68

Earlscastle no había cambiado. Merthin recordó que hacía doce años le habían pedido que demoliera la antigua fortaleza y que levantara un nuevo y moderno palacio digno de un conde en un país donde reinaba la paz. Sin embargo, él se había negado, pues había preferido diseñar un nuevo puente en Kingsbridge. Desde entonces, el proyecto había languidecido, pues allí seguía la misma muralla con dos puentes levadizos, y la antigua torre del homenaje seguía instalada en el mismo lugar, donde vivía la familia como conejos asustados en el fondo de una madriguera, sin ser conscientes de que ya no tenían nada que temer del zorro. El lugar debía de haber tenido prácticamente el mismo aspecto en los tiempos de lady Aliena y Jack Builder.

Merthin estaba con Caris, a quien la condesa, lady Philippa, había convocado en ese lugar. El conde William había caído enfermo y Philippa creía que su marido tenía la peste. La noticia había sido como un jarro de agua fría para Caris. Hasta ese momento había pensado que la epidemia ya había terminado, pues hacía seis semanas que nadie había muerto en Kingsbridge.

Caris y Merthin habían salido de inmediato. Sin embargo, el mensajero había tardado dos días en viajar desde Earlscastle a Kingsbridge, y ellos dos necesitaban el mismo tiempo para llegar hasta allí, así que lo más probable es que el conde ya estuviera muerto o agonizante.

—Lo único que podemos hacer es suministrarle un poco de esencia de láudano para hacerle menos dolorosa la agonía final —había dicho Caris mientras iban de camino.

—Tú haces algo más que eso —le había dicho Merthin—. Tu presencia reconforta a los enfermos. Transmites calma y, aunque seas una experta en afecciones, les hablas con un lenguaje que ellos entienden y mitigas así su confusión y su dolor; no intentas impresionarlos con esa jerga sobre los humores corporales, que no consigue otra cosa que hacerlos sentir más ignorantes, desvalidos y asustados. Cuando tú estás ahí, sienten que está haciéndose todo lo posible, y eso es lo que quieren.

—Espero que tengas razón.

Merthin era, ante todo, un hombre comprensivo. Más de una vez había visto a hombres o mujeres desquiciados de los nervios cambiar de actitud tras unos minutos tranquilizadores junto a Caris; la presencia de la monja los convertía en personas capaces de afrontar el problema que estuvieran experimentando, fuera cual fuese.

El don innato de Caris había adquirido mayor fama desde el inicio de la peste, gracias a la reputación casi sobrenatural que la avalaba. En varios kilómetros a la redonda, la gente se hacía eco de que Caris y sus monjas se habían encargado del cuidado de los enfermos, pese al riesgo que ello suponía para sus propias vidas, incluso cuando los monjes habían salido huyendo. Todos creían que era una santa.

La atmósfera en el interior del recinto del castillo era lúgubre y apagada. Los que desempeñaban tareas rutinarias estaban realizándolas: recoger leña y agua, alimentar a los caballos y afilar las armas, hornear el pan y cortar la carne. Muchos otros, como los secretarios, los hombres de armas y los mensajeros, pasaban el día sentados sin hacer nada, a la espera de nuevas noticias procedentes de la sala de los enfermos.

Los grajos graznaron una sarcástica bienvenida mientras Merthin y Caris cruzaban el puente interior hacia la torre del homenaje. El padre de Merthin, sir Gerald, siempre había afirmado ser descendiente directo del hijo de Jack y Aliena, el conde Thomas. Mientras Merthin subía los escalones que conducían a la cámara principal, colocando los pies en las hendiduras holladas por miles de botas, pensaba en que sus antepasados habrían pisado esas mismas piedras con años de antigüedad. Para él, esa clase de ideas resultaban curiosas, aunque como meras trivialidades. Su hermano Ralph, por contra, estaba obsesionado con recobrar la antigua gloria y esplendor familiar.

Caris iba por delante de él, y el contoneo de sus caderas mientras ascendía por los escalones provocó que Merthin sonriera con malicia. Se sentía impaciente por no poder dormir con ella todas las noches, pero las pocas ocasiones en las que lograban estar juntos y a solas eran las más excitantes. Justo el día anterior habían pasado una tarde de primavera de agradable temperatura haciendo el amor en un claro del bosque bañado por los rayos del sol, mientras sus caballos pastaban por allí cerca, ajenos a los ardores de su pasión.

La suya era una relación de hacía muchos años, pero ella era una mujer extraordinaria: una priora que ponía en tela de juicio gran parte de las enseñanzas de la Iglesia; sanadora de gran fama que cuestionaba la medicina tal como la practicaban la mayoría de los doctores; y una monja que se entregaba con fervor a su hombre cuando hacían el amor, siempre que tenían ocasión. «Si hubiera querido una relación convencional —pensó Merthin—, tendría que haber escogido a una mujer convencional».

La cámara principal se hallaba abarrotada de gente. Algunos estaban trabajando, cubriendo el suelo con paja recién desembalada, avivando el fuego, poniendo la mesa para comer; otros se limitaban a esperar. Al fondo de la alargada estancia, Merthin vio a una muchacha de unos quince años ataviada con elegantes ropajes y sentada a los pies de la escalera que llevaba a las dependencias privadas del conde. La joven se levantó y se dirigió hacia ellos con paso mayestático, y Merthin se dio cuenta de que debía de tratarse de la hija de lady Philippa. Al igual que su madre, era alta y tenía figura de reloj de arena.

—Soy lady Odila —dijo con un tono de altivez exacto al que caracterizaba a Philippa. Pese a su actitud altiva, tenía la piel alrededor de los ojos enrojecida y surcada de arrugas por el llanto—. Debes de ser la madre Caris. Gracias por venir a atender a mi padre.

—Soy el mayordomo de Kingsbridge —se presentó Merthin—, Merthin Bridger. ¿Cómo se encuentra el conde William?

—Está muy grave, y mis dos hermanos no se encuentran muy bien. —Merthin recordó que el conde y la condesa tenían dos chicos de diecinueve y veinte años, más o menos—. Mi madre solicita que la señora priora los atienda de inmediato.

—Por supuesto —dijo Caris.

Odila subió la escalera. Caris sacó de su bolsa una tira de lino y se la ató tapándose la nariz y la boca, entonces siguió a la joven.

Merthin se quedó sentado en un banco, a la espera. Aunque ya se había acostumbrado a la escasez de sus encuentros sexuales con Caris, no dejaba de buscar con ansiedad oportunidades adicionales, y estudió el edificio con mirada atenta, imaginando cómo los acomodarían para dormir. Por desgracia, la casa tenía una distribución clásica. Esa espaciosa estancia, la cámara principal, sería donde casi todas las personas comieran y durmieran. La escalera, con seguridad, llevaba a una alcoba soleada para el conde y la condesa. Los castillos modernos contaban con toda un ala de dependencias para la familia y los invitados, pero aquel lugar no parecía contar con ese lujo adicional. Merthin y Caris podrían dormir el uno junto al otro esa noche, en el suelo de la cámara principal, pero no podrían hacer otra cosa, no sin provocar escándalo.

Pasado un rato, lady Philippa emergió de la soleada alcoba y bajó por la escalera. Realizó su entrada como una reina, consciente de que todas las miradas estaban posadas en ella, al menos, eso era lo que siempre había creído Merthin. La dignidad de su rostro venía a resaltar la atractiva redondez de sus caderas y su prominente y orgulloso busto. Sin embargo, su cara, que por lo general transmitía serenidad, estaba llena de manchas y tenía los ojos enrojecidos. Su elevado peinado a la moda estaba algo descuidado, con algunos mechones sueltos asomándole por el tocado que le daban un aire de atractivo desaliño.

Merthin se levantó y se quedó mirándola con expectación.

—Mi marido tiene la peste, tal como yo temía, y también mis dos hijos —anunció.

Entre los presentes se propagó un murmullo de desánimo.

Tal vez fueran los últimos coletazos de la epidemia, por supuesto; pero también podía ser fácilmente el inicio de una nueva oleada. «Dios no lo quiera», pensó Merthin.

—¿Cómo se encuentra el conde? —preguntó.

Philippa se sentó en el banco, junto a él.

—La madre Caris ha aliviado su dolor. Pero ha dicho que está muy próximo al final.

Sus rodillas casi se tocaban. Merthin sintió el magnetismo de su sexualidad, aunque ella estuviera invadida por la pena y él, loco de amor por Caris.

—¿Y vuestros hijos? —preguntó Merthin.

Ella se miró el regazo, como si analizara los dibujos bordados con hilos dorados y plateados de su vestido azul.

—Igual que su padre.

—Esto es muy difícil para vos, lady Philippa, muy difícil —comentó Merthin entre susurros.

Ella le lanzó una mirada extrañada.

—No eres como tu hermano, ¿verdad?

Merthin sabía que Ralph había estado enamorado de Philippa, de esa forma obsesiva que tenía él de sentir las pasiones, durante muchos años. ¿Ella lo sabía? Merthin lo ignoraba. «Ralph supo escoger bien —pensó—. Si uno tiene un amor imposible es mejor escoger a alguien singular».

—Ralph y yo somos muy distintos —respondió de forma desapasionada.

—Os recuerdo a ambos de jóvenes. Tú eras el atrevido; me dijiste que comprara seda verde porque hacía juego con mi color de ojos. Entonces tu hermano empezó una pelea.

—A veces creo que el menor de dos hermanos intenta de forma deliberada ser todo lo contrario de su hermano mayor, para destacar.

—Eso es lo que ocurre con mis dos hijos. Rollo tiene una voluntad de hierro y es decidido, como su padre y su abuelo; y Rick siempre ha tenido una personalidad más delicada y servicial. —Rompió a llorar—. ¡Oh, Dios, voy a perderlos a todos!

Merthin la tomó de la mano.

—No tenéis la certeza de que sea eso lo que va a ocurrir —le dijo con amabilidad—. Yo me infecté de peste en Florencia y he sobrevivido. Y mi hija no llegó a contraer la enfermedad.

Ella levantó la vista para mirarlo.

—¿Y tu esposa?

Merthin dirigió la mirada hacia las manos entrelazadas de ambos. Se dio cuenta de que la de Philippa estaba algo más arrugada que la suya, aunque sólo se llevaran cuatro años de diferencia.

—Silvia falleció —respondió.

—Ruego a Dios que yo también me contagie. Si todos mis hombres mueren, yo quiero irme con ellos.

—Por supuesto que no.

—El destino de las mujeres de la nobleza es contraer matrimonio con hombres a los que no aman, pero yo tuve suerte con William. Lo escogieron por mí, pero le he amado desde el primer día que le vi. —Empezó a fallarle la voz—. No podría soportar estar con otro hombre…

—Es normal que os sintáis así ahora. —Merthin pensó que era muy extraño estar hablando en esos términos cuando su esposo continuaba con vida. Pero ella se encontraba tan abatida por la pena que no estaba para andarse con miramientos, y expresaba sus pensamientos sin tapujos.

Ella hizo un esfuerzo por no perder del todo la compostura.

—¿Qué hay de ti? —preguntó—. ¿Has vuelto a casarte?

—No. —No se atrevió a explicar que tenía un romance con la priora de Kingsbridge—. Pero creo que podría hacerlo, si la mujer adecuada estuviera… dispuesta. Puede que con el tiempo lleguéis a sentir lo mismo.

—Pero es que no lo entiendes… Como viuda del conde sin herederos, tendría que casarme con quien el rey Eduardo escogiera para mí. Y el rey no tendría en cuenta mis deseos. Su única preocupación sería la identidad del futuro conde de Shiring.

—Entiendo. —Merthin no lo había pensado hasta entonces. Podía imaginar que un matrimonio concertado sería especialmente despreciable para una viuda que había amado de verdad a su primer marido.

—Es horrible que esté aquí hablando de mi siguiente esposo cuando el primero todavía está vivo —dijo—. No sé qué ha podido ocurrirme.

Merthin le dio una palmadita consoladora en la mano.

—Es comprensible.

La puerta que estaba al final de la escalera se abrió y Caris salió por ella secándose las manos con un trapo. Merthin sintió una repentina incomodidad al estar tomado de la mano con Philippa. Sintió la tentación de soltársela, pero se dio cuenta de que eso podría haberle hecho parecer culpable, así que consiguió reprimir el impulso. Sonrió a Caris y le preguntó:

—¿Cómo están tus pacientes?

Caris clavó la mirada en sus manos entrelazadas, pero no dijo nada. Bajó por la escalera al tiempo que se desataba la mascarilla de tela.

Philippa soltó la mano de Merthin con parsimonia.

Caris se quitó la mascarilla y dijo:

—Lady Philippa, siento mucho tener que comunicaros que el conde William ha fallecido.

*

—Necesito un nuevo caballo —dijo Ralph Fitzgerald.

Su cabalgadura favorita, Griff, estaba envejeciendo. El vigoroso palafrén zaino había sufrido un esguince en la pata trasera izquierda que había tardado meses en curarse, y en ese momento cojeaba de ese lado. A Ralph le entristecía. Griff era el caballo que le había regalado el conde Roland cuando era un joven escudero, y lo había acompañado desde entonces, incluso había luchado con él en las guerras francesas. Podría servirle unos años más para viajes tranquilos entre aldeas de su dominio, pero sus días de cacería habían acabado.

—Podríamos acudir mañana al mercado de Shiring y comprar otro —propuso Alan Fernhill.

Se encontraban en el establo, mirando el espolón de Griff. A Ralph le gustaban los establos. Le agradaba el olor a tierra, la fuerza y la belleza de los caballos, y la compañía de hombres rudos absortos en labores que requerían fuerza física. Lo hacía retroceder a su época de juventud, cuando el mundo parecía un lugar sencillo.

Al principio no respondió a la sugerencia de Alan. Lo que su ayudante ignoraba es que Ralph no tenía dinero para comprar un caballo.

En los primeros tiempos, la peste lo había enriquecido gracias a la transmisión de bienes: las tierras que solían pasar de padre a hijo en una generación habían cambiado de dueño en dos ocasiones o más en cuestión de un par de meses, y cada vez que esto sucedía él recibía un pago que, por lo general, consistía en la mejor res, aunque solía ser una cantidad fija de dinero en efectivo. No obstante, más adelante, las tierras habían empezado a quedar abandonadas por falta de jornaleros que las trabajaran. Al mismo tiempo, los precios de los productos agrícolas habían caído. El resultado final era que las ganancias de Ralph en dinero y productos habían disminuido de forma drástica.

«Las cosas están muy mal —pensó— si un caballero no puede permitirse un caballo».

Entonces recordó que Nate Reeve tenía que llegar a Tench Hall ese mismo día con los pagos de las obligaciones trimestrales de Wigleigh. Cada primavera, dicha aldea estaba obligada a proporcionar a su señor veinticuatro añojos, ovejas de un año. Podían llevarlas al mercado de Shiring y venderlas, y obtendrían dinero suficiente para comprar un palafrén, cuando no un caballo de cacería.

—Está bien —le dijo Ralph a Alan—. Veamos si está aquí el alguacil de Wigleigh.

Entraron en la cámara principal. La estancia era una zona femenina, y Ralph se sintió desilusionado de inmediato. Tilly estaba sentada junto al fuego, amamantando a su hijo de tres meses, Gerry. Madre y criatura presentaban un perfecto estado de salud, pese a la extrema juventud de Tilly. Su delgado cuerpecillo de niña había sufrido un cambio radical: tenía unos senos generosos y los pezones duros e hinchados con las aréolas expandidas, que el bebé chupaba con ansia. Se le había quedado el vientre flácido como a una mujer anciana. Hacía muchos meses que Ralph no compartía el lecho con ella y, con seguridad, no volvería a hacerlo jamás.

Cerca de ella estaban sentados lady Maud y el abuelo, sir Gerald, cuyo nombre habían puesto al pequeño. Los padres de Ralph eran ancianos y tenían una salud delicada, pero todas las mañanas realizaban a pie el recorrido desde su casa de la aldea hasta la vivienda señorial de su nieto. Maud decía que el niño se parecía a Ralph, pero el padre de la criatura no acertaba a ver el parecido.

Ralph se alegró de ver a Nate también en la cámara.

El encorvado alguacil se levantó de un salto de su banco.

—Buenos días, sir Ralph —le saludó.

Ralph notó que parecía avergonzado.

—¿Qué te ocurre, Nate? —le preguntó—. ¿Me has traído los añojos?

—No, sir Ralph.

—¿Por qué demonios no lo has hecho?

—No tenemos ninguno, señor. No quedan ovejas en Wigleigh, salvo un par de hembras ya viejas.

El señor feudal se quedó espantado.

—¿Es que alguien las ha robado?

—No, pero ya os dimos algunas en concepto de heriot cuando fallecieron sus dueños, y después no pudimos encontrar un terrateniente que se encargara de las tierras de Jack Shepherd, así que muchas ovejas murieron durante el invierno. Luego no hubo nadie que cuidara de los corderos en primavera, y la mayoría murieron, así como algunas de las madres.

—Pero ¡esto es inaceptable! —gritó Ralph, enfurecido—. ¿Cómo van a sobrevivir los nobles si el ganado de sus siervos perece?

—Pensamos que la peste había terminado ya cuando se declararon menos casos entre enero y febrero, pero ahora parece que ha regresado.

Ralph contuvo un estremecimiento de terror. Como todos los demás, había dado gracias a Dios de haber escapado de las garras de la peste. ¿Era cierto que podía regresar?

Nate prosiguió:

—Perkin ha muerto esta semana, y su esposa, Meg, y su hijo, Rob, y su yerno, Billy Howard. Eso ha dejado a Annet a cargo de todas las hectáreas de terreno, y es una administración que ella no puede asumir.

—Bueno, entonces debe satisfacerse el heriot de esa propiedad.

—Así será cuando logre encontrar a un terrateniente que asuma su tenencia.

El Parlamento estaba en proceso de aprobar una nueva propuesta de ley que prohibiera que los jornaleros viajaran por el país exigiendo salarios más elevados. En cuanto la propuesta se convirtiera en ley, Ralph la ejecutaría y recuperaría a sus labriegos. Con todo, el señor feudal era consciente de que seguiría desesperado por encontrar terratenientes.

—Espero que ya tengáis noticia del fallecimiento del conde —dijo Nate.

—¡No! —Ralph volvió a quedar anonadado.

—¿Qué has dicho? —preguntó sir Gerald—. ¿Que el conde William ha fallecido?

—Por la peste —explicó Nate.

—¡Pobre tío William! —se lamentó Tilly.

El pequeño se hizo eco del sentir de su madre y empezó a llorar.

Ralph habló en voz alta para que se le oyera a pesar del llanto de la criatura.

—¿Cuándo ocurrió?

—Hace sólo tres días —respondió Nate.

Tilly volvió a meter un pezón en la boquita del niño, y él volvió a chupar.

—Así que el primogénito de William es el nuevo conde… —musitó Ralph—. Debe de tener poco más de veinte años.

—Rollo también ha perdido la vida por la peste. —Nate sacudió la cabeza.

—Entonces el hijo pequeño…

—También ha muerto.

—¡Los dos hijos!

Ralph no cabía en sí de gozo. Siempre había soñado con convertirse en el conde de Shiring. Ahora, la peste le brindaba una oportunidad. Y la peste también había aumentado sus posibilidades, pues muchos posibles candidatos habían desaparecido a causa de la pandemia. Cruzó la mirada con su padre. Sir Gerald había tenido la misma idea.

—Rollo y Rick muertos… ¡Es horrible! —se lamentó Tilly, y empezó a llorar.

Ralph no le hizo ningún caso e intentó barajar las posibilidades que tenía.

—Veamos, ¿cuántos parientes vivos quedan?

—Supongo que la condesa también ha fallecido —le dijo Gerald a Nate.

—No, señor. Lady Philippa sigue viva. Y también su hija, Odila.

—¡Ah! —exclamó Gerald—. Así que el rey decidirá quién se casará con Philippa para convertirse en conde.

Ralph se quedó estupefacto. Desde que era un muchacho había soñado con desposar a lady Philippa, y había llegado el momento de abrazar la oportunidad de hacer realidad sus dos mayores ambiciones de una sola vez.

Pero ya estaba casado.

—Entonces no hay más que hablar —se lamentó Gerald. Volvió a hundirse en su asiento, pues la emoción lo había abandonado con la misma rapidez con la que le había sobrevenido.

Ralph miró a Tilly, amamantando a su hijo y llorando a un tiempo. Con quince años y apenas un metro y medio de altura, se alzaba como la muralla de un castillo entre él y el futuro que siempre había deseado.

La odiaba.

*

El funeral del conde William se ofició en la catedral de Kingsbridge. No había monjes presentes, con la única excepción del hermano Thomas, pero el obispo Henri dirigió el oficio y las monjas cantaron los salmos. Lady Philippa y lady Odila, ambas cubiertas con oscuros velos, marchaban tras el ataúd. Pese a su trágico aspecto de luto riguroso, Ralph echó en falta ese toque trascendental que solía respirarse en el sepelio de un gran señor; la sensación de que una época histórica pasaba como el agua de un río caudaloso. La muerte hacía acto de presencia en todas partes, todos los días, e incluso los fallecimientos de los nobles eran un hecho cotidiano.

Se preguntó si alguno de los feligreses de la congregación estaría infectado y si estaría propagando la enfermedad al respirar, o con los rayos invisibles que proyectaban sus ojos. Esa idea lo hizo estremecer. Se había enfrentado a la muerte en numerosas ocasiones y había aprendido a controlar el miedo en la batalla, pero ese enemigo no podía combatirse. La peste era una asesina que clavaba su alargada daga por la espalda de sus víctimas y escapaba con sigilo antes de que la identificaran. Ralph tembló e intentó dejar de pensar en ello.

Junto a él se encontraba el alto sir Gregory Longfellow, un letrado que había participado en los juicios relacionados con Kingsbridge en el pasado. En esos momentos, Gregory era miembro del consejo real, un grupo exclusivo formado por expertos en diversas materias que aconsejaban al monarca, no sobre lo que debería hacer, pues ésa era misión del Parlamento, sino sobre lo que podía hacer.

Los anuncios reales solían hacerse durante los oficios religiosos, sobre todo durante importantes ceremonias como aquélla. Ese día, el obispo Henri aprovechó la oportunidad para explicar la nueva ordenanza de los jornaleros. Ralph supuso que sir Gregory era el encargado de traer la noticia y quedarse para ver cómo era recibida.

El señor feudal de Tench escuchó con atención. Jamás lo habían convocado en el Parlamento, pero había conversado sobre la crisis laboral con el conde William, quien había pertenecido al grupo de los Lores, y con sir Peter Jeffries, quien representaba a Shiring en el grupo de los Comunes; así que Ralph estaba informado del tema del que hablaban en ese momento.

—Todo hombre debe trabajar para el señor de la aldea donde vive y no debe trasladarse a otra aldea ni trabajar para otro amo, a menos que su señor lo libere —sentenció el obispo.

Ralph se sintió regocijado. Ya sabía que aquello iba a ocurrir, pero lo complació sobremanera que ya fuera una ley aprobada.

Antes del azote de la peste jamás habían escaseado los jornaleros. Todo lo contrario, muchas aldeas tenían más mano de obra de la que necesitaban. Cuando los hombres sin tierra no lograban encontrar un trabajo remunerado, a veces dependían de la caridad del señor, lo que para el noble suponía una situación embarazosa, al margen de que les ayudara o no. Así que, si querían trasladarse a otra aldea, el señor se sentía, en cualquier caso, aliviado y no necesitaba una ley que retuviera a esos holgazanes en su casa. Sin embargo, en ese momento los jornaleros eran quienes dominaban la situación, y eso era del todo inadmisible.

Se oyó un murmullo de aprobación procedente de la congregación tras el anuncio del obispo. Los habitantes de Kingsbridge no se verían muy afectados por la ley, pero los feligreses que habían llegado desde el campo al funeral eran en su mayoría empleadores, más que empleados. Las nuevas normas habían sido ideadas por ellos y para ellos.

—En la actualidad es un delito exigir, ofrecer o aceptar salarios más elevados que los que se pagaban por trabajos similares en 1347 —prosiguió el obispo.

Ralph asintió con gesto de aprobación. Incluso los jornaleros que habían permanecido en su misma aldea habían llegado a exigir más dinero. Esperaba que la nueva ley pusiera freno a esa situación.

Sir Gregory vio su gesto.

—Os he visto asentir —comentó—. ¿Es que vos lo aprobáis?

—Es lo que queríamos —respondió Ralph—. Empezaré a aplicar la ley lo antes posible. Hay un par de fugitivos de mi propiedad a los que me interesa recuperar.

—Si me lo permitís, os acompañaré —repuso el letrado—. Me gustaría ser testigo presencial de la aplicación de la ley.