14

El Chad, o al menos el sur del Chad, no ofrecía a primera vista el esperanzador aspecto de convertirse en la tan ansiada «tierra prometida» que todos imaginaban, pues cuanto se distinguía era una monótona llanura de espesa hierba que en ocasiones podía alcanzar los dos metros de altura, y que en aquella época del año parecía tan reseca y quebradiza que en cualquier sofocante mediodía podía estallar en uno de aquellos devastadores incendios que la dejaban convertida en un negro rastrojo en el que muy pronto comenzaban a germinar de nuevo las semillas.

El violento «harmattam», el abrasador alisio sahariano que solía soplar durante tres días y tres noches para calmarse luego y volver con mayor intensidad al poco tiempo, había comenzado ya su labor destructiva, por lo que podría creerse que hasta el último habitante de la amenazada planicie vivía sobre aviso y dispuesto a emprender veloz carrera a favor del viento en cuanto se advirtiese el mínimo olor a humo.

Era aquella por tanto tierra de animales muy rápidos, acostumbrados a poner pies en polvoroso en un santiamén, y de la que habían desaparecido miles de años atrás serpientes, tortugas, alacranes y cuantos bichos no habían sabido superar los continuos ataques del fuego.

—¡Prohibido fumar! —fue lo primero que advirtió el griego al poco de adentrarse en lo que parecía un mar de yesca en el que no cabía saber nadar—. Una chispa, y tendremos que correr como conejos durante más de cien kilómetros.

No exageraba, puesto que era aquél un paisaje nacido del fuego y criado de igual modo para que el fuego hiciera presa en él a su capricho, sin que ni tan siquiera las míseras barreras que constituían los pequeños arroyuelos que discurrían hacia el oeste supusieran un freno, puesto que las pavesas de unas llamas que con frecuencia ascendían hasta más de veinte metros de altura los atravesaban con harta facilidad.

Incluso los árboles, que se desparramaban aquí y allá sin orden ni concierto, casi siempre aislados o todo lo más agrupados en diminutos bosquecillos, mostraban en su corteza hondas cicatrices causadas por los incendios, pero era tal su naturaleza y vitalidad, que hubieran conseguido sobrevivir aún en el corazón de los mismísimos infiernos.

El libio Amín, que marchaba en cabeza, impuso desde el primer momento un ritmo muy lento, deteniéndose largo rato en cuanto alcanzaban una sombra capaz de acogerlos a todos, puesto que tenía plena conciencia de que quienes no estaban enfermos se encontraban sencillamente agotados, y la pesada carga a repartir cada vez entre menos resultaba a menudo insoportable.

Se alimentaban a base de carne seca, galletas, queso y dátiles, y pese a que en infinidad de ocasiones se les ponían a tiro hermosos antílopes que hubieran bastado para saciar el apetito de todo un regimiento, Nik Kanakis mantenía la teoría de que un disparo en la soledad de aquella llanura pondría sobre aviso a quien se encontrara a muchos kilómetros de distancia.

—Aún estamos demasiado cerca de la frontera —dijo—. Y todavía podemos tener un desagradable encuentro con soldados. Y aunque sean chadianos no creo que se lo pensaran mucho a la hora de quitarnos los cuernos.

Los casi cien kilos de cuerno de rinoceronte que transportaban, y que tan exagerada fama de afrodisiaco tenían entre chinos y japoneses, alcanzarían en el mercado negro un precio muy superior al del oro, por lo que cabía esperar que a la vista de semejante fortuna un grupo de míseros guardias fronterizos no se pensara mucho la posibilidad de arrebatárselos.

Se hacía necesario andarse con mil ojos, buscando siempre la protección de las más altas hierbas, sin arriesgarse a ir por los espacios abiertos, y de ese modo, pausadamente y en silencio, desembocaron al fin en un ancho cauce de aguas casi muertas a las que se hizo necesario arrojar una rama para averiguar en qué dirección se desplazaba.

Siguiéndola durante poco más de una hora, descubrieron una amplia curva en la que se alzaba media docena de chozas, y, aunque se encontraban abandonadas, el griego señaló que sin duda se trataba de uno de los muchos refugios que solían alzar los lugareños a todo lo largo y ancho del territorio.

Gentes seminómadas, vagaban durante gran parte del año en pos de caza mayor o de terrenos húmedos de los que obtener rápidas cosechas de mijo y cebada, por lo que habían ido levantando a través de generaciones infinidad de diminutas aldeas a las que acudían durante sus temporadas de «descanso».

Las chozas constituían, a decir verdad, un auténtico dechado de ingenio, puesto que estaban fabricadas a base de grueso barro bien cocido con techos en forma de cúpula, sin más abertura que diminutas puertas orientadas hacia el río, de tal forma que en caso de incendio en la pradera se convertían en un habitáculo totalmente aislado del fuego y del calor, como si se tratara de auténticos hornos invertidos.

Su interior, oscuro y fresco, constituía un lugar ideal para el reposo, por lo que Amín y el griego decidieron de mutuo acuerdo que había llegado el momento de hacer un merecido alto en el camino.

En el río abundaban gruesas percas, que se dejaban arponear sin oponer resistencia, por lo que la estancia en aquel remoto lugar de la sabana significó un grato alivio para los maltratados cuerpos y los hastiados estómagos, mientras dejaban transcurrir las más agobiantes horas del día en la penumbra de las chozas para pasar luego gran parte de la noche disfrutando de la fresca brisa que llegaba a través de la planicie.

A primera hora del tercer día les llegó no obstante desde muy lejos un monótono cántico que se aproximaba con notable rapidez, y a los pocos instantes hizo su aparición en la margen opuesta del riachuelo un individuo totalmente desnudo, alto, flaco y desgarbado, pero que avanzaba con tal celeridad agitando las piernas como si se tratara de un ave zancuda que la mayoría de los presentes creyeron estar viendo visiones.

—¡Un «banaca»! —exclamó en el acto Nik el griego.

Le hizo señas para que se aproximara gritándole algo en un dialecto cacofónico, y el extraño individuo cesó en su canturreo para observar con curiosidad al grupo, aunque no por ello se detuvo un solo instante, sino que se dedicó a pasear arriba y abajo, como si le resultase imposible detenerse.

—¿Qué le ocurre? —quiso saber el desconcertado Ajím Bikila—. ¿Por qué se mueve tanto?

—¡Es un «banaca»! —insistió el calvo como si aquella simple palabra lo explicara todo.

Los «bananas» o «banacas», conocidos también como los «caminantes», constituían desde tiempo inmemorial uno de los grupos étnicos más peculiares de Chad, e incluso se podría asegurar que de todo el continente, puesto que por una absurda costumbre —o tal vez un complejo defecto genético— raramente conseguían permanecer inmóviles, apenas dormían y jamás se fatigaban, por lo que se dedicaban a caminar sin rumbo durante días y semanas, solos o en pequeños grupos, pero casi siempre recitando extrañas letanías destinadas a espantar a los malos espíritus.

No se les conocía enemigos, en unas tierras en las que casi todo el mundo solía ser enemigo de alguien, y en cierto modo se les consideraba una especie de santones a los que no se les debía hacer daño so pena de arriesgarse a sufrir la terrible venganza de los dioses.

Se consideraba un gran honor abastecerles generosamente de agua y comida, ya que jamás aceptaban dinero ni cobijo, y se les utilizaba a modo de correo, puesto que siempre se mostraban dispuestos a llevar una noticia a más de trescientos kilómetros de distancia por el simple placer de dar «un corto paseo».

Desnudos y descalzos, sin armas ni equipaje, la aparición de un «banaca» solitario traía aparejado casi siempre un cierto aire de misterio, y los más supersticiosos aseguraban que en realidad no eran seres humanos, sino que se trataba de la encarnación de las almas de aquellos que no conseguían descansar en el más allá y necesitaban caminar hasta encontrar en algún lugar remoto la paz perdida.

Tan sólo se casaban entre sí —probablemente porque no existía ningún otro ser humano capaz de seguir su ritmo de vida— y por lo general los hombres solían hacerlo bastante mayores, puesto que en cuanto alcanzaban la pubertad los muchachos preferían lanzarse a recorrer la sabana en un desmedido afán por conocer el mundo y consumir energías.

El recién llegado, que continuaba yendo y viniendo por la margen opuesta mientras parecía tratar de discernir qué clase de individuos serían aquellos seres tan extraños, aparentaría poco más de treinta años, pero probablemente el más inquieto chiquillo de cinco no hubiera sido capaz de repetir cada uno de sus movimientos durante más de media hora.

Al fin cruzó el río nadando con idéntica soltura y rapidez, y cuando comenzó a hablar, lo hizo como si en lugar de palabras disparase pistoletazos.

Aceptó de buena gana la comida que el griego le ofrecía pero ni siquiera hizo el menor ademán de sentarse, sino que se la fue metiendo en la boca mientras giraba en torno a las cabañas como si se encontrara trepado en una noria de la que le resultara imposible apearse.

—¡Acabará mareándome! —exclamó al fin la fascinada señorita Margaret—. Es el tipo más nervioso que he visto en mi vida.

—No son nervios —le hizo notar Kanakis—. Es que si se detiene se le enfrían los músculos y se acalambra. Cuando un «banaca» se pone en marcha no hay quien lo pare.

A aquél en particular no había en efecto quien lo parara, y durante la hora que permaneció en el poblado no cesó un solo instante de hablar y gesticular, girando y volviendo sobre sus pasos, marchándose y regresando una y otra vez, hasta que cuando al fin desapareció río abajo cantando a voz en cuello, más de uno lanzó un sonoro suspiro, como si acabara de quitarse de encima un insistente moscardón que estuviera a punto de enloquecerle.

—¡Santo Dios! —masculló aliviada la señorita Margaret—. No quiero ni imaginar lo que significaría ser maestra en un pueblo «banaca».

—Apenas tienen pueblos —replicó divertido el griego—. Se aparean durante la época de lluvias pero en cuanto éstas acaban se ponen de nuevo en marcha. En realidad deben morir muy jóvenes, porque no recuerdo haber conocido nunca un «banaca» viejo.

—No me extraña —intervino el libio al que de igual modo había impresionado notablemente el flaco andarín—. Ningún cuerpo humano puede resistir demasiado tiempo ese trajín. ¿Has conseguido al menos que te aclare dónde estamos?

—A poco más de un día de marcha de Harazé, que debe de quedar hacia el nordeste. —El calvo sonrió como burlándose de sí mismo—. Lo que no he conseguido averiguar es cuánta distancia puede recorrer ese jodido en un día.

—Lo que nosotros en siete, desde luego —fue la respuesta—. ¿Cómo es que no se le ha ocurrido a nadie llevarlos a una olimpiada? ¡Arrasarían, y se harían con todas las medallas!

—Lo dudo —replicó el griego convencido—. No les gusta correr. Lo suyo es caminar y cantar. —Hizo una pausa—. Ha prometido que nos enviará remeros y piraguas.

—¿Piraguas? —repitió Amín Idris es-Senussi entre escandalizado y molesto—. ¿Para qué coño necesitamos remeros y piraguas?

—Nosotros para nada —le hizo notar su socio—. Pero te consta que los niños las necesitan.

El otro fue a replicar con manifiesta acritud, pero de improviso se interrumpió como si algo le hubiese acudido de improviso a la mente, dirigió una extraña mirada a la señorita Margaret, pareció avergonzarse, y acabó por dar media vuelta y alejarse hacia su choza al tiempo que mascullaba:

—Ya es hora de que soluciones ese asunto.

La señorita Margaret observó cómo el siempre altivo libio desaparecía con el aire de un perro apaleado, quedó unos instantes como descentrado, y por último se volvió a Nik Kanakis, que había palidecido de forma notoria.

—¿Es que ocurre algo grave? —quiso saber.

El griego dudó, tomó asiento en uno de los bancos que corrían en torno a las cabañas, justo frente a aquel en que su interlocutora se encontraba en esos momentos y, apoyando los codos en las rodillas, se llevó las manos a la boca y permaneció largo tiempo así, mirando al suelo como si la situación a la que se enfrentaba constituyera —y de hecho probablemente lo era— la más difícil que hubiera tenido que encarar en su vida.

Por último asintió con la cabeza y, sin atreverse a mirarla, replicó roncamente.

—Por desgracia, sí.

—¿Y es…?

El calvo alzó los ojos y la miró de frente.

Aparecía pálido como un muerto y su párpado izquierdo temblaba ligeramente.

—En primer lugar, que tenemos que separarnos —musitó al fin—. Nosotros continuaremos hacia el norte, mientras que ustedes deberán seguir río abajo.

—Pronto o tarde tenía que ocurrir —admitió ella en un tono de voz con el que evidentemente pretendía tranquilizarle—. Han hecho mucho por nosotros; mucho más de lo que nadie hubiera hecho, pero nunca fue mi intención convertirnos en una carga eterna.

—Lo sé —fue la respuesta—. Aunque me doliera, también yo me esforzaba por hacerme a la idea de que pronto o tarde tendríamos que separarnos… —Su voz tembló y podría creerse que estaban a punto de saltársela las lágrimas—. Les he tomado cariño a esos enanos —añadió—. Mucho cariño, y le juro que hacía años que no me sentía tan feliz conmigo mismo como me he sentido protegiéndolos.

—Eso le honra.

—¡Y de qué me sirve esa honra, maldita sea! —exclamó bruscamente el otro como si algo explotara de pronto en su interior—. ¡Mierda de vida! —masculló, como si no pudiera contenerse un segundo más—. ¡Mierda de mundo! ¡Es todo tan horrible, Dios! Tan horrible.

La desconcertada señorita Margaret permaneció unos instantes sin saber cómo reaccionar ante tan injustificada muestra de desesperación, y optó por ir a tomar asiento junto al griego, colocándole la mano en el hombro.

—¡Pero vamos! —le susurró al oído—. ¡Cálmese! —Le alzó el rostro cogiéndole de la barbilla para que le mirara a los ojos—. Ya sé que nos aprecia, pero estaremos en contacto, y cuando encontremos un lugar donde vivir podrá venir a visitarnos.

Kanakis la observó muy de cerca, y ahora sí que sus ojos aparecían empañados en lágrimas.

—¡No es eso! —replicó—. ¿Es que no lo entiende…?

—¿Entender? —se extrañó ella—. ¿Qué es lo que tengo que entender?

—Que están enfermos.

—¿Enfermos? —repitió angustiada la señorita Margaret como si la cabeza empezara de pronto a darle vueltas y no consiguiera detenerla—. ¿Qué quiere decir con eso de que están enfermos? —gimió—. ¿A qué enfermedad se refiere?

—Lepra.

Si le hubieran dado con un martillo en la cabeza o le hubieran atravesado las entrañas con un hierro al rojo, la infeliz señorita Margaret no hubiera podido experimentar un dolor más desgarrador e insoportable del que le invadió al escuchar la palabra mil veces maldita.

—¡No es posible! —casi aulló doblándose sobre sí misma como si le acabaran de asestar una puñalada en el estómago—. ¡No es posible!

Ahora fue el griego quien tuvo que sostenerla recostándola contra el muro temiendo que se derrumbara como un pelele, y, tras unos instantes que se hicieron infinitamente largos, pues daba la impresión de que había perdido el sentido, la pobre mujer farfulló apenas:

—¡Lepra! ¡No! Dios no puede hacernos esto.

—Pues lo ha hecho.

—¿Cómo lo sabe?

—Hace días que lo sospecho —señaló él—. Intenté hacerme la ilusión de que tan sólo sería sarna, pero los síntomas parecen claros. Carla y Ajím ya no tienen sensibilidad en el lóbulo de la oreja, y las llagas de Ifat resultan también muy preocupantes.

—¿Alguno más?

Nik Kanakis negó con un brusco ademán de la cabeza.

—Ninguno de momento, aunque no podría asegurarlo. —Lanzó un sonoro resoplido—. Pero esos tres no deberían seguir con el resto. Podrían contagiarlos.

—¡Pobres criaturas! —La señorita Margaret alzó los ojos hacia su interlocutor y se diría que se le escapaba el alma en esa mirada—. ¿Está completamente seguro de que es lepra?

—Si no lo estuviera jamás me hubiera arriesgado a decir una cosa así —le hizo notar—. Pero por mi profesión siempre he tenido que estar muy atento al menor síntoma, y estos casos se me antojan muy claros.

—¿Qué relación existe entre la caza furtiva y la lepra?

—Ninguna —admitió el calvo—. Pero sí tiene que ver con el lugar en que la practico. El Sudd está considerado desde tiempos remotísimos la cuna de la lepra, y ya los egipcios de hace cuatro mil años sabían que era entre los dinkas de las orillas del Alto Nilo donde se había originado la enfermedad. Algunos lo atribuyen a las aguas del pantano y otros a la costumbre de comer pescado seco sobre el que se han posado cierto tipo de moscas del cenagal. —Se encogió de hombros—. Nadie lo sabe con exactitud, pero lo cierto es que aquél es el foco desde el que se extendió al resto del mundo.

—No tenía ni la menor idea.

—Tampoco yo hasta que comencé a cazar allí —admitió Kanakis—. Pero un médico me advirtió del peligro que corría, y a partir de ese día anduve siempre con mucho cuidado. Jamás he comido pescado seco, y siempre hiervo muy bien el agua. También procuro no mantener contacto con los dinkas.

—Nosotros estuvimos viviendo con ellos —admitió a duras penas la señorita Margaret—. Con frecuencia comíamos pescado seco, y raramente teníamos oportunidad de hervir el agua. ¡Dios!

—Dios debe encontrarse muy lejos de África —puntualizó el griego con acritud—. En realidad debe encontrarse muy lejos de todo. —Hizo una pausa y al poco añadió—: Sé que existe una leprosería cerca de Kyabe, y he pensado que lo mejor que pueden hacer es dirigirse allí para que les confirmen si están o no enfermos. —Hizo una nueva pausa y cuando volvió a hablar debía abrigar serias dudas—. Podría ser un caso de sarna virulenta, pero el hecho de que pasen tantas horas durmiendo y no tengan sensibilidad en el lóbulo me preocupa. —Se rascó la calva pensativo—. Por suerte o por desgracia, la lepra se manifiesta en primer lugar anestesiando aquellas partes del cuerpo que acabarán por amputarse espontáneamente.

—¡No me hable de eso! —suplicó la maestra.

—Como quiera —admitió el griego, que entendía perfectamente el estado de ánimo de su interlocutora, y al que no le agradaba ahondar aún más en la herida—. Pero ignorándolo no conseguirá que el problema desaparezca. Lo que tiene que hacer es encararlo con valentía. —Le tomó ambas manos y ahora fue él quien la obligó a mirarle—. La lepra ha entrado a formar parte de su vida, al igual que ha entrado en la de uno de cada veinte africanos que, o la sufren, o tienen algún familiar que la padece. Usted y yo elegimos vivir en este continente, y eso tiene un precio, aunque a menudo resulte demasiado costoso.

—¡Pero no se trata de mí! —protestó ella—. Yo lo pagaría con gusto. ¡Se trata de los niños! ¡Y fui yo quien les condujo a esto!

—Si no lo hubiera hecho tal vez ya estarían muertos —le recordó—. Como sus padres y sus hermanos.

No podemos vivir arrepintiéndonos de aquello que hicimos con la mejor intención aunque nos hayamos equivocado. —Agitó la cabeza al tiempo que se encogía de hombros—. Lo terrible estriba en arrepentirnos por no haber actuado, o por haberlo hecho mal a sabiendas. Usted eligió el camino que creía correcto. Con eso basta.

—Explíqueselo a Carla. O a Ajím. O a Ifat.

—Lo siento, pero tendrá que ser usted quien se lo explique cuando llegue el momento. —El griego se puso en pie y dio dos o tres pasos como si le resultase imposible permanecer más tiempo inmóvil. Por mi parte le juro que aunque hacía años que no rezaba, ahora me paso las noches rogándole a Dios que me haya equivocado.

—¿Morirán?

—¿Quién puede saberlo? Por lo que me contaron, hay muchos tipos de lepra, y no todo el mundo reacciona de igual modo. Depende de la herencia genética y supongo que ninguno de esos chicos tendrá antepasados judíos.

—¿Qué tienen que ver los judíos con esto?

Nik Kanakis le hizo un gesto para que no se moviese de donde se encontraba, se encaminó a su choza y al poco regresó con dos tazas rebosantes de humeante café. Le ofreció una, y mientras sorbía el suyo procurando no abrasarse, señaló:

—Según aquel médico, aunque le ruego que no se lo tome al pie de la letra porque puede darse el caso de que estuviera equivocado, la lepra es una enfermedad en cierto modo hereditaria, y el pueblo judío es por tradición el más propenso a adquirirla y contagiarla.

—Jamás había oído nada semejante —protestó la señorita Margaret visiblemente molesta—. Debe de tratarse de un infundio inventado por los antisemitas.

—Es muy posible —admitió el calvo—. Pero también es muy posible que de ahí provenga el odio que se les tiene a menudo. —Tomó asiento de nuevo y dejó a un lado la taza ya vacía—. De hecho se asegura que en el antiguo Egipto la plaga de la lepra cobró proporciones tan alarmantes, que un buen día el faraón decidió expulsar a todos los enfermos, enviándolos al otro lado del mar Rojo. Parece ser que de ellos surgió un líder llamado Moisés, que los condujo a través del desierto hasta una nueva tierra con aguas no contaminadas, donde a base de buena alimentación y una higiene muy estricta, muchos de ellos se curaron. De sus descendientes proviene el pueblo judío.

—¡Bobadas!

—Puede que lo sean, pero también puede que ésa sea una explicación que se ajuste bastante a la realidad. —El griego abrió las manos en un ademán que podía significar cualquier cosa—. Yo no tengo nada contra los judíos —añadió—. Pero de hecho hay mucho en sus tradiciones, su religiosidad y su forma de comportarse que habla de un pueblo acostumbrado a sufrir desde sus mismas raíces. Durante miles de años lo han soportado todo con sorprendente estoicismo, y para tener ese carácter debe existir algo en sus genes que les obligue a comportarse como lo hacen. No creo que exista nadie más estoico que un leproso, porque de lo contrario acabarían por volverse locos al advertir cómo su cuerpo se va destruyendo día tras día. —Se encogió de hombros en un gesto que lo mismo significaba ignorancia que indiferencia—. De hecho, se asegura que todo leproso que no se suicida al conocer su enfermedad, acaba por resignarse y ni siquiera se rebela contra su destino.

Esa noche, la señorita Margaret tomó asiento a la orilla del río, escuchó el canto de las ranas y el rumor del viento, contempló las miríadas de estrellas que parpadeaban temblorosas en un firmamento más oscuro que nunca, y le pidió a Dios que le concediera el estoicismo de un leproso, que a buen seguro necesitaría, para seguir soportando las difíciles pruebas que el destino le reservaba.