16

Los «bulalas» les dejaron solos bajo un tosco chamizo de techo de paja y, tras hacer significativos gestos para que permanecieran en aquel punto sin aproximarse al poblado que se distinguía a lo lejos, reanudaron sin prisas su camino río abajo.

La señorita Margaret y los niños se sentaron a esperar. Seis horas más tarde —en África el tiempo carece de importancia— por el senderillo que discurría a todo lo largo de la orilla hizo su aparición una pequeña mujer blanca de uniforme gris, cabello muy corto y expresión decidida, que se limitó a estrechar la mano de la señorita Margaret, que había acudido a su encuentro, sin detenerse ni siquiera un segundo a tomar aliento, pese a que respiraba fatigosamente y sudaba a chorros.

—Soy la doctora Durán —se presentó en un inglés bastante fluido—. ¿De dónde salen ustedes?

—De Etiopía.

La mujer, que no tendría más allá de treinta y cinco años, pero cuyas marcadas facciones y bruscos gestos la hacían parecer mucho mayor, se detuvo ahora unos segundos y observó a su interlocutora como si temiera que se estaba burlando de ella.

—¿De Etiopía? —repitió estupefacta—. Pero si eso está…

—A miles de kilómetros de aquí, lo sé. —La señorita Margaret hizo un gesto hacia los niños que dormitaban bajo el chamizo y cuyo desolador aspecto convertía en inútil cualquier tipo de explicación—. Llevamos meses viajando —añadió.

Se diría que la adusta expresión de la doctora cambió en el momento mismo en que se arrodilló junto a los chiquillos, y tras extraer de su pesado maletín un par de guantes de goma, comenzó a examinar llagas, heridas, bulbos y cicatrices con manifiesto interés.

Se mostraba dulce, amable e incluso divertida mientras sus manos se movían hábilmente, palpando el borde de las llagas y las manchas, al tiempo que sus profundos ojos de un verde metálico no parecían perder ni el más mínimo detalle de cuanto pudiera referirse al estado de salud de aquella destrozada tropa, a la que podría considerarse al borde del desahucio.

—¡Veamos, veamos! —era todo cuanto se limitaba a decir—. ¿Te duele?

Por primera vez en su vida, la silenciosa y atenta señorita Margaret rezaba para que los niños sintieran dolor cuando les presionaban los lóbulos de las orejas o las puntas de los dedos, consciente como estaba de que cuanto más dolor sintieran, más posibilidades tenían de encontrarse sanos.

Fue un reconocimiento largo y minucioso, en el que nada pareció pasar por alto a aquellos inmisericordes ojos verdes, de tal modo que cuando al fin su dueña decidió dar por concluida su inspección, era ya noche cerrada, y la mayoría de los niños dormían.

La doctora hizo un leve gesto a la señorita Margaret para que la siguiera, se alejó un centenar de metros, tomó asiento a la orilla del río, y encendió un cigarrillo al que dio varias ansiosas casadas como si fuera algo que estaba necesitando más que la propia respiración.

Al poco, pronunció tan sólo una palabra:

—¡Mierda!

La señorita Margaret se limitó a tomar asiento a su lado y a aguardar la sentencia como un reo consciente del veredicto de culpabilidad.

Por fin, sin volverse a mirarla, la doctora Durán musitó con un notable esfuerzo:

—Hay dos seguros y uno dudoso… —Lanzó un hondo suspiro—. El resto está limpio. ¡Sarnosos, pero limpios!

—¡Dios nos asista! —sollozó la señorita Margaret—. ¿Cree que se curarán?

—Eso nadie puede saberlo —fue la honrada respuesta—. La lepra es una enfermedad tan extraña, que a estas alturas aún no tenemos muy claro cómo se contagia, aunque lo más probable es que sea a través de la nariz, puesto que es en la pituitaria donde más a menudo se inicia. —Ahora sí que se volvió a mirar a su acompañante—. Pero existen varios tipos de lepra, y cada persona reacciona de forma muy distinta ante cada una de ellas.

—¿Pero se curarán?

—No me pida que le haga concebir falsas esperanzas. —La mujer aspiró de nuevo de su cigarrillo hasta casi consumirlo—. ¡Sencillamente no lo sé! Llevo doce años en el hospital y he visto horrores y milagros; más de los primeros que de los segundos, pero de todo ha habido. Por desgracia, la lepra suele detener el crecimiento de los niños y muy pronto les confiere un lamentable aspecto de viejos caquécticos que rompe el corazón. —Hizo una corta pausa en la que pareció obsesionada con el fluir del río, y por último añadió—: Sin embargo, por fortuna, tanto mejor aceptan su enfermedad cuanto más jóvenes son.

—Lo comprendo.

—¡Dichosa usted! —fue la respuesta—. Por lo que a mí respecta jamás entenderé cómo nadie, joven o viejo, puede soportar semejante castigo un solo día.

—Aun así convive con ellos.

—Es mi trabajo.

—¿Y no teme al contagio?

—Desde luego, pero no por eso voy a dejar de hacer lo que tengo que hacer. Creo que el Señor me necesita para cuidar a sus enfermos y no como víctima.

—¿Y si no fuera así?

—Supongo que aprendería a resignarme. —Se encogió de hombros—. Tal como tendrá que resignarse usted ahora. —Lanzó la colilla del cigarrillo al agua—. Carla es una niña preciosa —añadió—. Y muy dulce. —Extendió la mano y apretó la de su interlocutora como si intentara inculcarle valor—. Tendrá que ser fuerte —musitó—. Si ha llegado hasta aquí, debe de serlo, pero por muchas calamidades que haya pasado, tenga por seguro que esto será infinitamente peor.

La señorita Margaret se mordió los labios hasta casi hacerse sangre y no respondió, por lo que la otra le dirigió una larga mirada y esbozó al fin una mueca que pretendía ser una sonrisa.

—Sé que le gustaría decirme que lo que necesita es consuelo y palabras de aliento, pero en ese caso le estaría mintiendo. Quiero que se ponga en lo peor de lo peor, y si por casualidad ocurriera un milagro no seria más que eso: un auténtico milagro.

—¿Y qué voy a hacer ahora? —quiso saber la señorita Margaret—. ¿Cómo voy a separar a Carla de sus hermanos? ¿Cómo voy a decírselo?

—¡Diciéndoselo! Los niños suelen ser mucho más fuertes de lo que imaginamos.

—Estos niños han demostrado ser muchísimo más fuertes de lo que nadie hubiera imaginado —puntualizó quisquillosa la señorita Margaret—. Han sufrido todo lo sufrible, y no creo que se les pueda pedir más. Bruno y Mario viven para su hermana.

—¿Prefiere que lo haga yo? —se ofreció la doctora—. Tengo experiencia, por desgracia. Son muchos años de pedirle a familiares muy próximos que se despidan para siempre de los seres que aman. —Hizo una corta pausa, buscó un nuevo cigarrillo y lo encendió aspirando con delectación—. Por fortuna —añadió al poco—, la mayoría de los africanos viven con la idea de que la lepra es algo que les puede afectar cualquier día, puesto que la tienen siempre a su alrededor. Aceptan la enfermedad con el mismo estoicismo con que aceptaron la esclavitud y aceptan el hambre, la violencia o la explotación.

La señorita Margaret permaneció un largo rato observando la tímida luna que hacía su aparición en el horizonte, y las lejanas luces de la aldea «bulala» a la que les habían prohibido acercarse como apestados que eran, y por último inquirió:

—¿Hay sitio en el hospital para los niños?

—Sí, desde luego —replicó la doctora sin asomo de duda—. Podemos ofrecerles cama, comida y medicinas. —Chasqueó la lengua en una seca onomatopeya que pretendía significar fastidio o tal vez impotencia antes de puntualizar—: El gran problema estriba en que nos falta personal y no podremos atenderlos debidamente. —Enseñó apenas los dientes en lo que pretendía ser una sonrisa irónica—. Como comprenderá, no hay muchos locos dispuestos a trabajar en una leprosería a cambio de un miserable sueldo que la mayoría de las veces ni siquiera cobran.

—Lo supongo —admitió su interlocutora—. Lo difícil de entender es el hecho de que haya alguien que acepte ese trabajo. Pero me preocupa que unos niños tan pequeños no puedan tener una atención especial.

Resultaba más que evidente, que la doctora Durán era una mujer encallecida por el difícil trabajo que tenía que realizar y la infinidad de padecimientos que se veía obligada a intentar paliar a diario, Y aunque en el trato con los pacientes se mostraba por lo general dulce y afectuosa, en su relación con el resto del mundo no se andaba con rodeos y solía decir las cosas tal como le pasaban por la mente.

—No sólo no estoy en disposición de garantizarle un trato especial —dijo—. Sino que incluso no puedo hacerme responsable de esos niños. Son demasiado pequeños y la leprosería es un mundo hostil en el que los enfermos a menudo no se comportan como debieran.

—¿Qué está intentando decirme? —se alarmó la señorita Margaret.

—Que San Lázaro no es un hospital tal como lo entendemos normalmente. Cuando faltan alimentos o medicinas, lo que por desgracia ocurre con cierta frecuencia, impera la ley de la selva, y los más débiles llevan la peor parte. ¡Mierda! —masculló de improviso como si le costara aceptar la realidad—. ¡Su vida es un infierno, pero se aferran a ella con desesperación!

—Es lo único que tienen.

—¡Pero es tan poco!

—Pero es lo único. ¿Qué otra cosa les queda?

—¿Suicidarse como el pobre Ajím? —La señorita Margaret emitió un corto lamento—. No tenía más que quince años, pero prefirió tirarse al río a vivir con el «mal».

—A su edad yo habría hecho lo mismo —admitió la adusta mujer sin la menor vacilación, y al poco se volvió, para inquirir bruscamente—: ¿Qué pretende que haga? ¿Me los llevo, o no me los llevo?

—Necesito pensarlo —respondió la otra con cierta timidez.

—Cada día que pasen junto a los otros significa un grave peligro —le advirtió—. Se encuentran muy bajos de defensas y comidos por la sarna. Es mucha la responsabilidad que asume.

—No me presione —suplicó la acobardada señorita Margaret.

—Presionar es mi segundo oficio —fue la agria respuesta—. La gente suele posponerlo todo, pero la lepra no acepta retrasos. Está ahí, siempre latente, y cuando decide mostrarse a la luz ya no hay remedio.

—¡Pero es que me está pidiendo que abandone a unos niños, que son como mis hijos, en un lugar en el que ni siquiera me garantiza que estarán protegidos! —le hizo notar.

—Más vale que sean tres, que cuatro… ¡O todos!

Era una mujer odiosamente inmisericorde, o tal vez, por el contrario, era una mujer con tanta misericordia y tanto amor en el corazón que se veía obligada a defenderse con una coraza inexpugnable, consciente como era de que el enemigo contra el que llevaba tantos años librando una feroz batalla era el más cruel y despiadado de todos los enemigos a que se hubiera enfrentado el ser humano desde el comienzo de los siglos.

Y es que ningún tirano había encarcelado jamás a nadie de por vida sin usar otras rejas que su propio cuerpo atormentado.

Ni ningún verdugo de la Inquisición consiguió ir arrancando día a día pedazos de carne y del alma de sus víctimas sin que se le murieran entre las manos.

Ni ningún asesino asesinó con tan infinita paciencia y tan refinado sadismo.

Ni ningún sicario torturó mentalmente con la eficacia con que lo hacía la lepra noche tras noche.

Y al final, siempre la muerte.

Dirigir una leprosería en el corazón de un continente arrasado por el hambre, las guerras religiosas y los odios raciales ante la indiferencia del resto del mundo, constituía una labor en verdad titánica, a la que la mayoría de los hombres no hubieran sido capaces de enfrentarse durante doce interminables años.

Encarar abiertamente el miedo al contagio no estaba al alcance de todos, pero allí seguía ella, en apariencia frágil, pero más dura que el pedernal, decidida a mantenerse en primera línea hasta que su Creador se la llevase a través de cualquiera de sus muchos e intrincados caminos.

—Mañana decidiré —susurró al fin la derrotada señorita Margaret.

—Al alba —puntualizó la otra—. Me esperan en San Lázaro.

Una hiena rió a lo lejos.

Tan sólo una hiena podría reírse en una noche como aquélla.

La más corta.

La más larga.

La más triste.

La más amarga. Era la noche en que una pobre mujer desesperada tenía que tomar de nuevo una decisión que habría de marcarla para el resto de su vida.

¿Cómo se podía vivir dejando atrás a aquellas indefensas criaturas?

Se lo preguntó durante horas.

¿Adónde iría y qué oscuro agujero encontraría al que no le persiguieran los recuerdos, y donde no le acosaran los remordimientos por el terrible dolor que había causado a tantos inocentes?

La doctora Durán se había retirado a descansar tras la ajetreada jornada, y la señorita Margaret permaneció sentada frente al agua buscando una solución inexistente a sus problemas, hasta que escuchó un leve rumor a sus espaldas y sin volverse supo que se trataba de Menelik Kaleb, que se acomodó a su lado sin pronunciar una sola palabra.

Permanecieron así largo rato, puesto que se entendían sin necesidad de hablarse, hasta que por fin musitó sin mirarle:

—De ahora en adelante la responsabilidad es tuya. Yo me quedo.

—¿Y qué tengo que hacer?

—Llevar a los niños a un lugar seguro. Ser su hermano mayor, su padre y su consejero. Salvarlos, en una palabra.

—¿Cree que sabré hacerlo?

—Eres mi única esperanza —fue la respuesta—. Yo debo quedarme a cuidar a los enfermos. —Ahora si que se volvió a mirarle como para dar más énfasis a sus palabras—. Si me voy, jamás conseguirán salir adelante. No hay quien se ocupe de ellos.

—Entiendo.

—Sabía que lo entenderías —musitó acariciándole amorosamente la mejilla—. Los llevarás a Senegal y conseguirás que sobrevivan. Y cuando los pequeños sanen, nos reuniremos con vosotros.

—¿Sanarán?

—¡Sanarán! —afirmó su maestra con una firmeza que sorprendía pero que invitaba a creerla—. Los cuidaré hora tras hora, lucharé con el «mal» y acabaré venciéndole. Es sólo cuestión de fe.

—Me gustaría creerla.

Ella no respondió y continuaron en silencio hasta que el muchacho señaló:

—Me preocupa Bruno. No querrá separarse de Carla.

—Pues tendrá que hacerlo.

—Se hundirá.

—Tú estarás a su lado, para mantenerlo a flote recordándole que no puede dejar solo a Mario. También es su hermano.

De nuevo quedaron en silencio, y de nuevo fue el atormentado muchacho el que lo rompió para inquirir como si aquélla fuera la pregunta más importante de su vida:

—¿Por qué nos ocurre todo esto? —quiso saber—. ¿Es acaso un castigo por no haber aceptado el destino que nos estaba reservado aquella mañana?

—¿Quién puede castigar a unos niños por pretender vivir? —le hizo notar ella—. Para eso os trajeron al mundo.

—¿Para vivir esta vida? —se asombró—. ¿Para ver asesinar a nuestros padres o ver como enferman nuestros amigos? —Menelik Kaleb hizo una larga pausa, agitó la cabeza una y otra vez como sacudiendo un oscuro pensamiento y al fin masculló con mal contenida rabia—: Me gustaría que alguien me explicara para qué nos han traído al mundo, si esto es todo lo que ese mundo ofrece.

—Dale una oportunidad al futuro —suplicó ella.

—Es el futuro el que no quiere darnos ninguna —le hizo notar—. Hemos hecho cuanto está en nuestra mano, pero nada parece conmoverle.

Siguieron allí, sentados el uno junto al otro, aguardando un alba que habría de llegar por más que desearan posponerla, y buscando sin encontrar palabras que sirvieran de consuelo a quienes ya nunca podrían consolarse.

Siguieron allí.

Esperando.