El centinela que Amín había enviado río abajo acudió con la noticia de que se aproximaban seis remeros en dos largas piraguas, lo cual demostraba una vez más la proverbial eficacia de los «banacas», a los que se podía confiar un mensaje con mucha más garantía de cumplimiento que a la mayoría de los servicios postales europeos.
Los impertérritos remeros eran «bulalas» que apestaban a macho cabrío, puesto que se cubrían de pies a cabeza con largas túnicas de piel mal curtida, pero que con apenas media docena de palabras y un par de colmillos de elefante como pago a sus servicios, se pusieron de acuerdo con el griego con respecto a la naturaleza de su misión.
—Les llevarán hasta la leprosería y avisarán a un médico para que examine a los chicos —le indicó el calvo a la señorita Margaret—. Luego, según lo que le diga, haga lo que crea necesario.
—¿Y qué pretende que haga? —se lamentó ella—. ¿Dejarlos allí?
—Ésa es una decisión que le corresponde en exclusiva —admitió Nik Kanakis con evidente pesar—. Y en verdad que no me gustaría estar en su lugar a la hora de tomarla. Pero recuerde que tiene una responsabilidad para con la mayoría, y a mi modo de ver la mayoría están sanos.
—¡Pero ellos…!
—Si el Señor así lo ha querido, usted no es quien para opinar.
Resultaba extraño escuchar una afirmación semejante de un hombre como Kanakis, pero la señorita Margaret no se encontraba en disposición de enzarzarse en polémicas, puesto que cuanto le preocupaba de momento era el hecho de que iba a iniciar un inquietante viaje en piragua por un río perdido de un país desconocido, en compañía de seis salvajes que hedían a demonios, y con destino a un lejano lazareto en el que tal vez se vería obligada a internar por el resto de sus vidas a tres niños a los que adoraba.
Necesitaba todas sus fuerzas para encarar sin partirse en pedazos tan terrible futuro, por lo que concluyó por inclinar la cabeza en un mudo gesto de asentimiento.
—¡Está bien! —admitió—. Al fin y al cabo, Él es quien manda.
El griego sacó del bolsillo de su pringosa camisa un fajo de billetes y se los puso con extrema delicadeza en la mano, cerrándole a continuación el puño.
—Esto es de parte de todos —musitó—. Incluso Amín ha colaborado. —Sonrió con evidente dificultad—. De hecho es el que más ha colaborado, puesto que es el más rico. Espero que le sea de utilidad…-La observó con afecto y por último se decidió a añadir: —Independientemente de la decisión que tome con respecto a los enfermos, le recomendaría que con el resto se dirigiese a Senegal.
La señorita Margaret pareció desconcertarse y resultó evidente que no tenía ni la menor idea de lo que le estaba hablando.
—¿Senegal? —repitió—. Senegal está muy lejos. ¿Qué hay allí?
—Paz —fue la respuesta—. Senegal es uno de los pocos países africanos que en estos momentos ofrece un futuro mejor y más tranquilo. —Mostró con generosidad sus horrendos dientes amarillos al añadir—: ¡Y tiene mar!
—¿Está seguro?
—Un mar precioso con unas playas muy limpias —insistió—. Dakar es una ciudad muy agradable, con hermosas vistas sobre el mar. —Le apretó la mano como intentando inculcarle su entusiasmo—. Si yo fuera usted intentaría establecerme en Dakar.
—Lo pensaré.
—Hágalo.
Fue una despedida triste; la más triste de las despedidas bajo el calor del «harmattam», que comenzaba a soplar desde el mismo corazón del Sáhara, y más de un niño lloraba abiertamente porque al separarse de los furtivos —y en especial del griego— tenían la sensación de que una vez más les estaban arrancando de los brazos de sus padres.
¿Quién les mostraría a partir de aquel momento cómo era el mundo y cómo se comportaban las infinitas bestias que lo poblaban?
¿Quién les contaría fantásticas historias sobre lejanos países de los que ni siquiera habían oído hablar anteriormente?
A medida que las figuras de Nik Kanakis y sus amigos se iban empequeñeciendo en la distancia, el corazón de los niños se fue achicando de igual modo, y cuando al fin una parda cortina de alta hierba los ocultó por completo, más de uno tuvo la sensación de que ya ese corazón se había cansado de palpitar.
—¿Por qué no podemos ir con ellos? —inquirió casi sollozando Bruno Grissi.
La señorita Margaret hizo un sobrehumano esfuerzo por cerrar los oídos a tan lógica demanda, limitándose a apretar con fuerza las mandíbulas y clavar la vista en la llanura para que nadie pudiese advertir que su entereza estaba a punto de quebrarse y lo único que deseaba era romper a llorar desesperadamente.
Tenía que dar ejemplo.
Pero ¡cuán difícil resultaba dar ejemplo en semejantes circunstancias!
La señorita Margaret nunca había sentido necesidad de apoyarse en un hombre, puesto que desde muy niña había llegado a la conclusión de que su padre constituía más una carga que una ayuda, y más tarde siempre había sabido arreglárselas sola, pero aquella agobiante mañana de «harmattam» chadiano necesitó, como nunca imaginó que pudiera necesitarse, el respaldo de alguien como el desastroso griego que pese a su impresentable aspecto de bandido sin escrúpulos, había demostrado una generosidad y unos sentimientos impropios de un individuo de su clase.
—Le echo de menos.
Se volvió a Menelik Kaleb, que se sentaba a su lado, y comprendió al instante que el muchacho sabía con toda exactitud lo que pasaba en esos momentos por su mente.
Lo atrajo hacia sí abrazándole por los hombros y le besó con ternura en la frente.
—También yo le echo de menos —admitió sin tapujos.
—Algún día seré como él —musitó el animoso muchacho.
—¿Sucio, mentiroso, soez y furtivo? —quiso saber.
—No. Eso no —fue la sorprendente respuesta—. Pero sí todo lo demás.
La señorita Margaret meditó en lo que significaba «todo lo demás», y acabó por asentir con un imperceptible ademán de cabeza.
—Me sentiré muy orgullosa de ti si lo consigues —dijo con absoluta sinceridad—. Más aún de lo que ya me siento.
Durante largo rato ninguno de los dos pronunció una sola palabra, sumidos en sus pensamientos y en la contemplación del monótono paisaje del tranquilo río franqueado de altas gramíneas amarillentas, hasta que por último Menelik bajó mucho la voz e inquirió procurando que nadie más pudiera oírle:
—Tenemos problemas, ¿verdad?
—Siempre tenemos problemas —respondió ella evasiva—. Demasiados problemas, pero saldremos adelante. Al menos ahora tenemos algún dinero.
—No me refiero a eso —musitó él—. Usted sabe bien a qué me refiero. —Ante la mirada de extrañeza, añadió casi ofendido—: El otro día sorprendí a Amín discutiendo con Nik. —Bajó aún más la voz—. Y me he fijado en las llagas de Carla.
La señorita Margaret advirtió cómo el corazón le daba un vuelco amenazando con subírsele a la garganta, y tras cerciorarse de que el único que podía oírles era uno de los remeros «bulalas» que sin duda no entendía una sola palabra de amárigo, inquirió con un susurro:
—¿Tienes miedo?
El otro negó con firmeza.
—Shi Mansur siempre decía que la lepra es el mal de los elegidos por Dios para entrar directamente en el paraíso —replicó—. Y yo sé que no soy uno de ellos:
—¿Por qué?
—Porque estoy lleno de odio, y los que odian no van al paraíso.
La señorita Margaret consideró que era una hermosa respuesta, pero que al fin y al cabo no era más que eso: una hermosa respuesta que no conseguiría impedir que, si lo deseaba, la lepra se apoderase de Menelik Kaleb tal como se había apoderado de Ajím Bikila, que tenía los mismos motivos para estar lleno de odio.
¿Por qué había elegido a uno y no al otro?
¿Por qué al inquieto Ajím, la dulce Carla o el tímido Ifat, despreciando a otros que podían considerarse mucho más vulnerables?
¿A qué podía atribuirse tan cruel capricho?
Le angustió comprobar hasta qué punto le asaltaban de continuo miles de preguntas para las que jamás encontraría respuesta, y le angustió aún más el comprender que cuando los afectados le hicieran esas mismas preguntas, lo único que sabría hacer sería guardar silencio.
¿Por qué ellos?
Debía de ser aquélla la demanda que todos los enfermos de este mundo le hicieran a su Creador, y para la que jamás obtendrían respuesta.
¿Por qué ellos?
Observó a Carla, dormida sobre el regazo de su hermano, y trató de imaginar en qué quedaría convertido aquel limpio y dulce rostro cuando la terrible enfermedad se hubiese cebado en él desfigurándolo.
Advirtió luego el amor con que Bruno acariciaba la rubia cabeza, y ni siquiera consiguió hacerse una idea de cómo reaccionaría cuando tuviera que pedirle que la abandonara en una leprosería.
¡Dios!
La muerte se le antojó un trago infinitamente menos amargo, y una vez más envidió a aquellos que habían caído de un tiro en la cabeza sin apenas tomar conciencia de lo que estaba sucediendo.
La tibia mano de Menelik Kaleb apretó la suya, y ese sencillo acto le permitió volver a la realidad para aceptar el hecho de que bastaba con que uno solo de los niños se salvara, para que todos sus sufrimientos hubieran valido la pena.
Algo en lo más íntimo de su ser le decía que Menelik Kaleb acabaría convirtiéndose en un auténtico hombre, que al mirar hacia atrás sabría valorar que tanto esfuerzo no había sido en vano, y sabría dar a quienes lo necesitaran cuanto a él le dieron cuando lo necesitó.
El río ganó en anchura.
El ardiente viento ganó al mismo tiempo en intensidad, las aves comenzaron a precipitarse al agua en un postrer intento por escapar al agobiante calor que descendía del desierto, y los remeros decidieron que había llegado el momento de varar las embarcaciones y sumergirse en el río para no correr el riesgo de morir deshidratados.
Permanecieron así, sentados en el fango de la orilla y con el agua al cuello, hasta que uno de los «bulalas» gritó algo señalando hacia el sur.
Muy a lo lejos el cielo se iba poniendo de oscuro. Fiel a su cita anual, las llamas hacían presa en la reseca sabana para iniciar una veloz carrera empujadas por el insistente «harmattam», que las extendería como reguero de pólvora hasta Dios sabía dónde.
Por fortuna, el río se encontraba a favor del viento, con lo que el fuego se alejaba y el grupo no corría peligro, pero aun así los «bulalas» reanudaron de inmediato la marcha para alejarse cuanto antes del lugar.
Al caer la noche el horizonte que iba quedando a su izquierda y a la espalda no era más que una gigantesca llamarada.
A su luz, antílopes, gacelas, cebras e incluso elefantes cruzaban como fantasmas la llanura para atravesar el río y alejarse velozmente hacia el noroeste.
El infierno se había adueñado de la sabana, al igual que los demonios se habían adueñado de África.
Pero no era aquél un fuego que purificase. No era un fuego que barriese la lepra, la tuberculosis, la sífilis, o el nuevo y temido sida, que estaba causando estragos entre los nativos.
No era tampoco un fuego que acabase con el hambre, la violencia, el odio o la injusticia.
Era únicamente fuego.
Llamas que destruían cuanto ya había sido un millón de veces destruido; un fenómeno de la naturaleza semejante a la llegada de las lluvias en otoño.
Miríadas de aves de todas las clases y tamaños cruzaron sobre sus cabezas, y en el río los peces ascendieron a la superficie atraídos por el lejano resplandor.
Era una noche mágica.
Dolorosamente mágica para la mayoría de quienes marchaban hacia la nada con el corazón anegado de angustia.
Sin que la señorita Margaret hubiera hecho el más mínimo comentario, ni el afligido Menelik hubiera abierto siquiera la boca, el «mal» pareció haberse adueñado de las embarcaciones, y raro era ya quien no tuviera la certeza de que estaba navegando en compañía de la lepra.
Los malolientes «bulalas» se habían percatado de las costras y llagas de los niños, y aunque nadie entendiera una palabra de cuanto murmuraban entre sí, bastaba con observar sus intercambios de miradas y cómo se apartaban de los enfermos para comprender que tenían plena conciencia de qué clase de pasajeros transportaban.
Eran hombres valientes, sin duda alguna.
Valientes y cumplidores de la palabra empeñada, puesto que cualquier otro se hubiera limitado a saltar a tierra para alejarse a toda prisa de unas piraguas que cargaban el horror en la más pura y descarnada de sus infinitas acepciones.
La muerte no era más que muerte; el dolor no era más que dolor; el miedo no era más que miedo y la locura no era más que locura, pero la enfermedad maldita, la lepra, era miedo, dolor, locura y muerte unidas en una piña feroz y descarnada.
Poco antes del amanecer, Ajím Bikila, el animoso Ajím, el fuerte Ajím, el antaño travieso y alborotador Ajím, se lanzó de improviso al agua.
Surgió al poco en mitad de la corriente e, iluminado por la rojiza luz del lejanísimo incendio, alzó la mano en un postrer saludo.
—¡Adiós! —gritó roncamente—. ¡Adiós!
Luego se hundió.
¡Cuántas veces le habían visto hundirse de igual modo frente a la escuela!
¡Y cuántas le vieron emerger de nuevo como un brillante delfín azabache proyectado hacia los cielos!
Pero esta vez no volvió.
No volvió, porque el «mal» debía pesarle demasiado.