46

El mes de julio de 1346, el rey Eduardo III reunió en Portsmouth la escuadra más poderosa que Inglaterra hubiera visto jamás, de casi un millar de naves. Los vientos desfavorables retrasaron el momento de zarpar pero, finalmente, la armada inglesa levó anclas el 11 de julio con rumbo hacia un destino que permanecía secreto.

Caris y Mair llegaron a Portsmouth dos días después y, por muy poco, no alcanzaron al obispo Richard, quien se había hecho a la mar junto al rey.

Decidieron seguir al ejército hasta Francia.

No había resultado sencillo conseguir la autorización ni siquiera para realizar el viaje a Portsmouth. La madre Cecilia había convocado a las monjas a capítulo para discutir la propuesta, y algunas habían expresado su preocupación de que Caris corriera peligro físico y moral. Sin embargo, había monjas que sí salían de los conventos, no sólo durante las peregrinaciones, sino en misiones de índole comercial a Londres, Canterbury y Roma. Además, las hermanas de Kingsbridge querían recuperar el dinero que les habían robado.

Pese a todo, Caris no tenía la seguridad de conseguir el permiso para atravesar el canal de la Mancha. Por suerte o por desgracia, ni siquiera tenía derecho a preguntar.

Mair y ella no habrían podido seguir los pasos del ejército desde un primer momento, ni en el caso hipotético de haber conocido el destino del rey, porque hasta el último barco de la costa meridional de Inglaterra dotado para la navegación había puesto vergas en alto para la invasión. Así que ambas monjas se encontraban consumidas por la impaciencia en un convento a la salida de Portsmouth, a la espera de noticias.

Caris supo más adelante que el rey Eduardo y su ejército habían desembarcado en una playa muy extensa en Saint-Vaastla-Hougue, en la costa septentrional de Francia, cerca de Barfleur. Sin embargo, la flota no había regresado de inmediato. En lugar de eso, los barcos habían navegado siguiendo el litoral con rumbo este durante dos semanas, a la zaga del ejército invasor hasta Caen, nada más y nada menos. En ese lugar llenaron sus bodegas con un cuantioso botín: joyas, caros ropajes y vajillas de oro y plata que el ejército del rey Eduardo había expoliado de los ricos burgueses de Normandía. Entonces emprendieron el camino de regreso.

En la primera retaguardia de la formación naval viajaba el Grace, una coca de dos palos y mucha manga con la proa y la popa redondeadas. Su capitán, un viejo lobo de mar de rostro pellejudo llamado Rollo, se deshacía en alabanzas hacia el rey. Le habían pagado una cantidad poco común por su barco y sus hombres, y se había embolsado buena parte del botín.

—Es el ejército más nutrido que he visto jamás —comentó Rollo con entusiasmo. Calculaba que eran, por lo bajo, quince mil hombres, aproximadamente la mitad de ellos arqueros, y, casi con total seguridad, cinco mil caballos—. Tendréis que emplearos como nunca para poder alcanzarlos —advirtió—. Os llevaré a Caen, el último lugar donde me consta que han estado, y desde ahí podéis decidir hacia dónde dirigirse. Sea cual sea el rumbo que hayan tomado, os llevarán una semana de ventaja.

Caris y Mair negociaron un precio con Rollo y embarcaron en el Grace con dos robustos caballos, Blackie y Stamp. No podían viajar más rápido que la caballería del ejército pero, según razonó Caris, los soldados se verían obligados a detenerse cada cierto tiempo para librar batallas, y eso podría permitirles alcanzarlos.

Cuando llegaron a territorio francés y se adentraron navegando en el estuario del río Orne, a primera hora de una soleada mañana de agosto, Caris olisqueó la brisa y se apercibió de un desagradable hedor a ceniza apagada hacía tiempo. Tras observar con detenimiento el paisaje de esa margen del río, se dio cuenta de que las tierras de labranza estaban negras. Parecía que los cultivos hubieran sido incendiados.

—Es una práctica muy común —aclaró Rollo—. Lo que el ejército no puede llevarse debe ser destruido, de no ser así, podría beneficiar al enemigo.

A medida que se aproximaban al puerto de Caen fueron dejando atrás los cascos de varios barcos calcinados, seguramente incendiados por el mismo motivo.

—Nadie conoce el plan del rey —prosiguió Rollo—. Puede que se dirijan hacia el sur y avancen sobre París, o que viren hacia el noreste, en dirección a Calais, y allí esperen encontrarse con sus aliados flamencos. Pero es fácil seguirles el rastro de todas formas. Basta seguir el camino flanqueado de campos calcinados.

Antes de desembarcar, Rollo les entregó un jamón.

—Gracias, pero tenemos algo de pescado ahumado y queso desecado en nuestras alforjas —le respondió Caris—. Además, tenemos dinero; podemos comprar todo cuanto necesitemos.

—Puede que el dinero no os sirva de mucho —replicó el capitán—. Tal vez no haya nada que comprar. Un ejército es como una plaga de langostas, arrasan con todo cuanto encuentran a su paso. Aceptad el jamón.

—Sois un hombre muy considerado. Adiós.

—Rezad por mí, hermana, si sois tan amable. He cometido unos cuantos pecados capitales a lo largo de mi vida.

Caen era una ciudad de varios miles de casas. Al igual que Kingsbridge, las dos mitades en las que se dividía, el casco antiguo y la parte nueva, estaban separadas por un río, el Odón, sobre el que cruzaba el puente de San Pedro. En la margen del río próxima al puente, unos cuantos pescadores estaban vendiendo la pesca del día. Caris preguntó el precio de una anguila y la respuesta le resultó difícil de entender, pues el pescador hablaba un dialecto del francés que ella jamás había escuchado. Cuando por fin pudo deducir qué estaba diciendo aquel hombre, el precio la dejó sin respiración. Caris se dio cuenta de que la comida escaseaba de tal manera que era más valiosa que las joyas. Se sintió agradecida con la generosidad de Rollo.

Mair y ella habían decidido que si les preguntaban por su identidad dirían que eran monjas irlandesas de viaje a Roma. Sin embargo, en ese momento, mientras se alejaban del río, Caris se cuestionaba con nerviosismo si los lugareños sabrían por su acento que era inglesa.

No se veía a mucha gente del lugar. Puertas derribadas y ventanas hechas añicos dejaban a la vista casas vacías. Había un silencio fantasmal, no había vendedores describiendo a voz en grito sus mercancías, ni niños discutiendo, ni se oía el tañido de las campanas de la iglesia. El único trabajo que estaba realizándose era un enterramiento. La batalla se había librado hacía más de una semana, pero reducidos grupos de hombres de aspecto triste seguían sacando cadáveres de los edificios y cargándolos en carretas. Parecía que las mesnadas inglesas se habían empleado a fondo en sesgar las vidas de hombres, mujeres y niños. Pasaron junto a una iglesia en cuyo camposanto se había excavado una vasta fosa común, y Caris vio cómo apilaban los cadáveres en una tumba gigantesca, sin ataúdes ni mortajas siquiera, mientras un sacerdote pronunciaba un monótono oficio funerario. El hedor era indescriptible.

Un caballero de elegante vestimenta las saludó con una reverencia y les preguntó si necesitaban ayuda. Sus aires de terrateniente daban a entender que era un prócer de la ciudad preocupado por garantizar que las visitas religiosas no sufrieran daño alguno. Caris declinó el ofrecimiento de socorro y apreció que el francés normando que hablaba el hombre no era distinto del utilizado por los nobles de Inglaterra. Pensó que era posible que los estratos más bajos de la sociedad tuvieran diversos dialectos locales, mientras que la clase dominante hablaba una lengua franca.

Las dos monjas tomaron el camino en dirección este para salir de la ciudad, contentas de dejar atrás las funestas calles. La zona rural también estaba desierta. A Caris no se le quitaba de la lengua el áspero regusto a ceniza; muchas de las plantaciones y huertos a esa vera del camino habían sido incendiados, y cada pocos kilómetros trotaban a través de montículos de ruinas chamuscadas que otrora habían constituido una aldea. Los campesinos o bien habían huido antes de la llegada del ejército o bien habían muerto en la conflagración, puesto que no quedaban muchos signos de vida; sólo los pájaros, algún que otro cerdo o gallina que habían escapado a los saqueadores del ejército y, de vez en cuando, un perro, olisqueando entre los desechos casi con desconcierto, en un intento de detectar el rastro de su amo en una pila de ascuas frías.

El destino más inmediato de las monjas era un convento a media jornada de camino desde Caen. Siempre que fuera posible, podían pernoctar en un convento u otra institución religiosa, monasterio u hospital, como lo habían hecho durante su recorrido desde Kingsbridge hasta Portsmouth. Conocían los nombres y emplazamientos de cincuenta y una instituciones de esa clase entre Caen y París. Si eran capaces de localizarlas, puesto que avanzaban muy apresuradas tras los pasos del rey Eduardo, el alojamiento y la comida serían gratuitos y podrían permanecer a salvo de los ladrones y también, como había dicho la madre Cecilia, de las tentaciones de la carne, como las bebidas espirituosas y la compañía masculina.

Cecilia era una mujer de gran agudeza, pero no se había percatado de que existía otra clase de tentación flotando en el aire entre las dos monjas. Por ese motivo, Caris había rechazado en un principio la petición de Mair para acompañarla. Estaba obsesionada con la idea de avanzar a toda prisa, y no quería complicar la misión implicándose en un embrollo apasionado, ni negándose a hacerlo. Por otro lado, necesitaba a alguien valeroso e ingenioso como compañero de viaje. En ese momento se alegraba de la decisión que había tomado: entre todas las hermanas, Mair era la única que tenía las agallas para ir a la zaga del ejército inglés atravesando Francia.

Caris había planeado mantener una conversación sincera antes de partir, para explicar a su futura acompañante que no habría ningún tipo de contacto físico afectuoso entre ellas mientras estuvieran de viaje. Aparte de todas las demás consecuencias, podrían meterse en un buen lío si alguien las descubría. Sin embargo, por uno u otro motivo, no había llegado a encontrar el momento adecuado para mantener esa charla aclaratoria. Así que allí estaban, en Francia, con el asunto del que seguían sin hablar como un tercer viajero invisible que cabalgaba entre ellas en un caballo silencioso.

Se detuvieron a mediodía junto a un arroyo en la linde del bosque; allí encontraron una pradera que se había librado de las quemas, donde sus monturas pudieron pastar. Caris cortó unas lonchas del jamón de Rollo, y Mair sacó de sus alforjas una barra de pan seco de Portsmouth. Bebieron el agua del arroyo, aunque sabía a ceniza.

Caris reprimió sus ansias por continuar la marcha y se recordó a sí misma que los caballos debían descansar durante la hora más tórrida del día. Luego, cuando ya se preparaban para partir, le sobresaltó descubrir que había alguien observándolas. Se quedó de piedra, con el jamón en una mano y el cuchillo en la otra.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mair. Entonces siguió la mirada de Caris y lo entendió.

Había dos hombres a un par de metros de distancia, a la sombra de los árboles, observándolas. Parecían bastante jóvenes, aunque era difícil asegurarlo, pues tenían los rostros mugrientos y los ropajes sucios.

Pasado un instante, Caris se dirigió a ellos en francés normando.

—Que Dios os bendiga, criaturas del Señor.

No le respondieron. Caris supuso que no estaban muy seguros de qué hacer. Pero ¿qué posibilidades estarían considerando? ¿El robo? ¿La violación? Su mirada era voraz.

Caris estaba asustada, pero se forzó a pensar con calma. Calculó que, quisieran lo que quisiesen, debían de estar hambrientos. Le dijo a Mair:

—¡Deprisa, dame dos rebanadas de ese pan!

La monja rebanó dos gruesos trozos de la enorme barra. Caris cortó las correspondientes lonchas de jamón. Puso el embutido sobre el pan y ordenó a Mair:

—Dales una a cada uno.

Mair parecía aterrorizada, pero caminó por la hierba con paso firme y ofreció la comida a los hombres.

Ambos se la arrancaron de las manos y empezaron a devorarla con fruición. Caris dio gracias a su buena estrella de haber supuesto bien.

Se apresuró a guardar el jamón en las alforjas y el cuchillo en su cinto, entonces volvió a montar a Blackie. Mair hizo lo propio, guardó el pan y montó a Stamp. Caris se sentía más segura a lomos de su caballo.

El más alto de los dos hombres se dirigió hacia ellas moviéndose con premura. Caris se sintió tentada de espolear el vientre del equino para partir, aunque en realidad no tuvo tiempo; el hombre agarraba su brida con una mano. Empezó a hablar con la boca llena.

—Gracias —dijo con un fuerte acento local.

—Da gracias a Dios, no a mí. Él me ha enviado a ayudaros. Él os vigila. Lo ve todo.

—Tienes más comida en la bolsa.

—Dios me indicará a quién debo dársela.

Se hizo un silencio mientras el extraño rumiaba esas palabras.

—Dame tu bendición —pidió a Caris, pasado un rato.

La monja se mostró reticente a alargar el brazo derecho para realizar el gesto tradicional de la bendición; alejaría demasiado la mano del cuchillo que tenía en el cinto. No era más que un pequeño utensilio de cocina, como el que llevaba cualquier hombre o mujer, pero bastaba para cortar el dorso de la mano que la tenía retenida por la brida y habría provocado que el hombre la soltara.

Entonces se sintió inspirada.

—Muy bien —dijo—. Arrodíllate.

El hombre vaciló.

—Debes arrodillarte para recibir mi bendición —aclaró en un tono ligeramente más elevado.

Con mucha parsimonia, el individuo se arrodilló, todavía con la comida en la mano.

Caris se volvió para mirar a su compañero. Pasados unos minutos, el segundo hombre hizo lo mismo.

Caris los bendijo a ambos, a continuación espoleó a Blackie y salieron al galope. Cuando ya llevaban unos minutos galopando, volvió la vista atrás. Mair iba justo detrás de ella. Los dos hombres hambrientos se habían quedado mirándolas.

Caris meditó con preocupación sobre el incidente durante la cabalgada de esa tarde. El sol brillaba con intensidad, como un día cualquiera en el infierno. En algunos lugares, el humo se elevaba de manera irregular desde una parte del bosque o una granja chamuscada. Sin embargo, el campo no estaba del todo deshabitado, tal como fue viendo a medida que avanzaban. Divisó a una mujer embarazada recolectando alubias en un campo que se había librado de la quema de los ingleses; los rostros acongojados de dos niños que la miraban desde las piedras ennegrecidas de una casona, y varios grupos reducidos de hombres, que por lo general revoloteaban por las lindes del bosque y se movían con la desorientación de los carroñeros. Los hombres la preocupaban. Parecían hambrientos, y los hombres hambrientos eran peligrosos. Se preguntó si debería dejar de obsesionarse por la velocidad y empezar a centrarse en su seguridad.

Encontrar la ruta hasta los conventos donde planeaban hacer un alto en el camino también iba a ser más complicado de lo que Caris había imaginado. No había previsto que el ejército inglés dejara tal devastación a su paso. Había supuesto que se encontrarían con campesinos que las ayudarían a orientarse. En tiempos de paz ya podía resultar difícil conseguir esa clase de información de personas que jamás habían viajado más allá del mercado más próximo. En ese momento, sus interlocutores se mostrarían, además, evasivos, aterrorizados o ávidos de comida, cual voraces depredadores.

Caris supo gracias a la posición del sol que se dirigían hacia el este, y pensó, a juzgar por los profundos surcos de las ruedas de carro en el fango calentado y resquebrajado por el sol, que se encontraban en la carretera principal. El destino de esa noche era una aldea homónima al convento que se encontraba en su centro: Hôpital des Soeurs. A medida que la sombra que se proyectaba ante ellas iba alargándose, Caris miraba a su alrededor con impaciencia creciente en busca de alguien a quien poder preguntar por la dirección.

Los niños huían despavoridos al verlas. Caris no estaba tan desesperada todavía como para acercarse a los hombres de miradas voraces y hambrientas. Albergaba la esperanza de toparse con una mujer. No se veía a ninguna joven, y Caris tenía una funesta sospecha sobre su posible destino en manos de los ingleses que habían andado merodeando por allí. De cuando en cuando divisaba, a lo lejos, un par de siluetas cultivando algún campo que se había librado de la quema; pero se mostraba reticente a apartarse demasiado del camino.

Al final encontraron a una anciana muy arrugada y sentada bajo un manzano junto a una imponente casona de piedra. La señora estaba comiendo manzanas muy pequeñas, arrancadas del árbol mucho antes de haber madurado. Parecía aterrorizada. Caris descabalgó para tener un aspecto menos intimidatorio. La anciana intentó ocultar el escaso alimento entre los pliegues de su vestido, pero no tenía la fuerza necesaria para salir corriendo.

La monja se dirigió a ella con cortesía.

—Buenas tardes, amable anciana. ¿Podría preguntar si éste es el camino que lleva a Hôpital des Soeurs?

La mujer sacó fuerzas de flaqueza; señaló con el dedo en dirección hacia donde las monjas ya encaminaban sus pasos.

—Atravesando el bosque y detrás de esa colina —respondió.

Caris vio que estaba mellada. «Debe de ser prácticamente imposible comer manzanas verdes con las encías», pensó, llena de compasión.

—¿Está muy lejos? —preguntó.

—Es un largo camino.

A su edad, todas las distancias eran largas.

—¿Habremos llegado al caer la noche?

—A caballo, sí.

—Gracias, amable anciana.

—Tenía una hija —empezó a decir la anciana—. Y dos nietos… Catorce y dieciséis años… Eran buenos chicos.

—Lo siento mucho.

—Los ingleses… —prosiguió la anciana—: Que ardan todos en el infierno.

Era evidente que no se le había ocurrido que Caris y Mair pudieran ser inglesas. Eso respondía la pregunta de Caris: los lugareños no sabían identificar la nacionalidad de los extranjeros.

—¿Cómo se llamaban los muchachos, anciana?

—Giles y Jean.

—Rezaré por las almas de Giles y Jean.

—¿Tienes algo de pan?

Caris echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no había nadie merodeando por ahí cerca, listo para abordarlas, y que estaban solas. Hizo un gesto de asentimiento mirando a Mair, quien sacó de sus alforjas el resto de la barra y se lo ofreció a la anciana.

La mujer lo agarró a la desesperada y empezó a roerlo con las encías.

Caris y Mair se alejaron al galope.

—Si seguimos dando la comida, moriremos de hambre —advirtió Mair.

—Ya lo sé —respondió Caris—. Pero ¿cómo iba a negarme?

—No podremos cumplir nuestra misión si estamos muertas.

—Pero ante todo somos monjas, ¿no es así? —replicó Caris con aspereza—. Debemos ayudar a los necesitados, y dejar que Dios decida cuándo nos ha llegado el momento de morir.

Mair quedó asombrada.

—Jamás te había oído hablar así.

—Mi padre odiaba a las personas que se dedican a sermonear a los demás sobre moralidad. Solía decir que todos somos buenos cuando nos conviene y que eso no cuenta. Cuando deseas con todas tus fuerzas cometer una fechoría, cuando estás a punto de hacer fortuna con un negocio deshonesto, o de besar los tentadores labios de la esposa de tu vecino, o de contar una mentira que te sacará de un terrible embrollo… es entonces cuando necesitas conocer las normas. Decía que la integridad personal es como una espada: no debería blandirse hasta el momento de ponerla a prueba. Y eso que no era un entendido en espadas.

Mair permaneció en silencio durante un instante. Podía estar reflexionando sobre lo que había dicho su compañera, o tal vez hubiera desistido de seguir discutiendo; Caris no estaba segura.

Hablar de Edmund siempre hacía que Caris fuera consciente de lo mucho que lo echaba de menos. Tras la muerte de su madre, Edmund se había convertido en la piedra angular de su vida. Siempre había estado ahí, a su lado, por así decirlo, disponible cuando ella necesitaba comprensión y compasión, o un simple consejo, o mera información; ¡sabía tanto sobre el mundo! En la actualidad, cuando Caris se volvía en esa misma dirección, no encontraba más que un espacio vacío.

Pasaron un tramo de bosque y luego ascendieron por una cuesta, como la anciana había predicho. Al mirar atrás vieron, en la planicie de un valle, otra aldea incendiada, igual a todas las demás salvo por un conjunto de edificaciones de piedra que se asemejaba a un pequeño convento.

—Esto debe de ser Hôpital des Soeurs —anunció Caris—. ¡Gracias a Dios!

A medida que iban acercándose se dio cuenta de lo mucho que se había acostumbrado a la vida en el convento. Mientras descendían al paso por la ladera se sorprendió deseando realizar el ritual de la ablución de manos, una comida consumida en silencio, la hora de acostarse en el crepúsculo, incluso la sensación de paz adormecida de los maitines a las tres de la madrugada. Después de lo que había visto durante esa jornada, la seguridad de esos grisáceos muros de piedra se le antojaba atractiva, y espoleó con fuerza al agotado Blackie para iniciar el trote.

No se veía a nadie moviéndose por el lugar, aunque no resultaba demasiado sorprendente: era una pequeña institución aldeana, y no era de esperar el mismo trajín que se apreciaba en un priorato de mayor categoría de una ciudad como Kingsbridge. Aun así, a esa hora del día debería haberse visto una columna de humo saliendo del hogar de la cocina, donde estaría preparándose la colación nocturna. Sin embargo, a medida que se acercaban, Caris vio otros signos que no auguraban nada bueno, y una sensación de desolación fue apoderándose de ella poco a poco. El edificio que vio en primera instancia, semejante a una iglesia, no tenía tejado. Las ventanas eran agujeros vacíos, sin persianas ni cristaleras. Algunos de los edificios de piedra estaban ennegrecidos, como por efecto del humo.

Reinaba un silencio sepulcral: ni tañidos de campañas, ni gritos de palafreneros ni de cocineras. Caris se desalentó al entender que el convento estaba deshabitado. Y había sido pasto de las llamas, como el resto de las edificaciones de la aldea. La mayoría de las paredes de piedra seguía en pie, pero los tejados de troncos se habían hundido, las puertas y otras estructuras de madera habían ardido, y el vidrio de las ventanas había reventado por efecto del calor.

—¿Han prendido fuego a un convento? —preguntó Mair con incredulidad.

Caris estaba igual de anonadada. Hasta entonces había pensado que los ejércitos invasores, sin excepción, respetaban los edificios eclesiásticos. Se decía que era una regla de oro. Un comandante no habría dudado en aplicar la pena capital a un soldado que hubiera profanado un lugar sagrado. Caris lo había aceptado como un dogma de fe.

—¡Para que luego digan de la caballerosidad! —exclamó.

Desmontaron y siguieron a pie, pisando con cuidado de no tropezar con vigas calcinadas o escombros ennegrecidos, en dirección a las dependencias domésticas. Cuando estaban a punto de llegar a la puerta de la cocina, Mair lanzó un grito ahogado y exclamó:

—¡Oh, Dios! ¿Qué es eso?

Caris conocía la respuesta.

—Es una monja muerta. —El cadáver que yacía en el suelo estaba desnudo, pero tenía el pelo corto de una religiosa. De algún modo, el cuerpo había resistido el incendio. La mujer debía de llevar una semana muerta. Los pájaros ya le habían comido los ojos, y algunos animales que escarbaban por el lugar ya habían mordisqueado partes de la cara.

Además, le habían rebanado los senos con un cuchillo.

—¿Los ingleses han hecho esto? —preguntó Mair, horrorizada.

—Bueno, los franceses no han sido.

—Hay extranjeros luchando con nuestros soldados, ¿no es así? Galeses, alemanes y de otras nacionalidades. Puede que hayan sido ellos…

—Están a las órdenes de nuestro rey —aclaró Caris con amarga desaprobación—. Él los ha traído hasta aquí. Lo que hacen es responsabilidad del monarca.

Se quedaron contemplando la horrible visión. Mientras observaban, un ratón salió de la boca del cadáver. Mair dejó escapar un chillido y se volvió de espaldas.

Caris la abrazó.

—Tranquilízate —ordenó con firmeza, pero la acarició en la espalda para consolarla—. Venga —dijo después de un rato—. Vámonos de aquí.

Regresaron con sus caballos. Caris reprimió el impulso de enterrar a la monja muerta: si se retrasaban, seguirían en ese lugar al caer la noche. Pero ¿adónde irían? Tenían pensado pernoctar allí.

—Volveremos con la anciana del manzano —propuso Caris—. Su casa es el único edificio intacto que hemos visto desde que salimos de Caen. —Miró con impaciencia el sol poniente—. Si azuzamos a los caballos, podemos llegar antes de que sea noche cerrada.

Apretaron el galope de sus cansadas cabalgaduras, y desanduvieron el camino. Justo delante de ellas, el sol se sumergía a toda prisa en el horizonte. El último resquicio de luz estaba apagándose cuando llegaron de regreso a la casona junto al manzano.

La anciana se alegró de verlas, pues esperaba que compartieran su comida con ella, cosa que hicieron, y, juntas, la comieron a oscuras. La mujer se llamaba Jeanne. No había chimenea, pero el tiempo era clemente, y las tres mujeres se acostaron una junto a otra, tapadas con mantas. Puesto que no confiaban plenamente en su anfitriona, Caris y Mair se tumbaron abrazadas a las alforjas que contenían la comida.

Caris estuvo despierta durante un rato. Se sentía encantada de estar en marcha de nuevo después de permanecer tanto tiempo a la espera en Portsmouth, y habían avanzado a buen ritmo en las dos últimas jornadas. Tenía la certeza de que si encontraban al obispo Richard, él obligaría a Godwyn a reembolsar el dinero a las monjas. No era ningún ejemplo de integridad, pero era de mentalidad abierta, y con su característica apatía y displicencia impartía justicia con ecuanimidad. Godwyn no había actuado totalmente a su antojo ni siquiera durante el juicio por brujería. Estaba casi segura de poder convencer a Richard de que redactara una carta en la que ordenara a Godwyn vender algunos bienes del priorato para devolver el donativo robado.

No obstante, también le preocupaba su seguridad y la de Mair. Su suposición de que los soldados dejarían a las monjas tranquilas había sido errónea: lo que habían visto en Hôpital des Soeurs no había dejado lugar a dudas. Mair y ella necesitaban un disfraz.

Cuando se despertó con la primera luz del alba, preguntó a Jeanne:

—Tus nietos… ¿Conservas su ropa?

La anciana abrió un arcón de madera.

—Toma lo que quieras —declaró—. No tengo a nadie a quien dárselo. —Agarró un cubo y salió a buscar agua.

La monja empezó a rebuscar entre los ropajes del arcón. Jeanne no les había pedido dinero por la pernocta. Caris supuso que la ropa tenía un ínfimo valor monetario al haber muerto tantas personas en la aldea.

—¿Qué estás tramando? —preguntó Mair.

—Ser monja no es seguro —empezó a decir Caris—. Vamos a convertirnos en pajes al servicio de un señor de la baja nobleza: Pierre, le sieur de Longchamp, en la Bretaña. Pierre es un nombre muy común y debe de haber multitud de lugares llamados Longchamp. Nuestro señor ha sido hecho prisionero por los ingleses, y nuestra señora nos ha enviado en su busca para negociar su liberación.

—De acuerdo —respondió Mair con entusiasmo.

—Giles y Jean tenían catorce y dieciséis años respectivamente, así que, con un poco de suerte, su ropa será de nuestra misma talla.

Caris sacó una túnica corta, unas calzas y una capa con capuchón, todo de un apagado paño marrón sin teñir. Mair encontró un atuendo parecido en color verde, de manga corta y con camiseta interior. Por lo general, las mujeres no solían llevar prendas íntimas, pero los hombres sí, y por suerte, Jeanne había lavado con todo cariño la ropa interior de hilo de sus familiares difuntos. Caris y Mair podían conservar sus zapatos: el práctico calzado de las monjas no era distinto del que llevaban los varones.

—¿Nos lo ponemos? —preguntó Mair.

Se quitaron los hábitos. Caris jamás había visto a Mair desnuda, y no pudo evitar lanzar una mirada soslayada. El cuerpo despojado de ropas de su compañera la dejó sin respiración. La piel de Mair relucía como una perla anacarada. Tenía los pechos generosos, con unos pezones rosados e infantiles, y una poblada mata de vello púbico. Caris fue consciente de pronto de que su cuerpo no era tan hermoso. Apartó la vista, y empezó a ponerse a toda prisa la ropa que había escogido.

Se metió la túnica por la cabeza. Era como un vestido de mujer, con la única salvedad de que llegaba hasta las rodillas en lugar de hasta los tobillos. Se puso la ropa interior de hilo y las calzas, luego volvió a calzarse sus zapatos y se ciñó el cinto.

—¿Cómo estoy? —preguntó Mair.

Caris la miró con detenimiento. Mair se había puesto una gorra de muchacho sobre su corta cabellera rubia y se la había calado de costado. Sonreía de oreja a oreja.

—¡Pareces muy feliz! —exclamó Caris, sorprendida.

—Siempre me ha gustado la ropa de hombre. —Mair recorrió con fanfarronería la pequeña estancia—. Así caminan ellos —aclaró—. Ocupando siempre más espacio del que necesitan. —Era una imitación tan precisa que Caris estuvo a punto de estallar de risa.

Caris quedó paralizada por algo que se le ocurrió de pronto.

—¿Tendremos que orinar de pie?

—Yo sé hacerlo, pero no con calzones, sería inapropiado.

Caris soltó una risilla nerviosa.

—No podemos quitarnos la ropa interior; una ráfaga inesperada de viento podría dejar a la vista nuestro… secreto.

Mair se rio. Luego empezó a mirar a Caris de una forma extraña aunque no del todo desconocida: la observó de pies a cabeza, se encontró con su mirada y aguantó la respiración.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Caris.

—Así es como los hombres miran a las mujeres, como si les perteneciéramos. Pero, cuidado, si miras así a un hombre, se vuelve agresivo.

—Esto podría resultar más difícil de lo que había imaginado.

—Eres demasiado hermosa —dijo Mair—. Necesitas un rostro mugriento. —Se dirigió hacia la chimenea y se ennegreció la mano con hollín. Luego se la pasó por la tez a Caris. Su tacto fue como una caricia. «Mi rostro no es hermoso —pensó Caris—; nadie se había fijado antes en él así, salvo Merthin, claro…».

—Demasiado —comentó Mair después de un rato, y le retiró parte de la mugre con la mano—. Así está mejor. —Manchó una mano a Caris, y dijo—: Ahora házmelo tú.

La monja esparció un tenue manchurrón siguiendo la línea de la mandíbula de Mair hasta el cuello y le dio aspecto de barba de tres días. Era un acto muy íntimo: el estar mirándola tan detenidamente a la cara, y tocar su piel con tanta delicadeza. Ensució la frente y las mejillas de Mair. Ésta tenía el aspecto de un hermoso muchacho, ya no parecía una mujer.

Se estudiaron recíprocamente. Una sonrisa se esbozó en los contornos carmesíes de los labios de Mair. Caris sintió una suerte de ansiedad, como si algo trascendental estuviera a punto de suceder. Entonces se oyó a alguien decir:

—¿Dónde están las monjas?

Ambas se volvieron con aire de culpabilidad. Jeanne estaba en el umbral con un pesado cubo de agua fresca y cara de pocos amigos.

—¿Qué habéis hecho con las monjas? —preguntó.

Caris y Mair rompieron a reír, y entonces, Jeanne las reconoció.

—¡Cómo os habéis transformado! —exclamó.

Bebieron un poco de agua, y Caris repartió entre las tres el resto de pescado ahumado para el desayuno. Mientras comían pensó que era una buena señal que Jeanne no las hubiera reconocido. Si actuaban con cautela, quizá lograran salirse con la suya.

Se despidieron de Jeanne y partieron al galope. Antes de llegar a la cuesta en dirección a Hôpital des Soeurs, el sol se posó justo encima de ellas, y proyectó un rayo rojizo sobre el convento, lo que provocaba la ilusión óptica de que las ruinas seguían envueltas en llamas. Caris y Mair atravesaron la aldea a trote ligero, intentando no pensar en el cuerpo mutilado de la monja, tendido allí, entre los escombros, y siguieron en pos del sol naciente.