uonaventura Caroli comunicó la sorprendente noticia durante el desayuno del lunes, un día después del gran banquete que tuvo lugar en la sede del gremio.
Caris se sintió algo indispuesta al tomar asiento junto a la mesa de roble del comedor de la casa de su padre. Le dolía la cabeza y sentía un amago de náuseas. Tomó una pequeña ración de sopas de leche tibias para confortar el estómago. Al recordar lo bueno que le había sabido el vino durante el banquete, se preguntó si no habría bebido demasiado. ¿Sería ésa la sensación sobre la que bromeaban hombres y muchachos al día siguiente, cuando se jactaban de la cantidad de bebida fuerte que toleraban?
El padre de Caris y Buonaventura comían cordero frío, y mientras, la tía Petranilla les estaba contando una historia.
—A los quince años me prometí con un sobrino del conde de Shiring —les explicaba—. Todo el mundo veía aquella unión con muy buenos ojos, pues su padre era un caballero de rango medio y el mío, un acaudalado mercader de lana. Sin embargo, el conde y su único hijo murieron al cabo de poco tiempo en Escocia, en la batalla de Loudon Hill. Mi prometido, Roland, pasó a ser el nuevo conde… y rompió el compromiso. Hoy en día todavía lo sigue siendo. Si me hubiera casado con Roland antes de la batalla, ahora yo sería la condesa de Shiring.
Mojó una tostada en la cerveza.
—Tal vez no fuera ésa la voluntad de Dios —opinó Buonaventura. Le lanzó un hueso a Trizas y ésta lo aferró de un salto como si hiciera una semana que no veía alimento alguno. Luego, se dirigió al padre de Caris—: Amigo mío, hay algo que debo decirte antes de que ambos iniciemos los asuntos del día.
Por su tono de voz, Caris dedujo que se trataba de malas noticias, y su padre debió de intuir lo mismo puesto que respondió:
—Ese tono no presagia nada bueno.
—Nuestro negocio ha ido perdiendo fuelle durante estos últimos años —prosiguió Buonaventura—. Mi familia cada año vende menos género, cada año compramos un poco menos de lana a Inglaterra.
—Con los negocios siempre pasa igual —repuso Edmund—, unas veces van mejor y otras, peor. Y nadie sabe por qué.
—Pero ahora tu rey se ha metido por medio.
Era cierto. Eduardo III había observado cuánto dinero se hacía con la lana y había decidido que una parte debía ir a parar a las arcas de la Corona. Había establecido un nuevo impuesto que consistía en una libra por cada saco de lana. El peso estándar de un saco era de ciento sesenta y cinco kilos y se vendía por unas cuatro libras, por lo cual el nuevo impuesto equivalía a la cuarta parte del valor de la lana, o sea, una buena tajada.
Buonaventura prosiguió:
—Lo peor de todo es que ha puesto muy difícil la exportación de lana de Inglaterra. He perdido mucho dinero en sobornos.
—Pronto retirarán la prohibición de exportar —aseguró Edmund—. Los mercaderes de la Compañía de la Lana de Londres están negociándolo con oficiales del rey…
—Ojalá tengas razón —dijo Buonaventura—. No obstante, tal como están ahora las cosas, mi familia no cree necesario que siga visitando dos ferias del vellón distintas en esta zona del país.
—¡Pues claro! —exclamó Edmund—. Ven aquí y olvídate de la feria de Shiring.
La ciudad de Shiring se encontraba a dos días de distancia de Kingsbridge. Era más o menos de la misma extensión y aunque no tenía catedral ni priorato, contaba con el castillo del sheriff y con el tribunal del condado. Una vez al año, se celebraba una feria del vellón que competía con la de Kingsbridge.
—Me temo que aquí no encontraré el surtido necesario. Verás, la feria del vellón de Kingsbridge parece estar en declive; cada vez hay más vendedores que van a Shiring, y allí se ofrece una amplia variedad de tipos y calidades.
Caris estaba consternada, aquello podía resultar desastroso para su padre. Decidió intervenir.
—¿Por qué los vendedores prefieren ir a Shiring?
Buonaventura se encogió de hombros.
—El gremio de mercaderes de esa comunidad ha ideado la feria para que resulte atractiva. No se forman largas colas para atravesar la puerta de entrada a la ciudad, los comerciantes pueden alquilar puestos y casetas, disponen de un edificio donde cerrar los tratos cuando, por ejemplo, está lloviendo como hoy…
—Nosotros también podríamos ofrecer todo eso —dijo Caris.
Su padre dio un resoplido.
—Ojalá.
—¿Por qué no, papá?
—Shiring es un municipio independiente, con un fuero real. Los mercaderes de allí cuentan con la posibilidad de organizar cosas que beneficien a los mercaderes de lana. Kingsbridge pertenece al priorato…
Petranilla lo interrumpió.
—Por la gracia de Dios.
—Sin duda —respondió Edmund—. Pero nuestra comunidad parroquial no puede hacer nada sin el beneplácito del priorato… y los priores son personas cautelosas y conservadoras, mi hermano no es ninguna excepción. Como resultado, la mayor parte de las propuestas de mejora son rechazadas.
Buonaventura prosiguió:
—Por respeto a la antigua relación comercial que mi familia viene manteniendo contigo, Edmund, y antes que contigo con tu padre, hemos seguido acudiendo a Kingsbridge. Pero en los malos momentos no podemos permitirnos caer en el sentimentalismo.
—Entonces voy a pedirte un pequeño favor, en nombre de tan antigua relación —dijo Edmund—. No tomes ninguna decisión definitiva todavía. Mantén la mente abierta.
Eso era muy ingenioso, pensó Caris. Se asombró, tal como solía ocurrirle, de lo astuto que podía resultar su padre en una negociación. No trató de convencer a Buonaventura para que cambiara de opinión, pues eso sólo habría servido para que se afianzara en su postura. Resultaba mucho más fácil convencer al italiano para que no considerara definitiva su decisión. Tal cosa no lo comprometía a nada, pero dejaba la puerta abierta.
A Buonaventura le costó negarse.
—Muy bien, pero ¿con qué fin?
—Quiero tener la oportunidad de mejorar la feria, y sobre todo el puente —respondió Edmund—. Si en Kingsbridge conseguimos ofrecer mejores servicios que en Shiring y atraer a más vendedores, tú también seguirás visitándonos, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Entonces eso es todo cuanto tenemos que hacer. —Se puso en pie—. Voy a ver a mi hermano ahora mismo. Caris, ven conmigo. Le mostraremos la cola que hay en el puente. No, espera, Caris; haz venir a ese joven aprendiz amigo tuyo tan inteligente, a Merthin. Es probable que necesitemos de su experiencia.
—Estará trabajando.
Petranilla intervino:
—Pues dile a su patrón que el mayordomo de la comunidad parroquial requiere al chico. —Petranilla se sentía orgullosa de que su hermano fuera mayordomo y sacaba el tema a colación a la mínima oportunidad.
Con todo, tenía razón. Elfric dejaría salir a Merthin.
—Voy a buscarlo —dijo Caris.
Tras ponerse el manto con capucha, salió. Seguía lloviendo, aunque no tanto como el día anterior. Elfric, como la mayoría de los ciudadanos destacados, vivía en la calle principal, la cual unía el puente con las puertas del priorato. La amplia vía se encontraba plagada de carros y viandantes que se dirigían a la feria y al pasar salpicaban agua de los charcos y los regueros de lluvia.
Como siempre, se moría de ganas de ver a Merthin. El chico le gustaba desde el día de Todos los Santos de hacía diez años, cuando se había presentado en la sesión de tiro al arco con su arma artesanal. Era listo y divertido. Al igual que ella, sabía que el mundo era más extenso y fascinante de lo que la mayoría de los ciudadanos de Kingsbridge podían concebir. Además, seis meses atrás habían descubierto algo que resultaba mucho más emocionante que la simple amistad.
Caris había besado a otros chicos antes que a Merthin, aunque no era algo que hiciera con frecuencia: no acababa de verle la gracia. Sin embargo, con él era distinto; le resultaba excitante y sexualmente atractivo. Su aire pícaro confería a todo cuanto hacía un matiz ligeramente malicioso. También le gustaba que la tocara. Quería ir más allá… pero trataba de no pensar en ello. «Ir más allá» significaba casarse, y una esposa debía someterse a su marido, que era su señor. Y Caris abominaba esa idea. Por fortuna aún no se veía obligada a pensar en eso, pues Merthin no podría casarse hasta que terminara su formación como aprendiz, para lo cual todavía faltaba medio año.
Llegó a casa de Elfric y entró. Su hermana, Alice, se encontraba en la sala principal, sentada a la mesa con su hijastra, Griselda. Comían pan con miel. Alice había cambiado durante los tres años de matrimonio con Elfric. Siempre había tenido un carácter adusto, como Petranilla, pero bajo la influencia de su marido se había vuelto más suspicaz, rencorosa y mezquina.
Sin embargo, ese día estaba bastante simpática.
—Siéntate, hermana —la invitó—. El pan está cocido de esta mañana.
—No puedo, he venido a buscar a Merthin.
Alice la miró con desaprobación.
—¿Tan temprano?
—Nuestro padre quiere verlo.
Caris atravesó la cocina hasta la puerta trasera y se asomó al patio. La lluvia caía sobre el deprimente paisaje que constituían los enseres relacionados con la construcción. Uno de los peones de Elfric cargaba piedras mojadas en una carretilla. No había rastro de Merthin, así que la chica volvió adentro.
—Es probable que esté en la catedral —apuntó Alice—. Ha estado trabajando en una puerta.
Caris recordó que Merthin se lo había comentado. La puerta del atrio que daba al norte se había podrido y él estaba labrando una nueva.
—Ha estado tallando vírgenes —dijo Griselda con una sonrisa burlona, y se llevó el pan con miel a la boca.
Caris también sabía eso. La vieja puerta lucía tallas que representaban la prédica de Jesús en el Monte de los Olivos acerca de las vírgenes prudentes y las insensatas, y Merthin había tenido que copiarlas. Sin embargo, la mueca de Griselda expresaba algo desagradable, pensó Caris; era como si se estuviera riendo de ella precisamente por ser virgen.
—Probaré en la catedral —dijo Caris, y se marchó tras despedirse con un gesto desidioso.
Ascendió por la calle principal y penetró en el recinto de la catedral. Al abrirse paso entre los puestos del mercado, le pareció que un ambiente sombrío se cernía sobre la feria. ¿Serían imaginaciones suyas provocadas por las palabras de Buonaventura? Creía que no. Cuando pensaba en las ferias del vellón de su infancia, se le antojaba que el bullicio y la concurrencia eran entonces mayores. En aquella época el recinto de la catedral no era lo bastante grande para albergar la feria, y todas las calles colindantes quedaban cortadas por puestos sin permiso —que solían consistir tan sólo en un pequeño tablero repleto de baratijas— además de vendedores ambulantes con sus bandejas, malabaristas, adivinos, músicos y frailes que deambulaban invitando a los pecadores a redimirse. Ahora le parecía que dentro del recinto aún cabían unos cuantos puestos más. «Buonaventura debe de tener razón —se dijo—. La feria es cada vez más reducida». Un comerciante le dirigió una mirada extraña y entonces se percató de que había expresado sus pensamientos en voz alta. Era una mala costumbre, la gente creía que hablaba con espíritus. Se había propuesto no hacerlo más, pero a veces se le olvidaba, sobre todo cuando se sentía inquieta.
Rodeó la gran iglesia en dirección al ala norte.
Merthin se encontraba trabajando en el pórtico, un espacio amplio donde la gente solía reunirse. Mantenía la puerta en pie gracias a un robusto marco de madera que la sostenía mientras él tallaba.
Detrás de la nueva obra, la vieja puerta seguía ocupando su lugar bajo la arcada, aunque resquebrajada y medio desmoronada. Merthin daba la espalda a Caris y la luz caía por encima de sus hombros sobre la pieza de madera que tenía enfrente. No vio a la joven y además el repiqueteo de la lluvia ahogaba el ruido de sus pasos, así que ésta pudo contemplarlo durante unos instantes sin que él se apercibiera.
Era menudo, no mucho más alto que ella. Tenía una cabeza grande dotada de una inteligencia considerable y el cuerpo enjuto y nervudo. Sus pequeñas manos recorrían con destreza la talla y levantaban delicados bucles de madera con un afilado cuchillo a medida que iba dando forma a las imágenes. Tenía la piel blanca y una mata de grueso pelo rojizo. «No es muy atractivo», había opinado Alice con un mohín cuando Caris le confesó que se había enamorado de él. Si bien era cierto que Merthin no gozaba del porte gallardo de su hermano, Ralph, a Caris le parecía que su rostro era una maravilla: asimétrico, peculiar, de expresión sensata y lleno de alegría, como todo él.
—Hola —lo saludó, y él dio un respingo. La joven se echó a reír—. No creía que fueras tan asustadizo.
—Me has sobresaltado.
Merthin vaciló un momento, pero enseguida la besó. Parecía sentirse un poco incómodo; sin embargo, a veces le ocurría cuando estaba concentrado en el trabajo.
Ella examinó la talla. A cada lado de la puerta aparecían cinco vírgenes; las prudentes disfrutaban de la boda mientras que las insensatas, en el exterior, sostenían sus lámparas boca abajo para mostrar que no tenían aceite. Merthin había reproducido el mismo diseño de la puerta vieja, pero había introducido pequeños cambios. Las vírgenes estaban de pie y en fila, cinco a un lado y cinco al otro, igual que los arcos de la catedral. Sin embargo, en la nueva puerta no eran todas iguales, Merthin había otorgado a cada una de las jóvenes cierta individualidad: una era guapa, otra tenía el pelo rizado; una lloraba, otra guiñaba un ojo con gesto pícaro. Las había dotado de realismo y, en comparación, la escena representada en la vieja puerta resultaba apagada y poco natural.
—Es maravilloso —opinó Caris—, aunque no sé qué pensarán los monjes.
—Al hermano Thomas le gusta —respondió Merthin.
—¿Y al prior Anthony?
—Aún no lo ha visto. Pero seguro que le parecerá bien. No querrá pagar el trabajo dos veces.
Eso era cierto, pensó Caris. Su tío Anthony era muy conservador pero también bastante tacaño. Al oír hablar del prior se acordó del recado que traía.
—Mi padre quiere que vayas al puente a reunirte con él y el prior.
—¿Te ha dicho para qué?
—Me parece que quiere proponerle a Anthony que se construya un puente nuevo.
Merthin introdujo sus utensilios en un zurrón de piel y barrió rápidamente el suelo para apartar el serrín y las virutas de madera del pórtico.
Luego atravesó junto a Caris la feria bajo la lluvia y se dirigieron por la calle principal hasta el puente de madera. Caris le explicó lo que Buonaventura había dicho durante el desayuno. A Merthin, igual que a ella, le parecía que las últimas ferias no habían resultado tan animadas como las que recordaba de su infancia.
A pesar de ello, una larga cola formada por viandantes y carros aguardaba para acceder a Kingsbridge. Junto al extremo más cercano del puente había una pequeña garita donde un monje recaudaba un penique de cada comerciante que entraba en la ciudad para vender su mercancía. El puente era estrecho, por lo cual nadie podía saltarse la cola y quienes estaban exentos de pago, que por regla general eran los habitantes de la ciudad, tenían igualmente que esperar su turno. Además, algunos de los tablones que formaban el pavimento estaban levantados y rotos, de manera que los carros se veían obligados a avanzar muy despacio al cruzar el puente. El resultado de todo aquello era que la larga cola se extendía entre las casuchas del extrarradio y se desvanecía a lo lejos bajo la lluvia.
El puente era también demasiado corto. Sin duda en otros tiempos ambos extremos unían terreno seco. No obstante, o bien el cauce del río había crecido o, más probablemente, al cabo de las décadas y de los siglos el paso de carros y viandantes había acabado por hundir la tierra y ahora era necesario vadear la ciénaga de ambas orillas.
Caris vio que Merthin examinaba la estructura. Conocía aquella expresión de sus ojos: estaba pensando en la forma en que la construcción se mantenía en pie. A menudo lo descubría mirando una cosa u otra con aquel gesto; solía ocurrir en la catedral pero a veces también sucedía ante una casa o un paisaje natural, como ante un espino en flor o un gavilán cerniéndose en el aire. Guardaba silencio absoluto y su mirada se tornaba viva y perspicaz, como si quisiera alumbrar con los ojos un lugar oscuro para divisar lo que allí había. Y si Caris le hacía alguna pregunta al respecto, él le respondía que estaba tratando de observar el interior de las cosas.
La joven siguió la trayectoria de sus ojos e hizo un esfuerzo por imaginar qué veía en el viejo puente. La estructura medía unos cincuenta y cinco metros de un extremo a otro, y era el puente más largo que Caris había visto en su vida. El tablero que sostenía la calzada del puente se sustentaba sobre dos hileras de sólidos pilares de roble, igual que los que delimitaban la nave de la catedral por ambos lados. Había en total cinco pares de pilares. Los de los extremos, donde el agua era menos profunda, eran relativamente bajos; sin embargo, los tres pares centrales sobresalían cuatro metros y medio por encima de la superficie del río.
Cada pilar consistía en cuatro troncos de roble agrupados y sujetos mediante abrazaderas formadas por tablones. Según contaba la leyenda, el rey había hecho entrega al priorato de Kingsbridge de los veinticuatro mejores robles de Inglaterra para construir los tres pares centrales de pilares. Los extremos superiores quedaban unidos mediante unas jácenas que formaban dos líneas paralelas. Unas vigas más cortas unían una línea con la otra y formaban el tablero; unos tablones longitudinales se habían colocado encima para formar el entramado del pavimento. A cada lado se alzaba una baranda de madera que servía de frágil antepecho. Una vez cada tantos años algún campesino ebrio estrellaba su carreta contra la barandilla y se ahogaba en el río junto con su caballo.
—¿Qué miras? —preguntó Caris a Merthin.
—Las grietas.
—No veo ninguna.
—Los maderos de ambos lados del pilar central se están resquebrajando. Se pueden ver los puntos en los que Elfric los ha reforzado con abrazaderas de hierro.
En cuanto Merthin las señaló, Caris descubrió las franjas de metal clavadas de tal modo que cubrían las grietas.
—Pareces preocupado —le dijo ella.
—No sé por qué motivo se han agrietado los maderos.
—¿Importa mucho?
—Pues claro.
Merthin no se mostraba muy hablador esa mañana. Caris estaba a punto de preguntarle cuál era la causa justo cuando él dijo:
—Ahí viene tu padre.
La joven miró hacia el otro extremo de la calle. Los dos hermanos formaban una extraña pareja: el más alto, Anthony, se remangaba escrupulosamente las faldas de su túnica monacal y avanzaba con cautela sorteando los charcos con una mueca de desagrado dibujada en el rostro pálido como el papel, pues casi nunca salía al aire libre, encerrado entre las paredes del priorato. Edmund, más lleno de energía a pesar de ser el mayor, tenía las mejillas enrojecidas y lucía una larga y descuidada barba canosa; caminaba con despreocupación arrastrando la pierna atrofiada por el barro mientras hablaba en tono acalorado y gesticulaba de forma exagerada con ambos brazos. Siempre que Caris veía a su padre a cierta distancia, tal como lo vería un desconocido, la invadía un profundo sentimiento de amor.
La discusión estaba en pleno apogeo cuando los hombres alcanzaron el puente, y prosiguieron sin detenerse.
—Pero ¿has visto la cola de gente? —exclamó Edmund, airado—. ¡Hay muchísimas personas que no están haciendo negocio en la feria porque todavía no han podido entrar! Seguro que mientras esperan se toparán con algún comprador o vendedor y cerrarán el trato sobre la marcha, y luego se irán a su casa sin siquiera poner los pies en la ciudad.
—Pero… eso es interceptar la mercancía antes de que llegue al mercado, ¡y va contra la ley! —dijo Anthony.
—Por mí ya puedes ir a decírselo, si es que logras cruzar el puente, claro, lo cual es imposible… ¡porque es demasiado estrecho! Escucha, Anthony: si los italianos se marchan, la feria del vellón no volverá a ser la misma. Tu prosperidad y la mía dependen de la feria. ¡No podemos cruzarnos de brazos!
—Pero tampoco podemos obligar a Buonaventura a comerciar aquí.
—Pero sí podemos hacer que la feria sea más atractiva que la de Shiring. Lo que tenemos que hacer es anunciar ahora mismo que hemos puesto en marcha un gran proyecto, algo que los convenza de que la feria del vellón no ha entrado en decadencia. Tenemos que hacerles saber que pensamos demoler este viejo puente y construir uno nuevo, o dos, bien anchos. —Sin previo aviso, se volvió hacia Merthin—. ¿Cuánto tiempo te llevaría eso, muchacho?
Merthin lo miró perplejo, pero respondió.
—Lo más difícil será encontrar los árboles. Hacen falta maderos muy largos y bien curados. Luego habrá que afianzar los pilares en el lecho del río, lo cual resulta bastante peliagudo debido a la corriente. Después, sólo queda el trabajo de carpintería. Podría estar acabado para Navidad.
—Aunque construyamos un puente nuevo, no tenemos la certeza de que la familia Caroli vaya a cambiar de planes —observó Anthony.
—Lo harán —afirmó Edmund en tono convincente—. Te lo aseguro.
—De todas formas, no puedo permitirme construir un puente. No dispongo del dinero necesario.
—¡Lo que no puedes permitirte es no construirlo! —le gritó Edmund—. Te arruinarás, y arruinarás contigo a toda la población.
—No hay más que hablar. Ni siquiera sé de dónde voy a sacar el dinero para la restauración de la nave sur.
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
—Encomendarme a Dios.
—A Dios rogando y con el mazo dando… Pero no veo tu mazo por ninguna parte.
Anthony estaba empezando a molestarse.
—Sé que te cuesta comprenderlo, Edmund, pero el priorato de Kingsbridge no es ninguna iniciativa comercial. Estamos aquí para honrar a Dios, no para ganar dinero.
—No podrás honrar a Dios mucho tiempo si no tienes qué comer.
—Dios proveerá.
El rostro enrojecido de Edmund se encendió de rabia y adquirió un tono lívido.
—Cuando eras niño, el negocio de nuestro padre te dio comida, ropa y estudios. Desde que eres monje, los habitantes de la población y los campesinos de las zonas rurales que rodean la ciudad te han estado manteniendo mediante las rentas, los diezmos, el alquiler de los puestos del mercado, el pontazgo y muchos otros pagos. Llevas toda tu vida viviendo como un parásito, aferrado a la espalda de los pobres jornaleros, y encima tienes la desvergüenza de decir que Dios proveerá.
—Te estás acercando peligrosamente a la blasfemia.
—No olvides que te conozco desde que naciste, Anthony. Siempre has tenido la habilidad de saber librarte del trabajo. —La voz de Edmund, por lo general subida de tono, se tornó queda, que para Caris era señal inequívoca de que estaba verdaderamente furioso—. A la hora de vaciar la letrina siempre te ibas a dormir con la excusa de tener que estar descansado para asistir a las clases del día siguiente. Como muestra de la devoción que nuestro padre sentía por Dios, siempre te llevabas la mejor parte de todo y nunca levantabas un dedo para ganártelo. Comida sustanciosa, la alcoba más cálida, las mejores prendas… ¡Yo era el único niño que llevaba la ropa que su hermano menor no quería!
—Y nunca me lo perdonarás.
Caris había estado aguardando la oportunidad de poner fin a la discusión y aprovechó el momento.
—Tiene que haber algún modo de solucionarlo.
Los dos hombres la miraron, sorprendidos de que los hubiera interrumpido.
La joven prosiguió:
—Por ejemplo, los ciudadanos podrían construir el puente.
—No digas sandeces —espetó Anthony—. La población forma parte del priorato. Ningún siervo se dedica a amueblar la casa de su señor.
—Pero si te pidieran permiso para hacerlo, no tendrías motivos para negarte.
Anthony no le llevó la contraria de inmediato, lo cual la animó. Edmund, sin embargo, negaba con la cabeza.
—No creo que pueda persuadirlos para que inviertan el dinero necesario —dijo—. A la larga ellos serán los primeros en beneficiarse, desde luego, pero a la gente le cuesta pensar en los beneficios a largo plazo cuando se trata de desembolsar.
—¡Ajá! —exclamó Anthony—. Pero esperas que yo sí que piense a largo plazo.
—Predicas la vida eterna, ¿no? —contraatacó Edmund—. Tú más que nadie tendrías que ser capaz de ver más allá de la semana próxima. Además, cobras un penique cada vez que alguien cruza el puente. Recibirás tu dinero y encima te beneficiarás de la mejora del negocio.
Caris intervino:
—Pero tío Anthony es una autoridad religiosa, ése no es su papel.
—¡La ciudad le pertenece! —protestó su padre—. ¡Sólo él puede lograrlo! —Luego, le dirigió una mirada inquisitiva al darse cuenta de que la joven no le habría llevado la contraria sin motivo—. ¿En qué estás pensando?
—Supón que los habitantes de la ciudad construyen un puente y que a cambio les perdonan el penique por el derecho de tránsito.
Edmund abrió la boca para protestar, pero no se le ocurrió ninguna objeción.
Caris miró a Anthony, quien respondió:
—Cuando se creó el priorato, los únicos ingresos procedían de ese puente. No puedo anular el pontazgo.
—Piensa en lo que ganarías si la feria del vellón y el mercado semanal empezaran a recuperar su antigua afluencia: no sólo obtendrías el derecho de tránsito del puente sino también el dinero de los permisos de los puestos, los porcentajes de todas las ganancias durante la feria y las ofrendas depositadas en la catedral.
—Y el margen de nuestras propias ventas: lana, cereales, pieles, libros, imágenes de santos… —añadió Edmund.
—Todo esto es cosa tuya, ¿verdad? —dijo Anthony, señalando con gesto acusatorio a su hermano mayor—. Has dado instrucciones a tu hija acerca de lo que tenía que decir, y también al muchacho. A él nunca se le habría ocurrido una estrategia semejante y ella no es más que una mujer. En todo esto se ve tu mano, es un ardid para estafarme el dinero del pontazgo. Pues te ha salido mal. ¡Gracias a Dios que no soy tan estúpido! —Se dio media vuelta y se alejó salpicando barro a cada paso.
—No sé cómo mi padre pudo engendrar a alguien con tan poco sentido común —dijo Edmund, y también se alejó. Caris se volvió hacia Merthin.
—Bueno, ¿y tú qué crees? —le preguntó.
—No lo sé. —Apartó la vista para evitar mirarla a los ojos—. Será mejor que regrese al trabajo. —Y se marchó sin besarla.
—¡Muy bien! —soltó ella cuando el chico se encontró fuera del alcance de su voz—. ¿Qué diablos le pasa?