—Me sorprende que le sorprendan las cosas que aquí ocurren —señaló con toda seriedad Nik Kanakis cuando esa noche la señorita Margaret le hizo partícipe de su conversación con la nativa y sus posteriores conclusiones—. Al fin y al cabo, a lo único que estamos asistiendo es a la «balcanización» de todo un continente.
—No sé de qué me habla —protestó ella.
—Lo supongo —fue la humorística respuesta—. Ha estado demasiado alejada del mundo como para saberlo, pero intentaré explicárselo.
—No me gustaría hacerle perder su tiempo.
—No lo hace —replicó sonriente el griego—. Usted sabe que me encanta hablar, y éste es un tema que conozco bien, puesto que en cierto modo afecta a mi país —comenzó a preparar café al tiempo que inquiría—. ¿Sabe al menos lo que son los Balcanes?
—Tengo una idea —admitió la señorita Margaret sin querer comprometerse, porque resultaba evidente que no tenía muy claro a qué se estaba refiriendo el calvo.
—Los Balcanes son una región fronteriza con Grecia en la que por caprichos de la historia conviven serbios, bosnios y croatas que tienen etnias, culturas e incluso creencias religiosas muy diferentes, por lo que se odian a muerte y han acabado por convertir la región en la espoleta que obliga a estallar de tanto en tanto a Europa.
—De eso sí sé algo —admitió ella—. He estudiado historia y mi padre estuvo en la guerra.
—Pues en ese caso le diré que hace poco la antigua Yugoslavia volvió a desmembrarse, y ahora los serbios están masacrando a bosnios y croatas sin que nadie haga nada por evitarlo. —Chasqueó la lengua para expresar un sentimiento que lo mismo podía ser de cansancio que de fastidio—. Lo mismo ocurre en África, pero aún más a lo bestia, si es que eso es posible.
—No lo entiendo.
—Pues resulta muy sencillo —puntualizó el otro sirviéndose un fuerte café, cosa que solía hacer con mucha frecuencia—. Hasta la llegada del hombre blanco, éste era un continente en el que cada cual vivía en su propia tierra. —Sonrió divertido mientras soplaba su café—. Aunque eso no quiere decir, desde luego, que no hubiera guerras, ya que no estamos hablando del paraíso, y aquí se mataban como suelen matarse en casi todas partes. —Hizo una corta pausa—. Pero cuando a principios de siglo llegaron las grandes potencias coloniales, se repartieron África como si se tratara de un enorme pastel, trazando líneas verticales y horizontales y diciendo: «Esto para ti, esto para ti, y esto para mí», sin tener en cuenta las distintas etnias, culturas o creencias religiosas. Impusieron lo que ellos consideraban su «paz» y su «orden», pero el día en que decidieron marcharse no devolvieron las fronteras a sus orígenes, sino que cada potencia concedió la independencia a sus colonias como y cuando le pareció más oportuno. El resultado lógico fue que no se crearon «naciones homogéneas», sino tan sólo estados, en los que sus habitantes se ven obligados a convivir con gentes a las que odian históricamente, mientras que sus iguales se encuentran quizá en otro país.
—Extendió las manos con las palmas hacia arriba como si diera por concluida una inapelable teoría—. El resultado está a la vista —señaló—. La «balcanización» de todo un continente.
—¿Y qué solución le ve usted a ese problema?
—El tiempo —replicó con naturalidad Nik Kanakis—. Siglos, un millar de guerras, cien millones de muertos y un interminable baño de sangre. Se masacrarán entre si, pero todos aquellos sesudos políticos que trazaron absurdas fronteras estudiando un viejo mapa, ya no estarán aquí para verlo. A algunos incluso les construyeron estatuas en su ciudad natal.
—Tal vez lo hicieran de buena fe.
—¿Buena fe? —se asombró el griego—. Ningún político, y menos aún un político colonial, ha tenido nunca buena fe. Van a lo suyo sin detenerse a meditar sobre a quién pueden joder. Y a esta gente la han jodido muy bien jodida.
—Es triste.
—Pero es la realidad —sentenció el otro—. Nuestros abuelos se repartieron las riquezas del mundo, y a nosotros nos corresponde recoger sus desperdicios.
La señorita Margaret le observó largamente, luego su vista se detuvo en la pequeña hoguera que se iba consumiendo lentamente, y tras advertir que ya casi todo el mundo dormía en el improvisado campamento, musitó casi como para sí misma:
—A menudo me cuesta trabajo aceptar que sea usted un cazador furtivo —hizo un gesto hacia Amín Idris es-Senussi, que roncaba bajo el autobús—. Casi ninguno lo parece.
—¿Es que acaso los furtivos deberíamos tener cuernos y rabo? —inquirió el otro, y ante la tímida sonrisa de ella, añadió—: Amín tiene sangre real en las venas, y yo provengo de una familia muy decente, pero lo que ocurre es que la gente se ha hecho una idea equivocada sobre nosotros.
—¿Equivocada? —se asombró la señorita Margaret—. ¡Se dedican a masacrar animales indefensos!
—Se equivoca. Lo que hacemos es cazar animales que la mayoría de las veces no están en absoluto indefensos. Y no lo hacemos porque nos guste matar; ése es un placer que únicamente divierte a los imbéciles que pagan una fortuna por dispararle a un león o a un elefante desde el techo de un camión.
—Tampoco lo apruebo, pero al fin y al cabo es un deporte.
—Es una hijoputada —fue la agria respuesta—. Y es por ellos, para que luzcan un par de colmillos sobre la chimenea de su casa, o sus mujeres un abrigo de piel de leopardo, por lo que yo me tengo que pasar cuatro meses al año devorado por los mosquitos y jugándome la vida en los pantanales del Sudd.
—Nadie le obliga.
—La necesidad me obliga, señora —le hizo notar el calvo, visiblemente malhumorado—. Si no cazara animales tendría que volver a ser mercenario o quién sabe qué —le apuntó con el dedo—. Y le advierto una cosa: si no existiera demanda, si un cretino impotente no ofreciera millones por un cuerno de rinoceronte, a ninguno de nosotros le apetecería un carajo pasar tantas fatigas y tanto miedo por matar a un pobre bicho —estiró ostensiblemente los brazos—. Si por mí fuera, jamás volvería a disparar un solo tiro. Y ahora más vale que nos vayamos a dormir, porque nos espera un día muy duro.
Fue un día muy duro, en efecto, puesto que, a media mañana, el renqueante autobús abandonó la carretera para tomar una minúscula pista que se abría paso a través de la selva como si se adentrara en un oscuro túnel, y apenas una hora más tarde acabó por detenerse definitivamente junto a un riachuelo de aguas turbulentas.
—¡Todos abajo! —exclamó el libio golpeando las manos tal como acostumbraba hacer cuando quería meter prisa a su gente.
El resto del camino hay que hacerlo a pie.
—¿Hemos llegado a la frontera? —quiso saber una vez más el ilusionado Menelik Kaleb.
—¿Frontera? —se asombró Amín—. Aquí nadie sabe por dónde coño pasa exactamente la frontera, pero ahí delante, en alguna parte, empieza Chad. Lo que importa es llegar.
Distribuyó la carga y hasta el último niño se vio en la obligación de aportar su esfuerzo, aunque lo hicieron, eso sí, de muy buena gana, imaginando quizá que el final de su largo periplo se encontraba muy cerca. Abrían la marcha M’Soc y No, que eran los que por lógica mejor debían conocer aquellos parajes, aunque a decir verdad ninguno de ellos había cruzado nunca la frontera tan lejos de su ruta habitual, por lo que se echaba de menos al astuto Lamberederede, que sabía moverse por la espesura con el sigilo de una pantera.
Era aquella en verdad una curiosa expedición de contrabandistas dispuestos a pasar de un país a otro un cargamento ilegal, ya que formaban parte de ella varios niños de apenas ocho años y una fatigada maestra que se aproximaba al medio siglo.
Nadie lo había expresado abiertamente, pero todos parecían conscientes de que si por desgracia tropezaban con el ejército —tanto si se trataba del centroafricano como del chadiano—, se verían en la necesidad de defenderse a tiros, puesto que cabía imaginar que unos soldados muy poco disciplinados y peor pagados, optarían sin duda por la tentadora solución de quedarse con tan preciado botín eliminando a los testigos.
—Nuestras vidas no valen nada —había sentenciado con una madurez impropia de su edad Bruno Grissi—. Más bien, por el contrario, tanto menos vale cuanto más costoso sea lo que carguemos a la espalda.
—En ese caso a mí que me den un saco de mierda —bromeó un Ajím Bikila que en los últimos tiempos parecía no obstante muy poco proclive al humor y al alboroto de que antaño hacía gala—. Apestaré, pero tal vez salve el pellejo.
A media tarde abandonaron los caminos humanos para limitarse a avanzar a duras penas por intrincados senderos de elefantes, y cuando comenzó a llover con fuerza y el rumor del agua al golpear las hojas acalló sus pisadas, consiguieron aproximarse a un elefante a menos de diez metros de distancia.
El gigantesco animal parecía absorto en su afán por arrancar ramas tiernas de un copudo tamarindo, y su despectiva indiferencia pareció tranquilizar a M’Soc, que musitó en voz muy baja que aquél era un claro síntoma de que los guardias fronterizos no debían rondar por las proximidades.
—Sus colmillos son demasiado pequeños —concluyó—. Pero muchos soldados le pegarían un tiro para arrancárselos.
A la señorita Margaret le vino a la mente su conversación de la noche anterior, y se vio obligada a aceptar que ningún nativo se decidiría a correr el riesgo de acosar a un peligroso elefante en plena selva, a no ser que tuviera la seguridad de que alguien iba a comprarle unos colmillos que particularmente a él para nada le servían.
Eran los blancos los que, aun desde tan lejos, continuaban arrebatando al continente lo más hermoso que le quedaba: su prodigiosa fauna, aunque procurando siempre que fueran los propios africanos los que cargaran con los riesgos y las culpas.
Su padre, el reverendo Alex Mortimer, había sido siempre un apasionado defensor de la naturaleza y de la vida animal como máxima expresión de la magnificencia de la obra del Creador, y aún recordaba sus discusiones con el gigantesco Suilem cada vez que éste regresaba a la aldea cargando un ensangrentado antílope.
De aquellos acalorados enfrentamientos, de los que con frecuencia se veía obligada a ser involuntario testigo a una edad en la que las opiniones resultan inamovibles, en especial cuando se escuchan en boca de los mayores, la señorita Margaret sacó el convencimiento de que todo cazador esconde en lo más profundo de su ser un asesino, y que quien se siente capaz de disparar contra un elefante, de igual modo no dudaría en hacerlo, llegado el caso, sobre un ser humano.
Los años habían suavizado en cierto modo el fanatismo que le inculcara su padre, pero no fue hasta aquella misma noche que por primera vez se enfrentó al hecho de que podía darse el caso de que quien apretaba en última instancia el gatillo no fuera en realidad quien estaba matando.
El hambre mata, pero también, demasiado a menudo, obliga a matar.
Y África se moría de hambre.
Cuando la oscura mole del indiferente paquidermo quedó definitivamente atrás, y la lluvia comenzó a ganar en intensidad, convirtiéndose en una espesa cortina cuyo estruendo obligaba a pensar en millones de tamborileros repicando palillos sobre millones de hojas, todo rastro de sendero desapareció sumido en el lodazal, por lo que M’Soc acabó por alzar la mano indicando el tronco de una gigantesca ceiba cuyo espeso ramaje protegía hasta cierto punto del diluvio.
—Será mejor que acampemos aquí —dijo—. Ya no me fío ni de la brújula.
«Acampar» era, en aquellas circunstancias, una palabra vacía de significado, puesto que al carecer de tiendas de campaña, e impedidos como estaban de encender fuego para no delatar su presencia, la tal «acampada» quedó reducida a un acurrucarse sobre el lodo, ateridos de frío, muertos de hambre, y atemorizados por el hecho de que en las impenetrables tinieblas de aquella escandalosa noche cualquier fiera o cualquier guardia fronterizo pudiera caer sobre ellos sin darles tiempo a reaccionar.
Llovió durante catorce horas seguidas.
Y cuando sobre la selva africana llueve, tan sólo existe una palabra que pueda describirlo: «Llueve».
El resto no es más que pura retórica, y en aquella ocasión llovió tan a conciencia, que cuando ya muy entrada la mañana una tímida luz consiguió atravesar las negras nubes y la espesa maraña de troncos, hojas, ramas y lianas, el panorama resultaba ciertamente demoledor. La mayoría de los niños temblaba espasmódicamente, tres de ellos aparecían seminconscientes, y Bruno Grissi mantenía a su hermana Carla sobre su regazo, abrazándola con fuerza en un desesperado intento por aislarla del empapado suelo y proporcionarle algún calor, aunque cabría imaginar que todos sus esfuerzos resultaban inútiles, puesto que la frágil chiquilla aparecía casi helada y no existía forma humana de obligarla a reaccionar.
—¡Se muere…! —sollozó el muchacho clavando sus suplicantes ojos en los de su maestra—. Haga algo o se muere.
Meses más tarde, Bruno Grissi se vio obligado a preguntarse si no hubiera sido preferible que su adorada hermana Carla hubiese muerto durante un triste y lluvioso amanecer, pero en aquel momento agradeció en el alma que el chadiano M’Soc se apresurara a escarbar bajo un arbusto de amarillentas hojas hasta extraer una raíz bulbosa que exprimió en el interior de la garganta de la niña.
—Con esto reaccionará —señaló seguro de sí mismo—. Durante un par de días todo le sabrá a demonios, pero conseguirá que la sangre le corra a mil por hora.
M’Soc sabía muy bien lo que hacía, puesto que a los pocos instantes el pálido rostro de la criatura enrojeció violentamente, abrió unos espantados ojos que se le llenaron al instante de lágrimas, y sin apenas fuerzas pero de un modo perfectamente audible murmuró horrorizada:
—¡Joder!
—¿Qué le ha dado? —inquirió vivamente interesada la señorita Margaret.
—Jugo de raíz de «Lázaro» —replicó el chadiano.
—¿Y qué es eso?
—Una planta amarga… —se limitó a replicar el otro al tiempo que se encogía de hombros—. En Zaire también la llaman «levantamuertos», porque resulta muy efectiva contra las fiebres, pero hay que tener cuidado, porque si el bulbo está reseco o no se exprime en el momento de arrancarlo resulta muy peligroso.
—Podía haberla matado —se lamentó Mario Grissi, que aferraba con fuerza la mano de su hermana.
—O podría estar ya muerta, pequeño —le hizo notar el otro—. Ahora lo único que tendrá será mal sabor de boca y estreñimiento.
Reanudaron la marcha, y lo hicieron como un ejército de empapados fantasmas, renqueando sobre un fangoso suelo en el que se ocultaban centenares de traicioneras raíces que les hacían tropezar continuamente.
¡Mierda! —mascullaba una y otra vez el histérico Amín, que incluso había perdido sus costosísimas gafas oscuras—. El año próximo contrataremos un avión.
—Olvídate de los aviones —replicó al fin el griego—. En cierta ocasión iba yo pilotando un junker…
—O te callas, o te corto los huevos —le advirtió el otro con absoluta seriedad—. Y te recuerdo que si estamos aquí es por culpa de esos puñeteros niños de mierda…
Y así, hora tras hora, avanzando penosamente hacia el norte, aunque a decir verdad ni siquiera tenían muy claro dónde se encontraba exactamente ese norte, puesto que se diría que incluso las brújulas se mostraban en desacuerdo sobre el rumbo a seguir.
Por fin toparon con algo que recordaba vagamente un sendero y lo siguieron hasta que, de improviso, se escuchó una violenta explosión seguida de desgarradores aullidos de dolor, y cuando el humo se disipó descubrieron el destrozado cadáver de No, y a M’Soc tendido en un charco de sangre y con las piernas arrancadas de cuajo.
Sobrevivió poco más de una hora.
Se desangró sin que pudieran hacer nada por detener la tremenda hemorragia, pero no pronunció ni un lamento, apretando los dientes y con la mirada perdida en un punto del bosque, tan sereno que cabría imaginar que no era a su propia agonía a la que estaba asistiendo, sino a la de cualquiera de las incontables fieras que había abatido a todo lo largo de su vida.
Aquellas muertes eran todo cuanto se necesitaba para acabar de desmoralizar al grupo.
—No podemos seguir por aquí —sentenció Nik el griego cuando hubieron enterrado de mala manera los cadáveres en el resbaladizo fango—. Lo más probable es que ese sendero esté plagado de minas.
—¿Pero por qué? —quiso saber el desolado Menelik Kaleb, que aún no parecía haberse hecho a la idea de lo ocurrido—. ¿Por qué ponen minas en mitad de la selva?
—Porque debemos estar muy cerca de la frontera, y colocar minas resulta mucho más barato que pagar centinelas, y además hacen su trabajo durante más de treinta años.
—¡Pero matan a inocentes! —se escandalizó el muchacho.
—¿Y a quién le importa? —fue la agresiva respuesta—. Anualmente se fabrican más de diez millones de minas, y en algún lugar tienen que colocarse. Las conozco bien —añadió amargamente—. Me he enfrentado a ellas en infinidad de lugares, y recuerdo que en Camboya mataron a más gente en tres años de paz que en veinte de guerra. Tal vez llegue un día en que el mundo no sea más que un gigantesco campo minado.
—¿Y no hay modo de desactivarlas?
—No, hijo, no lo hay —replicó el calvo—. Colocar una mina cuesta menos de cinco dólares, pero desactivarla cuesta más de mil. Multiplica esa cantidad por los doscientos millones que debe haber enterradas por todo el mundo, y comprenderás que jamás se conseguirá desactivarlas todas.
¡Parece cosa de locos!
—Es cosa de locos —admitió Nik Kanakis, al que se le advertía profundamente afectado por la desaparición de aquellos con los que había compartido largas horas de fatigas en los cenagales del Sudd—. La gente se muere de hambre; pero el dinero que se debería gastar en alimentarla se gasta en matar más gente. ¡No lo entiendo! —concluyó casi con un sollozo—. Cuanto más viejo me hago, menos entiendo lo que ocurre.
Menelik Kaleb sintió de pronto una profunda lástima por un hombre a quien admiraba y a quien en cierto modo consideraba el paradigma de la masculinidad, pero al que ahora se diría aplastado por una carga insoportable.
¿Qué esperanzas existían para el futuro, si incluso los mejores terminaban por desesperanzarse?
Nik Kanakis era blanco, culto, inteligente, decidido, valiente e imaginativo, y sin embargo ahora aparecía derrumbado frente a él, tan derrotado como el más miserable, ignorante y cobarde de los negros.
¿Qué esperanza había?
Buscó a Bruno Grissi y lo descubrió sentado junto a la pequeña Carla, que había vuelto a quedarse dormida sobre una empapada piel de leopardo.
—¿Qué vamos a hacer? —inquirió acuclillándose frente a su amigo, aun a sabiendas de que lo único que le preocupaba en aquellos momentos era el inquietante estado de salud de su hermana.
—Rezar —fue la desconcertante respuesta.
—Hasta ahora no nos ha servido de mucho —le hizo notar.
—Algún día tendrá que empezar a dar resultado —señaló el otro—. Si no, ¿de qué sirve que nos hayan enseñado a hacerlo?
—Empiezo a temer que no sirve de nada —replicó muy serio Menelik—. Ni Cristo ni Mahoma pueden tener respuesta a cuanto nos está ocurriendo, y empiezo a comprender a Ajím, que nunca ha querido creer en nada.
—En ese caso nunca tendrá a quien echarle la culpa —le hizo notar el pecoso.
—¡Triste consuelo! —replicó despectivamente su amigo señalando a la niña—. ¿Cómo está? —quiso saber.
—Temo lo peor —reconoció pesimista el otro—. Amín la mira con pena, y el griego trata de disimular, pero tengo la impresión de que están convencidos de que no se va a salvar. —Le miró a los ojos—. ¿Qué haré si la pierdo? —inquirió—. Si muere, Mario no querrá seguir viviendo.
Menelik Kaleb evocó la figura de su travieso hermano Sajím corriendo tras las gallinas, comprendió lo que pasaba en esos momentos por la cabeza de Bruno Grissi, y le apretó el brazo con afecto en un vano intento por tranquilizarle.
—¡Se salvará! —dijo—. Lo que tenemos que hacer es construir una camilla y llevarla entre los dos. ¡Se salvará! —repitió en un evidente esfuerzo por convencerse de que sería así—. Lo único que le ocurre es que es muy pequeña y está cansada.
Cortaron dos largas ramas y, utilizando lianas y la piel del leopardo, prepararon una tosca camilla en la que la niña podía descansar pese a los vaivenes del intrincado camino de regreso, que el libio Amín Idris es-Senussi ordenó emprender al día siguiente en un desesperado esfuerzo por encontrar una ruta que les llevara hacia el norte.
Cuando al fin alcanzaron las márgenes de un nuevo riachuelo, descubrieron senderos con claras muestras de haber sido recientemente transitados, por lo que el griego decidió adelantarse para intentar averiguar adónde conducían.
A las dos horas regresó con la esperanzadora noticia de haber divisado una minúscula aldea en la que al parecer se asentaba un pequeño puesto militar ocupado únicamente por tres hombres.
—¿Chadianos…? —quiso saber de inmediato el libio.
—Centroafricanos —replicó el calvo—. Pero estoy seguro de que sabrán llegar a la frontera.
—¿Crees que deberíamos atacarles? —inquirió el otro.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —fue la respuesta—. ¿Vagar eternamente por estas selvas a la espera de que nos estalle una mina bajo el culo? —Señaló en dirección a la aldea—. Ellos deben saber dónde están esas minas y cómo evitarlas.
Amín Idris es-Senussi meditó la propuesta, dirigió una escrutadora mirada a sus desmoralizados secuaces y a la indefensa tropa de chiquillos que parecían a punto de derrumbarse, y acabó por asentir con la cabeza.
—¡De acuerdo! —dijo—. Vamos a por ellos.
La señorita Margaret y los niños tomaron asiento junto al valioso montón de colmillos de elefante y cuernos de rinoceronte, puesto que la mayoría de las empapadas pieles habían sido abandonadas por el camino, y no pudieron por menos que preguntase qué ocurriría si de improviso alguien les sorprendía en compañía de semejante botín.
—Mejor será no pensar en ello —masculló la antaño regordete Zeudí, que debía de haber perdido más de doce kilos de peso—. Mejor pensemos en algo agradable. Comida, por ejemplo.
—No podemos encender fuego.
—Pues yo me comería una vaca, aunque fuera cruda —fue la divertida respuesta—. Incluso me comería un buen plato de langostas —soltó una corta carcajada y añadió—: ¡Echo de menos las langostas!
La señorita Margaret pareció llegar a la conclusión de que necesitaban distraer sus pensamientos, y aunque le constaba que no podría competir con la desbordada imaginación y el énfasis que imponía el calvo Kanakis a sus relatos, decidió, en evidente homenaje al griego, rebañar en su memoria cuanto pudiera recordar de las aventuras de aquel valiente Ulises, cuya portentosa odisea cabría comparar en cierto modo a la que ellos mismos estaban viviendo en aquellos momentos.
Fue una buena terapia. Se esforzó por darle fuerza y emoción a su relato —que en poco o nada se parecía, a decir verdad, a lo que en su día cantara el ciego Homero—, pero consiguió que una buena parte de su juvenil concurrencia alejara por un rato sus problemas para pasar a preocuparse por las innumerables aventuras y desventuras del conquistador de Troya.
Lo tenía enzarzado en pleno enfrentamiento con el monstruoso Polifemo cuando los furtivos reaparecieron empujando ante ellos a un desgarbado individuo de desastroso uniforme al que —por una de esas desconcertantes casualidades de la vida— le faltaba un ojo, a pesar de lo cual, en lugar de exhibir la fuerza y la furia del famoso cíclope, aparecía tan abatido y temeroso, que incluso le costaba un notable esfuerzo avanzar normalmente.
Pronto descubrieron que dicha incapacidad se debía en realidad a que se había cagado en los pantalones, por lo que el libio le obligó a meterse en el río y no salir del agua hasta que dejara de apestar como una hiena.
«Polifemo», que así le bautizaron los niños nada más verle, demostró de inmediato un servilista deseo de ser útil a condición de preservar la vida, por lo que a las primeras de cambio señaló con un decidido ademán el punto exacto hacia el que debían encaminarse para alcanzar cuanto antes la frontera, ofreciéndose a avanzar en primer lugar para que nadie abrigase la más mínima sospecha de que pretendía adentrarles en un campo de minas.
—Tengo tres esposas, siete hijos y un nieto —balbuceó—. Y si me matan se morirán de hambre, porque yo soy el único que tiene trabajo.
A continuación señaló con un leve ademán de la cabeza los colmillos de elefante que aparecían bajo un árbol, asegurando que si le permitían quedarse con uno de ellos se sentiría muy feliz de cargar con cinco.
Llegaron a un rápido acuerdo, por lo que se echó al hombro las pesadas piezas de marfil para emprender animosamente un rápido trote cochinero, abriéndose paso por senderillos que hubieran pasado desapercibidos a quien no tuviera noción de su existencia, por lo que durante horas avanzaron a tal velocidad que llegó un momento en que el griego tuvo que suplicarle que frenara el ritmo, puesto que los niños comenzaban a rezagarse y corrían el riesgo de extraviarse en la intrincada espesura.
Aun así, antes de que cayera el sol alcanzaron las lindes de la selva, punto desde el que el sudoroso «Polifemo» señaló con una sonrisa de satisfacción la interminable sabana de altísima hierba parda y oscuros arbustos que se abría ante ellos.
—El Chad —dijo.
—¿Estás seguro? —inquirió el griego clavando la vista en su único ojo.
—Seguro —replicó el tuerto—. Nací aquí, vivo aquí, y vigilar la frontera es mi trabajo. Eso es el Chad.
—¿Sabes lo que ocurriría si nos estuvieras engañando? —inquirió Amín amenazadoramente.
—Que volverías al pueblo, me matarías, y matarías también a mi familia —replicó el otro con calma—. Ya me lo has dicho —señaló la carga que había dejado en el suelo—. ¿Puedo llevarme el marfil?
Amín Idris es-Senussi asintió.
—Cógelo, pero siéntate bajo ese árbol —ordenó—. Y si te mueves antes de que sea de noche eres hombre muerto. ¿De acuerdo?
El centroafricano asintió indiferente.
—No tengo prisa —dijo—. Dormiré aquí.
Eligió su colmillo, tomó asiento en el punto indicado, y se quedó muy quieto observando con su único ojo cómo el pintoresco grupo de fugitivos abandonaba la selva y se internaba en la pradera para desaparecer a los pocos minutos como si la alta hierba los hubiera devorado.
Por último se recostó contra el tronco del árbol y se quedó profundamente dormido.