El padre, un muslo y una nalga. La primera pareja apareada comió los órganos sanos. Cuando regresó de su tarea, la segunda pareja apareada se apoderó del resto. Y después desmembraron los restos, y trozo a trozo los dejaron caer en el lago cercano. Los huesos se hundirían, y no serían encontrados por lo menos hasta la primavera, si se los encontraba. Las ropas, hechas tiras, las dispersaron a poco menos de un kilómetro de distancia. Y en seguida arrojaron toda la nieve que les fue posible sobre la sangre del festín. Eso terminado, se dirigieron a un lugar que habían visto antes, un gran prado cubierto por la hermosa nieve nueva que caía.
Corrieron y danzaron en la nieve, sintiendo el placer del cuerpo, el gozo de precipitarse por la ancha pradera, y como sabían que no había un ser humano al alcance del oído, lanzaron un alborozado aullido, pleno del palpitante ritmo que más les gustaba al cabo de una cacería. El sonido se elevó en el parque, repercutió en los edificios que lo rodeaban. Dentro de esos edificios, unas cuantas personas despiertas se removieron, inquietas ante el frío y antiguo terror que el aullido infundía al hombre.
Luego fueron al túnel en el cual dormían desde hacía cuatro noches, y se acomodaron. Por costumbre aprendida desde tiempo atrás, dormían en las horas anteriores al alba, cuando muy pocos hombres andaban por las calles. Durante el día, las horas más fuertes del hombre, permanecían despiertos y alertas, y muy pocas veces salían de su refugio, a menos que se viesen obligados a ello. Y por la noche cazaban.
Ese orden tradicional de vida se remontaba a la antigüedad.
Antes de dormir, la segunda pareja apareada hizo el amor, tanto para divertir a los demás como para prepararse para la primavera. Y después el padre y la madre los lamieron, y más tarde la manada durmió.
Pero no durmieron mucho tiempo, hasta la hora anterior al alba, como solían hacerlo. Esa noche aún les quedaba algo por hacer, y en lugar de continuar durmiendo salieron de su escondrijo y avanzaron por las calles silenciosas.
Becky oyó que el timbre sonaba una, dos, tres veces, en el otro extremo del teléfono. Por último Wilson atendió. En definitiva, había ido, a su casa.
—¿Sí?
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—Sí, mamá.
—Vamos, no te pongas sarcástico. Sólo pasaba lista.
Él colgó. El pensamiento de golpear el receptor en la horquilla cruzó por la mente de Becky, ¿pero de qué serviría? Lo depositó con suavidad y regresó a la sala. Dick no la había escuchado, y ella se detuvo detrás de él. Derrumbado en su butaca, parecía más menudo… disminuido. Tendría que hacer todo lo posible para ayudarlo a frustrar la investigación. Debía hacerlo; estaba implicada por el solo hecho de ser su esposa.
—Usted sabía que él recibía más dinero —dirían—. ¿De dónde creyó que provenía? —Y la pregunta tendría una sola respuesta.
Y no era que le molestase ayudarlo. Fue un buen esposo durante mucho tiempo, y lo que pasaba ahora entre ellos era muy triste. Lo malo era que no le importaba. La intimidad que alguna vez los unió había muerto por falta de atención. En tanto que antes ella se sentía henchida de amor, ahora sólo experimentaba un soberano aburrimiento. Y ni siquiera existía un sentimiento de pérdida. O tal vez —sólo tal vez— existía: por un amor que nunca fue verdadero.
Y tuvo que preguntarse: si un amor puede morir así, ¿fue real alguna vez? Recordó la larga dicha del pasado, la felicidad que parecía eterna. Cinco Navidades atrás, cuando subieron a los Catskill en trineo, el amor que compartían era real. Y en los tiempos difíciles, antes del ingreso de ella en la policía, ese amor fue muy real. No se trataba sólo de que Dick fuese un buen amante, sino que era un socio y un amigo de un tipo muy especial y profundo.
—Eres bella —decía—, eres maravillosa. Y eso se refería a algo más que lo físico. Quizás la disipación de su entusiasmo resultaba inevitable a medida que ella avanzaba en años. Pero su entusiasmo no era el problema; el problema era el entusiasmo de ella. Por más que lo intentase, no podría volver a amar a Dick Neff.
Wilson aguardó cinco minutos, para estar seguro de que no llamaría de nuevo. El teléfono no volvió a sonar. Era evidente que su grosería la había enfurecido lo bastante para hacerla olvidarse de él por el resto de la noche.
Magnífico. Fue a su dormitorio y abrió un arcón que guardaba en su armario, cerrado con llave. Adentro había una cantidad de armas altamente ilegales: una escopeta de caño recortado, una BAR de la segunda guerra mundial, en buen estado de funcionamiento, y una Pistola Automática Ingram-M-11. Sacó de su caja la automática y tomó una cajita de balas. Hizo funcionar con cuidado el disparador del arma, la sopesó en la mano. La sensación de equilibrio que ofrecía la pistola era un placer. Se trataba, sin duda alguna, de la mejor arma corta jamás diseñada, liviana, silenciosa, y disparaba veinte balas por segundo. No estaba destinada a amedrentar, detener o confundir, sino pura y simplemente a matar. Una bala podía hacerle volar la cabeza a un hombre. La mejor arma automática jamás fabricada. La más veloz. La más asesina. Abrió la caja de municiones y calzó en la culata un cargador de las balas de velocidad subsónica, especiales, 380. Ahora era más pesada, pero el equilibrio no había cambiado. Poco más de un kilo y medio de arma, se la podía manejar con facilidad. Y apuntarla. Las miras eran exactas. Por ser un arma manual, su alcance era increíble. Con ella se podía derribar a un hombre a ciento cincuenta metros; Una ráfaga de tres o cuatro balas lo volteaba aunque huyese a la carrera.
Dejó la pistola en la cama y se puso un abrigo que usaba muy pocas veces. Después dejó caer la M-11 en un bolsillo especialmente adaptado para la pistola de veintidós centímetros. Wilson hizo modificar al abrigo cuando adquirió la pistola; esta resultaba casi invisible en el bolsillo. A pesar de su tamaño y peso, sólo un observador cuidadoso habría advertido que llevaba un arma. Su mano la palpó en el bolsillo, el pulgar pulsó la palanca que movía el mecanismo, de la posición de seguro a la de disparar. Ahora, una leve opresión del disparador podía lanzar desde una sola bala hasta todo un cargador, en cuestión de segundos. Muy bien. Sacó su sombrero de invierno, viejo, arrugado, perfecto para proteger la cabeza y tapar la cara. Después los zapatos: negros, sorprendentemente abrigados con dos pares de calcetines, sorprendentemente ágiles, aun en la nieve. Habían sido preparados para el invierno con un revestimiento de poliuretano, y las suelas estriadas para proporcionar tracción. Le ofrecían la ventaja de movimientos silenciosos y rápidos, muy útiles en una helada noche invernal. Lo último fue un par de guantes. Eran del más fino cuero marroquí, más suaves y delgados que la cabritilla. A través de ellos sentía a la perfección la M-11, casi como si no los tuviera puestos.
Como última precaución, sacó la pistola y eliminó las impresiones digitales. Ni siquiera un policía con chapa de identificación de oro anda por ahí dejando sus huellas en un arma como la Ingram. En el libro de reglamentos no se dice nada sobre la portación de pistolas ametralladoras por policías, pero eso es porque no hace falta decirlo. Se necesita un permiso especial para poseer una, y permiso para llevarla de un lado a otro. En cuanto a llevarla en la calle, cargada, ello es ilegal, tanto para policías como para civiles.
Volvió a poner la M-11 en el bolsillo, durante un breve instante permaneció en el centro de la habitación. Se inspeccionó mentalmente. Estaba listo para actuar. Lástima que su plan de desodorizarse hubiera sido pura expresión de deseos. Ahora la M-11 era en realidad su única ventaja. Eso, y el hecho de que los cazadores no están acostumbrados a ser cazados. O por lo menos abrigaba la esperanza de que no lo estuvieran. Su lógica parecía sólida: ¿cómo podría sospechar un cazador humano que un ciervo se volviese de pronto contra él, o un león que lo atacara la gacela?
Aunque veía el peligro de lo que hacía, sentía que debía actuar para proporcionar a Becky alguna posibilidad de supervivencia. Merecía vivir, era joven y fuerte; en cuánto a él mismo, podía correr algunos riesgos. E iba a correr uno bastante aventurado. La idea de ser muerto por esas criaturas hizo que le brotara un sudor pegajoso.
Pero sabía que Becky y él necesitarían ayuda si uno de los dos quería vivir un poco más. Y para obtener la clase de apoyo que les hacía falta, debían conseguir un ejemplar.
Una prueba irrefutable, innegable, que obligase a Underwood a actuar, a destinar a ese problema el personal que exigía.
Wilson conseguiría esa prueba, si podía. Y si moría en el intento… ¡Oh Dios, quería vivir! ¡No importa cuán viejo estuviese, cuán derrotado, quería seguir viviendo! Pero de cualquier modo, buscaría su cadáver. Debía hacerlo.
Salió de su piso después de asegurarse de que todas las luces quedaban encendidas. Cerró la puerta con triple vuelta de llave y se dirigió con rapidez a la parte trasera del oscuro corredor, donde una escalera contra incendios tenía por delante una puerta plegadiza. La desenganchó y la descorrió, levantó la ventana y salió a la noche invernal. Sacó del bolsillo un poco de masilla —que llevaba para ese fin— y la aplastó sobre el mecanismo de cierre, de modo que cuando volviese a correr la puerta el cerrojo cayese en su lugar, pero se lo pudiera levantar si se lo movía un poco. Si se tiraba de él o se lo agitaba con fuerza, la masilla caería y el cierre quedaría firme. Después cerró la ventana y movió el corpachón por la escalera cubierta de hielo, hacia abajo, a la calle.
La nevada era más densa. Eso no resultaba bueno, le impedía la visión, pero no obstaculizaba el sentido del olfato de ellos. Quizás el efecto amortiguador les redujese un tanto la agudeza del oído.
Hundió la mano en el bolsillo y cerró el dedo en torno del disparador de la M-11. Era un arma malévola, destinada a la lucha contra guerrilleros, el tipo de tarea policial en que se mataba si el blanco se movía. En ese momento la sensación resultaba agradable. Era la pistola adecuada para esa cacería: el impacto de la bala lanzaría a un hombre tres metros hacia atrás. Ya un animal de cincuenta kilos, mucho más lejos.
Se puso en busca de su presa. Razonó que era presumible que las criaturas atacasen primero a Becky porque era más joven, y presumiblemente más fuerte, y por lo tanto más peligrosa para ellos. Wilson, lento, viejo, enfermo, tendría el segundo turno. Su teoría resultaba respaldada por el hecho de que hubiesen realizado tantos esfuerzos para atrapar a Becky y lo hubieran dejado a él en paz. Es claro que entraron por la ventana del sótano, Wilson tenía conciencia de ello. La había dejado entreabierta como una invitación. Su espolvoreo del sótano de la casa de pensión, la noche anterior, reveló dos juegos de impresiones de patas, tan distintivamente diferentes como las huellas digitales humanas. Habían subido hasta la puerta, por la escalera del sótano. Se veían marcas en la cerradura, donde trataron de abrirla con las garras.
Pero sus mejores esfuerzos los reservaron para Becky, de eso tenía una razonable certeza. Si se equivocaba, si ahora estaban en su derredor… con un poco de suerte se llevaría consigo a unos cuantos de ellos.
Recorrió las desiertas calles nocturnas, con la mano en el bolsillo, aferrando la M-11. A pesar del arma, se mantenía cerca del encintado, lejos de los tachos de desperdicios y de las puertas tenebrosas, de las escaleras contra incendios que se proyectaban por arriba. Y cada tantos pasos se detenía y miraba hacia atrás. Una sola vez vio otra forma humana, un hombre encogido bajo la nieve y que caminaba de prisa en dirección contraria.
Cuando llegó a las luces de la Octava Avenida se sintió mucho mejor. Allí estaba más seguro, bajo las brillantes luces de las lámparas de sodio, con los coches que pasaban y los frecuentes peatones. Sintió que se hundiría más en el anonimato si tomaba el ómnibus, de modo que esperó en la parada en lugar de detener un taxi. Pasaron diez minutos antes que llegase un ómnibus. Subió y viajó en él hasta la periferia, hasta la Ochenta y Seis y Central Park Oeste. Lo único que debía hacer ahora era cruzar el parque, y se encontraría en el vecindario de Becky. El vecindario de cajas de cartón del East Side superior… bien, si eso le gustaba a ella…
Decidió no cruzar el parque a pie… en verdad nunca pensó hacerlo. Al peligro de las criaturas habría agregado los del parque, un riesgo muy tonto, en verdad.
Al cabo de lo que le pareció una hora, apareció un ómnibus, bajo la nieve cada vez más espesa. Wilson subió, agradecido por el calor que halló en su interior. Se sintió aflojarse, pero no retiró la mano del bolsillo.
Cuando se apeó, vio en el acto el edificio de Becky. Contó los balcones. Bien, había dejado las luces encendidas, inteligente precaución. Era muy probable que se enfureciese con él por haber salido a solas, pero había que hacerlo. Si se corren riesgos locos, se los corre solo.
Se encaminó hacia la callejuela donde debían haberse congregado las criaturas. Es claro que la nieve había borrado todo rastro de ellas. Tarde o temprano se presentarían allí, estaba seguro de ello. Pero si su sentido del olfato era tan bueno como sugirió Ferguson, sabrían que se hallaba allí mucho antes de aparecer a la vista. Y qué, que lo atacaran. Movió un poco la M-11 y se acomodó detrás de un recipiente de residuos, a esperar.
La una de la mañana. El viento llegaba gimiendo desde el norte. Las dos. La nieve soplaba en grandes oleadas ante los focos callejeros. Las tres. Wilson flexionó los dedos de los pies, se frotó con fuerza la nariz, escuchó las palpitaciones de su corazón. A las tres y cuarto empezó a luchar contra el sueño. Tomó su mejilla entre el pulgar y el índice y la pellizcó con fuerza. El dolor lo despertó.
Luego reinó el silencio. La nieve había cesado. Lanzó una involuntaria exclamación ahogada: se había quedado dormido. ¿Qué hora? Las cuatro y veinte. Maldición, más de una hora. Y al otro lado de la calle, a través de la callejuela, bajo la luz, estaban seis de las cosas más horribles, más espantosas que hubiese visto jamás. No movió un músculo; sólo los ojos.
Eran grandes, enormes como lobos de bosque. Su pelambre era de color oscuro, la cabeza remataba un cuello más largo que el de un lobo. Tenían grandes orejas aguzadas, apuntadas directamente hacia el callejón. Casi los sintió escucharlo. En algún punto de su mente se inició un grito: ¡Dispara la maldita pistola, dispara la pistola! Pero no poda moverse, no le era posible apartar la vista de esas caras. Los ojos eran de color gris claro, bajo cejas salientes. Y miraban en la dirección en que apuntaban las orejas. Los rostros eran casi… casi serenos en su letalidad. Y tenían labios, extraños labios sensibles. Las caras no eran ni siquiera un poco humanas, pero denotaban con claridad su inteligencia. Eran peores que las de los tigres, más totalmente implacables, más intratables.
¡Dispara la pistola!.
La pistola empezó a salir con lentitud del bolsillo. En apariencia le llevó una hora levantarla, pero por fin el largo caño subió y… desaparecieron sin un sonido.
Ni un rastro, ni el susurro de una pata sobre la nieve. ¡Se habían movido! Maldición, no contó con una velocidad como esa. Y entonces también él corrió… Con tanta celeridad como le fue posible, fuera de la callejuela y al centro de la calle nevada, frenético, sintiéndose muy viejo mientras corría jadeando hacia una ventana iluminada, una tienda de comestibles abierta toda la noche; abrió la puerta.
—¡Cristo, no me asuste de ese modo, hombre!
—Perdón perdón. Tengo… tengo frío. ¿Tiene café?
—Sí, ya va. Corriendo como un loco, ahí afuera. ¿Está en algún lío, hombre?
—Sólo trato de quitarme el frío, eso es todo. Quitarme el frío.
El hombre tendió el café… y no lo soltó.
—¿Tiene cincuenta centavos, amigo? Son cincuenta centavos por anticipado.
—Oh, sí, es claro. —Wilson le pagó, tomó entre las manos la taza de café caliente, se la llevó a la cara y sorbió.
¡Gran Dios, estoy vivo! ¡Saqué con rapidez la condenada arma! ¡Un segundo más, y me habrían volteado, los malditos!
Resultó divertido… tal vez la sensación fue de lentitud, pero había extraído el arma con gran celeridad. La suficiente como para salvarse de ellos, y eso que eran más veloces de lo que se podía imaginar.
Sorbió de nuevo, y vio que la mano le temblaba. Tenía que parar eso. Hacía tiempo había aprendido a vencer el temor especial que surgía ante la proximidad de la muerte. Recorrió la rutina, un sistema que le enseñó su primer compañero, en la década del cuarenta, cuando él era un policía novato. Ese era un hombre… muerto a balazos por su hijo en el 52.
Espera un poco, pensó Wilson, estás desvariando. Sacudido. ¡Vamos, policía, deja eso! Afloja los hombros, déjalos caer. Deja la panza floja. Los labios. Inspira profundamente… uno… dos… y no pienses en nada, deja que pase por encima de ti.
Cuando volvió a sorber el café, lo saboreó, y por primera vez vio que no tenía azúcar ni leche.
—Eh, dije liviano, este café está cargado.
—Así lo necesita, hombre. No necesita un café liviano. Beba ese, y después le daré uno liviano.
—Gracias, doctor, pero no estoy bebido.
El hombre del mostrador lanzó una risita suave, y luego miró a Wilson a los ojos.
—Yo no diría que lo está. Está asustado. El hijo de su madre más asustado que he visto en mucho, mucho tiempo. Tal vez ese café lo ayude a reanimarse, hombre.
—Bueno, ya me reanimó. Y quiero un café liviano. No puedo beber esto.
—Por supuesto, si tiene el dinero le daré uno liviano, si lo quiere. Me importa un comino. Pero no diga que no puede beber lo que le di.
—¡Por qué cuernos no! ¿Qué le pasa, está chiflado? Dije que lo quería liviano. No puedo beber esta porquería.
—Mire en la taza, hombre.
Estaba vacía. ¡Ni siquiera tuvo conciencia de haberla bebido! Se calló, volvió a sus pensamientos, a la velocidad increíble que exhibieron. Era casi como si hubiesen desaparecido; pero él había tenido una visión fugaz de cuerpos que corrían. Y entonces se le ocurrió que si eran tan rápidos habrían superado sus defensas antes que él se diera cuenta de que estaban ahí.
¿Por qué no lo hicieron? Por quién sabe qué motivo desconocido, a esa placa de oro especial se le había permitido vivir. Todavía sentía la M-11 en el bolsillo, aunque no le había ofrecido protección alguna. Ninguna en absoluto. Por cierto que no fue la velocidad con que la desenfundó lo que los ahuyentó. Algo, pues… casi un recuerdo, pero no del todo. Y casi supo por qué habían huido, y después… no.
—Mierda.
—¿Está por irse, amigo?
—No.
—Bueno, ya ve que no tenemos sillas aquí. Esta es una tienda de comestibles, no un café. En un lugar como este tiene que comprar e irse, ese es el reglamento.
—¿Y qué ocurre si no me voy?
—Nada. Sólo que siento que está rodeado de problemas. Los trajo aquí consigo.
Wilson vaciló entre salir de nuevo o mostrar su placa. Qué demonios, lo más probable era que la calle no fuese el lugar más saludable para él en ese momento. Lo que los detuvo antes podía no volver a detenerlos. Así que exhibió.
—Policía —dijo con voz monocorde—. Me quedo.
—Por supuesto.
—¿Hay alguna trastienda, algún lugar en el cual pueda recostarme? Estoy cansado, acabo de pasar un mal momento.
—Tengo que admitirlo, a juzgar por su aspecto. Hay un depósito. Es bueno, hay sitio de sobra para acostarse, y bastante abrigado. Yo mismo me echo allí de vez en cuando.
Hizo pasar a Wilson a un cuarto de techo bajo, un cobertizo adjunto a la parte posterior del viejo edificio de piedra arenisca que alojaba la tienda de comestibles. Había una ventana enrejada, y una puerta con tres cerraduras. Muy bueno, muy cómodo, muy seguro, hasta que la mañana sacara la gente a la calle y él pudiese salir. Cuando se acomodó, analizó su extraño y aterrador fracaso. Resultaba evidente que le llevaban mucha, muchísima ventaja… Eran veloces, listos, dominaban la situación por entero. Y existía una sola razón para que no estuviese muerto en ese momento: lo querían vivo un poco más.
Cuando cerró los ojos los vio, vio sus ojos firmes, ávidos, la cruel belleza de las caras… y recordó el alce y los lobos, ¿qué sintió el extenuado y viejo alce por los voraces lobos del bosque? ¿Amor, o un temor tan grande que remedaba al amor?
Cuando vieron quién se ocultaba en el callejón, se alborozaron. Había ido a proteger a la hembra, tal como el padre dijo que lo haría. El padre conocía muy bien al hombre, y podía percibir matices de su olor que los más jóvenes no eran capaces de imaginar. Y el padre había detectado el hecho de que el hombre que los vio parecía estar enamorado de su colaboradora. El padre dijo podemos atacar a los dos al mismo tiempo, porque el macho tratará de proteger a la hembra. Y el padre eligió el lugar y el momento: donde la hembra estuviese más indefensa, cuando fuera más vulnerable.
Y fueron, y ahí estaba él. ¡Dormido! La segunda pareja apareada se preparó para el ataque, ocupó posiciones al otro lado de la calle. Y estaban a punto de lanzarse cuando el hombre levantó la cabeza y los miró. La manada se inmovilizó, y todos lo olieron al mismo tiempo: sudor de la mano que sostenía el arma.
Fue una decisión difícil, adoptada en el mismo instante por la madre: nos vamos. No corremos el riesgo de enfrentar el arma desde tan lejos, ya lo atraparemos en otro momento.
Y ahora la manada corría, se precipitaba por las calles, hacia el edificio en ruinas en el cual pasarían el día. Cada corazón palpitaba con el mismo torturante conocimiento: viven, viven, viven. Y saben de nuestra existencia. Cuando salga el sol estarán diciéndoselo a otros, extendiendo el miedo del que hablan las antiguas leyendas, el temor que haría más dura y difícil la vida entre los hombres, para las futuras generaciones.
La segunda pareja experimentaba una angustia especial: en la primavera tendrían su camada, y no querían parir si el hombre conocía a los cazadores.
Y no es que temieran nada de individuos aislados, o aún de grupos. Pero cantidades interminables de hombres podían aplastarlos, o al menos imponerles una vida furtiva, atormentada, indigna de seres libres. Mientras recorrían con cautela las calles desiertas, un pensamiento los consumía: matar a los peligrosos, matarlos lo antes posible. Y de eso hablaron cuando llegaron a su refugio, en una conversación prolongada, intensa, que los dejó temblando con una furiosa ansia de sangre, a todos menos al padre, quien dijo: hemos ganado. Pronto se entregará a nosotros, como lo hacían los hombres en otros tiempos, porque está invadiéndolo el deseo de morir.
Wilson abrió los ojos. La luz que entraba por la ventana era amarillo grisácea. Un constante tamborileo contra el vidrio indicaba que volvía a nevar.
—¿Quién diablos es usted?
Un hombre se erguía sobre él, un gordo de pantalones grises y camisa blanca. Era calvo, de rostro contraído por la vieja costumbre de la codicia insatisfecha.
—Soy un policía. Me llamo Wilson.
—Oh Dios santo… ¿Por qué dejaste entrar a este maldito vagabundo, Eddie? Échalo, dejará gorgojos en el maldito pan.
—Tiene una placa de oro, hombre. No puedo decirle que no a una placa de oro.
—Se las puede comprar en la calle Cuarenta y Dos. Sácalo de aquí.
—No te preocupes, querido. Ya me iba. Gracias, Eddie, de parte del Departamento de Policía de Nueva York.
Wilson salió acompañado por un bufido de risa despectiva del tipo blanco, una mirada de disgusto del negro. Dormir en trastiendas era una conducta muy poco ortodoxa en un policía. Qué diablos, no le importaba un bledo.
La calle estaba aún desolada. Desolada y nevada. Era casi una tormenta de nieve, habría ya unos catorce o quince centímetros. Empezó a caminar hacia el edificio de Becky y se detuvo. Lo golpeó como un puñetazo. Habían ido cuando lo hicieron porque sabían que él estaría allí. Eran cazadores, por Dios, sabían muy bien dónde lo encontrarían. ¡Oh, eran magníficos! Lo conocían desde hacía tiempo. Quizás era exactamente lo que habría hecho uno de ellos: proteger a la que amaba.
Qué demonios, la hembra era hermosa. Y una buena policía, además… pero tan bella. Becky tenía la piel de color crema, color irlandés. Wilson era un enamorado de ese color. Y tenía esos ojos dulces, pero penetrantes. Pensó en mirar esos ojos. «Becky, te amo», diría, y ella abriría apenas los labios, invitándolo al primer beso prolongado…
Pero ahora no. Ahora hacía frío, y él estaba hambriento. Caminó hacia el subterráneo de la avenida Lexington, para viajar hasta el cuartel central. Su reloj indicaba las seis y media. A esa hora ya estaba abierto el bar Merit, y servían un buen desayuno. Entonces sintió la M-11. No se iba al cuartel central con una M-11 cargada, no se podía hacer eso. Tendría que pasar primero por su pensión, y cambiarla por su arma de reglamento.
El subterráneo no estaba mucho más abrigado que la calle, pero al menos tenía buena iluminación y había algunas personas. No muchas, a esa hora, pero las suficientes para mantener a las criaturas lejos de él. Los perseguían a él y a Becky, porque habían sido vistos; y por cierto que no atacarían a no ser que sus blancos estuviesen solos. Pero es posible estar solo durante unos pocos segundos. Debía recordar eso.
Descendió y volvió a su pensión; entró por la puerta de adelante. En el rellano de la escalera quitó la masilla que había dejado en el cierre de la escalera contra incendios y entró en su habitación. Dejó caer el abrigo que contenía la M-11 y se puso el que llevaba la 38. Eso fue todo. Por la manera en que dejaba cerradas sus habitaciones, no temía que un ladrón se llevase la pistola, ni ninguna otra cosa, por supuesto.
Echó llave a dos cerraduras, probó la puerta y salió del edificio con tanta rapidez y sigilo como había entrado. No hacía falta tanto silencio, pero ahora ese era ya su segunda naturaleza. Cuando no hacía el papel de ciudadano despreocupado, se mostraba siempre cauteloso, siempre furtivo. Recorrió a pie, del mismo modo, la corta distancia que mediaba entre su casa y el departamento, como un ladrón o alguien que siguiese a un ladrón.
Recorrió los tranquilos corredores del cuartel central, brillantemente iluminados, hasta llegar a la oficinita que ocupaba con Neff. Cuando abrió la puerta, los ojos se le agrandaron por la sorpresa.
Evans se hallaba sentado allí.
—Hola, doctor. ¿Le debo algún dinero?
Evans no tenía interés en bromear con Wilson.
—Hubo otro —dijo con sencillez.
—¿Cuáles son los detalles? —Evans lo miró.
—Llame a Neff. Dígale que se encuentre con nosotros en la escena del hecho.
—¿Alguna novedad? —inquirió Wilson mientras discaba.
—Bastantes.
—¿Por qué no llamó usted mismo a Neff?
—Usted es el hombre de más jerarquía en el caso. Probé a llamarlo primero. Cuando no obtuve respuesta, me vine. Calculé que estaría por llegar.
—Es una emergencia, doctor. Habría podido llamar a Neff cuando no me encontró.
—Yo no tengo emergencias. Mi especialidad sólo se relaciona con las emergencias después que han sucedido.
En alguna parte sonaba el teléfono. Dick subvocalizaba unas cuantas maldiciones escogidas cada vez que el timbre quebraba el silencio. Timbrazo y maldición, timbrazo y maldición.
—Podría ser para ti —dijo Becky.
—No. Estoy quemado, ¿recuerdas? No es para mí.
—Entonces es para mí.
—Atiende, entonces. Uno de los dos tiene que hacerlo. Ella tomó el receptor. Wilson no perdió tiempo en saludos.
—Oh Dios. Muy bien, te veré allí. —Colgó—. Debo irme. Homicidio en el parque.
—¿Desde cuando estás asignada a esa parte de la ciudad?
—Nos llamó Evans. Dice que parece que nuestros amigos volvieron a sentirse hambrientos.
—Los grandes lobos malos. —Se incorporó, apoyándose en un codo—. ¿Qué hay de nuestra expedición para sacar fotos, se hará?
—Espero que sí. Te llamaré.
—Muy bien, tesoro.
Becky se vestía con tanta rapidez como le era posible, pero la dulzura de la voz de él la hizo interrumpirse. Se miraron. En el rostro de Dick se leía la delirante, inesperada intensidad de la noche anterior. Ella lo vio con claridad: estaba agradecido. Eso la conmovió, la hizo pensar que tal vez quedase algo, a fin de cuentas.
—Yo… —las palabras parecieron morir en la garganta de Becky. Eran tan poco familiares, tan poco dichas desde hacía tanto tiempo.
Dick había llegado hasta ella sin palabras, en la oscuridad, en el momento en que estaba por dormirse. La abrazó, con el cuerpo caliente y tembloroso, y despertó en ella una dolorosa embestida de sentimientos. Tal vez le importaba… a tal punto, que no podía enfrentarlo. Quizás ese era el verdadero origen de la pared que iba levantándose entre ellos. Y al darse cuenta, respondió a la intensidad de él con una pasión propia, y gozó con la violenta insistencia del cuerpo de Dick, y al final prorrumpió en un grito de placer.
—¿Qué, Becky?
—No sé. Sólo quería decir adiós. —Pero no te quiero, no lo diré de nuevo, todavía no. Y se sintió como una canalla por contenerse; una canalla egoísta.
—No lo digas en forma tan definitiva. —Ahogó una risita—. Lo peor que me darán es la jubilación prematura. Si los pegotes son buenos de veras, podrían darme una suspensión de cinco días. No dejes que eso te obsesione, querida. Y de paso, quiero decirte otra cosa antes de que te vayas. —Se puso de espaldas, apartó las mantas y reveló su cuerpo desnudo—. Sigues siendo una de las mejores amantes de toda Norteamérica, querida.
Y ella estuvo a su lado, se inclinó sobre él, le besó el rostro sonriente.
—Dick, pedazo de tonto, mírate. Nunca te basta.
—Soy de los matinales.
—Y de los nocturnos, y de los de la tarde. ¡Ojalá no tuviese que irme! Te llamaré cuando pueda. —Se apartó de él, repleta de una confusión de emociones. ¿Por qué no podía adoptar una decisión al respecto: amaba todavía a Dick Neff o no? ¿Y qué pasaba con Wilson, qué significaban sus sentimientos hacia él?
Bajó en el ascensor hasta el nivel del garaje, y se introdujo en su coche. En cuanto comenzó a conducir, sus pensamientos se cerraron en torno del caso. La noche con Dick retrocedió, lo mismo que el torbellino de emociones que experimentaba. Como una bruma lóbrega, fea, el caso se irguió y la capturó de nuevo. Wilson no había dicho gran cosa por teléfono, no mucho. Pero su voz tenía un tono de inquietud poco característico en él. Evans se encontraba con él en el cuartel central. Miró su reloj: las siete de la mañana. Una hora temprana para el doctor Evans. Oprimió el acelerador, cruzó a toda velocidad la calle Setenta y Nueve, bajo la nieve, en dirección al punto de la cita, Central Park Oeste y Setenta y Dos.
Las calles se encontraban desiertas cuando maniobró en la esquina de Setenta y Nueve y Central Park Oeste. Se encontraba ahora en territorio del distrito 20. Adelante podía ver las luces centelleantes, el lúgubre apiñamiento de vehículos de emergencia que siempre señalaba la escena de un crimen. Se detuvo detrás de un radiopatrullero estacionado.
—Soy Neff —dijo al teniente.
—Tenemos uno raro —entonó este—. Los muchachos de Lucha contra el Crimen encontraron este banco cubierto de sangre helada, hace una hora. La llevamos a patología y era humana, O negativo, para ser exactos. Pero no tenemos un cadáver, nada.
—¿Cómo saben que fue un asesinato?
—Hay pruebas suficientes. Primero, demasiada sangre y quien la perdió murió sin duda alguna. Segundo, podemos ver el lugar en que el cadáver fue pasado por sobre la pared. —La mirada de ella recorrió las marcas que corrían por la nieve, a lo largo de la pared. Había caído más después del asesinato, pero no bastante como para borrar las huellas—. De paso, detective Neff, si puedo preguntarle a quemarropa, ¿por qué está aquí?
—Bien, estoy en misión especial con mi compañero, el detective Wilson. Investigamos cierto modus operandi. Cuando el forense encuentra un caso que parece coincidir, nos llama.
—¿Reciben órdenes del forense?
—Las instrucciones nos las dio el comisionado. —No había querido hacer valer jerarquías, pero le pareció que el hombre la acosaba. Este esbozó una sonrisa un poco tímida y se alejó—. Teniente —llamó Neff—, ¿esta sangre es lo único que tienen? ¿No hay cadáver, ni ropas, nada?
—Un momento, Becky —dijo una voz detrás de ella. Era Evans, seguido de cerca por Wilson. Los dos hombres se aproximaron, y los tres se unieron bajo las miradas curiosas de los hombres de los distritos 20 y Central Park—. Hay más —dijo Evans—: Unos pelos.
—Examinó pelos incrustados en la sangre.
—Así es. Este es mi intérprete, el detective Wilson. Encontré pelos…
—Que coinciden con los hallados en la escena del caso DiFalco. —Evans frunció las cejas.
—Vamos, Wilson, basta. Los pelos coinciden con los que hallamos en todos los demás casos.
—Son bastante voraces, si sólo dejaron sangre —comentó Becky.
—No es así. ¿No entiende lo que sucedió? Ocultaron los restos. Se dieron cuenta de que les seguimos la pista, y tratan de frenarnos. Son muy listos.
—De eso no cabe duda —dijo Wilson. Becky vio cuán macilento estaba, con el rostro color de cera, la mandíbula sin afeitar. ¿Había dormido? Wilson carraspeó—. ¿Están buscando el cadáver? —preguntó al teniente, quien se encontraba cerca.
—Sí. Hay algunas huellas de algo que fue arrastrado, pero la nieve cubrió casi todo. No estamos seguros de lo que ocurrió.
Becky hizo una seña a Wilson y Evans. Estos la siguieron al coche.
—Aquí estaremos más abrigados —dijo ella—, y el teniente no nos escuchará.
Evans fue el primero en hablar.
—Es evidente que se hallaban detrás de la pared cuando alguien se sentó en el banco. A juzgar por la sangre, sucedió hace cinco o seis horas. Deben de haber saltado por sobre el muro, matado con rapidez y llevado el cuerpo a otra parte.
—Pero no entero —afirmó Wilson—. Habría más marcas. Creo que lo desmembraron y lo acarrearon.
—Dios mío. ¿Pero y las ropas?
—Eso es lo que deberíamos encontrar. Y los huesos también, por supuesto; no hay muchos lugares en los cuales puedan haberlos escondido.
—¿Y el estanque?
—¿Quieres decir porque está helado? Dudo de que se les ocurriera quebrar el hielo del estanque, eso sería demasiado listo.
—Tenemos que encontrar ropas, alguna clase de identificación.
—Sí. ¿Pero dónde diablos buscar? Esta condenada nieve…
—Tengo los pelos. No necesito más para convencerme. Estuvieron aquí por la noche y mataron a esa persona. Estoy seguro. Fueron ellos. Sus pelos son únicos, tanto como una huella digital.
—Y bien, matan mucho. Eso es de esperar en un animal carnívoro.
Becky corrigió a su compañero.
—Un humanoide carnívoro. —Wilson rio.
—Por lo que vi, no se los puede describir como humanoides.
—¿Y qué viste?
—A ellos.
Becky y el forense lo miraron.
—¿Los vio? —consiguió decir Evans al cabo.
—Así es. Ayer por la noche.
—¿Qué demonios estás diciendo? —interrogó Becky.
—Esta noche vi a seis de ellos cerca de tu casa. Yo los perseguía, quería conseguirle a Evans su ejemplar. —Suspiró—. Pero son rápidos. Me sacaron un kilómetro de ventaja. Todavía estoy vivo, por suerte.
Becky quedó atónita. Miró el rostro fatigado de su compañero, sus ojos acuosos, envejecidos. ¡Había estado afuera, protegiéndola! El loco, viejo, dulce, romántico tonto. En ese momento sintió que veía a un Wilson oculto, secreto, y que lo veía por primera vez. Habría podido besarlo.