CAPÍTULO 1

En Brooklyn llevan los autos abandonados a la playa de automóviles de la avenida Fountain, adyacente al vaciadero de la avenida Fountain. La playa y el vaciadero ocupan tierras que en el mapa figuran como «Parque del Arroyo del Manantial (Nombre Propuesto)». No hay manantial, ni arroyo, ni parque.

Por lo general la playa está silenciosa, su tranquilidad sólo la quiebra una que otra riña entre las jaurías de perros salvajes que merodean por allí, o tal vez los gritos de las gaviotas que aletean sobre el hediondo y humeante vaciadero cercano.

Los miembros de la Escuadra Policial de Autos, que visitan la playa para marcar los coches abandonados, destinados a ser prensados, no consideran peligroso el lugar. De vez en cuando las ratas, de treinta centímetros de largo, se vuelven agresivas y se convierten en víctimas de tiro al blanco. Los flacos perritos salvajes también atacan en ocasiones, pero casi siempre es posible ahuyentarlos con un disparo en el aire. El trabajo de la playa de coches consiste en marcar grandes X blancas en los vehículos más arruinados, y sacarles fotos Polaroid, para demostrar que eran irrecuperables, si aparecía el dueño.

No es el tipo de tarea que los hombres relacionen con el peligro, y menos aún con la muerte, de modo que Hugo DiFalco y Dennis Houlihan se le habrían reído a uno en la cara si les hubiese dicho que les quedaban sólo tres minutos de vida cuando escucharon el primer ruido a sus espaldas.

—¿Qué fue eso? —preguntó Houlihan. Estaba aburrido, y no le habría molestado hacer un par de disparos a una rata.

—Un ruido.

—Brillante. A mí también se me ocurrió que era eso.

Los dos rieron. Luego se escuchó otro ruido, un gruñido en staccato, que terminó en una murmurante nota alta. Los dos hombres se miraron.

—Parece mi hermano cuando canta bajo la ducha —dijo DiFalco.

Desde adelante les llegaron otros ruidos: roces y más de esos extraños gruñidos. DiFalco y Houlihan se detuvieron. Ya no bromeaban, pero tampoco tenían miedo apenas sentían un poco de curiosidad. Los ruinosos coches húmedos no parecían albergar peligro alguno en esa mojada tarde otoñal. Pero ahí había algo.

En ese momento se encontraron en el centro de un círculo de movimientos sigilosos y roces apenas audibles. Cuando los dos se dieron cuenta de que algo los rodeaba, experimentaron su primer espasmo de preocupación. Ya les quedaba menos de un minuto de vida. Ambos vivían con la verdad central del trabajo policial: en cualquier momento podía suceder. ¿Pero qué demonios ocurría ahora?

Y entonces algo salió con cuidado de entre dos coches abandonados y quedó de frente a las víctimas.

Los hombres no estaban asustados, pero intuyeron el peligro. Como otras veces en momentos parecidos, los pensamientos de Hugo DiFalco volaron a su esposa, de cómo le gustaba decir «Somos un nosotros». Dennis Haulihan sintió que se apoderaba de él un estremecimiento hormigueante, como si se le erizase el vello de todo el cuerpo.

—No te muevas, hombre —dijo DiFalco.

La cosa le gruño a la voz.

—Hay muchos más detrás de nosotros, amigo. —Sus voces eran bajas y contenidas, el tono de profesionales en problemas. Se acercaron el uno al otro, sus hombres se tocaron. Ambos sabían que uno de ellos debía girar, y el otro seguir mirando hacia el frente. Pero no necesitaban hablar de ello; hacía demasiado tiempo que trabajaban juntos como para tener que planear sus movimientos.

DiFalco inició el giro y el acto de extraer la pistola. Ese fue el error.

Diez segundos más tarde tenían la garganta desgarrada. Veinte segundos después, el último resto de vida salía de sus cuerpos, palpitando.

A los treinta segundos eran consumidos en forma sistemática.

Ninguno de los dos hombres emitió un solo sonido. Houlihan vio que el que tenía enfrente contraía los ojos, pero antes de poder seguir el movimiento hubo un dolor candente en su garganta, y de pronto, con desesperación, luchó para tragar aire a través del burbujeante torrente de su propia sangre.

La mano de DiFalco acababa de aferrar la familiar culata de madera ajedrezada de su revólver de servicio, cuando se lo arrancaron con violencia a un costado. La impresión de formas que se movían con una celeridad imposible entró en su mente atónita, y algo le golpeó entonces con fuerza en el pecho y también él se desangró, y en su imaginación protegía su garganta cuando en realidad su cuerpo se derrumbaba al suelo y su espíritu se hundía en la oscuridad.

Los atacantes se movieron con demasiada velocidad, su rapidez nacía de la nerviosidad por la juventud de sus víctimas. Las camisas fueron rasgadas, los blancos pechos quedaron al desnudo, las entrañas fueron arrancadas, los preciosos órganos devorados. El resto lo dejaron.

Todo terminó en menos de cinco minutos. Los cadáveres huecos, saqueados, yacían en el fango, dos vidas terminadas, ahora alimento para los salvajes buscadores de carroña de la zona.

Durante largo rato nada más se movió en la playa de automóviles de la avenida Fountain. Los chillidos de las gaviotas repercutían entre los herrumbrados caparazones de los coches. La sangre se coaguló y ennegreció en torno de los cadáveres. A medida que avanzaba la tarde, la bruma otoñal se convirtió en lluvia, cubrió de gotitas de agua a los policías muertos, e hizo que la sangre volviese a correr.

Cayó la noche.

Las ratas mordisquearon los cadáveres hasta el alba. Hacía catorce horas que los hombres figuraban como Ausentes sin Permiso. Poco común en esos tipos. Ambos eran hombres de familia, firmes y dignos de confianza. Ausentarse sin avisar no correspondía a su estilo. Pero aun así, ¿qué podía ocurrirles a dos policías experimentados mientras se dedicaban a marcar los coches en la playa? Nadie intentaría siquiera contestar la pregunta hasta que se iniciara la búsqueda de los dos hombres.

La labor policial podía ser peligrosa, pero nadie creía en serio que DiFalco y Houlihan se hubiesen metido en problemas. Tal vez había surgido un asunto familiar de urgencia, y los dos se olvidaron de informar. Tal vez muchísimas otras cosas. Y quizás hubiese algún problema. Nadie se daba cuenta de que el mundo acababa de convertirse en un lugar mucho más peligroso, ni lo entendería durante un tiempo. En ese momento sólo buscaban a dos policías ausentes. En ese momento comenzó y terminó el misterio con cuatro policías hurgando en la playa de coches, en busca de señales de sus camaradas.

—Será mejor que no los pesque durmiendo en algún maldito coche.

—En secreto, los cuatro abrigaban la esperanza de que los agentes estuviesen de parranda, o algo así. Era preferible imaginar eso, y no la otra posibilidad.

Un policía gritó. El sonido petrificó a los otros tres, los enmudeció, porque lo escuchaban muy pocas veces.

—Aquí —llamó el bisoño con voz entrecortada.

—Espera, hombre. —Los otros tres convergieron hacia el punto en el momento en que los gritos del bisoño volvían a resonar una y otra vez. Cuando llegaron los hombres mayores que él, se derrumbó contra un coche.

Los tres policías de más edad maldijeron.

—Llamen a todo el mundo. Traigan aquí a Homicidios. Acordonen toda la zona. ¡Cristo!

Cubrieron los restos con sus impermeables. Pusieron las gorras donde antes había caras.

La red policial de comunicaciones respondió en seguida; cuando había agentes muertos nadie perdía tiempo. Diez minutos después de dadas las primeras alarmas, el teléfono sonaba en la sala de guardia, semidesierta, de la División de Homicidios de Brooklyn. La agente Becky Neff tomó el aparato.

—Neff —dijo la voz áspera del inspector—, tú y Wilson están destinados a un caso del Distrito Setenta y Cinco.

—¿El qué?

—Es el vaciadero de la avenida Fountain. Hubo un doble asesinato de policías, mutilación, probable ataque sexual, canibalismo. Vete allá al galope. —La línea se cortó.

—Despierta, George, tenemos un caso —gruñó Neff—. Y muy malo. —Casi no había podido asimilar lo que dijo el inspector: ¿mutilación y canibalismo? Por Dios, ¿qué había sucedido allí?— Alguien mató a dos policías y ejecutó un acto de canibalismo.

Wilson, quien descansaba en una silla reclinada hacia atrás, después de una demoledora sesión de cuatro horas de manipular papeles, se inclinó hacia adelante y se puso de pie.

—Vamos. ¿Dónde es?

—En el vaciadero de la avenida Fountain. Distrito Setenta y Cinco.

—Un maldito lugar apartado. —Meneó la cabeza—. Los tipos deben haberse dejado sorprender.

Bajaron hasta el viejo pontiac azul de Becky Neff, y en el panel oprimieron el botón de la luz intermitente. Becky sacó el coche de su lugar de estacionamiento y se introdujo en el denso tránsito del centro de Brooklyn. Wilson encendió la radio e informó al despachante.

—La sirena funciona —comentó luego de pulsar el interruptor de presión. La sirena respondió con un gorjeo electrónico, y él gruñó con satisfacción. Durante un mes anduvo mal, y la unidad de reparaciones no se ocupaba de ello. Los recortes en el presupuesto habían reducido a ese equipo otrora eficiente a doce hombres para toda la flota de vehículos policiales. Los coches sin señales de identificación figuraban muy abajo en la lista de precedencias, en materia de reparaciones de luces y sirenas.

—Yo la arreglé —repuso Becky Neff— y ahora me alegro muchísimo de haberlo hecho. —El viaje a la playa de coches resultaría más fácil con la sirena, y no era posible perder tiempo. Wilson enarcó las cejas.

—¿Tú la arreglaste?

—Tomé prestado el manual y la arreglé. Muy fácil. —En realidad el trabajo lo había hecho un genio electrónico del vecindario, un tipo que tenía una computadora en la sala. Pero no existían motivos para informárselo a Wilson.

—Tú la arreglaste —volvió a decir Wilson.

—Estás repitiendo.

Él meneó la cabeza.

Cuando el coche tomó la autopista Brooklyn Queens, usó la sirena, manipulando el interruptor de presión para probar una serie de aullidos que les abrieron paso. Pero el tránsito estaba peor aun cuando se acercaron al cambio del Túnel de la Battery, y la sirena ayudó muy poco en la confusión de camiones y ómnibus.

—Aprieta el pedal, Becky.

—Lo estoy apretando. Tú eres el de la sirena.

—¡No me importa qué hagas, pero hazlo a toda velocidad!

El estallido hizo que ella quisiera replicarle, pero entendió sus sentimientos. Compartía sus emociones, y sabía que su cólera se concentraba en la carretera. Las matanzas de policías hacían que uno odiara el mundo, y a la condenada ciudad en especial.

Wilson se asomó por su ventanilla y le gritó al conductor de un camión detenido en el centro de la pista.

—¡Policía! ¡Pon en movimiento eso, o te arresto!

El conductor hizo un gesto obsceno, pero movió el vehículo. Becky Neff apretó el acelerador a fondo, contorneó el tránsito que se movía con más lentitud, y a veces tenía paso libre y otras volvía a atascarse.

Cuando el reloj del tablero de instrumentos dejó atrás buena parte de una hora, se encontraban cerca de su punto de destino. Salieron de la autopista Brooklyn Queens y pasaron directamente por la avenida Flatbush, hacia las zonas residenciales, a veces pulcras, de más allá. Desfilaron los distritos, el 78, el 77 y el 73. Por último entraron en el 75 y se internaron en la avenida Flatbush, una calle de anónimas tiendas en un vecindario de clase media y baja, con mezclas raciales. El 75 era un distrito policial tan corriente como pudiese haberlo en Nueva York. Unas cien mil personas vivían allí, no muchos pobres, ni muchos ricos, y distribuidos en forma más o menos pareja entre blancos, negros e hispánicos.

El 75 era el tipo de distrito acerca del cual nunca se lee en los periódicos, un lugar en el cual vivían hasta terminar buenas y sólidas carreras sin dispararle jamás a un hombre; no era un lugar en que se los matase a ellos, y mucho menos se los mutilara o se los sometiese a prácticas de canibalismo.

Por último entraron en la avenida Fountain. A la distancia podía verse un racimo de focos intermitentes bajo la lúgubre luz otoñal: sin duda se trataba del lugar en que los vehículos oficiales se habían detenido a la entrada de la playa de automóviles. La escena del crimen. Y a juzgar por los coches de los noticieros que pasaban volando por la calle, el Distrito 75 no seguiría siendo un lugar oscuro durante mucho tiempo.

—¿Quién es el capitán del distrito? —preguntó Neff a su oficial superior. Wilson era quien tenía más antigüedad en el equipo, hecho del cual cuidaba que ella jamás se olvidase.

—Gerardi, creo, no sé cuánto Gerardi. Un policía bastante competente. Aquí hay bastante tranquilidad, hasta donde yo sé. No pasa gran cosa. No es como el lado del sur, si entiendes lo que quiero decir.

—Sí, —Wilson quería decir que el distrito era limpio: no había malos policías, ni vinculaciones con las pandillas, ni cohechos demasiado graves. A diferencia del vecindario del sur, ni siquiera existían oportunidades para ello.

—Me parece la obra de un psicópata —dijo Neff. Siempre se esmeraba en elegir las palabras cuando teorizaba frente a Wilson. Este se mostraba mordaz cuando escuchaba ideas mal elaboradas, y no exhibía tolerancia con quienes tenían menos capacidad que él. O sea, que era intolerante con casi toda la fuerza policial. Era quizás el mejor detective de Homicidios, y tal vez el mejor de toda la fuerza. Y además era perezoso, venal, con inclinaciones a una concepción victoriana de las mujeres. Salvo en lo referente a la aptitud de ambos para las pesquisas policiales, Becky gustaba de creer que nada tenían en común. En tanto que Wilson era un desordenado, Becky tendía a ser cuidadosa. Siempre era la que mantenía al día el papeleo, cuando Wilson dejaba caer los brazos, y la que conservaba organizadas las fatigosas minucias de sus vidas profesionales.

No se trataba de que sintieran desagrado el uno por el otro; era algo más que eso: odio puro, unido a un respeto exhibido a regañadientes. Neff pensaba que Wilson era un chovinista de la edad de piedra, y la sublevaba el papel de empleada que a menudo él la hacía representar; y él la consideraba una advenediza en una profesión en la cual, en el mejor de los casos, las mujeres constituían un error.

Pero los dos eran detectives excepcionales, y eso los mantenía unidos. Wilson no podía dejar de admirar el trabajo de su compañera, y se vio obligado a admitir que era una de las pocas agentes que había conocido que podía continuar con él.

También ayudaba el hecho de que Becky Neff tuviese treinta y cuatro años nada mal llevados. Wilson era soltero, mayor de cincuenta y, en términos físicos, no mucho más atrayente que una refrigeradora descompuesta (a una de las cuales se parecía en formas y estatura). Becky vio desde el comienzo que ella le resultaba atrayente, y jugó un poco con eso, en la creencia de que progresar en su carrera era más importante que el hecho de dejar o no que Wilson coqueteara con ella. Pero nunca fue más allá. Dick, el esposo de Becky, también trabajaba en la fuerza, era capitán en el departamento de Narcóticos, y Wilson no se enredaría con la esposa de otro policía.

La idea de que Wilson se enredase con nadie era, de cualquier modo ridícula. Se había conservado soltero, en parte por elección y en parte porque pocas mujeres tolerarían su arrogancia y su negligente indiferencia hacia los requisitos sociales fundamentales, como cuando sacaba la carne de una hamburguesa y la comía por separado, lo cual representaba uno de sus más delicados modales de mesa.

—Dejemos esto en blanco, querida —masculló Wilson—. No sabemos qué demonios sucedió allí.

—El canibalismo indicaría…

—No lo sabemos. Los tipos están excitados, quizá fue otra cosa. Descubriremos lo que descubramos.

Becky introdujo el coche entre los vehículos oficiales y sacó del bolso su paraguas plegadizo. Lo abrió para protegerse de la lluvia, y le molestó ver a Wilson chapaleando en el barro, haciendo caso omiso de su comodidad.

«Que se pesque una pulmonía, el maldito», pensó mientras avanzaba agazapada bajo el paraguas. Wilson era un especialista en apariencias: llega a la escena de los hechos empapado, indiferente a su comodidad, sólo preocupado por el asunto que tiene entre manos, mientras su remilgada compañerita lo sigue con su paraguas, sorteando los charcos con pasitos menudos. Hizo caso omiso de él lo mejor que pudo, y se encaminó hacia los focos Klieg que ahora iluminaban la escena de los asesinatos en un círculo de unos cincuenta metros de diámetro.

En cuanto vio el destrozo, supo que no se trataba de un caso normal. A esos hombres les había ocurrido algo que le hacía brotar a una el sudor en todo el cuerpo, aún con ese tiempo. Miró a Wilson, sorprendida al ver que inclusive los ojos de ese viejo superprofesional estaban muy abiertos de sorpresa.

—Cristo —exclamó él—. Quiero decir… ¿Qué…?

El capitán del distrito se adelantó.

—No lo sabemos, señor —dijo a Wilson, reconociendo la antigüedad y fama del otro en la fuerza. Y también miró a Becky Neff, bastante conocida, por derecho propio, como una de las más destacadas policías femeninas de Nueva York. Su foto fue publicada más de un mes por el Daily News en relación con algunos de los casos más espectaculares en el que intervinieron ella y Wilson. Este eludía a los fotógrafos, o ellos a él… difícil determinar cuál de las cosas era. Pero Becky los recibía de buena gana, muy consciente de su papel como prueba viviente y visible de que las mujeres policías podían llegar a las primeras planas casi tanto como sus contrapartidas masculinas.

Hizo una profunda inspiración y se arrodilló al lado de los cadáveres, cuando todavía Wilson no había logrado salir de su conmoción. Todas las fibras de su cuerpo le exigían que saliera corriendo, que se apartase del indecible horror que tenía ante sí… pero en cambio miró de cerca, escudriñó huesos quebrados, cubiertos de cartílago, y los negros trozos de carne que casi parecían relucir bajo las luces instaladas por los funcionarios de la oficina del Forense.

—¿Dónde demonios está el médico? —preguntó Wilson detrás de ella. Una voz respondió. Wilson no se acercó; ella supo que no lo haría porque no podía tolerar cosas como esa. Apretó los dientes para contener su propio disgusto, contempló los cadáveres, tomó nota de las cosas poco comunes que exhibían: las largas marcas de rasguños en los huesos desnudos y las señales evidentes de que habían sido roídos. Se puso de pie y observó el desolado lugar. A poco menos de medio kilómetro podía verse el vaciadero, con grandes bandadas de gaviotas aleteando sobre los montículos de desperdicios. Se escuchaba el grito de los pájaros por encima del alboroto de las voces. Desde allí hasta el vaciadero se extendía un océano de coches y camiones viejos de todos los modelos imaginables, la mayoría de ellos cáscaras inútiles, desnudas. Unos pocos, los más cercanos, ostentaban X blancas en el parabrisas o en el capot, pruebas del trabajo que realizaban DiFalco y Houlihan cuando se produjo el ataque.

—Fueron roídos por ratas —dijo Becky con tono tan sosegado como pudo lograr—, pero esas marcas mayores indican otra cosa… ¿Perros?

—Los perros salvajes de aquí son animalitos flacos —dijo el capitán del distrito.

—¿Cuánto hacía que faltaban estos hombres hasta que iniciaron su búsqueda, capitán? —inquirió Wilson.

El capitán le lanzó una mirada penetrante. Neff se mostró atónita; nadie que tuviese un rango inferior al de inspector tenía derecho a formularle a un capitán una pregunta como esa, y aun así, no podía hacerla sino ante una junta investigadora. Se trataba de una pregunta que pertenecía a una audiencia de incumplimiento de obligaciones, no a la escena de un crimen.

—Necesitamos saberlo —dijo Wilson con voz un tanto demasiado alta.

—Entonces pregúntele al forense cuánto hace que están muertos. Nosotros los encontramos hace dos lloras. El resto calcúlelo usted. —El capitán se apartó, y Becky Neff siguió su mirada hacia el lejano Atlántico, donde se podía ver a un helicóptero que crecía en dimensiones con rapidez. Era un aparato policial, y muy pronto estuvo encima de ellos, con las paletas repiqueteando mientras buscaba un lugar adecuado para aterrizar.

—Son el comisionado y el jefe —declaró Wilson—. Deben de haber olido a los periodistas. —En enero ocuparía su puesto un nuevo intendente, y los principales funcionarios de la ciudad se empujaban unos a otros para conservar sus cargos. De modo que esos hombres por lo general anónimos se precipitaban ahora sobre la posibilidad de que sus rostros aparecieran en el noticiero de las once. Pero en esa ocasión se llevarían una desilusión; debido a la naturaleza poco habitualmente horrenda del crimen, se mantenía a la prensa lo más apartada posible. No se permitirían las fotos hasta que se llevaran los cadáveres.

Al mismo tiempo que el jefe de detectives y el comisionado descendían de su helicóptero, el forense corría por el terreno fangoso, con un periódico plegado y sostenido sobre la cabeza, para resguardarse de la lluvia.

—Es Evans en persona —dijo Wilson—. Hace veinte años que no veo a este hombre en el escenario de un asesinato.

—Me alegro de que haya venido.

Evans era el forense en jefe de la ciudad, un hombre renombrado por sus ingeniosas hazañas de investigación forense. Llegó presuroso, desaliñado, pequeño, con aspecto de hombre muy viejo detrás de sus gruesos anteojos.

Ya había trabajado antes con Wilson y Neff, y los saludó con un movimiento de cabeza.

—¿Qué idea tienen? —preguntó antes de examinar los cadáveres. A la mayoría de los policías los trataba con bastante cortesía; a esos dos los respetaba.

—Vamos a tener un problema para descubrir la causa de la muerte —contestó Wilson—, por el estado en que se encuentran. —Evans asintió.

—¿El departamento Forense terminó con los cadáveres? —El equipo forense había concluido su labor, lo cual significaba que era posible tocar los cuerpos. El doctor Evans se calzó sus guantes de goma negra y se inclinó. Se concentró tanto, que ni siquiera advirtió la llegada de los personajes importantes.

El grupo contempló a Evans mientras este hurgaba con delicadeza los cadáveres. Más tarde efectuaría una autopsia mucho más a fondo en su laboratorio, pero esas primeras impresiones tenían importancia y sería su única inspección de las víctimas en el lugar.

Cuando se apartó de los cuerpos, su rostro exhibía confusión.

—No entiendo esto para nada —declaró con lentitud—. Estos hombres fueron muertos por… algo con garras y dientes. No sé qué animales. Pero lo que no tiene sentido es… ¿Por qué no se defendieron?

—Ni siquiera extrajeron sus armas —dijo Becky por entre labios secos. Fue lo primero que advirtió.

—Quizá no fue ese el modo de la muerte, doctor —intervino Wilson—. Quiero decir que es posible que primero los mataran y después fuesen devorados por los animales que rondan por aquí. Hay ratas, gaviotas y hasta algunos perros salvajes, según dicen los muchachos del distrito.

El médico frunció los labios. Asintió.

—Ya lo veremos cuando hagamos la autopsia. Tal vez tenga razón, pero a primera vista diría que estamos contemplando las heridas fatales.

El equipo forense fotografiaba y demarcaba el lugar, recogía los restos dispersos y recogía todo lo que había en la zona, a la vez que estudiaba el lodo. También tomaron impresiones de la multitud de huellas de patas que rodeaban a los cuerpos.

Por último el capitán del distrito rompió el silencio.

—¿Está diciendo que esos hombres fueron muertos por perros salvajes, y que ni siquiera extrajeron el arma? No es posible. Los perros son pequeños… ni siquiera representan una molestia. —Miró en torno—. ¿Alguien oyó hablar alguna vez de una muerte causada por perros salvajes, en la ciudad? ¿Alguien?

El jefe y el comisionado ya estaban cerca, envueltos en pesados abrigos, cubiertos por sus paraguas. Nadie habló ni estrechó manos.

—Les daremos todo lo que necesiten para solucionar este caso —informó el comisionado a nadie en especial. De cerca, su rostro era casi inerte; la piel le colgaba, floja, sobre los huesos. Tenía la reputación de dedicar largos horarios a sus tareas y de realizar un trabajo sincero; a diferencia de muchos de sus predecesores, se había granjeado el respeto del departamento por su interés en la actividad policial y por su desinterés respecto de la política. Por ese motivo, su cargo estaba ahora en peligro. Se lo criticaba porque presuntamente permitía la corrupción del personal, por sacar a ciertos policías de su actividad en la calle, por hacer caso omiso de los vecindarios negros y latinoamericanos, por todas las cosas que casi siempre ponen en aprietos a los comisionados de policía. En cambio el jefe de detectives Underwood era rosado, gordo y alegre. Era un político nato, y estaba dispuesto a redecorar a su gusto la oficina del comisionado. Tenía ojos acuosos y una tos nerviosa. Movió los pies y miró con rapidez en derredor, casi sin ver los cadáveres. Se veía a las claras que deseaba volver lo antes posible a la comodidad del cuartel general.

—¿Alguna pista? —inquirió, mirando a Wilson.

—Nada.

—En este momento parece como si les hubieran destrozado la garganta —declaró el forense— pero me reservaré la opinión hasta después de la autopsia.

—La teoría de los perros no sirve —murmuró Wilson.

—Yo no hablé de eso —estalló el forense—. Sólo dije que la causa probable de la muerte fue una laceración en gran escala de la garganta, causada por garras y dientes. No sé nada de perros, y no quiero hacer especulaciones basadas en ellos.

—Gracias, doctor Evans —dijo Wilson con voz muy marcada. Evans no se contaba entre los pocos amigos de Wilson, a pesar del respeto profesional.

El comisionado observó largo rato los cadáveres. —Cúbranlos —dijo por fin—, y sáquenlos de aquí. Vamos, Herb, dejemos que estos hombres hagan su trabajo.

Los dos funcionarios volvieron a su helicóptero, arrastrando los pies.

—Levanta la moral —dijo el capitán del distrito cuando el helicóptero se puso en marcha—. Por cierto que una visita de esos dos lo llena a uno de energía.

El forense todavía hervía por efecto de su choque con Wilson.

—Si fueron perros —dijo con cuidado—, tenían que pesar treinta y cinco kilos, cuarenta, o más. Y veloces, deben haber sido veloces.

—¿Por qué tan veloces? —interrogó Becky.

—Mire la muñeca de DiFalco. Desgarrada. Iba a tomar su arma cuando algo con dientes se la prendió con fuerza del brazo. Eso significa que, fuese lo que fuere, era veloz.

Becky Neff pensó en seguida en los perros con los cuales su esposo Dick trabajaba a menudo en la división Narcóticos.

—Perros de ataque —dijo—, usted está describiendo una acción de perros de ataque.

El forense se encogió de hombros.

—Describo el estado de los cuerpos. Es trabajo de Usted averiguar cómo llegaron a él, Becky… de usted y de su Excelencia.

—Váyase al carajo, Evans.

Becky trató de hacer caso omiso de Wilson; estaba acostumbrada a su carácter agrio. Mientras gente como Evans siguiese trabajando con él, no tenía importancia. Pero a veces resultaba agradable que otros sintieran hacia él tanta antipatía como ella.

—Si podemos establecer que fue obra de perros de ataque —dijo—, reduciremos en gran medida los límites de nuestras búsquedas. Muy pocos de los perros de ataque matan.

—Si el buen doctor dice que pudieron hacer… eso, es probable que tengas algo en que apoyarte. Hablemos con Tom Rilker, eduquémonos un poco en relación con este tema. —Rilker adiestraba perros para el departamento.

Becky asintió. Como de costumbre, cuando se ponían en acción, ella y Wilson pensaban de consuno. Se encaminaron otra vez hacia el coche. Ahora estaba claro el primer paso: debían investigar si había habido participación de perros de ataque. Si así era, se trataba del primer caso; hasta ese momento ningún policía fue asesinado por un perro. En rigor, estos eran un arma poco común, porque hacía falta el trabajo de un profesional competente para adiestrarlos a matar seres humanos. Y los profesionales competentes no adiestraban perros para cualquiera. Si uno hacía que le educaran su perro de manera de convertirlo en un asesino, el hombre que lo hacía lo recordaba a uno con toda seguridad. La mayoría de los denominados «perros de ataque» no son más que un fuerte ladrido y tal vez una dentellada. Los que buscan la garganta no son muy comunes. Nunca resultan dominables del todo, son siempre una incógnita, a menos de que se los necesite en forma absoluta y esencial.

Ya en el coche, Wilson recitó lo que recordaba sobre casos en los cuales habían intervenido perros asesinos.

—Octubre de 1966, un peatón asesinado por un perro en Queens No estaba adiestrado, se supuso que se trataba de un accidente. Yo trabajé en ese caso, siempre me pareció sospechoso, pero jamás hallé una pista decente. Julio de 1970, un perro de ataque escapó de la Compañía de Productos Medicinales Willerton, en la ciudad de Long Island, y mató a un chico de diecisiete años. Abril de 1973: el único asesinato probado, por un perro. Un delincuente llamado Big Roy Gurner fue desgarrado por tres perros, que más tarde se averiguó que pertenecían a la Fábrica de Calzado Thomas, que era una fachada de la familia de Carlo Midi. En esa ocasión estuve a punto de pescar a Midi, pero los de arriba me retiraron del caso. Canallas corrompidos. Ese es mi inventario en relación con los perros. ¿Tú tienes algo?

—Bien, no recuerdo casos con perros desde que empecé como detective. Es claro que oí hablar del asunto de Gurner. Pero el final de ese fue que te sacaron del caso. —Lo vio hundir la barbilla en el cuello: era su gesto de cólera más característico.

Y se dio cuenta de que no habría debido aguijonearlo. Wilson era un policía honrado, por lo menos eso era seguro. Odiaba la corrupción en los otros, y por cierto que jamás se doblegaría. Había sido una broma tonta, y Becky lo lamentó. Trató de disculparse, pero él no lo admitió. Ya había cometido su error, y no tenía sentido continuar hablando de ello.

—Mi esposo trabaja constantemente con perros —dijo ella para cambiar de tema—. Algunos perros de ataque, pero la mayoría son apenas olfateadores. Son su mejor arma, dice él.

—Oí hablar de sus perros. Se supone que todos ellos están adiestrados para matar, a pesar de esas tonterías de «olfateadores». He escuchado cosas acerca de esos perros. —Ella frunció el ceño.

—¿Qué cosas?

—Oh, no mucho, en realidad. Sólo que a veces esos perros se excitan tanto cuando huelen la droga, que terminan matando al imbécil que la lleva encima… a veces. Pero supongo que tu esposo te habrá hablado de eso.

—Dejémoslo, Wilson. No necesitamos atacarnos de ese modo. Mi esposo no me contó nada respecto de perros que matan a sospechosos. Y si me lo preguntas, la versión me parece bastante extraña.

Wilson bufó, y no agregó nada más. Pero Becky había escuchado los rumores a los cuales se refería él, de que a veces el equipo de Dick usaba perros con los sospechosos más difíciles.

«Por lo menos no se deja sobornar —pensó—. Por Dios, espero que no». Luego recordó cierto problema que tuvieron, de pagar por la internación del padre de él en un sanatorio, problema que en apariencia había desaparecido… pero se resistió a continuar pensando en ello.

La corrupción era lo único que odiaba en el trabajo policial. Muchos agentes consideraban que el dinero formaba parte del trabajo, y lo racionalizaban con la idea de que sus víctimas eran de cualquier modo delincuentes, y que los pagos equivalían apenas a una multa muy merecida. Pero en opinión de Becky Neff, eso era absurdo. Una hacía su trabajo y recibía su paga, y eso tenía que ser suficiente. Se obligó a no morder el cebo de Wilson acerca de su esposo, cosa que quizás hubiese iniciado una discusión a gritos.

—Dejando de lado los cuentos, oí hablar mucho de Tom Rilker. Dick tiene una gran opinión de él. Dice que si quisiera podría enseñar a un perro a caminar por la cuerda floja. —Thomas D. Rilker era un civil que trabajaba en estrecha vinculación con el Departamento de Policía de Nueva York, el FBI y la Aduana, y adiestraba a los perros que todos ellos usaban en su trabajo. También realizaba tareas privadas, por contrato. Era competente, tal vez el mejor de la ciudad, y quizás el mejor del mundo. Su especialidad era la de adiestrar a los perros a husmear. Tenía perros que olfateaban drogas, tabaco, bebidas alcohólicas, incendios, lo que se quiera. Casi todos trabajaban para la División de Narcóticos y para los agentes aduaneros. Habían revolucionado la técnica de la investigación en esos terrenos, y reducido en enorme proporción la cantidad de drogas que pasaban por el puerto de Nueva York. Becky sabía que Dick tenía un alto concepto de Tom Rilker.

—Mantén en movimiento este maldito coche, querida. ¡No estás en un desfile!

—Conduce tú, Wilson.

—¿Yo? Yo soy el jefe. Tendría que ir en el asiento trasero.

Becky se acercó a la acera.

—Si no te gusta como conduzco, hazlo tú mismo.

—No puedo, queridísima… mi licencia venció el año pasado.

—Cuando formamos nuestro equipo, estúpido.

—Gracias, tomaré nota de eso.

Becky lanzó el coche a la corriente del tránsito y oprimió el acelerador a fondo. No permitiría que la irritase. Parte del motivo de que él se comportara de ese modo era que ella le había impuesto su presencia. Entre su esposo Dick y su tío Bob, ejerció suficiente influencia para ingresar en Homicidios e integrar un equipo. Hizo falta la influencia de la capitanía de su esposo y del cargo de inspector de su tío para sacarla del síndrome de los empleados y hacerla pasar al trabajo de calle. Actuó muy bien como patrullera, y consiguió un ascenso a sargento detective cuando lo mereció. La mayoría de las mujeres de la fuerza que conocía obtenían sus ascensos con dos o tres años, por lo menos, de demora, y entonces tenían que pelear para evitar que las enterrasen en alguna división asquerosa como Personas Desaparecidas, donde la única acción en la cual se participaba era un reventón de un neumático, de vez en cuando, en un coche policial que no se mantenía en estado de reparación.

Y entonces Becky Neff apareció en el preciso momento en que el compañero de equipo más reciente de George Wilson acababa de darle un puñetazo en la cara, a causa de lo cual lo trasladaron a Cajas Fuertes y Cerraduras. Wilson tuvo que aceptar lo que le dieran, y en esa situación le dieron un detective bisoño y, lo que es peor, una mujer.

En aquella ocasión la miró como si ella tuviese lepra contagiosa. Durante las seis primeras semanas en que trabajaron juntos, no le dijo más de una palabra por semana: seis palabras en total, y todas ellas blasfemias. Entró en maquinaciones para hacer que la sacaran de la división, y hasta inició oscuros rumores en cuanto a una junta Investigadora, cuando ella pasó por alto una importante pista, en lo que habría debido ser un caso fácil.

Pero poco a poco Becky fue mejorando en el trabajo, hasta que él mismo se vio forzado a reconocerlo. Pronto hacían capturas con bastante frecuencia. En rigor, iban granjeándose una reputación.

—Las mujeres son las policías más espantosas —fueron las palabras finales de él acerca del tema— pero tú eres única. En lugar de ser espantosa eres simplemente mala.

Por provenir de Wilson, ese era un elogio, y quizás el más alto que jamás le hizo a un compañero. Después de eso sus quejas se volvieron incoherentes, y dejó que el equipo continuara avanzando con su propio y considerable impulso.

Trabajaban como dos partes de la misma persona, y constantemente se completaban los pensamientos el uno al otro. Gente como el forense en jefe comenzó a pedir la ayuda de ambos en casos espinosos. Pero cuando el trabajo de la pareja empezó a llegar a los periódicos, invariablemente era la atrayente y extraordinaria policía femenina Becky Neff, quien terminaba en las páginas centrales del Daily News. Wilson no era más que un policía avezado; Becky era una noticia interesante. Es claro que Wilson afirmaba odiar la publicidad. Pero ella sabía que odiaba aún más el hecho de no recibir ninguna.

—Estás siguiendo un mal camino, Becky. Se supone que debemos pasar por el Setenta y Cinco para que nos den fotos de los cadáveres y de las huellas de patas para Rilker. Necesita algo con que trabajar.

Ella hizo girar el coche y subió por la avenida Flatlands, hacia el edificio del cuartel policial.

—También deberíamos llamar antes —dijo—, para avisarle que vamos.

—¿Estás segura de que podemos confiar en él? Quiero decir, ¿qué sucede si hace algún trabajito colateral, alguna cosa deshonesta? Si le avisamos, eso le dará tiempo para pensar.

—Rilker no trabaja para la Mafia. Y no creo que valga la pena considerar eso siquiera.

—Entonces no lo consideraré. —Se acomodó en el asiento, apoyó las rodillas en la guantera y dejó caer la cabeza hacia adelante, sobre el pecho. Parecía una postura de dolor, pero cerró los ojos. Becky encendió un cigarrillo y condujo en silencio, analizando mentalmente el caso. A pesar de que parecían seguir una buena pista, no podía desechar la sensación de que algo andaba mal. Algún elemento no encajaba. Una y otra vez analizó los hechos, pero no encontró la respuesta. Lo único que le preocupaba era la falta de resistencia. Todo había ocurrido con tanta rapidez, que no parecieron peligrosos hasta el último momento.

¿Los perros tendían emboscadas? ¿Podían moverse con suficiente velocidad para matar a dos robustos policías antes que hubiesen tenido tiempo de desenfundar las pistolas?

Estacionó el coche en doble fila, delante del Distrito 75.

Dejó a Wilson, quien roncaba con suavidad, y subió a la carrera los gastados escalones de hormigón del sucio edificio de ladrillos rojos, y se presentó al sargento que atendía el mostrador. Este llamó al teniente Ruiz, responsable del material que ella necesitaba. Era un hombre de uno ochenta de estatura, recortado bigote negro y sonrisa contenida.

—Encantado de conocerla, detective Neff —dijo con gran formalidad.

—Necesitamos las fotos y las copias de las impresiones que tomó.

—No es problema, tenemos todo lo que pueda necesitar. Es una cosa repulsiva.

Una frase para llevarla a hablar del hecho, pero Becky no mordió el anzuelo. Esa parte de la investigación vendría más tarde. Antes de esclarecer el motivo de los asesinatos tenían que conocer la manera en que murieron.

El sargento Ruiz presentó once fotos abrillantadas de la escena, más una caja de moldes plásticos de las huellas de patas que se encontraron en torno de los cadáveres.

—No hay una sola impresión clara en la caja —dijo—, nada más que una mescolanza. Si me lo pregunta, esas impresiones no tienen nada que ver. Sólo perros salvajes buscando alguna carroña. Es indudable que no pueden haber matado a esos tipos, sólo llegaron y tomaron su parte después de realizado el trabajo.

—¿Por qué dice eso? —Examinaba las fotos mientras hablaba. ¿Por qué le había entregado él una de las menos horribles?

—Los perros… los he visto. Son pequeños, sabuesos flacos, o algo por el estilo, y medrosos como el demonio. Y de paso, me pregunto si podría autografiar esa foto para mi hija. —Se interrumpió, y luego agregó con timidez—. Tiene una gran admiración por usted.

Becky se sintió tan encantada con el elogio, que no se dio cuenta de que Wilson se encontraba detrás de ella.

—Yo creía que ya no distribuiríamos más autógrafos —dijo este con sequedad.

—¿Cuándo lo resolvimos? No lo recuerdo.

—En este momento. Acabo de decidirlo yo. Esto no es un juego.

—Su mano se movió hacia la foto, pero Ruiz fue más rápido.

—Gracias, señorita Neff —dijo, todavía sonriente—. Mi hija quedará encantada.

Becky recogió las demás fotos y la caja de impresiones, para llevarlas al coche. Sabía, sin preguntarle, que Wilson no las tocaría, y no estaba segura de querer que lo hiciera.

—De paso, soy la sargento Neff —dijo por sobre el hombro a Ruiz, quién seguía allí, mirándola.

—Deje que la ayude —dijo este.

Becky ya había salido y depositaba la caja en el asiento trasero del coche. Wilson la siguió, se introdujo y cerró la portezuela con violencia. Becky se acomodó en el asiento del conductor y encendió el motor.

—No quiero que esto se convierta en un circo —dijo él cuando enfilaron hacia Manhattan—. Este caso se convertirá en el más sensacional que hayamos trabajado. Por la mañana los reporteros saldrán arrastrándose de abajo de tu camisón.

—No uso camisón.

—Lo que sea; los tendremos a todos encima. Se trata de un caso serio, y quiero que se lo encare como tal.

Wilson sabía ser sentencioso, pero eso era ridículo. Ella se obligó a no decir que sabía cuán serio era el asunto. Si lo hacía, él prorrumpiría en una tirada sobre las mujeres policías, y tal vez terminaría con un interrogante en cuanto a sus aptitudes, o con alguna nueva crítica sobre su trabajo. Decidió no prestarle atención, y al mismo tiempo hacerlo callar. Para ello, condujo como una poseída, voló por las calles, hizo virajes cerrados, serpenteó por entre el tránsito a ochenta kilómetros por hora. Al principio Wilson mantuvo los hombros encogidos y las manos retorcidas en el regazo, y después empezó a usar la sirena.

—¿Rilker te dio alguna hora tope?

—No. —Había olvidado llamar a Rilker, maldición. Si no estaba allí, tendría que soportar más andanadas de Wilson.

Encendió otro cigarrillo. Fumar era un placer del cual comenzó a disfrutar de verdad cuando el médico ordenó a Wilson que dejase de hacerlo.

La reacción de él fue instantánea.

—Estás contaminando el ambiente.

—Ponte una máscara de oxígeno, si no te gusta. Ya te lo dije otras veces.

—Gracias por recordármelo. —Él deseó poder fumar cigarros.