CAPÍTULO 3

Mike O’Donnell odiaba esa parte de su jornada cotidiana. Las calles de allí eran hoscas, peligrosas y desiertas. Las aberturas de los edificios en ruinas exhalaban el hedor de la podredumbre húmeda y de la orina. A O’Donnell le agradaban los gentíos afanosos de varias calles más allá, pero con el dinero que reunía un ciego no era posible tomar un taxi para cruzar esas zonas; era preciso caminar. A lo largo de los años el mortífero silencio había crecido como un cáncer, y reemplazado el ruidoso y amable clamor que Mike recordaba de su infancia. Ahora todo era casi como eso, salvo la manzana en que Mike vivía con su hija, y la cercana a la estación del subterráneo, a veinte minutos de caminata.

Esos veinte minutos siempre eran malos, y empeoraban cada vez más. A lo largo del trayecto había encontrado a drogadictos, asaltantes, pervertidos… toda clase de residuos humanos. Y sobrevivía. Que lo asaltaran. ¿Qué podía perder, unos pocos dólares? Sólo una vez fue golpeado de veras, por unos jovencitos, chicos, en verdad. Apeló a la masculinidad de ellos, los avergonzó y los hizo abandonar su plan de torturarlo en uno de los edificios desocupados.

Mike era recio y flexible. Sesenta años de ceguera en el Bronx no le dejaban otra alternativa. El y su querida hija vivían de la caridad, de la ayuda pública. Ella era una buena muchacha, con mal gusto en materia de esposos.

Dios sabe, la clase de hombres… olían a colonia y a pomada para el cabello, se movían por el departamento como gatos, voces que pronunciaban cada palabra con acento burlón… actores, decía ella. Y ella era actriz, decía… Buscó a tientas su camino con el bastón, tratando de expulsar sus problemas de la mente, sin deseos de llevar sus sentimientos a casa, de iniciar una discusión.

Y entonces escuchó un ruidito que le hizo erizar los pelos de la nuca. No parecía del todo humano, ¿pero qué otra cosa podía ser? No pertenecía a un animal… demasiado semejante a una voz, demasiado poco parecido a un gruñido.

—¿Hay alguien ahí?

Se escuchó de nuevo el sonido, adelante y abajo. Intuyó una presencia. Había alguien allí, en apariencia agazapado contra el suelo.

—¿Puedo ayudarlo? ¿Está herido?

Algo se deslizó por el pavimento. En el acto el extraño sonido se repitió en otros puntos: detrás, en los edificios abandonados, a su lado, en la calle. Hubo una sensación de un lento movimiento que lo rodeaba.

Mike O’Donnell levantó el bastón, comenzó a llevarlo hacia atrás para lanzarlo hacia adelante. La reacción fue instantánea; la muerte de Mike O’Donnell llegó tan de repente, que sólo pudo registrar asombro.

Trabajaron con eficiencia ya practicada, arrastraron el cuerpo hasta el edificio abandonado, mientras la sangre todavía salía palpitante de la garganta. Era un cuerpo pesado y viejo, pero ellos estaban decididos, y eran seis. Trabajaron en una carrera contra el tiempo, contra el omnipresente peligro de ser descubiertos en un momento vulnerable.

Mike O’Donnell no había entendido cuán completamente fue abandonado el vecindario en los últimos años, dejado por todos, menos los drogadictos y otros desechos humanos, y quienes se sentían atraídos hacia él a causa de sus debilidades. Y ahora Mike O’Donnell se unía a los innumerables cadáveres que se pudrían en los sótanos abandonados y entre los escombros del vecindario desierto.

Pero en ese caso existía una pequeña diferencia. Tenía un hogar, y su falta se advertía. La hija de Mike estaba frenética. Volvió a discar el número del Faro para los Ciegos.

No, no habían visto a Mike, no se presentó a cumplir con sus tareas. Ya habían transcurrido seis horas y ella no quería perder más tiempo. Su llamado siguiente lo hizo a la policía.

Como por lo general las personas desaparecidas aparecen por sí mismas, o no se las ve más, el Departamento de Policía no reacciona en el acto ante un nuevo informe en ese sentido. Por lo menos si no se refiere a un niño o a una joven que no tienen motivos para salir de su casa, o, como en el caso de Mike O’Donnell, a alguien que no abandonaría en forma voluntaria la escasa seguridad y comodidades con que cuenta en el mundo. De manera que el caso de Mike O’Donnell era especial, y recibió atención. No en proporción abrumadora, pero sí la bastante para hacer que se le destinara un detective. Se hizo circular una descripción de Mike O’Donnell, y se le dedicó una atención algo más que rutinaria. Alguien interrogó inclusive a la hija el tiempo suficiente para trazar un mapa del posible trayecto de Mike, desde el departamento hasta la estación del subterráneo. Pero el caso no avanzó más allá; no apareció cadáver alguno, la policía le dijo a la hija que esperase, que no abandonara las esperanzas. Una semana más tarde le dijo que abandonase toda esperanza, que ya no se lo hallaría. Era probable que en algún lugar de la ciudad el cadáver estuviese pudriéndose, eficaz y completamente escondido por quien lo había matado. Con el tiempo, la hija de Mike O’Donnell aprendió a aceptar la idea de su muerte, a tratar de reemplazar el espantoso e incierto vacío con el consuelo de la certidumbre. Hizo todo lo posible, pero en verdad, sólo llegó a entender que su padre había sido devorado por la ciudad.

Durante esas semanas. Neff y Wilson trabajaron en otras misiones. No oyeron hablar del caso O’Donnell; investigaban otro asesinato, encerrados en la interminable y sórdida rutina de Homicidios. La mayoría de los delitos no son menos vulgares que la gente que los comete, y a Wilson y Neff no se les asignaban, en esos días, los casos interesantes o dramáticos. Y no se trataba de que los hicieran a un lado, pero corría el rumor de que el jefe de detectives no estaba precisamente enamorado de ellos. El jefe sabía que a ellos no les agradaba su forma de manejar los asesinatos DiFalco/Houlihan, y no quería que se lo recordaran, ante todo porque a él le gustaba menos que a ellos. Era un hombre, más prosaico que ellos, y le preocupaban más sus posibilidades de ser designado para el cargo de Comisionado de Policía que seguir teorías extravagantes, en punto de lo que le parecía, auténticamente, un accidente más extravagante aún.

De forma que los dos detectives fueron apartados de los grandes casos, eficazmente enterrados en la enorme magnitud del Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York.

Las primeras palabras que Becky Neff escuchó sobre Mike O’Donnell provinieron del forense.

—Creí que ustedes dos se habían jubilado —dijo por teléfono—. ¿Tienen algún caso difícil?

—Lo de siempre. No mucha acción. —A su lado, Wilson enarcó las cejas. El teléfono del escritorio de ella no sonaba con mucha frecuencia; una conversación extensa, como esa, resultaba interesante.

—Aquí tengo un problema, y me gustaría que le echaran un vistazo, lo antes posible.

—El jefe…

—Y qué, hagan una pausa para beber un café. Suban. Creo que esto podría ser lo que estaban esperando.

—¿Qué le pasa? —interrogó Wilson en cuanto ella dejó el aparato.

—Tiene un problema. Piensa que podría interesarnos.

—El jefe…

—Así que dijo que hiciéramos una pausa para beber un café, y subiéramos a verlo. Creo que es una buena idea.

Se pusieron los abrigos; afuera, la tarde de diciembre era luminosa, tempestuosa, y el viento frío que contorneaba los edificios traía consigo una feroz mordedura. En rigor, el frío era tan intenso desde hacía tres días, que ni siquiera se veían muchos vehículos en la calle. Los atascamientos habituales de la tarde habían desaparecido, reemplazados por una salpicadura de taxis y ómnibus, con grandes penachos de humo de los escapes condensados por detrás. El forense había hablado con circunspección en el teléfono, saboreando sin duda el poco de dramatismo que pudiese haber en el asunto.

No hablaron mientras el coche volaba por la Tercera Avenida. En las últimas semanas Wilson se había vuelto más taciturno que de costumbre; a Becky eso le venía bien. Tenía suficientes problemas propios, y no necesitaba escuchar las quejas de él. El último mes con Dick fue tormentoso, henchido de dolores y de revelaciones inesperadas. Ahora sabía que Dick recibía dinero bajo cuerda. Cosa extraña, el dinero no provenía de los narcóticos, sino del juego. Hacía un año, más o menos, siguió la pista de una red de traficantes de heroína hasta un casino de juegos ilícitos. El padre de Dick se encontraba internado en un sanatorio, y él estaba cansado de las cuentas del tráfago. Detuvo a los traficantes, pero dejó en paz el establecimiento de juego… por unos cuantos miles de dólares.

—Es juego —argumentó—. Qué demonios, ni siquiera se lo debería calificar como delito. —Pero como lo era, tanto daba permitiese que le pagara los seiscientos mensuales que le costaba su padre. Por Dios, hasta era posible que ahorrasen lo suficiente para alquilar un departamento decente, uno de esos días. Le dolía ver que pasara eso con Dick. La verdad es que le hizo reproches, pero no trató de impedírselo, y no lo denunció. Ni lo haría. Pero Dick era un policía corrompido, lo único que ella juró que jamás sería, lo único que juró que nunca le permitiría ser a él. Bien, Dick no le había pedido permiso.

Siempre supuso que jamás cedería a las tentaciones tan comunes en la fuerza policial… y también él lo juró. Pero cayó, y al no impedírselo, también ella. Y ahora reñían, ninguno de los dos dispuesto a enfrentar el motivo verdadero de su cólera. Habrían debido tener la valentía de detenerse; por el contrario, dejaron que las cosas siguieran. Se desilusionaron el uno al otro, y eso los amargaba.

Los amargaba lo bastante como para pasar cada vez más tiempo separados. A menudo pasaban días entre una y otra velada compartida, o entre desayunos monosilábicos. Antes programaban sus horarios de modo que coincidieran; ahora lo hacían de manera que se mantuviesen separados. O al menos, por lo que se refería a Becky, dejó de esforzarse con sus horarios. Aceptaba lo que le daban, y los horarios extraordinarios venían al pelo. A la larga habría un enfrentamiento, pero no ahora, no hoy… Hoy ella iba a la oficina del forense, para intervenir en otro caso, quizás algo en verdad interesante por primera vez en demasiado tiempo.

Evans los esperaba en la zona de recepción.

—No se quiten los abrigos —les dijo— vamos a las cámaras frías.

—Eso significaba que los restos se encontraban en avanzado estado de deterioro. La oficina del forense tenía un claustrofóbico compartimiento de refrigeración, con espacio suficiente para tres mesas quirúrgicas y unas pocas personas apretujadas. Los ojos de Wilson vagaron mientras recorrían el pasillo impregnado de olor a desinfectantes, en dirección de la sala de refrigeración; su claustrofobia estaba de parabienes. Más de una vez le comentó a Becky que la refrigeradora, figuraba en sus pesadillas.

—Otra vez un asunto rudo —comentó el forense—. Yo sólo los llamo cuando tengo una verdadera carnicería. Espero que no les moleste. —Tal vez Evans carecía de buen gusto, o quizá fuese un intento de bromear. Becky no se molestó en reír; en cambio, hizo una pregunta: —¿Qué vamos a ver?

—A tres personas que la policía encontró muertas, muy descompuestas. —Los hizo pasar a la sala de refrigeración, brillantemente iluminada, y cerró la puerta tras ellos. No tuvo necesidad de decir nada más; se veía a las claras que los cuerpos habían sido atacados del mismo modo que DiFalco y Houlihan. Daba escalofríos ver igual tipo de marcas en los huesos, las mismas señales de masticación. Becky sintió miedo, un miedo demasiado profundo para entender sus sentimientos. Pero en cuanto vio los cadáveres supo que el jefe de detectives había cometido el error que ellos temían: ese no era un caso corriente de asesinato, y no era una casualidad.

—Maldición —dijo Wilson.

El forense sonrió, pero esa vez sin alegría.

—No sé cómo explicar estos cadáveres. El estado en que se encuentran no tiene sentido.

—Lo tiene —corrigió Becky— en cuanto se da por supuesto que no fueron muertos por seres humanos.

—¿Y por quién, entonces?

—Eso queda por averiguarse Pero pierde su tiempo con nosotros. Underwood nos retiró del caso.

—Bien, los pondrá de vuelta.

—Hay muchos detectives en este departamento —intervino Wilson—. Estoy seguro de que encontrará a otros. Y es probable que necesite más. Esto va a ser un gran problema para él. —Meneó la cabeza—. Un enorme problema. Salgamos de esta nevera. Ya vimos todo lo que necesitamos ver.

Evans abrió la puerta.

—Volverán al caso, —dijo—. Yo me ocuparé. Así que empiecen a trabajar. Necesitan una solución.

No se molestaron en preguntar al forense cómo habían llegado los cadáveres. Llamaron al cuartel central, y los remitieron al distrito que correspondía. En cuanto terminó su llamado al cuartel central, Wilson llamó al Distrito 41, de Bronx Sur, y pidió hablar con el capitán. Por supuesto, podían ir, pero ya había detectives asignados al caso.

—Podría tener vinculación con otro caso, uno nuestro. —Dejó el teléfono—. Andando.

Se abrieron paso a través de la ciudad, hasta la Carretera FDR. A pesar de que el tiempo había reducido el volumen del tránsito, el cruce seguía siendo difícil.

—En alguna parte leí que hoy resulta más difícil atravesar la ciudad en un auto, que antes en un carruaje.

—Y más todavía cuando conduzco yo, ¿no es así?

—Sí si lo dices tú.

—Malditos jefes —gruñó ella.

—Eh, te estás acalorando, querida.

—Ya lo creo. Aquí tenemos a dos policías enterrados y olvidados, y sabemos de sobra que algo no anda bien… Malditos esos canallas politiqueros. Negro es el día en que el Departamento de Policía de Nueva York no monta siquiera una investigación adecuada cuando matan a sus agentes. Seedman nunca habría hecho eso.

Wilson suspiró, y con ello expresó todos los sentimientos que no podía o no quería expresar, sobre el Departamento de Policía que tanto le encantaba odiar. El departamento lo había herido, a la vez que lo ayudó; en los últimos años vio que el acento de su labor pasaba de la solución de los delitos a su prevención. Los ciudadanos exigían protección en las calles; los detectives, otrora orgullosos, disminuyeron en número, y las patrullas de a pie se convirtieron en algo normal. Los veteranos eran cada vez menos; Wilson era uno de ellos, cuidadoso y de mirada aguda. Y el hecho de que su acompañante fuese una mujer constituía otro signo del deterioro del departamento. Miró por la ventanilla. Becky no podía verle la cara, pero conocía el contenido de la expresión. Y también sabía que no tenía sentido hablarle ahora; estaba más allá de toda posibilidad de comunicación.

Recorrieron las calles devastadas del Distrito 41, pasaron ante los terrenos baldíos sembrados de ladrillos, los edificios vacíos, las ruinas quemadas y abandonadas, los coches destripados, los lúgubres desperdicios que volaban por las calles. Y Becky pensó: «En alguna parte hay algo». Lo sabía. Y por la forma en que cambió Wilson, por la rigidez de su postura, el ensombrecimiento de su semblante, el leve descenso de las comisuras de los labios, vio que participaba del sentimiento.

—Cada vez que vengo, este lugar tiene peor aspecto.

—¿Qué calle era, George?

—Ciento Cuarenta y Cuatro Este. La vieja Ciento Cuarenta y Cuatro. Sin duda que ahora es un asco. —Wilson se encontraba en el vecindario de su infancia, contemplando las ruinas en que creció de niño—. Era bastante bueno entonces, no el mejor, pero por cierto que no estaba así. Cristo.

—Sí. —Becky trató de dejarlo a solas con sus pensamientos. Si se considera que el pueblecito de la parte alta del Estado en que creció ella seguía estando como siempre, y en apariencia lo estaría para siempre, no le era posible imaginar el efecto que ese lugar producía en Wilson.

—Dios, no puedo creer que tenga cincuenta y cuatro —dijo él—. Juraría que ayer por la noche estuve sentado en esos mismos escalones de entrada. —Suspiró—. Ya estamos —dijo—, el viejo Cuarenta y Uno. —El edificio policial era una triste fortaleza, un improbable bastión de razonable decadencia en medio de las ruinas que lo rodeaban. Un vecindario de casas no abandonadas se apiñaba en derredor. El peligro y la destrucción se encontraban más allá. En rigor, con la extraña fecundidad del Bronx, esas dos calles inmediatas mostraban señales de mediana prosperidad. Había tránsito en las calles, aceras bien barridas, cortinas en las ventanas, y en la esquina una iglesia católica bien cuidada. Los peatones eran escasos a causa del frío, pero Becky pudo imaginar cómo era el lugar cuando el tiempo estaba bueno: lleno de chicos en las aceras y sus padres sentados en los escalones de entrada, plena de vivacidad y ruido, y de la pura exuberancia que puede infectar a los vecindarios ciudadanos.

El capitán del Distrito 41 levantó la vista, sentado a su escritorio, cuando hicieron pasar a Neff y Wilson. En el acto se vio con claridad que aún no sabía con exactitud por qué estaban allí. Normalmente, los detectives de otro barrio no tendrían nada que ver con el caso… y hasta donde el capitán sabía, era probable que ni siquiera hubiese un caso. Apenas un par más de podridos cadáveres de drogadictos, y de un pobre viejo. Más o menos lo normal para Bronx Sur, en esos días. Por instinto, Becky supo que debía dejar que Wilson manejase al capitán. Era el hombre de la pelea cuerpo a cuerpo, el experto residente en materia de política departamental. ¡Y hasta dónde lo había llevado su destreza política! El mejor detective de la ciudad de Nueva York, en un callejón sin salida. De Primer Grado, es cierto, pero jamás una división, jamás un distrito propios.

—Recibimos una sugestión de Evans —dijo Wilson a modo de explicación de la presencia de ambos.

—Evans hizo valer su jerarquía ante el forense de Bronx y se llevó esos cadáveres a Manhattan. No sabemos por qué lo hizo. —La voz del hombre era glacial. No le agradaba que le quitaran un caso sin buenos motivos. Y era evidente que hasta ese momento nadie le había dado explicaciones.

—Lo hizo porque las marcas que tenían eran similares a las de los restos de DiFalco Houlihan. —El capitán se quedó mirándolo.

—¿El caso sigue abierto?

—Ahora sí. Tenemos una nueva pista.

—Cristo. No es extraño que nos hayan invadido. —Se puso de pie—. Tenemos la escena bien cuidada. ¿Quieren ir allá?

Wilson asintió. Cuando siguieron al capitán fuera de la oficina, Becky se sintió alborozada. Al hombre no se le había ocurrido llamar al centro para confirmar lo que decían Neff y Wilson. Si lo hubiese hecho, habría descubierto que ya no trabajaban en el caso. ¿Pero por qué había de hacerlo? Ni se le ocurrió.

La zona en que se hallaron los cadáveres estaba cerrada con cuerdas y cubierta de carteles con la leyenda Escena de un Crimen. La vigilaban dos patrulleros.

—Los cadáveres fueron encontrados por un taxista gitano, quien se detuvo para arreglar el reventón de un neumático y olió algo. Vino a vernos, tuvimos suerte. Por lo general esos tipos ni siquiera se molestan.

Los cadáveres habían sido hallados en el sótano de una casa de departamentos abandonada. Becky sacó su linterna del bolso y pasó por debajo de los escalones delanteros derruidos. Se habían instalado luces en el sucio sótano, pero el resto del edificio, condenado, se encontraba sumido en la oscuridad. La luz de la linterna jugueteó por el suelo, en los rincones lóbregos, por las escaleras que llevaban al primer piso.

—¿La puerta tiene llave? —preguntó Wilson cuando Becky proyectó la luz sobre la superficie ennegrecida.

—No subimos —respondió el capitán—. Recuerde que pensamos que esto era cosa de rutina hasta esta mañana, en que el forense del Bronx nos dijo que Evans le había robado sus cadáveres.

—Ja, ja, qué gracioso —dijo Wilson con voz sin tonalidades. El capitán le lanzó una mirada furiosa—. Subamos, socia. Será mejor que hagamos el registro.

Todos la oyeron; una pisada en la escalera. Miraron a su jefe. El pelo de este se erizó, y el de ellos también. Funcionaban con una sola emoción, una sola voluntad, un solo corazón. ¿Qué significaban las pisadas? Era evidente que los del sótano habían decidido subir. Y eran familiares. El ruido de sus pisadas, su creciente olor, sus voces; podían recordarlos del vaciadero. Como lo temían los mayores, la matanza de jóvenes humanos había provocado una investigación. Y esos dos participaron en tal investigación. Ahora estaban ahí, y sin duda seguían a la manada.

Su olor se hizo más potente a medida que se aproximaban: un viejo y una mujer joven. No eran peligrosos, resultaría fácil matarlos.

El jefe emitió un sonido que puso en movimiento a la manada.

Estaban hambrientos, los cachorros tenían frío y hambre. Hacían falta alimentos. Ese día se habría iniciado una nueva cacería. Tal vez fuese innecesaria, la matanza eliminaría al mismo tiempo el peligro y proporcionaría carne. Pero sería preciso separar a la joven mujer fuerte del viejo débil. ¿Cómo hacerlo? Sus rastros revelaban que cazaban juntos, y la forma en que sonaban sus voces, cuando se hablaban, decía que trabajaban unidos desde hacía mucho tiempo. ¿Cómo se separa a tales personas, siquiera por un instante, en especial cuando ambas reconocen el peligro? Los vientos se acentuaron con el olor del miedo, mientras los dos humanos caminaban a tientas en la oscuridad. Ello hizo que fluyesen los jugos digestivos, y que los corazones palpitasen con más fuerza, por el ansia de la caza. El jefe previno, esperen, esperen. En esa situación intuía peligros ocultos. De pronto odió el lugar. Lo aborreció, lo despreció. Estaba repleto de humanidad. Afuera había jóvenes fuertes, y esos dos adentro, y otro viejo en el sótano. Antes hubo muchos más en el sótano. «Nuestros jóvenes no deben matar a los jóvenes de ellos», pensó con ferocidad. Se sorprendió dirigiéndose con lentitud hacia la puerta del cuarto en que habitaban, moviéndose a pesar suyo, atraído por la necesidad de matar a los dos que sabían lo bastante sobre la manada para seguirla hasta allí. Los otros se movieron detrás de él, con sigilo, eficientes, con rápidos pasos acolchados por el corredor oscuro, por la oscura escalera hacia los maravillosos aromas, acercándose demasiado a la humanidad, pero sin embargo, sólo lo suficiente para conseguir lo que necesitaban. «Debo encontrar una forma de separarlos», pensó el jefe. De repente se detuvo. El cuerpo le ardió en deseos de continuar, de terminar el ataque, de sentir la muerte de la presa en la boca. Pero meditó con cuidado, su cerebro examinó el problema y llegó a la solución.

Ciertos ruidos atraían a los humanos. Ese ardid se usaba a menudo en la caza. Un gritito, como el de uno de sus hijos, ponía a los más medrosos al alcance del ataque. Y las mujeres eran quienes oían con más facilidad el grito del niño.

—¡Shh!

—¿Qué?

—Escucha. —Se oyó de nuevo, el inconfundible gemido de un niño—. ¿Oyes eso?

—No.

Becky fue hacia la caja de la escalera. Lo oyó con más claridad, le llegó desde arriba.

—Wilson, ahí arriba hay un niño. —Apuntó su luz hacia la penumbra—. Te digo que escucho a un niño.

—Pues ve a investigar. Yo no subiré.

El sonido se repitió, henchido de imperativa necesidad.

Becky se encontró en el primer escalón, subiendo casi contra su voluntad. Encima de ella, el señuelo puso todo el corazón en los sonidos, modulándolos tan quejumbrosos y apremiantes como le fue posible. Imaginó que era un indefenso chiquillo humano caído en el frío suelo, gimoteando, y el sonido que brotó de él fue el de un niño como ese.

Los otros se desplazaron con rapidez hacia el lado opuesto de la escalera y comenzaron a bajar. Intuyeron las posiciones de la presa. La joven fuerte que ascendía, el viejo débil en el corredor oscuro, detrás de ella. «Sube, sube», le suplicó mentalmente el señuelo, y emitió el ruidito. Tenía que ser perfecto, lo suficiente como para atraerla, para no permitirle decidir lo que deseaba decidir: que era el viento, el crujido de una tabla o algo peligroso.

Cuando ella llegó a un rellano, los cazadores se encontraban ya en el opuesto, al otro extremo del corredor. Y mientras Becky subía hacia el señuelo, ellos descendían hacia Wilson. A medida que se acercaban se volvieron más cuidadosos. Una fuerza oculta, bajo los olores de temor y vejez. Tendrían que atacar a ese hombre con energía devastadora, para derribarlo; atacar con tanta violencia como a los dos jóvenes del vaciadero. Pero la presa seria grande; era pesado y estaba bien alimentado, distinto de los que habían encontrado en esos edificios vacíos. No había hambre en él, ni enfermedad que hiciese peligroso consumirlo. Lo adoraron, lo ansiaron, se acercaron a él. Y vieron su vaga sombra, su lento cuerpo pesado en la oscuridad.

Y en seguida, envuelto en una parpadeante llamarada de luz.

—¿Qué haces, George?

—Enciendo un maldito cigarrillo.

Becky bajó hacia él, enfocándole la luz en la cara. —Estás encendiendo un cigarrillo. Que me condenen. ¿De dónde sacaste un cigarrillo?

—Lo guardaba para una ocasión especial.

—¿Y esta lo es?

Asintió, con el rostro pétreo.

—Te seré franco, Becky, estoy asustado. Tengo un miedo mortal. No me iré de aquí sin ti, pero creo que deberíamos irnos… ahora.

—Pero hay un niño…

—¡Ahora! Vamos… —La tomó de la muñeca, tiro de ella hacia la puerta del sótano.

—Hay algo arriba —dijo al capitán, quien se hallaba en el centro del sótano, indeciso en cuanto a seguir o no a los dos pesquisantes arriba.

—No me sorprende. Es probable que el edificio esté lleno de drogadictos.

—Parecía un niño —replicó Becky—. Estoy segura.

—Esto también es posible —dijo el capitán con serenidad—. Pediré un grupo de registro, si les parece que debo hacerlo. Pero no pueden hacerlo dos personas. Harán falta diez hombres con carabinas, creo que con eso bastará.

Becky reconoció la prudencia del plan. Sin duda había habido un puñado de drogadictos en lo alto de la escalera, esperando para saltar sobre ella. O tal vez había de veras un niño. En ese caso, tendrían muy poca importancia los diez minutos que llevaría reunir la partida de registro.

Salieron y se introdujeron en el coche del capitán. En cuanto partieron, los dos patrulleros que vigilaban la escena de los hechos se dirigieron con rapidez a su propio coche y se metieron en él, para protegerse del frío. Encendieron la radio, para volver a tener un aviso previo de visitas del cuartel del distrito, y se acomodaron en la tibieza del interior.

Por tal motivo no oyeron el aullido de rabia y frustración que surgió en la parte de arriba de la casa de inquilinato. Ni vieron el éxodo que se produjo, una línea de sombras grises que trasponían de un salto, una a una, los dos metros que separaban a ese edificio del contiguo.

No llevó mucho tiempo formar el grupo de registro. Eran ya las cuatro, y los hombres del turno de la noche iban presentándose. Tres coches patrulleros volvieron al edificio. Con los dos hombres allí apostados, más Wilson y Neff, habría exactamente diez agentes para el registro. Es claro que se podía suponer que en cuanto los coches se detuvieron delante del edificio, cualquier drogadicto que hubiese en él se habría escurrido por la parte trasera. Pero allí se había cometido un asesinato, y hasta ese momento la policía del distrito no tenía efectuado ningún registro adecuado. Se habían tomado fotos de las víctimas, y se espolvoreó por encima la zona, en busca de impresiones digitales, pero eso fue todo. En esa parte de la ciudad, un crimen cometido era otra estadística. Nadie se molestaba en investigar las circunstancias que conducían a la muerte de unos cuantos vagabundos. Y nadie dudaba de que el ciego había sido derribado a cachiporrazos y luego sacado de la calle, para dejarlo morir. Y nadie tenía razón en cuanto a lo sucedido.

Durante la búsqueda, Wilson y Neff guardaron silencio. Las habitaciones de la vieja casona todavía exhibían las marcas de los últimos residentes: graffiti en las paredes, jirones de cortinas en las ventanas, empapelado amarillento aquí y allá. Y en un cuarto, inclusive, los restos de una alfombra. Pero no se veían niños, ni rastros de habitación humana reciente.

Wilson hizo que los hostiles patrulleros recogiesen un poco de las materias fecales que se hallaron. Lo depositaron en una bolsita de plástico.

—Arriba, todo vacío —dijo una voz cuando un grupo de cinco regresó de su registro del techo—. Nada sospechoso.

¿Qué demonios quería decir eso? Esos hombres no sabrían distinguir una prueba de una coliflor.

—Llévennos —gruñó Wilson—. Tenemos que verlo nosotros mismos.

Los patrulleros los acompañaron, y todo el grupo pasó de piso en piso. Becky vio los cuartos desocupados con mejor luz, pero su cerebro no podía borrar los gritos quejumbrosos. Algo estuvo allí unos minutos atrás, algo que se fue sin dejar huellas.

Miraron con cuidado en todas las habitaciones, pero nada encontraron.

Cuando volvieron al sótano, Wilson meneaba la cabeza.

—No lo entiendo —dijo—. Sé que escuchaste algo.

—¿De veras?

—Yo también lo oí, ¿crees que estoy sordo?

Becky se sorprendió, no sabía que él también hubiese oído el sonido.

—¿Por qué no subiste conmigo, entonces?

—No era un niño.

Ella lo miró, observó el frío pavor que se leía en su rostro.

—Muy bien —dijo, tragándose la réplica que tenía pronta—, no era un niño. ¿Qué era?

Él meneó la cabeza y sacó sus cigarrillos.

—Llevemos el excremento al laboratorio, para que lo analicen. Eso es lo único que podemos hacer ahora.

Salieron de la casa con la ruidosa horda de patrulleros. Con sus magras pruebas en las bolsitas de plástico, enfilaron de vuelta hacia Manhattan.

—¿Crees que esto reabrirá el caso DiFalco? —inquirió Becky.

—Es probable.

—Bien, entonces ya no seguiremos soñando con él.

—Según recuerdo, nos sacaron de ese caso. ¿O tú recuerdas otra cosa?

—Bueno, sí, pero en vista de que…

—En vista de nada. Ahora seremos los chivos expiatorios. A Neff y Wilson se les encomienda un caso. Monóxido de carbono y perros salvajes. Neff y Wilson cierran el caso. Aparecen nuevas pruebas. El caso se reabre. Neff y Wilson son las cabezas de turco, por haberlo cerrado. —La garganta le rechinó en una tos reprimida—. Los malditos suertudos —dijo—. Diablos, sabes que muy pronto tendría que renunciar.

—No renunciarás.

—No, voluntariamente no. Pero depende de cuánto desee Underwood hacerme cargar con la culpa de haber entendido mal el caso.

—Pero no es más que un maldito caso.

—De agentes policiales asesinados en cumplimiento de su deber. Si llega a saberse que el propio Underwood cerró el caso, perderá su oportunidad de que lo nombren comisionado. Por lo tanto se nos culpará, a ti y a tu seguro servidor. Será mejor que nos aflojemos un poco y disfrutemos de la diversión. —Los hombros se le sacudieron en una risa carente de alegría.

—Tal vez haya algo un poco más concluyente. Si lo hay, resultará de alguna utilidad. —Hizo una pausa. El silencio se ahondó—. ¿Quién te parece que sea el autor de estas monstruosidades? —preguntó ella.

—No quién… qué. No es humano.

Pronunció las palabras, que antes no se había atrevido a encarar. No humano. No podía ser humano.

—¿Qué te hace estar tan seguro? —preguntó Becky, sabiendo la respuesta a medias. Wilson la miró, sorprendido.

—Pues el ruido, por supuesto. No era humano.

—¿Qué quiere decir eso? Para mi tuvo un sonido perfectamente humano.

—¿O no? —Becky lo recordaba ahora como algo sucedido en un sueño, una voz de niño… u otra cosa, cada tantos segundos, era como si despertara y volviese a oírlo: una parodia horrible, inhumana, henchida de gruñente amenaza… y de nuevo infantil, suave, herido, moribundo.

—¡Cuidado!

Becky apretó los frenos. Había estado a punto de lanzarse de costado hacia el tránsito de la Tercera Avenida.

—Perdón. Perdón, George, yo…

—Arrímate a la acera. No estás bien.

—Ella obedeció. A pesar de que se sentía bien, no podía negar lo que estuvo a punto de hacer. Como si aún escuchara los grititos, pero en un sueño.

—Me siento muy bien, no sé qué me pasó.

—Actuaste como si estuvieras hipnotizada —dijo él.

Y ella escuchó de nuevo los gritos, reales, gruñidores, monstruosos. El sudor le brotó en todo el cuerpo. Sintió frío, la piel de gallina. Sus pensamientos volvieron a la escalera, al terrible peligro que la acechaba allí, el mismo que se lanzó contra los cadáveres lacerados, ensangrentados, los huesos y cráneos triturados.

Se tapó la boca con las manos, y se esforzó por no gritar, no ceder por entero al terror.

Wilson se corrió en el asiento, como si hubiese estado esperándolo. La tomó entre sus brazos; el cuerpo de ella se sacudió contra los anchos hombros de él. Apretó la cara contra el tibio olor de la vieja camisa blanca, y como desde lejos lo sintió besarle el cabello, la oreja, el cuello, y experimentó oleadas de consuelo y sorpresa superando el pánico y haciéndolo retroceder. Quiso apartarse de él, pero también deseó hacer lo que hacía, que fue levantar el rostro. Él la besó con fuerza, y ella lo aceptó, al principio pasivamente, pero entregándose después al alivio, y besándolo a su vez.

Luego se separaron, desunidos por el hecho de que se encontraban en un coche reconocible por cualquier policía.

Becky apoyó las manos en el volante. Se sentía enferma y triste, como si acabara de perder algo.

—Hace tiempo que quería sacarme eso de adentro —dijo Wilson con aspereza—. Estuve… —La voz se le apagó. Aferró el tablero de instrumentos y apoyó la cabeza en el brazo—. Oh cuernos, te amo, maldición. —Ella estuvo a punto de hablar—. No, no lo digas. Sé lo que dirás. Seguimos como hasta ahora. El amor no correspondido no me matará.

Ella lo miró, asombrada de que pudiese expresar algo tan… extraño. Siempre se preguntó si él la amaba. A su manera, ella lo quería. Pero eso carecía de importancia, había sido aceptado hacía tiempo. Y por cierto que ahora no debía inmiscuirse en sus relaciones. Cuando Wilson volvió la cara hacia ella, su expresión fue de conmoción. Becky supo que debía tener el maquillaje corrido por las lágrimas, el rostro contraído por el miedo.

—¿Qué me sucedió? —preguntó. Su voz no le pertenecía, tan deformada estaba por el alud de las emociones—. ¿Qué ocurrió allá?

—Becky, no lo sé. Pero creo que será mejor que lo averigüemos. —Ella rio.

—¡Oh, por supuesto! Sólo que no sé si puedo manejarlo. En verdad, estamos metidos en problemas.

—Sí. Y uno de ellos eres tú. No me entiendas mal, pero esta vez violaré una de mis reglas cardinales. Cambiemos de lugar, yo voy a conducir.

Ella ocultó su sorpresa. En todos los años que llevaban trabajando juntos, esa era la primera vez, absolutamente.

—Debo estar desmoronándome —dijo mientras se hundía en el asiento habitual de Wilson—. Esto es muy importante.

—Nada de importante. Estás sacudida. Pero sabes que no deberías estarlo. Quiero decir que no eras tú quien corría peligro. Era yo.

—¡Tú! A mí me atraían hacia arriba.

—Para separarte de mí.

—¿Por qué dices eso? Eres un hombre, mucho más pesado que yo, un blanco nada evidente.

—Escuché ruidos en las escaleras del otro extremo del corredor. De respiración, como de algo hambriento que se relamiera ante su comida. —El tono de su voz la asustó. Rio, nerviosa, para defenderse, y la risa resonó tan de golpe, que sobresaltó visiblemente a Wilson.

—Lo siento. Es que tú eres la última persona a quien podría imaginar como una de sus posibles víctimas.

—¿Por qué?

—Bueno, las comen, ¿no es así? ¿No se trata de eso?

Todo lo que atacaron hasta ahora, se lo comieron.

—Viejos, drogadictos, dos policías en un lugar desolado. Los débiles y los aislados. En esa casa coincidían en mí dos criterios claves: un hombre mayor, aislado de todos, exceptuada tú. Y estuvieron muy cerca de atraerte hacia arriba. ¿Alguna vez fuiste de caza?

—No me gusta. Nunca.

—De niño, yo cazaba con mi padre. Buscábamos alces en el norte. A veces les seguíamos la pista días enteros. Un verano la seguimos durante una semana. Y por último llegamos a nuestro alce, un viejo macho que avanzaba en una trayectoria oblicua: Un macho herido. Débil, listo para ser muerto. Jamás lo olvidaré. Ahí estábamos nosotros, a punto de disparar, cuando por todas partes salieron lobos, de entre las sombras que nos rodeaban. Pasaron a nuestro lado, en dirección del claro en que pastaba el alce. Mi padre maldijo entre dientes… los lobos ahuyentarían nuestro trofeo. Pero no fue así. El enorme macho miró a los lobos flacos y lanzó un bufido. Estos se acercaron más, y él dejó de pastar y los miró. No me lo creerás. ¡Los malditos lobos menearon la cola! Y el alce lanzó un gran rugido, y ellos saltaron sobre él. Lo desgarraron, lo desangraron. Nos sentimos fascinados, clavados ahí como si hubiéramos echado raíces. Pero era como si hubiesen convenido que la matanza debía realizarse. Los lobos y el alce estaban de acuerdo. Él ya no podía seguir, y ellos necesitaban carne. De modo que dejó que lo atraparan. Y los lobos de bosque son flacos. Son como ovejeros alemanes. Parece que jamás podrán derribar a un alce macho adulto. Ni podrían, si él no les permitiese intentarlo. —Volvía a mirarla, apenas dedicaba al tránsito una que otra mirada. Ese día no conducía mejor que ella.

—¿Y qué se supone que significa todo eso?

—Yo soy el alce macho en esta versión del cuento. No estaba asustado, pero supe que bajaban por la escalera. Si se me hubiesen acercado un poco más, creo que habría estado perdido.

—¡Pero no querías que te mataran! No somos animales, queremos sobrevivir.

—No sé qué me pasaba por la cabeza —replicó él. Por la contenida rudeza de su voz, ella supo que si no hubiese sido Wilson, estaría sollozando—. Sólo sé que si se hubieran aproximado un poco más, no estoy seguro de que habría intentado siquiera detenerlos.