CAPÍTULO 4

Becky Neff despertó de pronto de un sueño inquieto. Sintió que había habido un ruido, pero ahora no se escuchaba más sonido que el del viento, y un poco de nieve que susurraba en el vidrio de la ventana. El resplandor de las luces callejeras, muy abajo, se reflejaba en el techo. A lo lejos, un camión pasó traqueteando, Segunda Avenida abajo.

Las agujas del reloj indicaban las tres y cuarenta y cinco. Hacía cuatro lloras que dormía. Recordó apenas un sueño… un relámpago de sangre, un enfermizo sentimiento de amenaza. Tal vez fuera eso lo que la despertó. La respiración pausada de Dick en la cama, a su lado, la tranquilizó. Si hubiese habido un ruido extraño, él también habría despertado. Lo tocó con suavidad, pensando en cómo eran las cosas entre ellos tan poco tiempo antes, y que los cambios se infiltran hasta en el amor más grande. Se entristeció y se asustó. El departamento estaba frío, todavía sin el calor de la mañana.

—Dick —dijo con dulzura.

No hubo respuesta. En realidad no lo dijo con voz lo bastante alta como para despertarlo; no lo repitió. Luego se inclinó para tomar los cigarrillos de la mesita de luz, y se quedó dura. Había una sombra en el techo. La vio moverse con lentitud, un bulto bajo de algo que se arrastrara sobre el vientre, en la terraza del dormitorio. Sus pensamientos volaron hacia las ventanas corredizas: ¿cerradas con llave? No lo sabía.

La sombra desapareció, y Becky descubrió que aún yacía de espaldas, sin tender la mano hacia el otro lado de la cama. A la manera de las peores pesadillas, esa continuaba después que se creía despierta. Con el pensamiento, el corazón dejó de palpitarle con tanta fuerza. Es claro que había sido un sueño. Nada podía trepar dieciséis pisos, hasta el balcón de un departamento. Y nada habría podido seguirla. Pero no pudo desprenderse de la sensación de que había algo afuera. Al fin de cuentas, algo debía haber provocado el sueño. Algo la despertó.

Los rostros mutilados de DiFalco y Houlihan pasaron ante ella como un relámpago. Los imaginó mirando hacia arriba, desde el suelo fangoso. Y pensó en Mike O’Donnell, el viejo ciego que moría en su propia oscuridad. ¿Qué aspecto tenían los asesinos? Había supuesto que parecerían lobos, pero quizá no era así. Sabía que los lobos nunca participan en el asesinato de un hombre. Por lo general no son más peligrosos para este que los perros. A los lobos les interesan los alces y los ciervos. Es probable que el hombre los asustara más que ellos a él.

Un ruidito del balcón le dejó la mente en blanco, y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Era un gruñido, muy bajo e indistinto. ¡Estaban ahí! De algún modo lograron lo imposible, la siguieron hasta allí. Debían haberla venteado en la casa del Bronx y seguido la pista. ¡La perseguían! Se sintió petrificada, como si no pudiese hablar ni moverse. Sabía que eso era miedo, tan intenso que dejaba su cerebro flotando en un extraño y preciso mundo propio, contemplando su cuerpo desde lejos. Su mano se movió en la cama y sacudió el hombro de su esposo. Oyó su propia voz que pronunciaba una y otra vez el nombre de él con ansiosa, susurrada intensidad.

—Qué…

—No hagas ruido. Hay algo afuera.

Él tomó del cajón de la mesita de luz el revólver de servicio. Sólo entonces se le ocurrió a ella hacerlo mismo. El contacto del arma en la mano la reanimó.

—En el balcón —dijo.

Él se levantó en silencio y fue hacia la puerta. Luego se movió con rapidez, apartó las cortinas y salió. El balcón estaba desierto. Se volvió hacia ella, su sombra se encogió de hombros.

—No hay nada.

—Había algo. —La convicción creció en ella cuando lo dijo. Vio la sombra, escuchó el gruñido, unos instantes antes… y eran reales.

—¿Qué?

—No sé. Una especie de animal.

—¿Un gato?

—No lo creo.

Dick regresó a la cama, y se deslizó al lado de ella.

—Este caso te tiene absorbida de veras, ¿no es cierto, querida? —La dulzura de su voz la hirió haciéndola sentirse más desolada que nunca. A pesar de su avidez por abrazarlo, se quedó en su lado de la cama.

—Es un caso extraño, Dick.

—No te metas exageradamente en él, querida. Es un caso más. La afirmación hizo que la ira reemplazara el temor.

—No me critiques, Dick. Si trabajaras en asesinatos como estos sentirías exactamente lo mismo… si fueses sincero.

—No me excitaría.

—¡No estoy excitada!

El rio, con una risita contenida, condescendiente. El gran policía pétreo, con su tierna esposa.

—Tómalo con calma, muchacha —dijo, cubriéndose con el acolchado—. Si estás inquieta, toma un Valium.

El hombre era enloquecedor.

—¡Te digo, George, que sé muy bien qué vi!

Él miró hacia la ventana empañada. Les habían dado una oficina perteneciente a la División de Detectives de Manhattan Sur, a pesar de que aún no estaban oficialmente asignados a ella.

—Resulta bastante difícil creerlo —contestó Wilson—. Dieciséis pisos son demasiados. —Cuando la miró, sus ojos eran suplicantes; tenía que estar equivocada, o de lo contrario se enfrentaban a una fuerza de proporciones en todo sentido inmanejables.

—Sólo puedo decir que ocurrió. Y aunque no me creas, no molestará a nadie adoptar precauciones.

—Quizá sí, y quizá no. Sabremos qué estamos enfrentando cuando hablemos con el tipo a quien debemos ver.

—¿Qué tipo?

—Uno a quien Tom Rilker le dio los moldes de las impresiones de las patas. ¿Recuerdas a Tom Rilker?

—Es claro, el de los perros.

—Bueno, las impresiones que dejamos en la oficina se las dio a otro especialista, quien quiere que vayamos a verlo. De modo que quizás él nos diga qué viste.

—Maldición, tienes la forma más indirecta de decir las cosas. ¿Cuándo veremos a ese genio?

—A las diez y media, en el Museo de Historia Natural. Es un embalsamador de animales, o algo por el estilo.

Viajaron en silencio. El hecho de que probaran por ese lado era testimonio de su creciente desesperación. Pero por lo menos significaba hacer algo en relación con el caso, en lugar de dejar que pasara más tiempo. Y en apariencia el tiempo tenía una enorme importancia.

—Al menos no nos encargan otras tareas en estos días —dijo Becky para romper el silencio. Desde que el caso fue «cerrado», Wilson y ella no recibían más trabajos importantes. Tarde o temprano se los trasladaría a algún lugar más definido, en lugar de dejarlos en el limbo de la comunicación directa con el Jefe de Detectives. Era probable que los hicieran volver a Brooklyn, por lo que pudiera importar eso. Por lo menos, allí no serían víctimas de la política departamental de alto nivel.

—Underwood está enterado de lo que hacemos.

—¿Te parece?

—Por supuesto. ¿Por qué crees que no nos encargan otros casos? Underwood toca de oído. Si descubrimos algo que pueda usar, magnífico. Si enredamos las cosas, siempre se nos puede echar una reprimenda por insubordinación. —Rio. —Conoce con exactitud todo lo que hacemos.

—Supongo que Evans se lo habrá dicho. —Wilson sonrió.

—Es probable que lo haya llamado para decirle que nos deje en paz, si sabe qué le conviene. Puede que a Underwood no le guste eso, ya que él mismo cerró el caso DiFalco, pero le tiene miedo a Evans, de resultas de lo cual nos encontramos en un vacío. Palo si bogas, y etcétera.

—Aquí está el condenado museo.

Subieron por la ancha escalinata de piedra, pasaron ante la estatua de Teddy Roosevelt y se internaron en el inmenso vestíbulo sumido en penumbras.

—Venimos a ver al doctor Ferguson —dijo Wilson a la mujer del mostrador de informaciones. Esta tomó un teléfono y habló en él durante un momento, y luego les sonrió.

Las salas de trabajo del museo eran un escándalo. Había pilas de huesos, cajas de plumas, cráneos, animales y pájaros en distintas etapas de reconstrucción, sobre mesas y en cajones. El caos era total, un mar de cola y pintura y aparatos y huesos. Un joven alto, de sucio delantal gris, apareció por detrás de una caja de búhos embalsamados.

—Soy Carl Ferguson —dijo con voz potente, alegre—. Estamos preparando las Aves de Norteamérica, pero, por supuesto, no los llamé por eso. —Por un instante, Becky vio que algo helado le cruzaba por el semblante, reemplazado en seguida, de nuevo, por la sonrisa—. Vamos a mi oficina, por darle un nombre. Quiero mostrarles algo.

Se encontraba sobre el escritorio, en la oficina, montado sobre un trozo de plástico.

—¿Alguna vez vieron algo como esto?

—¿Qué demonios es?

—Un compuesto que construí a partir de los moldes de impresiones de patas que me dio Tom Rilker. Lo que haya producido esas huellas tiene zarpas muy parecidas a estas.

—Dios mío. Parece tan…

—Mortífero. Y eso es lo que es, exactamente. Un arma eficiente. Una de las mejores que he visto en la naturaleza, para decir la verdad. —La tomó—. Estos dedos largos, unidos, pueden aferrar, creo, muy bien. Y la garra se retrae. Muy bello y muy extraño. —Meneó la cabeza—. Tiene una sola cosa de malo.

—¿Qué es?

—No puede existir. Es una mutación demasiado perfecta. Carece de defectos. Además, está tres saltos por delante de sus antepasados caninos. Quizá sería aceptable si fuese una mutación única, pero aquí hay huellas de cinco o seis animales diferentes. Debe haber una manada de estas cosas. —Hizo girar en la mano el modelo de yeso—. Las posibilidades de existencia de eso son de billones… de trillones contra una.

—¿Pero no es imposible?

Ferguson tendió el modelo a Wilson, quien lo miró sin tocarlo.

—Aquí tenemos la prueba. Y quiero saber más acerca de las criaturas que dejaron esas huellas. Rilker no pudo darme ninguna información. Por eso los llamé. No quise meterme, pero con franqueza, siento curiosidad.

Wilson esbozó una débil sonrisa.

—Siente curiosidad —dijo—. Qué bonito. Todos la sentimos. Pero no podemos ayudarlo. Acaba de decirnos más de lo que sabíamos. Usted es quien puede responder a las preguntas.

El hombre de ciencia se mostró desconcertado y un poco triste. Se quitó los anteojos, se dejó caer en su butaca y volvió a poner el modelo de yeso sobre el escritorio.

—Lamento que así sea. Abrigaba la esperanza de que tuviesen más informaciones para mí. Pero creo que no se dan cuenta de lo poco que sé. ¿De dónde provienen las impresiones… pueden decirme eso?

—De la escena de un crimen.

—Oh, vamos, George, no seas tan reservado. Provienen de la escena de los asesinatos de DiFalco Houlihan, en Brooklyn.

—¿Los dos policías?

—Así es. Se las encontró en torno de los cadáveres.

—¿Qué se hace al respecto?

—Exactamente nada —replicó Wilson son sequedad—. Por el momento, el caso está oficialmente cerrado.

—¿Pero y estas huellas? Quiero decir: aquí hay claras pruebas de la existencia de algo que se sale de lo común. Esta no es un pata de perro, o de lobo, ¿se dan cuenta? Sin duda alguien estará ocupándose de esto.

Wilson lanzó una mirada a Becky, y siguió mirándola, como sorprendido. El sentimiento que ella experimentó la confundió y le agradó… no por lo que comunicaba la mirada de él, sino por la forma en que sus ojos se demoraron en ella.

—Nadie hace nada en ese sentido, doctor —dijo—. Por eso estamos aquí. Somos los dos únicos agentes de policía de Nueva York que trabajan en este caso, y estamos a punto de ser trasladados a otro lugar.

—¿Entienden que esta zarpa pertenece a un asesino temible? —Lo dijo como si fuese una revelación.

—Lo sabemos —respondió Becky con paciencia. Con la imaginación, veía otra vez las caras de los muertos.

El doctor Ferguson pareció recogerse hacia adentro. Las manos le colgaron a los costados, dejó caer la cabeza. Becky ya había presenciado antes esa reacción a la tensión, por lo general en quienes se encontraban inesperadamente cerca de un asesinato.

—¿Cuántos murieron? —interrogó él.

—Hasta ahora sabemos de cinco —repuso Wilson.

—Es probable que haya habido más —dijo Ferguson con voz tenue—, tal vez muchos más, si lo que sospecho es cierto.

—¿A saber? —Ferguson se puso ceñudo.

—No puedo decirlo ahora. No estoy seguro. Si me equivoco, ello podría perjudicar mi carrera. Es posible que estemos frente a una superchería de un asesino. No quiero dejarme seducir por una superchería. —Wilson suspiró.

—¿Tiene cigarrillos? —preguntó. Ferguson sacó un atado. Wilson tomó uno, le cortó el filtro y lo encendió. Lo hizo con toda rapidez, para que Becky no tuviese ocasión de detenerlo—. ¿Sabe?, no debería guardamos secretos. Si no nos dice lo que piensa, no podremos ayudarlo.

El hombre de ciencia los miró.

—Vean, si tropiezo con una trampa, si me arriesgo en esto y resulta ser una engañifa, perdería mi reputación. No sé qué sería de mí. O supongo que sí. Terminaría como profesor en alguna universidad perdida, pero sin titularidad. —Meneó la cabeza—. No sería una gran carrera.

—Aquí no está presentando su tesis. Habla en términos confidenciales con dos policías de Nueva York. Hay una diferencia.

—Muy cierto. Quizás exagero.

—Díganos, entonces, su teoría. ¡Por amor de Dios, ayúdenos! —Las palabras brotaron de la boca de Wilson como un ladrido, y provocaron una súbita interrupción en el ajetreo de la sala de trabajo contigua a la oficinita—. Lo siento —continuó con voz más suave—. Creo que estoy un poco desquiciado. Mi compañera y yo somos los únicos que tenemos siquiera una sospecha de lo que hay enfrente nuestro. Y hemos tenido algunas malas experiencias. —Becky interrumpió.

—Esas cosas no sólo matan. Cazan. Casi nos atraparon en una casa, en el Bronx, hace unos días. Se ocultaron en un piso de arriba. Una de ellas trató de atraerme imitando los gritos de un niño, mientras los demás…

—Me acechaban. Intentaron separarnos.

—Y creo que ayer por la noche pueden haber estado en el balcón de mi departamento.

Las palabras les salieron en un borbotón, impulsadas por su creciente sentimiento de aislamiento. Ferguson los miraba ahora con indisimulado horror, como si exhibiesen alguna marca abominable.

—Deben de estar equivocados. No pueden ser tan inteligentes.

Becky parpadeó, sorprendida; no se había dado cuenta de ello. ¡No sólo eran mortíferos, sino además inteligentes! Tenían que serlo, y mucho, para atraerlos a ella y a Wilson a la escalera, y para buscar el departamento de ella. Tenían que saber quién era su enemigo, y conocer la importancia de destruirlo antes que revelase al mundo su presencia.

Wilson se movió como un hombre sumido en un sueño, su mano subió para tocarse la mejilla, los dedos recorrieron la ruda línea de la garganta, hasta la deshilachada corbata oscura, para volver a su regazo. Cuando también en su conciencia se abrió paso la idea, los ojos se le entrecerraron, frunció el entrecejo, la boca se le abrió casi sensualmente, como si hubiese quedado dormido y soñara con el amor.

—Yo también empezaba a sospechar que eran inteligentes. No importa lo que diga, doctor Ferguson, lo que ocurrió fue lo que ocurrió. ¿Y sabe una cosa? Apuesto a que no brotaron del suelo hace un par de días. Si son tan listos, saben ocultarse bien… y además saben cuán importante es hacerlo. Así pienso yo.

—Bien; esa es la teoría que no quería trasmitirles. Pero tienen que conseguirme un cráneo o una cabeza. Y entonces podré darles una idea de la inteligencia. Pero no se preocupen, pienso que nosotros somos mucho más listos.

—Doctor, ¿cómo sería un chimpancé si tuviese los sentidos de un perro?

—Letal… oh Dios, ya entiendo lo que quiere decir. Si sus sentidos están lo bastante desarrollados, no necesitan nuestra inteligencia para derrotarnos. Supongo que eso es cierto. Resulta muy inquietante, la idea de los sentidos caninos con el cerebro de un primate.

—Y es más que eso.

—¿Qué quiere decir?

—¡Cristo, ella acaba de decirle que la siguieron! —Su vehemencia sorprendió a Becky. Las capas de sereno profesionalismo caían una a una, y por debajo se veía a un Wilson que ella nunca conoció. Había ahí un hombre de intensidad y grandes sentimientos, protector, furioso, henchido de violencia. La superficie cínica ya no existía. Lo de abajo ardía de dolor.

—Por favor, baje la voz. No puedo permitir alborotos aquí. Bien, admito que la siguieron. Haga algo al respecto, usted es el policía.

—Tonterías. No sabemos qué demonios tenemos enfrente.

—Y yo no puedo ayudarlos si no dispongo de más información. Y no pienso andar por ahí, emitiendo suposiciones que podrían llegar a los periódicos. De cualquier modo, proteger a la comunidad es problema de ustedes, así que protéjanla. Mi interés es puramente científico. Entonces, tráiganme una cabeza. Si quieren que les dé respuestas, necesito una cabeza.

Wilson tenía la barbilla recogida, los hombros encorvados.

—¡Cuernos, cuente con nosotros! Traerle una cabeza… no podemos, y usted lo sabe. Nadie capturó nunca a una de esas cosas. Aunque hayan evolucionado a una velocidad absoluta, ¿cuánto hace que existen?

—Cuando menos —y eso parece casi imposible— unos diez mil años.

—¡Mucho más que la historia documentada, y quiere que le traigamos una cabeza! Salgamos de aquí, detective Neff, tenemos que trabajar. —Se puso de pie y salió.

—Una cosa más —dijo Becky mientras lo imitaba—. Una sola cosa en la cual querría que pensase. Si nos siguen, es probable que sepan que vinimos a verlo. —Salió detrás de Wilson, y dejó al científico mirando la puerta.

Wilson no volvió a hablar hasta que atravesaron otra vez el museo casi desierto y estuvieron de nuevo en el coche.

—Lo que le dijiste a ese imbécil fue una mierda —dijo—. No nos creerá, no importa qué le digas.

—Quizá no. Pero por cierto que nos ayudaría el tener con nosotros a un hombre de ciencia. Piensa en lo que sucedería si ese tipo fuese a ver a Underwood y le dijera que estos dos policías podrían tener un poco de razón.

—No sigas, Becky. No será así. —Viajaron en silencio durante unos minutos—. Tal vez estamos embrujados —declaró Wilson—. Quizá lo de ayer por la noche fue imaginación nuestra.

—¿Nuestra?

—Yo también vi algo. —Lo dijo como si le costara—. Algo me vigilaba desde una escalera contra incendios cuando iba camino de mi casa de pensión. Era un perro de aspecto extraño. Sólo pude echarle un vistazo, y desapareció. Nunca vi una cara como la de ese perro… tan intensa. En rigor, nunca vi una cara así en nadie, salvo una vez, cuando capturé a un maniático. Me miró de esa manera. Fue porque el canalla estaba a punto de sacar un cuchillo contra mí.

—¿Por qué no hablaste antes de esto?

—Quería creer que era imaginación mía. Creo que estamos en aprietos, Becky. —Esto último lo dijo con suavidad, casi aterrorizado por las palabras. Ambos sabían con exactitud qué estaba en juego. Becky sintió náuseas. Wilson, sentado a su lado, firme como una estatua, nunca le pareció tan frágil. Se sorprendió deseando protegerlo. Imaginó a la cosa de la escalera contra incendios, los ojos ávidos, intensos. Intuyó la frustración frente a las multitudes que pasaban por la acera, imaginó la silenciosa cólera cuando Wilson siguió tranquilo su camino, protegido por todos los testigos que no sospechaban que lo eran.

—George, no puedo creerlo. Es tan difícil hacer que parezca real… Y si no me resulta totalmente real, no estoy segura de que pueda enfrentarlo.

—Ya ocurrió antes, Becky. Inclusive existen leyendas al respecto.

—Ella esperó con ansiedad, pero en apariencia él no consideró necesario continuar. Era típico, en él, hundirse en el silencio después de hacer una afirmación de esa clase.

—Continúa. ¿Adónde quieres llegar?

—Estaba pensando… ¿Recuerdas lo que le dijiste a Rilker sobre los licántropos? Puede que no estuvieras demasiado equivocada.

—Eso es ridículo.

—En realidad, no. Digamos que existieron a todo lo largo de la historia documentada. Si en verdad son tan listos como creemos, la gente del pasado puede haber creído que eran hombres convertidos en lobos.

—¿Y qué sucedió luego? ¿Por qué murieron las leyendas? ¿Por qué no se oyen en esta época?

Él apoyó la rodilla contra la guantera y se hundió en el asiento.

—Tal vez la razón es que creció la población del mundo. En el pasado sus cacerías se advertían porque había pocas personas. Pero cuando la población aumentó, comenzaron a concentrarse en los desechos, en los aislados, los olvidados… personas a quienes no se echaría de menos. Típicos animales de presa, en ese sentido… sólo atrapan a los débiles.

Ella lo miró mientras conducía.

—Creo que es una idea endemoniada —afirmó—. Pero no me parece que sea una buena noticia para ti y para mí.

—El rio.

—Nosotros no somos débiles. Es probable que eso signifique que tendrán sumo cuidado. Además, no existe conocimiento alguno respecto de ellos, lo cual tal vez quiere decir que cubren sus huellas en forma muy minuciosa.

Se refiere a que cazan a gente como nosotros, pensó Becky mientras guiaba el coche por entre el tránsito. Era como vivir una pesadilla, ese sentimiento de ser una presa de caza. Sus pensamientos volvían a la sombra del techo… a la paciente sombra que aguardaba el instante único y perfecto en que pudiera destruir a la mujer que conocía su secreto. El mundo giraba en torno de ella, de ella y de Wilson, un mundo de luces y voces y calor… aparte de la sombra móvil, de la sombra que brincaba en la persecución.

—Es una pena que nadie nos crea —dijo Wilson—. Es una pena que las cosas pierdan el tiempo persiguiéndonos, ya que no pudimos ponerlas al descubierto ni siquiera cuando quisimos. —Se frotó la cara—. Salvo, tal vez, ante Rilker y Evans. E inclusive ante Ferguson, si deja de preocuparse por lo que puedan decir en Science News. Pero tal vez logremos convencer a Rilker y Evans… cuernos, no me importa qué entienden de lo que nos está persiguiendo, ¡sólo deseo que sepan que corremos peligro y que nos den una mano! —Volvió la cabeza y la miró con rostro macilento—. ¿Sabes?, ese Ferguson es un imbécil de primera. Creo que le resultaste atractiva.

Está celoso, pensó ella, y ni siquiera lo sabe.

—Me di cuenta de que era un estúpido en cuanto lo vi —respondió—. Se le notaba. —Bueno, esto le gustará a Wilson. Y como lo esperaba, él tendió el brazo por el asiento.

—Me gusta cuando tienes ese olor.

—No me puse perfume.

—Entonces es tal vez tu desodorante. Muy lindo.

—Gracias. —Pobre hombre, sus mejores esfuerzos eran tan terribles… Sintió un poco de pena por él; su soledad se le hacía cada vez más evidente—. Es muy agradable que digas eso —se escuchó afirmar, pero las palabras sonaron a falso.

En apariencia, también le sonaron así a él, porque no continuó hablando. Cuando llegaron al cuartel central, Becky detuvo el coche en una atestada calle cercana, antes que correr el riesgo del enorme garaje vacío de abajo del edificio.

—Tenemos que conseguir que Underwood nombre un destacamento especial —dijo cuando estuvieron en su oficina. Wilson asintió. Se sentó al escritorio y revolvió los papeles apilados en él: un Times de la víspera, cubierto de anillos de tazas de café; un ejemplar de la revista de palabras cruzadas del New York, media docena de memorándums departamentales.

—Nadie nos llama nunca —dijo.

—Llamemos entonces nosotros a Underwood. Tenemos que hacer algo, no podemos dejarnos pudrir.

—¡No digas eso! Me hace daño en los intestinos. ¿Por qué no llamas tú a Underwood? Hola, esta es la Detective con D mayúscula. ¿Sabe cuál? Bien, por favor destíneme un destacamento especial de protección. ¿Se da cuenta? Me persiguen esos licántropos. Eso lo hará moverse un poco.

—Una invitación de los Servicios Psiquiátricos, y una notita confidencial en la vieja carpeta del archivo de personal. Ya lo sé. ¡Pero no queremos protección, queremos eliminar la amenaza!

—¿Te parece que podemos, Becky?

—Debemos intentarlo.

—Entonces llamaremos a Evans y Rilker y trataremos de ponerlos de nuestra parte. Y hasta es posible que el científico haga su contribución, si Rilker lo empuja. Cosas más extrañas han sucedido. Tal vez conseguiremos reunir por lo menos un grupo, suficientes hombres como para descubrir alguna prueba positiva.

Becky no tenía una gran confianza en ese sentido, pero tomó el teléfono. Wilson ni siquiera se ofreció a ayudarla ambos sabían que, en el mejor de los casos, los servicios de él eran contraproducentes en lo referente a convencer a la gente de que le prestara ayuda.

Evans escuchó el relato.

Rilker dijo que sospechaba algo por el estilo.

Ferguson estaba dispuesto a concurrir a la reunión, siempre que todo se mantuviese en el terreno extraoficial. Becky pensó en ofrecerle en préstamo una barba postiza y anteojos oscuros, pero dejó las cosas como estaban.

—Tres blancos —dijo Wilson—. Eres irresistible.

—Vamos, vamos, no te pongas celoso. Sólo resta que consigas una cita con Underwood.

A pesar de su falta de tacto en el trato con la gente, no había forma en que Wilson esquivara la responsabilidad de hablar con Underwood. Era el hombre de más jerarquía del equipo, y la simple vinculación de ambos con el Jefe de Detectives constituía una importante ruptura en la cadena de mando. En términos oficiales, Neff y Wilson no figuraban en ese momento en ninguna división en especial. El jefe los mantenía en la refrigeradora hasta tener la certeza de que el caso DiFalco no encerraba más sorpresas. Con Neff y Wilson asignados en apariencia al caso, podía impedirles que descubriesen nuevas pruebas molestas, y al mismo tiempo protegerse si ello ocurría de alguna otra manera, porque siempre podría decir que el departamento mantuvo en actividad un equipo especial, durante todo el tiempo. No quería que el caso se reabriera, pero si se reabría estaba preparado.

Era, para él, una solución muy económica de un problema. Para Neff y Wilson representaba una tortura: no sabían dónde estaban, y tampoco lo sabía nadie. Ello significaba que no podían conseguir que se hiciera nada. No tenían derecho a usar los recursos de Manhattan Sur… aparte de una oficina mugrienta. Y la División de Brooklyn los consideraba eliminados de sus planillas de sueldos. De manera que sólo se tenían el uno al otro, y la ayuda que pudiesen conseguir fuera del departamento.

No sería suficiente, eso ya les resultaba claro.

Cuando Wilson logró comunicarse por fin, Underwood se mostró cortés. Fijó una entrevista para las tres de la tarde, y ni siquiera preguntó de qué se trataba. ¿Y por qué habría de hacerlo? Sabía que existían sólo dos temas de conversación. O querían reabrir el caso DiFalco, o deseaban que se los volviera a designar para este. Y tenía una respuesta sencilla para los dos: No.

—Tenemos un par de horas, podríamos ir a almorzar al Barrio Chino.

Wilson miró por la ventana.

—Parece que hay bastante gente por las calles. Creo que podemos ir.

Tomaron un taxi. A pesar de la muchedumbre, eso parecía lo más seguro. La calle Pell, centro del Barrio Chino, se encontraba alegremente atestada. Dejaron el taxi; Becky se sentía un poco más a sus anchas, Wilson estudiaba las escaleras contra incendios y las callejas. Becky no eligió un restaurante que le resultara familiar de sus días de galanteo con Dick, ni uno de los sucios merenderos de chop suey que habría elegido Wilson. A este le gustaba almorzar por menos de dos dólares. Y cuando agasajaba a alguien, bajaba aún más el tope, a menos de que su víctima fuese muy despierta.

Becky era muy despierta. Durante el almuerzo conversaron muy poco porque él estaba enfurruñado con lo que le costaría la comida. O al menos eso fue lo que ella supuso, hasta que él habló por fin.

—Me pregunto qué se sentirá.

—¡Por qué dices una cosa así!

—Nada. Pensaba, eso es todo. —Ella vio que tenía el rostro ceniciento. Con la mano izquierda sostenía la servilleta apretada contra el centro del pecho, como si quisiera detener una hemorragia.

—No puedo sacarme de la cabeza esa maldita zarpa.

—Los labios se le retrajeron de los dientes, el sudor le brotó en las mejillas y la frente. —No dejo de imaginar que se me clava en la camisa, me aferra. —Dios sabe que no se podía hacer nada en cuanto algo como eso lo tuviese agarrado a uno.

—Espera un momento. Escúchame. Te estás asustando. No te censuro, George, pero no puedes permitírtelo. ¡No puedes darte el lujo de asustarte! No debemos permitir que nos suceda eso. Si ocurre, atacarán sin más dilaciones. Tengo la sensación de que lo único que les impidió hacerlo hasta ahora es el hecho de que nos amedrentamos.

Él esbozó su familiar sonrisa enfermiza.

—No llagas eso, quiero que me tomes en serio. Escúchame… sin ti no tengo esperanza alguna. —Sus palabras la sorprendieron. ¿Hasta qué punto era verdad lo que decía? Hasta el punto en que estaba en juego su vida misma, fue la respuesta instantánea—. Saldremos de esto.

—¿Cómo?

—Fue una pregunta bastante inocente, pero dadas las circunstancias dejaba al descubierto una debilidad que ella deseó que no existiera.

—Como podamos. Y ahora cállate y déjame terminar mi almuerzo en paz.

Comieron maquinalmente. A Becky, la comida le supo a metal. Tenía desesperados deseos de volverse, de ver si la puerta de atrás de ella comunicaba con la cocina o con el sótano. Pero no lo hizo, por Wilson. No tenía sentido agregar su propio miedo al de él.

—Tal vez necesitemos esa zarpa. Cuando el jefe la vea, es posible que entienda las cosas más a mi manera.

—Ni siquiera me acordé de pedir a Ferguson que la trajese.

—Pero la traerá. Está orgullosísimo de esa garra.

—No lo censuro. Puede llevarla en lugar de una navaja.

Wilson lanzó una risita abogada y sorbió el resto de su té, olvidados sus temores, en apariencia. Pero la servilleta continuaba convulsivamente apretada contra su pecho.

En cuanto regresaron al cuartel central, fueron a la oficina de Underwood. En realidad se trataba de una serie de oficinas, y en la exterior estaba el tipo de policía femenina que Becky más odiaba: la dactilógrafa uniformada.

—Usted es Becky Neff —dijo la mujer en cuanto entraron los dos—. El jefe de Detectives dijo que vendrían. Me alegro muchísimo de conocerla.

—Encantada, teniente —murmuró Becky—. Este es mi compañero, el detective Wilson. —Este miraba más allá de ellas, como inseguro. En la pared que contemplaba no había nada, salvo una escena de caza—. Wilson… te estoy presentando.

—¡Oh!, sí, qué tal. ¿Tiene cigarrillos?

—No fumo, al jefe no le agrada.

—Sí. ¿Qué está haciendo? Se supone que debemos verlo a las tres.

—Apenas son las dos y cuarenta y cinco. Todavía está en su otra reunión.

—Almorzando, querrá decir. ¿Por qué no me deja dormir en ese diván que tiene en la oficina? Tengo que digerir más o menos un kilo y medio de chow mein de pollo.

La teniente miró a Becky, pero siguió, sin una pausa:

—No, está ahí, de veras. Tiene a alguna gente del Museo de Historia Natural, y al doctor Evans…

Entraron.

—Perdón por haber llegado tarde —gruñó Wilson—. Nos demoró su genio casero.

—Bien, pero no llegan tarde. Todavía faltan quince minutos. Pero como estos hombres estaban todos aquí, pensamos que podíamos empezar. ¿Todos conocen a todos?

—Los conocemos —respondió Wilson—. ¿Alguien fuma aquí?

—No tengo ceniceros —dijo Underwood con firmeza. Wilson acercó una silla, cruzó las piernas y suspiró.

Se produjo un silencio. Se prolongó. Becky paseó la vista por las caras. Rígidas, inexpresivas, la de Evans un tanto turbada. Sintió que se derrumbaba en su asiento. El silencio sólo podía significar que no creían. Los hombres pensaban que los detectives estaban un poco chiflados. Dos famosos detectives un tanto enloquecidos. Cosas peores han sucedido, cosas más improbables.

—En apariencia, caballeros, no saben qué significa ser perseguido —dijo Wilson. Becky se asombró: cuando se encontraba de espaldas contra la pared, revelaba recursos ocultos—. Y como no lo saben, no pueden imaginar el estado en que nos hallamos Neff y yo. Y nos persiguen, ¿saben? Por supuesto. Cosas que tienen garras como estas. —Las tomó con un veloz movimiento—. ¿Pueden imaginar lo que se sentiría con una de estas clavada en el pecho? Puede arrancar el corazón de cuajo. Cuernos, podrían mirar esa puesta del sol de afuera y creer que es hermosa. Y también lo era para nosotros, hasta ayer por la noche. Ahora ya no miramos de ese modo una puesta del sol. La miramos como los ciervos y los alces: con temor. ¿Qué me dicen de esa sensación, eh? ¿Alguno de ustedes la conoce?

—Detective Wilson, está sobreexcitado…

—Cállese, Underwood. Tal vez este sea mi último discurso, y quiero ser escuchado. —Agitó la garra mientras hablaba, y midió sus palabras con cuidado poco característico en él—. Nos persigue lo que sea que tiene estas zarpas. ¡Y eso existe, no lo olviden! Existen desde hace miles de años. Nosotros los vimos, caballeros, y son feísimos. También son muy veloces, y muy inteligentes. La gente solía llamarlos licántropos. Ahora no los llama de ninguna manera, porque se han vuelto tan expertos en cubrir sus huellas, que ya no quedan leyendas acerca de ellos. Pero están aquí. Por Dios que están aquí.

Resultaba difícil encontrar a los dos que era preciso matar. Se los venteó con claridad cuando atravesaron la casa en la cual se alimentaba la manada. Se vio su coche cuando partía, y unos días más tarde, esta vez en Manhattan, hacia el lado del mar. Hizo falta paciencia. Se vigiló al hombre mientras recorría las calles, y por último se descubrió su casa. También se siguió a la mujer, y su olor se encontró en un edificio de muchos pisos. Lo vigilaron hasta saber que el dormitorio que se abría detrás de uno de los balcones era sin duda alguna el de ella.

No eran la presa que correspondía, pero era preciso tomarlos. Si se difundía su conocimiento sobre esa manada, toda la raza sufriría. Primero padecerían las muchas manadas de la ciudad, luego las de otras cercanas, y por último en todas partes. Era mejor que el hombre no supiese de la existencia de las manadas. Si las incontables hordas de hombres se enteraban de que había tantas manadas que medraban gracias a ellos, sin duda alguna opondrían resistencia. Era esencial que el hombre no supiese.

Eso se hacía cada vez que el hombre se acercaba mucho. Siempre fue así, y era la primera ley de la cautela. Durante muchos años vagaron libres por el mundo, y prosperaron. Había tantos seres humanos, que las manadas crecían en el mundo entero, en cada una de las ciudades humanas. Cuando el hombre los veía de vez en cuando, la manada pasaba por un grupo de perros perdidos. Por lo general cazaban de noche. De día dormían en cubiles ocultos con tanto cuidado —en sótanos, edificios abandonados, donde pudiesen encontrar un lugar—, que el hombre nunca advertía que estaban ahí. Tampoco los perros constituían un problema. Para ellos el viento de las manadas era una parte familiar de la vida de la ciudad, y no le prestaban atención.

Y ahora esos dos humanos debían morir, o irían a las demás ciudades humanas y las prevendrían de la existencia de la muerte en su seno.

De modo que siguieron la pista de los dos humanos, la siguieron por las calles, hasta que entró en un gran edificio gris de la parte baja de Manhattan. Cuando volvió a salir y se separó, ellos se dividieron, y siguieron a las dos partes.

Fue fácil encontrar el cubil del hombre. Estaba cerca del suelo, en una casa con débiles puertas exteriores y un sótano de fácil acceso. Pero la habitación del hombre se hallaba cerrada con llave y tranca, con postigos en las ventanas. Todo el lugar hedía a miedo. El hombre vivía en una fortaleza. Hasta la chimenea que comunicaba con su hogar había sido clausurada hacía tiempo. Resultaba penoso ver a alguien tan enfermo y henchido de pavor, sentado todas las noches en su butaca, con las luces encendidas. Uno así necesitaba la muerte, y la manada ansiaba dársela, no sólo porque era un peligro en potencia, sino porque, además, se encontraba en el estado de presa. Necesitaba la muerte, ese, y todos abrigaban la esperanza de dársela.

Y habían encontrado una forma de atacarlo.

La mujer vivía muy arriba, en el edificio. No todos los de la manada eran diestros trepadores, pero algunos sí, y uno de ellos trepó. Pasó de balcón en balcón, aferrándose con las garras delanteras, haciéndolo una y otra vez. Abajo, el resto de la manada esperaba en la negra calleja, ansiando con todo el corazón aullar su alegría ante el heroísmo de él, ante su verdadero amor por todos los de su especie. Pero callaron. Y por otra parte era innecesario: mientras ascendía, husmearía el respeto y el júbilo de los que se encontraban abajo.

Y trepó hacia el olor de la mujer humana. Estaba allí, cada vez más cerca. Trepó, con avidez de tomarla, de sentir su sangre corriéndole por la garganta, de saborear su carne, de sentir morir su cuerpo y terminar la amenaza contra la raza. ¡La manada se alegraba de que supiese trepar, y él de trepar por ellos!

Cuando llegó al balcón, se movió tan en silencio como pudo. Pero no lo bastante. Una de sus garras golpeó la puerta de vidrio mientras probaba la cerradura. Para él, el ruido fue claro como una campanada. ¿Los humanos de adentro lo habían escuchado? ¿Lo oyó ella?

El olor de la mujer cambió, de la densidad del sueño a la agudeza del temor. ¡La maldita criatura lo había oído! Cruzó el balcón centímetro a centímetro. Ella sabía que estaba allí. El sonido de la respiración de la mujer se modificó. Comenzaba a asustarse tan terriblemente, que él deseo ayudarla a morir, aunque no fuese lo bastante débil como para ser una presa. Pero eso era tan peligroso… Si abrían esa cortina, lo verían. ¡Y no se debe ser visto por quienes vivirán! Para evitarlo, estaba dispuesto a arrojarse por el balcón. ¿O no? ¿Morir por eso? El corazón le palpitó a su vez. Ella lanzó un gritito: había visto su sombra en el techo. Los instintos de él gritaron —gruñe, ataca, mata—, pero sólo salió un ruido minúsculo.

Un ruido que ella escuchó.

¡Ahora era demasiado tarde! Se levantaban. Miró el aplique luminoso del cielo raso del balcón. ¡El movimiento de un interruptor adentro, lo dejaría al descubierto! Con desesperación, trepó al piso siguiente, y ni un solo momento antes de lo necesario. Oyó el chirrido de la puerta corrediza, una pisada en el balcón de ella. Su compañero masculino miró en torno, moviéndose por entre el denso calor y olor de su propio cuerpo, y sin siquiera darse cuenta, en la asombrosa ceguera de los humanos. Esas pobres criaturas eran todas ciegas, en todo sentido, salvo en el visual. Ciegas de la nariz, del oído, del tacto. Eran la mejor presa del mundo.

Cuando el hombre entró de nuevo y volvió a caer en la oscuridad, él regresó a la callejuela. Tenía el corazón henchido de pena cuando se enfrentó a la manada; había fracasado, ella vivía todavía.

Pero encontraron una manera de lanzarse también sobre ella, y ahora estaban listos.