CAPÍTULO 2

Tom Rilker contempló las fotos que le mostraban los dos detectives. Su rostro expresaba incredulidad, lo que a Becky Neff casi le pareció temor. No lo conocía de antes, y le sorprendió descubrir que era viejo, tal vez de unos setenta y cinco años. Por la descripción de su esposo suponía que era un hombre joven. El cabello de Rilker era blanco y esponjoso como lana desmotada; la mano derecha le temblaba un poco, e hizo que las fotos crujiesen entre sí. Frunció las cejas, las cejas entrecanas, que se unieron, acentuando la expresión de su rostro.

—Esto es imposible —dijo por último. En cuanto habló Becky supo por qué Dick siempre lo describía como a un joven… su voz era la de un hombre de mucha menos edad—. Es completamente increíble.

—¿Por qué? —inquirió Wilson.

—Bueno, un perro no haría esto. Sería preciso adiestrarlo. Estos hombres han sido desventrados, por amor de Dios. Es posible educar a un perro para matar, pero si se quiere que haga esto a sus víctimas, habrá que educarlo, muy, muy bien, adiestrarlo…

—Pero se puede conseguir.

—Tal vez, con la raza y el perro adecuados. Pero no sería fácil. Harían falta… modelos humanos con los cuales trabajase el perro, si se quisiera estar seguro.

—¿Y qué pasaría si se hambreara al animal?

—Un perro puede comer tejidos musculares… Señora, si esto le molesta…

—No —replicó Becky con sequedad—. Decía que un perro puede comer tejidos musculares.

—Sí, pero nunca llegará a destripar a nadie. No es la forma en que se alimentan, ni siquiera en estado salvaje.

—Tomó las impresiones de las patas y meneó la cabeza. —¿Estas son todas las impresiones?

—¿De qué tamaño tendría que haber sido el perro? —preguntó Wilson. Becky se dio cuenta de que sus preguntas se volvían amables, pero insistentes. Sin duda intuía que la visión de las fotos sometía a Rilker a una considerable tensión. Y en verdad, el rostro del hombre se sonrojaba, y en su frente aparecían unas gotas de sudor. A cada instante sacudía la cabeza, como para echar hacia atrás un mechón de cabello. La mano temblaba con más fuerza.

—Un monstruo. Algo grande y veloz, y lo bastante malévolo como para aceptar esta clase de adiestramiento. No todas las razas podrían aceptarlo.

—¿Cuáles razas?

—Casi salvajes, perros de trineo, pastores alemanes. No muchas. Y debo decirle que en todos mis años nunca vi nada como esto hecho por perros. Creo que es…

Tomó uno de los moldes de impresiones de patas y lo escudriñó, y luego manoseó la lámpara del escritorio y lo estudió de cerca bajo la luz.

—Estas no son impresiones de perros.

—¿Qué son, entonces?

—No sé. Algo muy extraño.

—¿Por qué?

Tom Rilker hizo una pausa, y después habló con exagerada calma.

—Estas impresiones tienen círculos, como las manos y los pies humanos. Pero se ve a las claras que son impresiones de patas.

—¿Alguna clase de animal que no es un perro?

—Lamento tener que decirle que animal alguno posee impresiones como estas. En rigor, nada las tiene. Es decir, nada de lo cual haya oído hablar en cincuenta años de trabajar con animales. —Becky tuvo que decir: —¿Licántropos? —Se resignó a las inevitables burlas de que más tarde la haría objeto Wilson.

Cosa sorprendente, Rilker se tomó tiempo para desechar la pregunta.

—No creo que esas cosas sean posibles —dijo cuidadosamente.

—Bien… ¿pero lo son o no lo son?

Rilker lanzó una sonrisa tímida. Becky se dio cuenta de que estaba mostrándose bondadoso. Vio el júbilo en los ojos de Wilson. Su compañero hacia un esfuerzo para no estallar en risotadas, el maldito.

—Yo tampoco creo en los licántropos, señor Rilker —dijo Becky—. Con franqueza, quería saber si usted creía.

—¿Por qué?

—Porque en caso afirmativo, no tendríamos por qué confiar en el resto de lo que nos dice. Dada la situación, parece ser un experto digno de confianza, que acaba de ponernos entre las manos un problema muy complicado.

—¿Un problema complicado en qué sentido?

Wilson se burló entonces… pero de Rilker.

—Bueno, por empezar, debemos partir del supuesto de que esos dos agentes de policía armados, fueron muertos por animales. Bien, esa no parece ser una buena explicación. Pero también debemos suponer que los animales pertenecen a una especie desconocida. Y eso es una explicación aún peor. Y ahora, para colmo, debemos creer que esa especie desconocida de animales asesinos de hombres está en libertad en Brooklyn, y nadie sabe nada al respecto. Eso no puedo aceptarlo.

Los pensamientos de Becky volaban… esa nueva teoría tapaba agujeros, pero también tenía algunas grandes brechas propias.

—Si eso es así, debemos actuar con rapidez. Brooklyn es muy populoso.

—Vamos, Becky, basta. Salgamos de aquí. Tenemos nuestro trabajo concreto que hacer.

—Espere un momento, detective, no sé si me agrada su tono. —Rilker se puso de pie y acercó uno de los moldes a la cara de Wilson—. Estas impresiones de patas no las hizo nada de lo cual yo haya oído hablar. Nada en absoluto. Ni siquiera una especie de mono… ya pensé en eso. —Buscó a tientas el teléfono—. Llamaré a un amigo del Museo de Historia Natural. Y él le dirá que estas impresiones no las hizo ningún animal conocido. Estamos ante algo muy poco común, tenga la plena certeza.

Becky sintió que el corazón se le detenía. Wilson había encolerizado a Rilker. La voz de este se elevó mientras sus dedos manoseaban el teléfono.

—Tal vez mi palabra no le baste a un policía tan inteligente… pero ese tipo del museo es un verdadero experto. ¡Él le dirá, pedazo de canalla, que tengo razón!

Wilson movió la cabeza en dirección de la puerta.

—No necesitamos ayuda de un museo —masculló. Becky lo siguió afuera, llevando las fotos pero dejando las impresiones, porque Rilker parecía haberse adueñado de la caja. La puerta de su oficina se cerró detrás de ellos con un vibrante portazo. Su voz se elevó en un chillido frustrado, y se cortó de golpe.

—Espero que no le hayamos provocado una ruptura de la coronaria —dijo Becky cuando volvieron a la calle.

—Lo hiciste bien, chica —dijo Wilson—. Si no le hubieses preguntado por los licántropos, nos habría convencido.

—Casi no puedo creer que este sea el Tom Rilker de quién oí hablar a Tom. Pero creo que debe estar un poco senil.

—Supongo que sí. ¿Dónde están las impresiones?

—En la oficina de él. ¿Las quieres? —Becky arrojó el bolso por la ventanilla del coche.

—Sí. Podríamos necesitarlas.

—Muy bien, ve a buscarlas. —Wilson lanzó un bufido.

—Conseguiremos más del distrito Setenta y Cinco. ¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—Se te está corriendo el maquillaje. Estás sudando.

Ella rio mientras ponía en marcha el coche.

—Debo admitirlo, George: sabes cómo hacer que una chica se sienta bien. Eso es lo más bonito que me dijiste en todo un año.

—Bien… eres… sabes, cuando tu arreglo personal se desordena, yo lo noto.

—Muy bueno. Esa es la primera señal de que te estás volviendo humano. —Se internó en el tránsito, enfilando en forma maquinal hacia la que sabía que sería la parada siguiente, la oficina del Forense en Jefe. Las autopsias debían iniciarse media hora más tarde, y ahora resultaba tanto más importante que estuviesen presentes. Si la autopsia no revelaba alguna causa de las muertes, se verían obligados a llegar a la conclusión imposible: que los asesinos habían sido los perros. Y esa era una forma muy improbable de muerte de un policía.

Becky no pudo eliminar el creciente sentimiento de miedo enfermizo que el caso le provocaba. A cada instante imaginaba a los dos policías bajo la llovizna, enfrentando a lo que hubiesen enfrentado, en nombre de Dios… y muriendo con el secreto. En ocasiones como esa deseaba que ella Dick pudiesen trabajar más unidos. Él entendería la fuente de sus sentimientos de una manera en que Wilson jamás conseguiría entenderla. Se tomaba sus casos de modo muy personal, ese era uno de sus peores defectos (y también la razón de que tuviese éxito tantas veces, le parecía), y cada caso la afectaba en forma distinta. Ese, con sus matices de horror le resultaría extraordinariamente duro. Lo sucedido con los dos policías estaba hecho con la materia de las pesadillas…

—Estás murmurando.

—No.

—Estás murmurando, y te estás volviendo loca.

—¡No es cierto! Y será mejor que cierres la boca.

—Muy bien, pero te digo que este caso te corroerá. —De pronto se volvió hacia ella. El movimiento la llevó a hacer oscilar el coche; tuvo la absurda idea de que estaba por besarla. Pero Wilson tenía el rostro contraído en una expresión rayana en el dolor—. Me está corroyendo a mí, por eso lo digo. Quiero decir que no sé qué ocurrió allá, pero me está destrozando los nervios.

—Te asusta, te da miedo… ¿qué?

Él pensó un instante, y luego dijo con tono sosegado:

—Me asusta. —Wilson jamás había dicho nada semejante. Becky mantuvo la vista clavada en el tránsito, el rostro inexpresivo.

—A mí también —dijo—, si quieres saberlo. Es un caso aterrador. —La conversación exigía extrema cautela; Wilson podía estar diciendo la verdad, o bien la incitaba para que revelase sus emociones íntimas, para obligarla a admitir que estaba demasiado metida en su trabajo, en una forma poco profesional. Y aunque ella se sentía bastante segura en el equipo que formaban ambos, nunca tendría la certeza de que Wilson no hubiese tramado algo para librarse de ella. Y no es que tuviese importancia… en esos días formaban fila para trabajar con ella, pero, quién sabe por qué, quería que el equipo, siguiera funcionando como hasta entonces. Wilson era difícil de tragar, pero los dos juntos hacían tan bien su tarea, que valía la pena conservarlo.

—Es duro, pero es bueno —dijo él de pronto.

—¿A qué te refieres?

—A, nosotros. Estás pensando en nosotros, ¿verdad?

Por la forma en que hablaba, habrían podido ser dos enamorados.

—Sí, así es.

—¿Ves?, por eso es bueno. Si no lo fuese, yo no lo habría sabido.

Ella hizo una inspiración profunda.

—Hemos llegado. Quizá nos enteraremos de que fueron envenenados, y esto volverá a convertirse en un caso normal.

—No será así.

—¿Por qué no? No creo que podamos suponer… Oh, es claro que los perros comieron los órganos, y que no hay perros muertos, y por lo tanto no había veneno en los órganos, y por lo tanto etcétera.

—Tú lo has dicho, encanto. Entremos a ver como el viejo cara de mono finge ser un maestro de sabuesos.

—Oh Wilson, por qué no dejas al pobre hombre en paz. Es tan competente en lo que hace como nosotros en lo nuestro. Todo tu encono contra él es un asunto de personalidades en pugna.

—No es posible. Él no tiene una personalidad.

La oficina del Forense en Jefe se encontraba alojada en un reluciente edificio moderno, enfrente del hospital Bellevue. Esa «oficina» era en realidad una fábrica de patología forense, equipada con todos los aparatos y productos químicos concebibles que pudieran usarse en una autopsia. En el edificio podía averiguarse casi todo lo que era posible saber respecto de un cadáver. Y el Forense había sido el responsable de la solución de muchos asesinatos, gracias a su equipo y a sus muy considerables aptitudes. Trozos de cabello, gotitas de saliva, fragmentos de esmalte para las uñas: todo tenía una figuración destacada en los juicios por asesinato. En una ocasión se obtuvo una condena sobre la base de una pizca de betún para zapatos dejada en las heridas letales de una mujer muerta a puntapiés.

El Forense en Jefe era un maestro para tales hallazgos. Y si había algo que encontrar en ese caso, no cabía duda de que lo descubriría. Él y sus hombres estudiarían los cadáveres centímetro a centímetro, sin dejar nada librado a la casualidad. Aun así, ese temor…

—Será mejor que encuentren algo, o este caso me volverá loca —dijo Becky mientras subían en el ascensor. Era nuevo, y ascendió en silencio, sin darles sensación alguna de movimiento.

—Odio este ascensor. Cada vez que me meto en él me asusta como el mismísimo demonio.

—Imagina lo que sería quedar encerrados en él, Wilson, sin posibilidad de salir…

—¡Cállate! Eso es perverso. —Wilson era un tanto claustrofóbico, como agregado a su lista de neurosis favoritas.

—Perdón, sólo trataba de divertirte.

—Tú me dices que soy un hache de pe, pero la parte mala de este equipo eres tú. Eso que me hiciste fue malvado.

Las puertas se abrieron, y ambos salieron para internarse en el olor a desinfectante que impregnaba la oficina del Forense. La recepcionista los conocía y les hizo señas de que pasaran. La oficina increíblemente atestada del doctor Evans se encontraba abierta, pero él no estaba allí. Las reglas de la casa establecían que uno no se internaba en el complejo sin escolta, pero como de costumbre, no había un alma a la vista. Se encaminaron hacia la sala de operaciones cuando la recepcionista gritó el nombre de Wilson.

—Tienes un mensaje —vociferó la mujer. Llamar a Underwood.

—¡Muy bien! —Miró a Becky—. ¿Underwood me necesita? ¿Por qué diablos me necesita Underwood? No recuerdo haber intentado ninguna maniobra para que te despidieran, en los últimos tiempos.

—Quizá lo hiciste y te olvidaste.

—Será mejor que llame. —Tomó el teléfono de la oficina de Evans, y discó el número del jefe de detectives. La conversación duró un minuto, y por parte de Wilson estuvo compuesta por una serie de «sí, señor» y «gracias»—. Sólo quería decirnos que ahora somos un equipo especial, que debemos informarle a él en forma directa, y que tenemos a nuestra disposición todo lo que pueda darnos el departamento. Nos trasladaremos a una oficina del Cuartel General de Policía, en Manhattan.

—Muy bonito. Nos dan carte blanche, siempre que él reciba una parte de los méritos y al comisionado lo dejen en paz en su torre de marfil.

Wilson bufó.

—Escucha, mientras dé la impresión de que este caso es solucionable, todos los parásitos, desde aquí hasta el Servicio Secreto Búlgaro, tratarán de participar de los méritos. Pero espera un poco. Si no lo logramos juntos, nos dejarán solos.

—Vamos a ver la autopsia. No puedo esperar más. —La voz de ella era amarga; lo dicho por Wilson no podía ser más cierto.

—Vamos, vampiro.

Camino de la sala de operaciones, Becky anheló que Wilson sacara una botella de algo alcohólico. Por desgracia, él bebía muy pocas veces, y menos aun cuando trabajaba… a menos que los acontecimientos lo exigieran, cosa que a menudo hacían a eso de las seis de la tarde. Pero ahora eran las seis pasadas.

—Ya creía que no vendrían si no se los invitaba —gruñó Evans. Iba hacia la sala de cirugía. Apestaba a jabón químico, sus guantes de goma chorreaban—. ¿O esas reglas no cuentan en lo que se refiere a ustedes?

—Este es el hombre que nos invita a sus casos. ¡Qué en encantador!

—Sólo les dejo los que resultan demasiado fáciles como para que yo me moleste con ellos. Y ahora entren, si quieren, pero no servirá de mucho. Y les prevengo que son fragantes.

Becky pensó en seguida en los familiares. De niña, asistió a un funeral en el cual el cadáver hedía… pero ahora tenía cosas para atenuar el olor, ¿no? Y de cualquier modo, los ataúdes no serían abiertos. Pero sin embargo… oh Dios.

Los dos cadáveres yacían sobre mesas quirúrgicas, bajo luces implacables. No se veía allí nada del desorden y confusión de la escena en la playa de coches; todo era pulcro y ordenado, salvo los cadáveres, que llevaban consigo su violencia y horror.

A Becky la golpeó el sentimiento de puro destrozo; el ataque había sido tan increíblemente salvaje. Y de alguna manera; eso le resultó tranquilizador. Nada proveniente de la naturaleza podía hacer eso. Tenía que ser obra de seres humanos; era demasiado horrendo para ser otra cosa.

—El laboratorio forense no encontró nada, aparte de pelos de perro, de rata, y plumas —dijo el doctor Evans con voz suave. Se refería a los resultados del examen del terreno en que se produjeron las muertes, en la playa de autos—. Ningún detritus humano que no perteneciera a las víctimas.

—Muy bien —respondió Wilson, pero recibió la información como un golpe. No era una buena noticia. Evans se volvió hacia Becky.

—Vea, estamos a punto de empezar. ¿Qué le parece que hará falta para que Wilson se vaya de aquí?

—No es posible. Podría haber algo —contestó ella.

—¿Algo que yo pasara por alto?

—Algo que viéramos nosotros.

—Pero él no. No será capaz de soportarlo.

—No me pasará nada. Usted llaga lo suyo, doctor.

—No habrá una repetición de la porquería del caso de Custin, detective Wilson. —Durante la autopsia de Maude Custin, Wilson había vomitado su almuerzo. La referencia hirió sus sentimientos, pero era demasiado orgulloso para reconocerlo ante Evans.

—Si me afecta, me iré —dijo—, pero en caso contrario no. Tenemos que estar aquí, y usted lo sabe.

—Sólo quería ayudar, trataba de ser amable.

—Gracias. ¿Por qué no empieza?

—Eso estoy haciendo.

Evans tomó un escalpelo y comenzó a tomar una serie de muestras de tejidos. Un ayudante preparó portaobjetos con ellos, y los envió al laboratorio. La autopsia avanzó con rapidez: había muy poco, lamentablemente poco, que examinar.

—En lo fundamental, buscamos rastros de veneno, asfixia, cualquier cosa que nos sugiera una forma de muerte más plausible —declaró Evans mientras trabajaba—. ¿Eso les parece bien?

—Nos parece muy bien.

—Bueno, el laboratorio nos lo dirá. Miren esto. —Levantó un agudo diente blanco—. Incrustado en esa muñeca destrozada, ¿ya saben qué significa… en verdad qué confirma?

—El hombre estaba vivo cuando le mordieron la muñeca. De lo contrario el colmillo no habría sido arrancado.

—Es cierto, lo cual confirma que este se encontraba decididamente vivo cuando lo atacaron los perros.

Se produjo un prolongado silencio en la sala. Wilson pareció hundirse dentro de sí mismo, se volvió más bajo y cuadrado de lo que ya era. Becky experimentó una sorda impotencia. A medida que comenzaban a adquirir formas los vagos contornos de aquello con lo cual se enfrentaban, percibía toda clase de espinosos problemas, el menor de los cuales no sería el simple manejo de la gente. ¿Qué haría esta, cuando descubriese que en su seno existía una cosa como esa? Su plácida vida cotidiana, de trabajo, se vería quebrantada de pronto por un nuevo terror, del tipo más peligroso: lo desconocido. Y si eso puede matar a dos policías sanos, despiertos, armados, los ciudadanos comunes y corrientes se encontrarían inermes.

—Creo que será mejor que vayamos al centro en cuanto lleguen los resultados —dijo Becky.

—¿Por qué molestarnos en esperar?

—Para tener la confirmación, de modo de no dejar cabos sueltos. —Convencer de ello a Underwood no sería una tarea particularmente sencilla. Ella no quería que hubiesen preguntas sueltas sin contestar, que le permitiesen demorar la decisión inevitable: admitir lo que había matado a los policías, acordonar la zona y matar, dentro de ella, a todo lo que se pareciese de alguna manera a un perro… salvaje o adiestrado.

Los dos detectives volvieron a la oficina del forense antes que se completaran las autopsias; no dedicaron más tiempo del necesario a observar. Wilson se mostró visiblemente satisfecho de poder irse; Becky se alegró de seguirlo.

Wilson parecía desacostumbradamente callado, casi como castigado.

—¿Qué te parece que hará Underwood? —inquirió ella, nada más que para romper el silencio. Wilson se encogió de hombros.

—Dos policías han sido muertos por alguna clase de perros. Es una versión bastante endeble, si me lo preguntas. No importa lo que se haya confirmado, creo que tenemos que seguir investigando. De una u otra manera descubriremos un verdadero motivo y un verdadero crimen.

Becky sintió un ramalazo de preocupación: ¿Wilson no creía en las pruebas?

—Pero si fueron perros, y si no actuamos con rapidez, podría haber más muertes. Creo que debemos dar eso por sentado. Por cierto que los hechos conducen hacia ese lado.

Wilson asintió. Si no hubiese estado segura de que no podía ser cierto, casi habría sospechado que Wilson sabía acerca del caso algo que ella no conocía. Pero no se habían separado desde que eso ocurrió, ni por un minuto. Fuera cual fuere la información que él poseía, también la tenía ella.

—¿Sabes? —dijo él en voz baja, furiosa—, uno nunca deja del todo el vicio de fumar. Si no estuvieras armada, en este momento te golpearía para quitarte los cigarrillos.

Ella no respondió; miraba más allá de él, hacia la puerta de la oficina. Evans entró llevando una tablilla de anotar.

—El laboratorio dice que podría haber envenenamiento por monóxido de carbono como factor secundario —dijo—, pero la causa básica de las muertes fueron las lesiones. Principalmente la garganta, en ambos casos.

—¿Monóxido de carbono? ¿Esos hombres habrían podido morir por efectos de él?

—En condiciones normales, yo diría que no. Los niveles son muy bajos, apenas residuales. Es probable que ustedes mismos tengan ahora un nivel mucho más elevado, por el sólo hecho de venir en coche hasta aquí. Pero es, en todo sentido, lo único anormal que encontramos en los hombres.

—¿Habría podido ser más alto cuando los mataron, y disiparse luego?

—No es probable. Los tipos funcionaban de manera normal cuando los atacaron. Y eso es lo único que hay.

Wilson pareció enormemente aliviado; y en ese momento Becky no entendió con exactitud por qué.

El Forense en Jefe dejó la tablilla.

—Es tan extraño como el que más —declaró—, el caso más extraño en que haya trabajado en toda mi carrera.

—¿Por qué? —Wilson trató de hablar con despreocupación, y no lo logró.

—Bien, se supone que fueron muertos por perros, ¿no es así?

Los detectives asintieron como mellizos; en su fuero interno, a Becky le divirtió la similitud del gesto. Se preguntó qué los unía de tal manera. Dios sabía que no se lo podía llamar amor.

—Los perros tienen que haber sido muy poco comunes. Su modo de ataque fue sumamente inteligente. Sólo atacaron cuando DiFalco intentó extraer el arma.

—¿Y qué?

—¿Y cuándo oyeron hablar de un perro lo bastante listo para aferrar la muñeca de un hombre, de modo de impedirle que saque su arma? La respuesta es: nunca. Los perros no piensan de esa manera. No saben qué demonios son las armas.

—Quizá, y quizá no.

—Oh, vamos, no lo saben. Si se apunta una pistola a la cabeza de un perro, no sucede nada. Por cierto que no tratará de defenderse. ¿Quién oyó hablar de perros que trabajasen de ese modo?

—Fue una coincidencia afortunada. El perro se lanzó hacia el movimiento de la mano, y no para impedir que llegara al arma. Creo que eso podemos darlo por supuesto. —Wilson tomó el teléfono—. Voy a llamar a Underwood para decirle que vamos hacia allá. Su Señoría nos aguarda.

—Wilson, trate de no contrariarlo. Corre el rumor de que es el candidato al gran puesto. Su próximo comisionado.

Wilson discó.

—Por lo que puede importarme… Hace por lo menos diez años que figuro en la lista de ascensos.

Becky se sorprendió al escuchar que su compañero lo admitía. Su incapacidad total para manejar la política del departamento había determinado la imposibilidad de su ascenso por encima del rango de teniente detective. No importaba la magnitud de sus logros; aunque un buen trabajo contaba mucho en la arrebatiña por los cargos superiores, las influencias y adulaciones contaban más. Y en el caso de Wilson, no sólo no trataba de adular, sino que la gente tenía miedo de permitirle siquiera que lo intentase. A un tipo como ese no se lo deja meterse en la delicada política del Departamento de Policía. En cualquier momento, aún sin quererlo, descubriría algún escándalo y pondría en aprietos a todo el mundo.

Eso lo convertía en un compañero superior algo menos que ideal. Los personajes importantes no habrían vacilado en promover a Becky pasando por encima de Wilson. Sólo que eso no se hacía a menos de que el superior fuese en todo sentido incompetente… y en ese caso no era así. De modo que Becky tendría que seguir siendo sargento detective hasta que ella o Wilson se pudrieran, o hasta que la trasladaran, cosa que el departamento jamás haría. Sólo el propio Wilson, en su sabiduría, podría pensar en algo por el estilo. Y en ese momento, también ella odió la idea; era muy fácil que ello significase ser apartada de la acción, llevada de vuelta a la oscuridad de una tarea más típica de una policía femenina.

Wilson masculló en el teléfono, usó unos pocos monosílabos. Informó al jefe de detectives de que irían, con tan poca gracia como habría informado al intendente de su edificio acerca de un inodoro tapado.

Un viento norte húmedo, que hacía tiritar, los golpeó cuando salieron. La fría llovizna de días pasados cedía por fin su turno a la primera mordedura helada del invierno. Eran las siete y media, y ya estaba oscuro. La calle Treinta estaba silenciosa, y el viento rugía entre los esqueletos de árboles desnudos, de uno a otro extremo de la calle. Unos pocos peatones pasaban presurosos, y en la Quinta Avenida se podían ver muchas figuras más, en medio de las luces relampagueantes y las formas de los coches que avanzaban con lentitud hacia el centro. Becky miró a las personas con quienes se cruzaron camino de su vehículo, contempló los rostros grises, inexpresivos, pensando en la vida que se ocultaba detrás de esas caras, y que muy pronto ella y Wilson dirían al jefe de detectives algo que afectaría a esas vidas.

En el trabajo policial se adquiere poco a poco cierta distancia respecto de quienes no son policías. La gente de afuera tiene un concepto tan limitado de lo que una hace en realidad, que tanto daría que no supiesen nada. Sólo ven los titulares, la interminable propaganda de los periódicos. Se informa acerca de los delitos, pero no de su solución. Como consecuencia de ellos, las personas a quienes una conoce fuera de la fuerza la consideran una incompetente.

—¿Usted es policía? ¿Por qué no sacan de las calles a los asaltantes? Nunca veo a un policía en la calle. Me parecía que para eso les pagaban.

Y entonces una veía a la misma persona muerta en alguna parte, víctima del delito mismo del cual dijo que no se la protegía. Y la sacude a una darse cuenta de que no podrá proteger a todos, que su trabajo no hará que el mundo resulte muchísimo más seguro. Una existe para mantener la vida en pie, no para producir el milenio. Y cuando conoce los increíbles sufrimientos y degradaciones, empieza a darse cuenta de la verdad de eso. Tarde o temprano los malhechores y las víctimas se funden en una sola, desdichada, ensangrentada masa de cuerpos quejumbrosos y retorcidos, y de ojos vidriosos por el miedo. Un asesinato tras otro aparece ante una, todos con su sórdida historia de vidas fracasadas…

Y entonces se tropieza con algo como eso. No tiene sentido, la asusta a una. Existe la escalofriante sensación de que ha sucedido algo erróneo, pero no sabe muy bien qué. Ansía solucionar el crimen, porque las víctimas eran sus colegas. Los cuerpos retorcidos eran de adentro, del mundo real del departamento, no del caos que se arremolina afuera.

Por lo general no hay misterios en la muerte de un policía. Golpea a una puerta y un drogadicto lo hace volar en pedazos. Le grita «¡Alto!» a un chico que sale corriendo de una tienda de venta de bebidas alcohólicas, y recibe una bala en la cara. Así mueren los policías, de pronto y sin misterios. Muerte en cumplimiento del deber… poco frecuente, pero sucede.

—Aquí está el coche —dijo Wilson. Becky había seguido de largo; demasiado absorta en sus pensamientos. Pero se introdujo, guio maquinalmente bajo la lluvia cada vez más intensa, escuchando el tamborileo en el techo, el viento que pasaba suspirando por las ventanillas cerradas, sintiendo la penetrante humedad sucia de la tarde.

El cuartel central estaba oscuro y gris, como un negro monumento erguido en la tormenta. Se detuvieron en el garaje, debajo del edificio, en la súbita inundación de luces fluorescentes, el chillido de frenos y neumáticos cuando maniobraron y encontraron un lugar de estacionamiento en la zona destinada a la División Homicidios.

Underwood no estaba solo en su oficina. Lo acompañaba un joven de traje de poliéster y redondos anteojos sin montura. Por un instante, Becky recordó a John Dean; después el rostro se levantó y desapareció la impresión de adolescencia: los ojos del hombre eran fríos, su rostro más delgado de lo que habría debido ser, sus labios apretados en una línea seca.

—Buenas tardes —dijo Underwood con rigidez, levantándose a medias detrás del escritorio—; este es Kupferman, ayudante del fiscal de distrito. —A continuación presentó a Neff y Wilson. Los dos detectives acercaron sillas; esa sería una sesión de trabajo, y no había tiempo para formalidades.

Becky se aflojó en el cómodo sillón de cuero que Wilson aproximó para ella. La oficina del jefe era todo cuero y artesonados; parecía una lujosa biblioteca particular sin libros. De la pared colgaban escenas de caza, una araña de peltre pendía del cielo raso. La impresión era de sosegado mal gusto… una especie de sutil burla inintencionada del dueño contra sí mismo.

—Adelante —dijo Underwood—. Dije a los periódicos que esta noche haríamos una declaración. ¿Acerté?

—Sí —repuso Wilson. Miró al ayudante del fiscal—. Está mascando. ¿Tiene goma? —El hombre tendió un paquete de goma de mascar sin azúcar—. Gracias. Se supone que no debo fumar.

—Quiero saber si averiguaron algo acerca de esos tipos, que justifique que intervengamos en el asunto —dijo el ayudante del fiscal.

Así que estaba allí para eso. Era el perrito guardián del fiscal de distrito, enviado a husmear alguna fechoría del departamento. Tal vez los dos policías eran corrompidos, sería el pensamiento, y tal vez por eso los mataron.

—No hay nada de eso —respondió Wilson—. Esos hombres estaban en la Escuadra de Autos, no en Narcóticos. NO se encontraban metidos en nada.

Los pensamientos de Becky volaron hacia su esposo Dick, a la división Narcóticos. Con la misma velocidad borró los pensamientos, los llevó de vuelta a la conversación.

¿Qué la hacía preocuparse tanto por Dick, en especial en los últimos tiempos? No podía permitirse pensar en ello en ese momento. Con tanta firmeza como pudo, se concentró en el problema que tenían entre manos.

—¿Está seguro?

—No hemos investigado ese aspecto —intervino Becky—. Acabamos de establecer una causa de muerte.

Se veía a las claras que esa era la parte que deseaba conocer Underwood. Se inclinó hacia adelante e hizo un leve movimiento de atraer algo hacia sí.

—Fueron los perros —dijo Wilson con voz monocorde.

—¡Oh, no, no puede decirme eso! ¡No admito esa explicación!

—Es la verdad, hasta donde sabemos. Fueron muertos por perros.

—Cuernos, no. Es en todo sentido inaceptable. No haré figurar eso en ningún comunicado de prensa. Que lo haga el maldito comisionado, es su responsabilidad.

La forma en que comenzó a retroceder habría sido graciosa si no fuese tan triste. Los había citado allí en la esperanza de obtener un poco de gloria cuando solucionaran el crimen; pero ahora que tenía ese aspecto, no se mostraba tan ansioso por vincularse con el caso. Que el comisionado le dijese al mundo entero que un par de policías armados se habían dejado matar por unos cuantos perros. Por cierto que Underwood no lo haría.

—Nosotros no lo creíamos —dijo Becky—, pero Evans está seguro. Lo único fuera de lo común fue un poco de monóxido de carbono residual…

—¡Monóxido de carbono! ¡Eso es incapacitante! Entonces tiene un poco de sentido, los tipos estaban desvanecidos. Ahora vamos mejor, ¿por qué no empezaron por ahí? —Miró un instante a Wilson, con furia—. Esto es un cambio crucial. ¿El forense dijo cómo lo recibieron?

—Del ambiente —intervino Wilson—. No tiene importancia. Es probable que en la sangre de usted haya ahora mismo niveles más altos.

—¿Alguien revisó el coche de ellos, investigó si el sistema de escape era defectuoso?

Wilson rio, con un ruidito burlón del fondo de la garganta. Becky deseó que no lo hubiese hecho.

—El tenor de CO no era lo bastante elevado.

—¡Pero es una posibilidad, hombre! Si puedo usar ese argumento, no tendré que atribuir este caso a Lo Inexplicado. ¡Piense en lo que estamos enfrentando aquí! Policías asesinados por perros. Es estúpido. Es malo para el departamento, hace que los hombres parezcan un hato de escolares, que se dejan matar por unos cuantos cuzcos. No se les puede decir a los periódicos, sí, aquí hay un par de estúpidos que fueron muertos por unos perros, ni siquiera fueron capaces de defenderse. No puedo hacer una declaración como esa.

—Por lo cual intentará que la haga el comisionado. No quiere que lo vinculen con el asunto.

—Es responsabilidad de él, detective. ¡Y me parece que su actitud no me gusta!

—Gracias.

Los ojos del jefe taladraron el rostro impasible de Wilson.

—¿Qué significa eso?

—Gracias. Ni más ni menos. Le dije todo lo que sé acerca de este caso. Deme un par de días más, y un poco de suerte, y sabré más. Por lo que respecta a la causa de la muerte, parecen haber sido los perros. Debo decirle que eso me gusta tan poco como a usted. Pero así son los hechos. Si quiere hacer una declaración a la prensa, tiene que ser esa.

—Un cuerno. Fue el monóxido de carbono. Es preciso que haya sido eso. Y eso es lo que diré.

—¿Ha sopesado las consecuencias, señor? —interrogó Becky. Ella lo había hecho, y la declaración que pensaba hacer Underwood era un grave error, e inclusive un error peligroso.

—¿Cómo por ejemplo?

—Bien, si los hombres estaban conscientes —y todos sabemos que es probable que lo estuvieran—, significa que ahí afuera hay algo muy peligroso. Algo de lo cual el público debería tener conocimiento, y la policía adoptar medidas para eliminarlo.

—Sí, pero eso no es un problema, porque pienso ordenar que limpien de perros salvajes el maldito vaciadero.

Enviaré a la Fuerza de Patrulla Táctica y lo limpiaré. No habrá otro problema por el estilo, no importa cómo hayan eliminado esos perros a DiFalco y Houlihan. Aunque estos estuvieran conscientes, no tiene importancia, porque mañana a esta hora los perros estarán muertos. Diré que los agentes sufrieron envenenamiento por monóxido de carbono, que fueron atacados por los perros mientras se hallaban inconscientes o semiconscientes. —Carraspeó—. ¿Les parece bien?

—La declaración es suya, jefe —respondió Wilson.

—Muy bien, no hagan ni digan nada para contradecirla, ¿entienden? Resérvense sus problemas para ustedes. Y a partir de este momento quedan excluidos del caso.

Becky se sintió atónita. Eso jamás les había ocurrido hasta entonces; la gente siempre toleraba a Wilson, lo soportaba. El ser excluidos de ese caso era un golpe para su prestigio, y para el de ella. Habría podido darle de puntapiés por su maldita terquedad.

—Eso no durará, Underwood —dijo Wilson con tranquilidad—. Puede expulsarnos, y puede hacer cualquier condenada declaración que le parezca, pero a la larga se verá en aprietos. Eso no terminará tan fácil.

—Un cuerno no terminará. Espere, y lo verá.

—Allí ocurrió algo muy raro.

—Nada que la Fuerza de Patrulla Táctica no pueda solucionar. —El rostro se le cubría de manchas; el asunto era casi demasiado para él—. ¡Nada que nosotros no podamos solucionar! ¡No como ustedes! ¡Parece como si los dos no pudieran armar este caso! Perros… ¡Pero si es ridículo! Ni siquiera es una buena excusa, y, menos aún una solución. ¡Aquí tengo a la condenada ciudad pidiéndome una solución a gritos, y ustedes me vienen con esas mierdas! —De pronto miró a Becky con furia—. Y otra cosa, querida. He oído rumores acerca de su dulce maridito. Ese fiscal de distrito tendría que investigar un poco a la familia Neff, en vez de tratar de encontrar no sé qué clase de vínculos con el delito organizado para descubrir el motivo que tuvieron los asesinos de DiFalco y Houlihan. Aquí mismo tenemos a la esposa de un policía corrupto… ¿o es un asunto de familia, encanto?

El ayudante del fiscal mantuvo los labios apretados, contemplando, como una estatua, la alfombra oriental. Ante las palabras del jefe, toda la habitación pareció oscilar; Becky sintió que la cabeza se le comprimía, que la sangre se le agolpaba, que el corazón le tamborileaba. ¿Qué insinuaba, por Dios? ¿Dick estaba metido en líos? Sabía que ella misma era una policía honesta. Y Dick tenía que serlo también. Como Wilson. Tenía que ser tan honrado como Wilson.

—Si considera que somos incompetentes —dijo Wilson con voz tranquila—, ¿por qué no convoca una Junta Investigadora? Presente sus hechos.

—Cállese y salga de aquí. De ahora en adelante, esto lo manejarán sus oficiales superiores.

—¿Eso significa que habrá una junta?

—¡Cállese y salga!.

Salieron, porque hasta Wilson se dio cuenta de que la reunión había terminado.

—Me voy a casa —dijo Becky a su jefe cuando el ascensor descendió hacia el garaje—. ¿Quieres que te deje en alguna parte?

—No. Voy a ir al Barrio Chino, a cenar. Te veré por la mañana.

—Hasta luego.

El día había terminado. Otro día encantador en la vida de una mujer policía.

El tránsito era denso, y cuando llegó a su casa había perdido el noticiero de la noche. No importaba, la declaración del jefe no saldría al aire hasta las once.

Cuando llegó al pisito del East Side superior, Becky vio con desilusión que Dick no estaba. Maquinalmente, hizo funcionar el contestador telefónico. La voz de Dick dijo que llegaría a eso de las tres de la mañana. Magnífico. Una noche solitaria, cuando una más la necesitaba.

A las once apareció el jefe con su lacónica declaración: monóxido de carbono, perros salvajes, liquidación de perros por la Fuerza de Patrulla Táctica, caso cerrado en un día.

Cerrado, un cuerno, pensó ella.