Carl Ferguson había regresado a su oficina. Su lámpara ofrecía el último resplandor de luz en los talleres desiertos de los sótanos del museo. Más allá de la puerta abierta, las sombras de la noche se extendían con lentitud sobre los bancos de trabajo, convirtiendo los ejemplares semiterminados en indistintas formas angulosas.
Bajo esa luz, Ferguson contempló el modelo de la zarpa.
La zarpa. La hizo girar entre las manos, examinando por centésima vez su elástica eficiencia. La dejó sobre el escritorio, la volvió a tomar y se pasó las garras por la mejilla. Haría muy bien su trabajo, esa zarpa. Los largos dedos, con sus articulaciones de más. Las anchas almohadillas sensibles. Las uñas agudas como agujas. Casi… lo que podría tener un ser humano si la gente tuviese garras. Poseía la misma belleza funcional de una mano, una belleza mortífera.
De pronto frunció el entrecejo. ¿No era eso un ruido? Se levantó de un brinco y se encaminó hacia la puerta… y entonces vio que el aire agitaba las plumas de una caja.
—Me estoy volviendo loco —dijo en voz alta. Su voz despertó un eco chato en el espacio desierto del otro lado de la oficina.
Ferguson miró su reloj. Las siete de la tarde. Estaba oscuro, ya se había puesto el sol invernal. Se encontraba cansado, agotado por la torturante reunión del centro y por sus propios horarios afiebrados. La nueva exposición sería un gran éxito, y sin duda le daría estabilidad en el museo. Un hermoso concepto: los pájaros de Norteamérica. No sólo cajas estáticas, sino toda una sala de milagrosas reconstrucciones, criaturas aladas, maravillosas… miró algunas de ellas, las grandes alas extendidas en la oscuridad, apenas visibles, en proceso de ser emplumadas pluma a pluma.
—Pero ¿qué lugar ocupaba esa… cosa… entre las criaturas de Norteamérica? ¡Qué demonios era, maldición!
Los detectives habían parloteado acerca de licántropos… tontos supersticiosos. Pero por cierto que dejaron al descubierto un problema. Sin duda la policía sería capaz de capturar una de las cosas, llevársela, dejar que la evaluase de modo más minucioso. A juzgar por la zarpa, era grande, tal vez mayor que un lobo. Unos noventa kilos. Aún sola, una criatura así podía ser peligrosísima. Y mucho más en manada. Era improbable que fuese un lobo mutante, porque estos se encontraban adaptados en forma demasiado radical a sus presas tradicionales. Coyotes: demasiada variación en dimensiones Lo que tuviese una zarpa como esa se había separado de la corriente canina principal hacía muchísimo tiempo, y llegado a un nivel muy, muy elevado de la evolución.
Lo cual planteaba el interrogante de por qué no había huesos, ni ejemplares sueltos, nada.
Resultaba pavoroso y escalofriante pensar que existiera toda una subespecie de carnívoros caninos, sin que la ciencia conociera el menor detalle al respecto.
Volvió a saltar… esta vez escuchó un ruido de roce. Lo tomó en serio, observando a su alrededor.
—Luis —dijo, en la esperanza de que fuese el sereno que iba a averiguar el porqué de la luz encendida—, soy yo, Carl Ferguson. —El ruido de roce continuó, insistente, paciente… algo que trataba de abrir una de las ventanas del sótano.
Miró la garra. Sí, podía hacer algo así.
Apagó la lámpara, cerró los ojos para apresurar su habituación a la oscuridad. Se apartó del escritorio, vacilante, con la piel de gallina.
Los roces terminaron, seguidos por un leve crujido.
Una bocanada de aire helado hizo que la caja de plumas del corredor volviese a susurrar. Se escuchó un ruido de deslizamiento, y un golpe sordo, cuando algo pasó por la ventana, y después otro.
Luego, silencio. Carl Ferguson estaba con la garra de yeso en la mano, la garganta y la boca atormentadoramente secas.
—Hay alguien ahí.
Una luz le dio al hombre de ciencia en los ojos.
—Hola, doctor —dijo una voz ruda—. Perdón por haberlo sobresaltado.
—Qué demonios…
—Espere un momento, un momento, no se precipite. Somos policías, esto es una investigación.
—¿Por qué diablos entran aquí de ese modo? ¡Me… me asustaron! Creí que…
—¿Eran ellos? —Wilson movió un grupo de interruptores que inundaron el sótano con el desnudo resplandor del neón—. No lo censuro por tener miedo, doctor. Este lugar es espectral.
Becky Neff cerró la ventana.
—La verdad es, doctor, que lo buscábamos. Pensamos que lo encontraríamos aquí, y por eso vinimos.
—¿Por qué no entraron por la maldita puerta de adelante? ¡Todavía me late el corazón, por amor de Dios! Creo que nunca me asusté tanto como hoy.
—Piense en lo que sentimos nosotros, doctor. Nos sentimos así todo el tiempo. Por lo menos yo. No puedo hablar por el detective Wilson.
Wilson apoyó la barbilla en el pecho y no habló.
—Bien, habrían podido entrar por el camino normal. No creo que eso sea pedir demasiado. —Estaba furioso y ofendido. ¡No tenían derecho a hacerle eso! Típicos policías, indiferentes por completo a la ley. ¡Ni siquiera tenían derecho a estar allí!— Creo que deberían irse.
—No, doctor. Vinimos a hablarle. —Ella lo dijo con dulzura, pero la forma en que avanzó con Wilson hizo que Ferguson diese un involuntario paso hacia atrás. Entonces Wilson suspiró, un suspiro largo, desgarrado y triste… y por un instante Ferguson vio cuán cansado estaba el hombre; cansado y temeroso.
—Entren en mi oficina, entonces. Pero no entiendo qué esperan obtener de mí.
En la diminuta oficinita acercaron sillas. Ferguson vio que Wilson se demoraba en la puerta, Neff se sentó de modo de mirar hacia afuera. Juntos, tenían a la vista la mayor parte de la sala de trabajo.
—Son ventanas fáciles —murmuró Wilson—, muy fáciles.
—El museo tiene guardias.
—Sí, eso ya lo tuvimos en cuenta.
—Muy bien, ¿qué quieren…? Pero no crean que me olvidaré de este asunto. Quiero que sepan que por la mañana llamaré al Departamento de Quejas de la Policía.
—El Departamento de Policía no tiene una sección de quejas.
—Bien, llamaré a alguien. Los policías no pueden andar de un lado a otro violando domicilios sin que los ciudadanos se quejen. Así como están las cosas, ustedes ya se salen con la suya en muchos terrenos.
Wilson guardó silencio. Becky tomó la palabra.
—No estaríamos aquí si no nos sintiéramos desesperados —dijo con suavidad—. Y nos damos cuenta de que nos dijo todo lo que sabe, y no es eso lo que queremos. Necesitamos sus teorías, doctor, sus especulaciones.
—Cualquier cosa podría ayudarnos a seguir con vida, doctor —agregó Wilson—. Tal como la situación está ahora, nos resultará muy difícil lograrlo.
—¿Por qué?
Becky cerró los ojos, hizo caso omiso de la pregunta.
—Imagine, doctor —dijo—, qué pueden querer esas criaturas, qué podrían necesitar… si son lo que decimos que son.
—¿Quiere decir inteligentes, de presa, todo eso?
—En efecto.
—Es apenas una hipótesis.
—Inténtelo.
—Detective Neff, no puedo intentarlo. Es peor que una hipótesis, es lisa y llana especulación.
—Por favor, doctor.
—¿Pero y si me equivoco… y si los confundo más de lo que se han confundido ustedes mismos? ¿No advierten el riesgo que se corre? No puedo trabajar sobre la base de la imaginación infundada, ¡soy un hombre de ciencia! ¡La verdad es que quiero ayudarlos! ¡De veras! Pero no puedo. ¡Sé que esta maldita zarpa es algo especial, pero no sé cómo aplicar ese conocimiento! ¿No entienden?
Becky lo miró, con los ojos henchidos de la desesperación que experimentaba. Wilson les cubría las espaldas, escuchando hasta la última palabra, pero vigilando la larga hilera de ventanas negras del otro extremo de la sala de trabajo. Por la manera en que sonaba la voz de Ferguson, ella supo que decía la verdad. Ya no se echaba hacia atrás para proteger su reputación. Ahora, en las horas muertas de la noche, en que los tres se encontraban solos y faltaba el acostumbrado trajín de su pequeño reino en derredor de él, olvidaba las preocupaciones de la nombradía y se veía obligado a enfrentarse a la verdad real: que los dos policías necesitaban una ayuda que él no podía ofrecer.
¿O sí? Lo malo de los hombres de ciencia es que muchas veces no se dan cuenta de lo poco que saben los otros.
—Cualquier cosa que pueda decirnos nos resultaría útil, doctor —dijo Becky, con lo que esperaba que fuese una suave serenidad—. ¿Por qué no nos dice algo acerca de lo que entiende?
—¿Cómo qué, por ejemplo?
—Bueno, como el sentido del olfato. ¿Cuán eficiente es, y qué podemos hacer para cubrir nuestras pistas?
—Varía en gran proporción. Un sabueso puede ser siete u ocho veces más eficiente que un perro zorrero…
—Demos por supuesto el sabueso —dijo Wilson desde la puerta—. Demos por supuesto el mejor, el más sensible.
—La nariz de un sabueso es un órgano extraordinario. En lo fundamental es una concentración de terminaciones nerviosas que cubren todo el hocico, no sólo la punta, aunque esta es la más sensible. En un sabueso hay unos cien millones de células de la mucosa olfatoria. En un zorrero, veinticinco millones. —Miró a Becky, como para preguntarle si cosas así le resultaban de alguna utilidad.
—Si conociéramos sus aptitudes, podríamos despistarlos —dijo Becky. Deseó que el hombre explicase cómo demonios funcionaba el sentido del olfato… Si lo entendía, se le ocurriría algo, o se le ocurriría a Wilson.
Wilson. Su instinto le había dicho que encontrarían a Ferguson allí sentado, manoseando su zarpa de yeso. Wilson poseía muy buenos instintos, y en ese momento se les sumaba el abrumador sentimiento de desesperación, el conocimiento de que algo los perseguía ahora. Por la manera en que retorcía el borde del papel secante de su escritorio, Ferguson pensaba lo mismo. Si así era, no lo reconoció en forma directa, no quiso demostrarlo.
—¿Quieren que les diga cómo hacer para desviar a los… animales de sus pistas? —Becky asintió.
—Dame un cigarrillo —gruñó Wilson—. No creo que me guste lo que el doctor va a decir.
—Bien, me temo que no le gustará. Mucha gente trató de ver cómo despistar a un sabueso. No hay muchas cosas que sirvan, salvo la lluvia y mucho viento.
—¿Y la nieve? Ahora está nevando.
—En Suiza, un sabueso siguió una vez una pista que hacía cuarenta y siete días que yacía sepulta bajo la nieve. Una espesa capa de nieve. Una enorme tormenta. La nieve no detiene a un sabueso.
—Doctor —dijo Becky—, quizá deberíamos enfocarlo desde otro ángulo. ¿Por qué nada puede impedir que un sabueso siga una pista?
—¿Aparte de la lluvia y el viento? Bueno, por la sensibilidad de los animales y por la naturaleza perdurable de los olores.
—¿Cuánta es su sensibilidad?
—A ver si lo puedo cuantificar. La nariz de un sabueso es tal vez unos cien millones de veces más sensible que la de un hombre.
—Eso no significa nada para mí.
—No me sorprende, teniente Wilson. Es una cifra muy difícil de captar. Mírelo de este modo. —Salió y volvió con una pizca de polvo aceitoso entre los dedos—. Esto es más o menos un miligramo de pigmento de pintura. Ahora imagine cien millones de centímetros cúbicos de aire… casi tanto como el que cubre a Manhattan. Un buen sabueso puede percibir esta proporción de pigmento en ese volumen de aire.
Becky sintió como si la hubieran golpeado. ¡Así de sensibles eran! Hasta entonces, nunca había sabido qué representaba el sentido del olfato de un animal. Se esforzó por mantenerse calma, la mirada se dirigió hacia las ventanas, que sólo revelaban el reflejo del taller. Wilson obtuvo su cigarrillo y lo inspiró, exhalando con un largo suspiro.
—¿Y si neutraliza el olor, si lo cubre con amoniaco, digamos?
—No cambia nada. Al perro no le gustará, pero seguirá en condiciones de distinguir el olor. La gente lo intentó todo para quebrar la pista, pero muy pocas cosas dan resultado. Una: flotar río abajo, sumergido por entero, con el viento soplando en la misma dirección en que corre el agua.
Si consigue hacer poco menos de un kilómetro sin sacar la cabeza fuera del agua, podría cortar la pista. Y digo «podría» porque una sola bocanada de aliento que atraviese el agua sería suficiente para el perro, si el viento no fuera lo bastante fuerte.
—¿Aliento?
—No conocemos el mecanismo exacto del olfato de un perro, pero creemos que ventean por medio de los aceites del cuerpo y del aliento exhalado.
—¿Uno no puede hacer nada para anular su propio olor?
—Por supuesto. Toma un baño. Y quedará a salvo durante un rato, mientras no se ponga la ropa. —Wilson enarcó las cejas.
—¿Cuánto tiempo?
—Unos buenos tres o cuatro minutos. Hasta que los aceites de la piel comiencen a reaparecer.
—¡Magnífico! Eso es muy útil. —Había en la voz de Wilson cierto filo que a Becky no le agradó.
—Tiene que haber algo, algo que no mencionó, que pueda resultarnos de ayuda. Si no podemos librarnos de nuestro olor, ¿qué hay de neutralizar el sentido del olfato de ellos?
—Buena pregunta. Se puede provocar una osmoanestesia con algo similar a la cocaína, aunque nunca oí hablar de un perro que la inhalara por su voluntad. Además es posible usar una fenamina. También con eso se obtiene una parálisis temporaria del sentido del olfato, y la administración es mucho más sencilla. Se puede disimular esa sustancia en la carne. No hace falta inhalarla, sólo es preciso comerla.
—¡Ven, perrito, come un bocadito!
—Cállate, George. ¡Podríamos enterarnos de algo, si mantuvieras el pico cerrado!
—Oh, la jovencita se ha convertido en una tigresa. Perdón, señorita. —Hizo una reverencia. De pronto se quedó duro. Su mano cayó hacia el Colt que llevaba bajo la chaqueta.
—¿Qué? —Becky estaba de pie, con su propia pistola en la mano.
—Cielos, guarden esas cosas…
—¡Cállate, hijito! Vi algo en la ventana, Becky. —El tono de burla había desaparecido, la voz era grave y un poco triste—. Algo apretado contra ella, piel gris. Como si algo hubiese golpeado contra la ventana y desaparecido en la noche.
—Lo habríamos oído…
—Tal vez. ¿Qué grosor tiene el cristal de esas ventanas?
—No tengo idea. Es cristal, nada más.
Becky recordó el camino por donde entraron.
—Es grueso —dijo—, unos siete milímetros.
Wilson guardó de pronto el revólver en la pistolera.
—Lo vi de nuevo. Es un arbusto que choca contra el cristal. Perdón por la falsa alarma.
—Tranquilícese, detective —dijo Becky—. No podría soportar una escena más como esta.
—Lo siento. Por suerte me equivoqué.
No se enunció el hecho de que hacía mucho tiempo que estaban allí, más del conveniente para su seguridad. El plan consistía en no apartarse del coche, mantenerse en movimiento. De ese modo, al menos resultaría más difícil seguirlos. En rigor, ahora que lo pensaba, Becky no preguntó cómo se les podría seguir la pista si se hallaban en un coche. Hizo la pregunta.
—Los neumáticos. Cada juego de neumáticos tiene un olor distintivo. Los perros rastreadores pueden seguir bicicletas, coches y hasta carruajes con ruedas de hierro. Y en algunos casos, hasta es más fácil que seguir a personas a pie. Se despiden más olores.
—Pero en la ciudad… cientos de coches… parece casi imposible.
Ferguson sacudió la cabeza.
—Es difícil, pero no imposible. Y si dicen la verdad, en cuanto a que los han seguido desde el Bronx, nuestros ejemplares son muy capaces de hacerlo.
—Resumamos, entonces. No podemos librarnos de nuestros olores. No podemos neutralizarles las narices sin acercarnos mucho más de lo que deseamos. ¿Queda alguna otra mala noticia?
—¿Siempre es tan ácido, señorita Neff?
—Señora. Y la respuesta es: «Sí».
Ferguson continuó mirándola, como para preguntarle algo más. Ella le sostuvo la mirada. Un instante después, él la apartó, un tanto confundido por el desafío. A Becky no le agradaba que los hombres la desnudaran con los ojos, y cuando lo hacían, los desnudaba a su vez. A algunos eso los enardecía, a otros los asustaba, a otros los encolerizaba. No le importaba cómo reaccionasen, aunque por la forma en que Ferguson cruzó las piernas y se pasó la mano por la mejilla, pareció que lo había enardecido y asustado al mismo tiempo. Tenía miedo de muchas cosas, ese científico. Su rostro era poderoso, sólo su mirada traicionaba al hombre interior. Pero había algo más en él… una especie de competencia soterrada que Becky sintió como un elemento positivo en su personalidad. Debía de ser muy profesional y muy listo. Una pena; era probable que eso significase que estaba ofreciéndoles la mejor información que recibirían.
—Me pregunto cómo será —dijo Wilson— tener un sentido del olfato como ese. —Ferguson se puso radiante.
—He puesto mucho interés en eso, teniente. Creo que puedo darle una idea aproximada. La inteligencia canina me resulta muy interesante. En el museo hemos estudiado a los perros.
—Y a los gatos.
Becky hizo una mueca. El Museo de Historia Natural se había visto envuelto en una violenta controversia vinculada con el uso de gatos vivos, que Wilson, por supuesto, tuvo que mencionar.
—Eso no viene al caso —replicó Ferguson con rapidez— es otro departamento. Yo estoy en exposiciones. Mi trabajo con los perros terminó en 1974, cuando se acabó el dinero federal. Pero hasta entonces habíamos efectuado grandes avances. Trabajé en estrecha colaboración con Tom Rilker. —Enarcó las cejas—. Rilker es un importante especialista en perros. Intentamos producir una mayor sensibilidad a ciertos olores. Drogas, armas… en forma de caracteres innatos, para que no hiciera falta el adiestramiento.
—¿Y tuvieron éxito? —Ferguson sonrió.
—Secreto. Información reservada, con cumplidos del Tío Sam. Por desgracia, ni siquiera puedo publicar un trabajo al respecto.
—Estaba hablándonos de la inteligencia canina.
—Es cierto. Bien, creo que los perros saben sobre el mundo humano más de lo que sabemos nosotros del de ellos. El motivo es que su información sensorial es tan distinta. Los olores, los sonidos: esos son sus principales sentidos. La visión es el tercero, de lejos. Por ejemplo, si se pone las ropas de un amigo, su perro no lo reconocerá hasta que hable. Y entonces se sentirá confundido. Lo mismo ocurre si se baña y sale desnudo, sin hablar: su perro no sabrá quién ni qué es. Verá una forma que se mueve, olerá el agua. Podría atacar. Y cuando escuche su voz se sentirá muy aliviado. Los perros no pueden soportar lo desconocido, lo no familiar. Una tremenda masa de informaciones les llega por la nariz y los oídos. En ciertas circunstancias, no pueden manejarlas todas. Por ejemplo, un sabueso queda agotado en una pista mucho antes de lo que le ocurriría si anduviese libre. Agotamiento psíquico. Por lo general, cuanto más inteligente el perro, más sentido tienen los datos que le llegan a través de la nariz. Para un lobo, por ejemplo, tienen mucho más sentido que para un perro.
—¿Un lobo?
—Por supuesto. Son mucho más inteligentes y sensibles que los perros. Un buen sabueso puede tener un olfato cien millones de veces más fino que el de un hombre. El de un lobo será doscientos millones de veces mayor. Y por consiguiente, los lobos son más inteligentes, manipulan más datos. Pero aun así, hay una abundancia tan tremenda de estos, que su cerebro no puede asimilarlos todos.
Wilson se desplazó de su lugar de junto a la puerta, y tomó el modelo de garra.
—¿Esto está más cerca de un lobo o de un perro?
—De un lobo, diría yo. En rigor, se parece más a la zarpa de un lobo gigante… aparte de los dedos largos. Los dedos son en verdad espléndidos. Una maravillosa evolución. Están más allá de lo canino, tal como yo entiendo ese género. Por eso no hago más que pedirles una cabeza. No puedo hacer más con esto, si no obtengo algo más del cuerpo. Es demasiado nuevo, demasiado extraordinario. En este momento, lo que produjo esas impresiones de patas se encuentra fuera de lo estudiado por la ciencia. Por eso pido más.
—No podemos darle más, doctor —repuso Becky, y le pareció que lo decía por centésima vez—. Ya conoce el problema en que nos encontramos. Seríamos afortunados si pudiéramos sacar siquiera una foto.
—No podríamos hacerlo y continuar viviendo —intervino Wilson—. Esas cosas son demasiado perversas para permitirlo.
Hizo una seña a Becky con los ojos. Quería ponerse en movimiento. Desde la caída de la noche, Wilson no dejaba de moverse de un lugar a otro. En términos oficiales, estaban en el régimen de ocho horas de trabajo por cuatro de descanso, pero ninguno de los dos reconocía ya horarios de servicio. Se los había separado de su división, su pelotón, su grupo y trabajaban solos en ese caso. Nadie anotaba sus nombres en un libro. Nadie contaba con su presencia ni les trasmitía llamados.
Y participaban en el caso porque el jefe sentía que existía una remota posibilidad de que en verdad estuviese ocurriendo algo fuera de lo común. No lo suficiente como para adoptar alguna medida, pero lo bastante para mantener las ruedas en movimiento con suma lentitud. Lo cual significaba un único equipo, solo, que se las arreglara como pudiese. Y que estuviese disponible como chivo expiatorio… si hacía falta.
—Debemos irnos —dijo Becky a Ferguson—. Entendemos que nuestra mejor posibilidad es no quedarnos quietos.
—Es probable que tengan razón. —Wilson lo miró.
—Le pido perdón por la forma en que entramos. No había otra manera de llegar hasta usted, el museo estaba cerrado. —Ferguson sonrió.
—¿Y si no me hallaban aquí?
—Imposible. Usted está siguiendo los hilos de esto. Lo tiene metido bajo la piel. Sabíamos que lo encontraríamos aquí.
Ferguson los acompañó por los corredores mal iluminados, hasta una puerta lateral, donde un guardia asintió con la cabeza, bajo una lucecita.
—Salgo con ustedes —dijo—. No comí un bocado desde el almuerzo, y no creo que pueda lograr nada con sólo mirar la zarpa.
Los pies hicieron crujir la nieve cuando cruzaron los silenciosos terrenos del museo. Becky podía ver el coche en la calle Setenta y Siete, donde lo habían dejado, ahora cubierto por una capa de nieve. Tenían que caminar unos veinte metros, por un sendero en desuso, hasta llegar a la seguridad del coche. En apariencia, nada se movía entre las sombras de los árboles que rodeaban al museo, y no se veían huellas en la nieve fresca. El viento soplaba con suavidad, y sumaba los crujidos de las ramas desnudas al siseo de la nieve que caía. Las nubes eran bajas, reflejaban las luces de la ciudad y lo cubrían todo con un resplandor verdoso, más intenso que la luz de la luna. Aun así, la caminata hasta el coche parecía muy larga. Por la posición de su mano, Becky supo que Wilson sentía lo mismo: tocaba la culata de la pistola que llevaba bajo la chaqueta.
Cuando llegaron al coche, Ferguson giró y dijo que tomaría el ómnibus número 10, que subía por Central Park Oeste, hasta su departamento. Lo dejaron irse.
—Me pregunto si está bien que hayamos hecho eso —dijo Becky mientras ponía en marcha el vehículo.
—¿Qué?
—Dejarlo irse solo. No podemos saber cuánto peligro corre. Si nos vigilaban, lo vieron con nosotros. ¿Qué significaría eso para ellos? ¿Tal vez tendrían que matarlo a él también? Pienso que corre más peligro del que cree.
—Andando. Enciende la maldita radio. Escuchemos lo que nos dicen.
—Maneja tú la radio, hombre, no estás haciendo nada.
Wilson la encendió, y se acomodó con la rodilla contra el tablero.
—Hace demasiado frío para que los drogadictos anden por la calle, será una noche tranquila.
Escucharon un llamado de un novato y en seguida la cancelación de una llamada de señal 13 en la Setenta y Dos y Amsterdam. Pero no se puede cancelar de ese modo un pedido de ayuda a un agente. Los tipos convergirían hacia él, de cualquier modo, y después se lo censuraría.
—¿Qué supones que lo habrá sobresaltado? —inquirió Wilson. En realidad no esperaba una respuesta, y Becky no habló. ¿A quién diablos le importaba un novato y su señal 13 errónea? Becky enfiló hacia el este, a través de Central Park, por la diagonal de la calle Setenta y Nueve. Iba rumbo a un restaurante chino de su vecindario, al otro lado del parque. No estaba muy hambrienta, pero debían comer. Y no tenía ni idea de lo que harían después, de cómo pasarían la noche. ¿Y los días y noches siguientes, y el futuro?
—¿Qué demonios harán con nosotros?
—¿Hacer, Becky? Nada. Nos dejarán colgados del hilo. Eh, ¿adónde vas…? Vives por aquí, ¿no es cierto?
—No alientes esperanzas, no te llevo a mi casa. Vamos a detenernos para cenar algo. Necesitamos comer, ¿sabes?
—Sí. De todos modos, los de arriba no harán nada en cuanto a nosotros. Están muy ocupados manipulando papeles y preocupándose: quién tiene esta división, quién este distrito, quién asciende, a quién han pasado por alto. Esa es toda la carrera de ellos, y averiguar quién tiene más gancho, cuál es el anzuelo más grande. Ya sabes que eso es lo que hacen. Así ocurre en el país del comisionado.
—Amargado. Creo que tal vez Underwood considera que el caso es nuestro. Nos respeta.
—¿A quién le pertenece un caso cerrado? Oh Cristo, Becky, este es un restaurante de Szechuán… no puedo comer aquí.
Ella estacionó el coche en doble fila y sacó la llave.
—Puedes comer. Pídeles que no te pongan la salsa caliente en tu chow mein.
—Ni siquiera puedo conseguir un chow mein en un lugar como este —replicó él, hosco.
Becky se apeó del coche y él la siguió, a desgana. Entraron en el restaurante, tenuemente iluminado, mientras se quitaban la nieve de la ropa.
—¿Está nevando más? —preguntó la muchacha del guardarropas.
—Más —repuso Wilson—. Becky, esto nos costará una fortuna. Tienen una chica para el guardarropa. Nunca como en lugares en que las hay. —La siguió el interior, siempre quejándose, pero descendió a un gruñido subvocal cuando recibió la lista de comidas. Ella vio el movimiento de los engranajes mientras calculaba si podía comer por menos de dos dólares.
—Yo pediré por los dos, ya que estuve otras veces aquí —dijo, tomando la lista—. Te librarás con cinco dólares.
—¡Cinco!
—Quizá seis. Pero espero que no estés muy hambriento, porque habrá un solo plato.
—¿Qué?
Llegó el camarero. Ella pidió camarones con salsa de ajo para él y pollo Tang para sí misma. Al menos disfrutaría de lo que muy bien podía ser su última comida. Pero interrumpió esa línea de pensamiento; si una piensa así, la cosa ocurre. Y también pidió una bebida, y Wilson cerveza.
—Un dólar por una Bud —masculló—. Condenados chinos.
—Vamos, tranquilízate. Gozarás con la comida. Hablemos de eso.
—¿De lo que dijo Ferguson?
—De lo que dijo. ¿Qué ideas te dio?
—Podríamos instalar nuestra vivienda en la refrigeradora de la carne de Evans.
—A mí me dio una idea mejor. Es algo que creo que tenemos que hacer si queremos sobrevivir. Está claro que es sólo cuestión de tiempo hasta que nuestros amigos encuentren su posibilidad y ataquen. Tarde o temprano nos reuniremos con DiFalco y Houlihan. Y entonces el departamento se meterá en el asunto con todo. Pero para nosotros eso no tendrá importancia alguna.
—Insuficiencia de pruebas, eso es lo que mantiene detenido el mecanismo. Hemos ofrecido teorías, cosas oídas de segunda mano, suposiciones y una pieza de yeso de aspecto raro, producida por el doctor No Sé Cuánto.
—Bien, ¿y por qué no ofrecer fotos? No serán cadáveres, pero por cierto que mejoraría nuestra argumentación.
—¿Cómo fotografías algo que nunca ves? Si hay luz suficiente para una foto, hay exceso de luz. Esas cosas no se acercarán a nosotros a la luz del día. Aunque podríamos usar un equipo de infrarrojos. Es probable que Servicios Especiales nos preste un teleobjetivo. Pero todo eso es voluminoso… difícil de manejar.
—Tengo una idea mejor. Narcóticos ha estado experimentando con equipos de intensificación de imágenes por computadoras, cosas perfeccionadas durante la guerra de Vietnam. Podemos obtener una foto magnífica, aun en medio de una oscuridad total. La unidad de Dick viene usando eso en forma experimental.
—¿Qué se necesita, un camión de apoyo, o algo por el estilo?
—Nada. Todo el aparato parece un par de binoculares grandes. La cámara está incorporada. Miras por los oculares, y lo que ves puedes fotografiarlo.
—¿Lo que ves? La idea tiene un agujero. Tenemos que estar cerca de ellos para verlos.
—No demasiado. Dispones de una lente de quinientos milímetros.
—Dios mío, eso es lo más increíble que he escuchado. Podríamos estar a medio kilómetro de distancia.
—Como por ejemplo en el techo de mi edificio, vigilando la calleja, esperando que regresen.
—Sí, podríamos hacer eso. Sacar nuestras fotos e irnos antes que empezaran siquiera a trepar por los balcones.
—Hay un pequeño detalle. Es preciso convencer a Dick de que nos ayude. Tiene que darnos el equipo, que es ultrarreservado.
Wilson frunció el entrecejo. Eso significaba una infracción departamental, cosa que él no necesitaba para nada.
Ya tenía suficientes enemigos, como para darse el lujo de que un asunto llegara a figurar en su expediente.
—Maldición, el departamento pondría en su lista de artículos reservados los lápices automáticos, si tuviese tiempo para hacerlo. No me gusta meterme en ese tipo de cosas, no me servirá de nada.
—Dick te debe un favor, George.
—¿Por qué?
—Sabes muy bien por qué. —Lo dijo con tono ligero pero aun así sintió la ira. El que se hubiese quedado en Detectives había dependido de la posibilidad de encontrar lugar en un grupo de cuatro hombres, y para ello era preciso que uno de esos hombres aceptara ser su compañero. Wilson la aceptó, y no fue derivada a la administración, como les sucedía a la mayoría de las policías femeninas. Y Wilson la aceptó porque se lo pidió Dick Neff.
—Puede que él crea que fue favor, pero no es así.
—Cristo. Estás desmoronándote, Wilson. ¡Pero si entonces llegaste a elogiar mi trabajo policial!
El rio, y por un momento el rostro se le quebró en una masa de alegres arruguitas, para volver en seguida, con brusquedad, a su hosquedad habitual.
—Tienes algunos méritos —dijo—, pero supongo que estás en lo cierto. Aceptarte cuando lo hice fue un favor a Dick. Tal vez me permita que se lo cobre.
Becky se disculpó y llamó a su piso. Quería tener la certeza de que encontraría a Dick; no deseaba terminar a solas con Wilson. No quedaría bien, en especial si Dick volvía a casa.
Estaba allí, y su voz tenía un timbre espeso. Ella quiso preguntarle qué le pasaba, pero no lo hizo. Cuando le dijo que llevaría a Wilson, el único comentario de él fue un gruñido que no decía nada.
Comieron en silencio; Wilson revolvía en su plato con helada indiferencia. Era probable que si uno le diese forraje, lo comiera de la misma manera.
Becky se emocionó ante la idea de sacar fotos de los animales; se emocionó e inquietó. La situación en su totalidad contenía amenazas, lo mismo que cada una de sus partes. Había, en la forma en que mataban esas criaturas, la extrema violencia, algo que impedía sacarse de la cabeza el problema, ni siquiera por poco tiempo. Una no hacía más que mascullarlo… y Becky tenía una imagen reiterada de su probable aspecto, con sus largos dedos que terminaban en delicadas almohadillas, rematados por garras; con sus dientes filosos como navajas y sus pesados cuerpos. ¿Pero qué cara tenían? Los seres humanos tenían un rostro complejo, en modo alguno semejante a la expresión más o menos helada de los animales. ¿Esas criaturas también tendrían una cara así, plena de emoción y comprensión? Y en ese caso, ¿qué diría el rostro a sus víctimas?
—Mira, vamos y le pedimos a Dick… ¿de acuerdo? ¿Se lo pedimos sin rodeos?
—¿Quieres decir sin sutilezas diplomáticas?
—No es mi punto fuerte.
—Pues se lo pedimos. Todos han oído rumores sobre los aparatos ópticos que usa Servicios Especiales. Es lógico que un especialista en comunicaciones de Narcóticos pueda conseguirlos, ¿no es así? No tenemos por qué decirle que sabemos que los aparatos son secretos. Quizá ni lo mencione él mismo, y nos dé el maldito artefacto y no piense más en eso. Por lo menos, así lo espero.
Pero no ocurrió de esa forma. En cuanto abrió la puerta del piso, Becky sintió que algo andaba mal. Dejó a Wilson en el vestíbulo mientras iba a ver a Dick, en la sala.
—¿Por qué elegiste esta noche para traer aquí a ese viejo? —fueron las primeras palabras de este.
—Tuve que hacerlo, querido. Es algo urgente.
—Me quemé.
Así de sencillo era. Para policías como Dick, que trabajaban bajo cubierta, quedar quemados significaba haber sido reconocidos como policías por sus sospechosos.
—¿Mucho?
—Muchísimo. Algún hijo de puta me delató. Tanto daría que apareciera en una película.
—¡Dick, qué espantoso! ¿Cómo…?
—No interesa cómo, querida. Digamos que son dos años de trabajo que se han ido al demonio. Y creo que además tengo a un pegote encima.
Ella se inclinó y le besó el cabello. Él se encontraba hundido en el diván, mirando la TV.
—Estás limpio, ¿no es cierto? —Pero el corazón se le contrajo, sabía que algo andaba mal. Y los inspectores de la División de Asuntos Internos también lo sabían, o no habrían puesto un hombre a vigilarlo: pegote llamaban los policías a otros policías que los investigaban.
—Sabes de sobra que no estoy limpio. —Lo dijo con tan infinito cansancio, que ella se asombró. Y parecía más viejo, más hueco de lo que nunca lo había visto—. Mira, emborrachémonos después, o algo por el estilo, para celebrar mi jubilación prematura, pero ahora trae a Wilson, que diga que quiere.
—No es mucho, no llevará ni un segundo. —Llamó a Wilson, quien avanzó desde el vestíbulo, donde esperaba.
Se estrecharon la mano. Dick le ofreció una cerveza. Se acomodaron en la sala, el aparato de TV con el sonido bajo, pero no apagado. Becky corrió las persianas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Dick.
—Necesitamos tu ayuda —repuso Wilson—. Tengo que sacar unas fotos. Necesito tu cámara de visión nocturna, la que puedes conseguir en Especiales. La de la lente de quinientos milímetros, con circuito de intensificación de imágenes. Ya sabes a qué cámara me refiero.
—¿Por qué no la pides tú mismo? —Miró a Becky con una expresión interrogadora en los ojos.
—No tenemos la autorización, querido —contestó ella—. La necesitamos para las criaturas.
—¡Oh, Dios Todopoderoso, otra vez con esa mierda! ¿No pueden dejar eso a un lado? ¿Qué son, chiflados, o algo así? No puedo conseguir la condenada cámara, por lo menos mientras tenga pegotes colgados de mi chaqueta. Vamos, déjenlo. ¿Por qué no se ganan el salario que cobran, en lugar de andar revolviendo esa mierda?
—Necesitamos tu ayuda, Neff. —Wilson se encontraba encorvado en su butaca, los ojos le brillaban como puntos luminosos bajo los pesados pliegues de las cejas—. Yo te ayudé.
—Oh, Dios. —Sonrió, volvió la cabeza—. Oh Dios, el favor. El grande, el enorme favor. Permíteme que te diga, Wilson, que tu gran favor me importa un rábano. No es un factor.
—Esa cámara nos solucionaría el caso, nos sacaría de encima el problema. Sólo la necesitamos por una o dos noches.
—Necesitan algo más que la cámara; me necesitan a mí para manejarla. Es rebelde como el demonio, hay que saber cómo usarla.
—Tú puedes enseñarnos. —Él negó con la cabeza.
—A mí me llevó semanas aprender. Si no la conoces bien, no consigues foto alguna.
Ella lo miró.
—Dick, por favor. Una sola noche, eso es lo único que pedimos. —Él la contempló ceñudo, como si preguntase: «¿Hablas en serio?». Ella asintió con gravedad.
—Muy bien, una noche —respondió él—, tal vez sirva para reírnos un poco.
De manera que aceptó, sin más ni más. Ella deseó poder sentirse más agradecida, pero no pudo. La cólera y cansancio de él la hacían desear no tener que pasar el resto de la noche con Dick.
Acompañó a Wilson hasta la puerta.
—Te veré en el cuartel —le dijo mientras él se ponía el abrigo—. ¿A las ocho?
—A las ocho, de acuerdo.
—¿Adónde vas ahora, George?
—A mi casa, no. Y a decir verdad, cometes una locura al quedarte aquí.
—No sé a qué otro lugar podría ir.
—Eso es cosa tuya. —Salió al corredor y desapareció. Ella empezó a preguntarse si volvería a verlo con vida, y se interrumpió. Eso no estaba permitido. Se volvió, hizo una inspiración profunda y se dispuso a enfrentar el resto de la noche con su esposo.