alph permaneció en vela la noche anterior a su juicio.
Había visto morir a muchas personas en la horca. Todos los años, veinte o treinta hombres y algunas mujeres subían al carro del sheriff y bajaban por la colina desde la prisión del castillo de Shiring hasta la plaza del mercado, donde les esperaba el cadalso. A pesar de ser algo habitual, esos hombres habían perdurado en la memoria de Ralph y esa noche regresaban para atormentarlo.
Unos pocos morían al instante al partirse el cuello con el tirón de la caída, pero eran los menos. La mayoría se asfixiaba poco a poco; pateaban, se debatían y boqueaban intentando gritar en vano; se orinaban y se defecaban encima. Recordaba a una anciana en particular, condenada por brujería, que al caer se había mordido la lengua y la había escupido. La gente que se agolpaba alrededor del cadalso había retrocedido atemorizada ante el trozo de carne sanguinolento que había salido volando por los aires y aterrizado en el suelo polvoriento.
Todo el mundo le había asegurado que no iban a colgarlo, pero no podía apartar esa imagen de su mente. La gente decía que el conde Roland no podía permitir que ejecutaran a uno de sus señores basándose en la palabra de un siervo. Sin embargo, hasta el momento el conde no se había dignado intervenir.
El jurado preliminar había presentado cargos contra Ralph ante el juez de paz de Shiring. Como todos los jurados de este tipo, había estado compuesto por caballeros del condado que en su mayoría debían lealtad al conde Roland y, aun así, éstos habían fallado de acuerdo con los hechos narrados por los campesinos de Wigleigh. Esos hombres, pues los miembros de un jurado nunca eran mujeres, no habían vacilado en presentar cargos contra uno de los suyos. De hecho, a juzgar por sus preguntas, habían mostrado cierta repulsa ante el proceder de Ralph y alguno incluso se había negado a estrecharle la mano.
Ralph tenía planeado que Annet no volviera a testificar, esta vez en un juicio, y había pensado encarcelarla en Wigleigh antes de que partiera hacia Shiring. Sin embargo, cuando se presentó en su casa para prenderla, descubrió que la muchacha ya no estaba. Annet debía de haber intuido su jugada y se había ido antes para desbaratar sus planes.
El caso se presentaría ante un nuevo jurado pero, para consternación de Ralph, cuatro miembros como mínimo también lo habían sido del jurado preliminar. Puesto que las pruebas aportadas seguramente serían las mismas, dudaba que el nuevo jurado fuera a emitir un veredicto diferente salvo que estuviera sometido a algún tipo de presión, algo para lo que ya era demasiado tarde.
Se levantó con las primeras luces del alba y bajó a la planta baja de la posada Courthouse, en la plaza del mercado de Shiring. En el patio de atrás se topó con un muchacho tembloroso que partía el hielo del pozo y le dijo que fuera a buscarle pan y cerveza. Luego se dirigió al dormitorio comunal y despertó a su hermano, Merthin, con quien tomó asiento en el frío salón, rodeados del aire viciado y el olor a vino y cerveza de la noche anterior.
—Creo que van a colgarme —le confesó.
—Yo también —contestó su hermano.
—No sé qué hacer.
El chico les llevó dos jarras y media hogaza de pan. Ralph agarró su cerveza con mano trémula y le dio un largo trago.
Merthin le dio un mordisco al pan sin demasiado entusiasmo, frunciendo el ceño y mirando hacia arriba por el rabillo del ojo, como hacía siempre que le daba vueltas a algo.
—Lo único que se me ocurre es intentar convencer a Annet para que retire la demanda y llegar a un acuerdo con ella. Tendrás que ofrecerle una compensación.
Ralph negó con la cabeza.
—No puede echarse atrás, no le está permitido. La castigarían si lo hiciera.
—Lo sé, pero podría presentar un testimonio poco sólido que diera lugar a la duda. Creo que es así como suele hacerse.
Ralph vio un atisbo de esperanza.
—Me pregunto si aceptaría algo así.
El mozo entró con una brazada de leña y se arrodilló junto a la chimenea para encender el fuego.
—¿Cuánto dinero podrías ofrecerle a Annet? —preguntó Merthin, pensativo.
—Tengo veinte florines.
Eso equivalía a tres libras inglesas. Merthin se pasó una mano por el desgreñado cabello rojizo.
—No es mucho.
—Es una fortuna para una campesina. Aunque, por otro lado, su familia es rica, para ser campesinos.
—¿Wigleigh no te reporta dinero?
—He tenido que comprar armaduras. Cuando se es un señor hay que estar preparado para la guerra.
—Yo podría prestártelo.
—¿Cuánto tienes?
—Trece libras.
Ralph se quedó tan pasmado que por un momento olvidó sus problemas.
—¿De dónde has sacado tanto dinero?
Merthin lo miró ligeramente resentido.
—Trabajo duro y me pagan bien.
—Pero si te despidieron, ya no eres maestro constructor del puente.
—Hay trabajo de sobra. Y alquilo parcelas de la isla de los Leprosos.
—¡Entonces un carpintero es más rico que un señor! —protestó Ralph, indignado.
—Pues por suerte para ti, eso parece. ¿Cuánto crees que querrá Annet?
En ese momento Ralph pensó en un posible obstáculo y sus ánimos volvieron a decaer.
—Olvídate de Annet, es Wulfric. Él es quien manda.
—Tienes razón. —Merthin había pasado bastante tiempo en Wigleigh mientras construía el batán y sabía que Wulfric se había casado con Gwenda después de que Annet lo dejara plantado—. Entonces hablemos con él.
Ralph no creía que eso fuera a cambiar las cosas, pero no tenía nada que perder.
Salieron bajo la lúgubre y deprimente luz de la mañana, envolviéndose en sus mantos para resguardarse del frío aire de febrero. Cruzaron el mercado y entraron en la posada Bell, donde se alojaban las gentes de Wigleigh gracias al dinero de lord William, según suponía Ralph, sin cuya ayuda no podrían haber iniciado el proceso. Con todo, Ralph sabía a ciencia cierta que su verdadero enemigo se encontraba en la malévola y exuberante mujer de William, Philippa, quien parecía odiar a Ralph aunque, o tal vez a causa de ello, él la encontraba fascinante y atractiva.
Wulfric ya se había levantado y lo encontraron almorzando gachas con beicon. Al ver a Ralph, el joven se levantó de su asiento con expresión furibunda.
Ralph se llevó la mano a la empuñadura de su espada, presto a batirse allí mismo, pero Merthin se apresuró a adelantarse con las manos abiertas en un gesto conciliador.
—Vengo en son de paz, Wulfric —dijo—. Cálmate o acabarán juzgándote a ti en vez de a mi hermano.
Wulfric permaneció en pie con las manos a los lados. Ralph se sintió decepcionado, una buena pelea habría aliviado la angustia que le producía su futuro incierto.
—¿Qué es lo que quieres, si no buscas pelea? —preguntó el campesino, después de tragar lo que tenía en la boca y escupir un trozo de corteza de beicon en el suelo.
—Llegar a un acuerdo. Ralph está dispuesto a pagarle a Annet diez libras a modo de compensación por lo que hizo.
La cantidad sorprendió a Ralph, pues Merthin tendría que aportar la mayor parte, pero lo había dicho sin titubear.
—Annet no puede retirar la demanda —contestó Wulfric—, no se le permite.
—Pero puede variar su testimonio. Si dice que consintió al principio y que cuando cambió de opinión ya era demasiado tarde, el jurado no condenará a Ralph.
Ralph observó acongojado el rostro de Wulfric en busca de alguna señal de claudicación, pero el joven se mantuvo impertérrito.
—¿De modo que le ofreces un soborno para que cometa perjurio?
Ralph empezó a desesperarse. Estaba claro que Wulfric no quería que Annet aceptara el dinero: deseaba vengarse, no una compensación. Quería que lo ahorcaran.
—Le ofrezco otro tipo de justicia —respondió Merthin.
—Lo que quieres es salvar a tu hermano de la horca.
—¿Acaso tú no harías lo mismo? Tenías un hermano. ¿Acaso no intentarías salvarle la vida aunque supieras que no ha hecho bien?
En ese momento Ralph recordó que el hermano de Wulfric había muerto en el hundimiento del puente, junto con sus padres.
La apelación a la unidad familiar cogió a Wulfric desprevenido. Era evidente que nunca se le había ocurrido pensar en Ralph como en alguien con una familia que lo amaba. Sin embargo, no tardó en recuperarse.
—Mi hermano David jamás habría hecho lo que hizo Ralph.
—Por supuesto que no —se apresuró a contestar Merthin, en tono apaciguador—. De todos modos, comprende que intente encontrar el modo de salvar a Ralph, sobre todo si puede solucionarse sin cometer una injusticia con Annet.
Ralph elogió para sus adentros la labia de su hermano. Estaba seguro de que era capaz de persuadir a un pajarillo para que bajara de un árbol.
Sin embargo, Wulfric no iba a dejarse convencer con tanta facilidad.
—Los aldeanos quieren que Ralph se vaya. Temen que vuelva a hacer algo parecido.
Merthin eludió el tema.
—Tal vez deberías comunicarle la oferta a Annet. Es ella quien debe tomar una decisión.
Wulfric pareció meditarlo.
—¿Cómo podemos estar seguros de que pagaréis el dinero?
Ralph sintió renacer la esperanza en su corazón. Wulfric estaba cediendo.
—Le entregaremos el dinero a Caris Wooler antes del juicio —contestó Merthin—. Ella pagará a Annet después de que Ralph sea declarado inocente. Tanto tú como yo confiamos en Caris.
Wulfric asintió.
—Como bien has dicho, no soy yo quien debe tomar esa decisión. Se lo diré.
Wulfric ascendió la escalera.
Merthin dejó escapar un largo suspiro.
—Por todos los cielos, si quieres saber lo que es un hombre enfadado ahí tienes uno.
—Pero has logrado convencerle —dijo Ralph, admirado.
—Sólo ha accedido a transmitirle el mensaje.
Tomaron asiento en la mesa que Wulfric había dejado vacía. Un mozo les preguntó si querían desayunar y ambos contestaron que no. Por doquier, los clientes pedían jamón, queso y cerveza. Las posadas estaban atestadas de gente que iba a acudir al juicio. Salvo que contaran con una buena excusa, los caballeros, así como la mayoría de los hombres prominentes del condado —clérigos, prósperos comerciantes y cualquiera con ingresos superiores a cuarenta libras al año— estaban obligados a asistir. Lord William, el prior Godwyn y Edmund Wooler se incluían entre ellos. El padre de Ralph y Merthin, sir Gerald, asistía con regularidad antes de caer en desgracia. Estos hombres debían ofrecer sus servicios como jurado y realizar otros trámites, como pagar sus impuestos o elegir a sus representantes en el Parlamento. A éstos además se le sumaban las huestes de acusados, víctimas, testigos y fiadores. Un tribunal reportaba grandes beneficios a las posadas de la ciudad.
Wulfric los hizo esperar.
—¿Qué crees que se estará diciendo ahí arriba? —preguntó Ralph.
—Puede que Annet esté predispuesta a aceptar el dinero —contestó Merthin—. Su padre la apoyaría si ésa es su decisión y tal vez su marido, Billy Howard, también, pero Wulfric es de los que cree que decir la verdad es más importante que el dinero. Su mujer, Gwenda, lo apoyará por lealtad y el padre Gaspard hará otro tanto por principios. Con todo, lo principal es que tendrán que consultarlo con lord William y él hará lo que quiera lady Philippa. No sé por qué, pero esa mujer te odia. No obstante, es más probable que una mujer escoja la conciliación que la confrontación.
—Así que podrían acabar decidiendo cualquier cosa.
—Exacto.
Los clientes de la posada terminaron de almorzar y empezaron a desfilar en dirección a la plaza para acercarse hasta la posada Courthouse, donde se celebraría la sesión. El tiempo apremiaba.
Wulfric reapareció al fin.
—Dice que no —anunció con sequedad, y dio media vuelta.
—¡Un momento! —lo llamó Merthin.
Wulfric no se dio por aludido y desapareció escalera arriba.
Ralph soltó una maldición. Había fantaseado con el indulto aunque fuera sólo unos segundos, y ahora volvía a verse en manos de un jurado.
Oyó que fuera alguien tocaba una campanilla con brío. Uno de los ayudantes del sheriff estaba convocando a todas las partes interesadas al tribunal. Merthin se levantó y Ralph lo siguió con desgana.
Regresaron a la posada y entraron en la amplia sala de la parte de atrás. En el extremo opuesto se encontraba el sitial del juez, una silla de madera tallada que se asemejaba a un trono, colocado sobre una plataforma. El juez todavía no había llegado, pero el escribano estaba sentado a una mesa enfrente del estrado, leyendo un pergamino. Habían dispuesto dos largos escaños para los jurados a uno de los lados. No había más asientos en toda la sala, por lo que los demás tendrían que permanecer de pie donde mejor les pareciera. El juez mantenía el orden gracias a la potestad que tenía de condenar al instante a cualquiera que no se comportara: no había necesidad de celebrar un juicio para dictaminar sobre un delito del que el propio juez había sido testigo. Ralph vio a Alan Fernhill, quien parecía aterrado, y se quedó a su lado, sin intercambiar palabra.
Ralph empezó a pensar que no debería haberse presentado al juicio. Podría haberse inventado una excusa: que estaba enfermo, que había habido un malentendido con las fechas, que un caballo se había lisiado por el camino… Sin embargo, eso sólo habría significado un aplazamiento. Al final el sheriff acabaría presentándose para detenerlo, acompañado de sus ayudantes armados, y si se le ocurría huir, lo declararían proscrito.
Con todo, eso era mejor que la horca. ¿Por qué no desaparecía en ese mismo instante? Tal vez consiguiera abrirse camino a puñetazos hasta la calle, pero a pie no llegaría muy lejos. La mitad de la ciudad se abalanzaría sobre él, y aunque pudiera escapar de ellos, los ayudantes del sheriff lo seguirían a caballo. Además, su huida sería considerada como una admisión de culpa. Tal como estaban las cosas, todavía albergaba la esperanza de que lo exculparan. Tal vez Annet se sintiera demasiado intimidada para presentar su testimonio con claridad. Quizá los testigos clave no llegaran a presentarse. ¿Y si el conde Roland intervenía en el último momento?
La sala del tribunal acabó de llenarse cuando entraron Annet, los aldeanos, lord William y lady Philippa, Edmund y Caris Wooler, y el prior Godwyn y su enjuto ayudante, Philemon. El escribano golpeó la mesa para pedir silencio y el juez apareció por una puerta lateral. Se trataba de sir Guy de Bois, un gran terrateniente. Era un hombre calvo y orondo; viejo compañero de armas del conde, lo que podría jugar a favor de Ralph aunque, por otro lado, también era tío de lady Philippa y tal vez ella lo hubiera predispuesto en su contra. Tenía el aspecto sonrosado de un hombre que se ha desayunado con ternera salada y cerveza fuerte. El juez tomó asiento, expulsó una ventosidad y suspiró satisfecho.
—Muy bien, vamos allá —dijo.
El conde Roland no se había presentado.
El primer caso era el de Ralph, el que más interés había despertado, incluido en el juez. Tras la lectura de los cargos, llamaron a Annet a declarar.
A Ralph le estaba resultando curiosamente difícil concentrarse. Por descontado que ya lo había oído antes, pero debía de estar muy atento ante cualquier discrepancia en el relato de la versión de los hechos de Annet, ante cualquier atisbo de inseguridad, vacilación o balbuceo. Sin embargo, no se sentía nada optimista. Sus enemigos habían sacado todas sus armas y el único aliado poderoso que tenía, el conde Roland, no se había presentado. Sólo le quedaba su hermano, y Merthin ya había hecho todo lo posible para ayudarle y había fracasado. Ralph estaba condenado.
A continuación llamaron a declarar a los testigos: Gwenda, Wulfric, Peg y Gaspard. Ralph se había considerado con poder absoluto sobre esas personas, las mismas que, no sabía cómo, lo estaban llevando al cadalso. El portavoz del jurado, sir Herbert Montain, era uno de los hombres que se había negado a estrecharle la mano, además de haber formulado preguntas que parecían destinadas a hacer hincapié en la crueldad del delito: ¿Hasta qué punto era intenso el dolor? ¿Había mucha sangre? ¿Lloraba la mujer?
Cuando le llegó el turno de declarar, Ralph explicó en voz baja y de manera atropellada la misma versión que había rechazado el jurado itinerante. Alan Fernhill lo hizo mejor, aseguró sin titubeos que Annet había consentido acostarse con Ralph de buen grado y que los dos amantes le habían pedido que desapareciera mientras ellos disfrutaban de sus mutuos favores a la orilla del riachuelo. Sin embargo, el jurado no le creyó; Ralph lo vio en sus caras. Tanta circunspección empezaba a aburrirle y deseó que acabaran cuanto antes y decidieran su suerte de una vez.
En el momento en que Alan volvía a su sitio, Ralph sintió una presencia detrás de él y alguien le dijo en voz baja al oído: «Escúchame».
Ralph echó un vistazo a su espalda y se extrañó al ver al padre Jerome, el secretario del conde, ya que ese tipo de tribunales no tenía jurisdicción sobre los clérigos, aunque hubieran cometido un crimen.
El juez se volvió hacia el jurado y le pidió el veredicto.
—Vuestros caballos esperan fuera, ensillados y preparados para partir —murmuró el padre Jerome.
Ralph se quedó de piedra. ¿Había oído lo que creía haber oído?
—¿Qué? —preguntó, volviéndose.
—Corred.
Ralph miró detrás de él. Un centenar de hombres le cerraba el paso hasta la puerta y muchos de ellos iban armados.
—Es imposible.
—Por la puerta lateral —le indicó Jerome, señalando con una ligera inclinación de cabeza la puerta por la que había entrado el juez.
Ralph comprendió de inmediato que sólo la gente de Wigleigh se interponía entre él y la salida.
El portavoz del jurado, sir Herbert, se levantó con aire de suficiencia.
Ralph intercambió una mirada con Alan Fernhill, a su lado. Alan lo había oído todo y lo miraba a la expectativa.
—¡Ahora! —susurró Jerome. Ralph se llevó la mano a la empuñadura de su espada.
—Declaramos a lord Ralph de Wigleigh culpable de violación —anunció el portavoz.
Ralph desenvainó la espada y, blandiéndola en el aire, corrió hacia la puerta.
Tras un breve instante de silencio estupefacto, todo el mundo se puso a gritar a la vez, pero Ralph era el único hombre de la sala con un arma en la mano y sabía que los demás necesitarían tiempo para desenvainar.
Wulfric fue el único que intentó detenerlo y, sin vacilar ni un momento, se interpuso en su camino con arrojo e imprudencia. Ralph alzó la espada y la bajó con todas sus fuerzas, con la intención de abrirle el cráneo en dos. Wulfric consiguió retroceder a tiempo y apartarse a un lado con agilidad. Con todo, la punta de la espada le hizo un corte en la mejilla izquierda que iba de la sien a la mandíbula. Wulfric gritó de dolor y se llevó las manos a la cara. Ralph lo dejó atrás.
El prófugo abrió la puerta de par en par, la atravesó y se volvió. Alan Fernhill, seguido por el portavoz del jurado, quien ya había desenvainado y llevaba la espada en alto, pasó junto a él como una exhalación. Ralph experimentó un momento de absoluta exaltación. Así era como deberían arreglarse las cosas: luchando, no debatiendo. Ganara o perdiera, lo prefería así.
Con un grito eufórico, descargó una estocada sobre sir Herbert. La punta de la espada alcanzó el pecho del portavoz y desgarró el sayo de cuero, pero el hombre también estaba demasiado lejos para que la hoja le atravesara las costillas, por lo que la espada sólo le hizo un corte y rebotó en los huesos. De todas formas, Herbert dio un alarido, más motivado por la impresión que por el dolor, retrocedió tambaleante y chocó con los que venían detrás de él. Ralph cerró la puerta de golpe.
Se encontró en medio de un pasillo que recorría el lateral de la casa, con una puerta en uno de los extremos, que daba a la plaza del mercado, y otra en el extremo opuesto, que daba a los establos del patio. ¿Dónde estarían los caballos? Jerome sólo le había dicho que estaban fuera. Alan corría hacia la puerta que daba a la parte de atrás, así que Ralph lo siguió. Al salir al patio, el rumor que oyeron a sus espaldas les confirmó que habían abierto la puerta de la sala del tribunal y que la gente había salido tras ellos.
Los caballos no estaban en el patio.
Ralph recorrió la arcada que conducía a la parte delantera de la posada, donde le esperaba la visión más maravillosa del mundo: un mozo de cuadras, descalzo y con la boca llena de pan, sujetaba las bridas de su caballo de caza, Griff, ensillado y piafando, y del joven potro de Alan, Fletch.
Ralph cogió las riendas y montó su caballo de un salto, imitado por Alan. Espolearon a sus animales justo cuando los asistentes al juicio asomaban por la arcada. El mozo del establo se apartó, aterrado, y los caballos salieron al galope.
Alguien les lanzó un cuchillo cuya hoja apenas se hundió medio centímetro en la ijada de Griff antes de caer, sirviendo únicamente para espolear aún más al caballo.
Salieron a galope tendido por las calles, espantando a la gente, sin prestar atención a hombres, mujeres, niños o ganado. Cargaron a través de una puerta de la vieja muralla y salieron a un arrabal de casas entre las que se intercalaban huertos. Ralph miró atrás. Nadie los seguía.
Sabía que los hombres del sheriff saldrían tras ellos, pero primero tendrían que ir en busca de sus monturas y ensillarlas. En esos momentos, Ralph y Alan se encontraban a más de un kilómetro de la plaza del mercado y sus caballos no daban muestras de cansancio. Ralph no cabía en sí de gozo. No hacía ni cinco minutos que había aceptado su suerte y ahora… ¡era libre!
El camino se bifurcaba. Ralph escogió el ramal de la izquierda al azar. A un poco más de un kilómetro y medio, más allá de los campos, vio un bosque. Una vez allí, saldría del camino y desaparecería.
Aunque, ¿qué haría después?