En un principio fue un viaje relativamente cómodo y hasta cierto punto divertido, puesto que con la radio a todo volumen los niños cantaban alegremente o lanzaban gritos de asombro cada vez que avistaban a una gorda de chillones ropajes trepada en una frágil motocicleta, que era un tipo de vehículo que jamás habían visto anteriormente.
El África viva, multicolor, abigarrada y vociferante de una llanura en la que parecían haberse dado cita centenares de hombres, mujeres y niños que iban de un lado a otro sin destino aparente; los minúsculos pueblecitos que se sucedían casi sin transición; las docenas de coches e incluso los centenares de bicicletas con que se cruzaron a lo largo del día, provocaban el estupor de una chiquillería que en su perdida aldea de las montañas etíopes jamás había tenido ocasión de imaginar siquiera que tal tipo de animación pudiera existir.
Los despintados anuncios de cigarrillos y refrescos que aparecían dibujados sobre las paredes de algunas casas a la entrada de los pueblos era algo que de igual modo les fascinaba, y en verdad podría asegurarse que en el transcurso de un solo día los alumnos de la señorita Margaret aprendieron más cosas que en todo un año de escuela.
Los más pequeños no se cansaban de hacer unas preguntas para la mayoría de las cuales su maestra no tenía respuesta, y tuvo que ser el paciente griego el que se ocupara de aclarar tales demandas, pese que se le advertía tenso y preocupado, como si sospechara que en cualquier momento acabarían por desenmascararles.
Cuando circulaban por espacios abiertos los furtivos se mostraban tranquilos y relajados, pero en cuanto se aproximaban a zonas pobladas, sus músculos se ponían en tensión, y aunque intentaban disimularlo, no podían evitar que sus manos se alargaran hacia las armas en el momento en que hacía su aparición en una esquina el primer soldado.
Los pasajeros que esperaban al borde de la carretera les hacían continuas señas para que se detuviesen, y era cosa de ver su desconcierto cuando advertían cómo un bus que no rebosaba de bultos y gente pasaba de largo sin recoger a quienes estaban dispuestos a pagar un buen dinero por el viaje.
Pero lo más emocionante de ese viaje ocurrió en el momento en que se vieron obligados a detenerse en una gasolinera, y Nik Kanakis regresó cargado de latas de Coca-Cola y vasos de papel rebosantes de cubitos de hielo.
Los niños no podían dar crédito a sus ojos.
Hielo y Coca-Cola constituían en verdad elementos inimaginables para ellos, y aquel sabor, aquellas burbujas y aquella frialdad les dejó traspuestos, como si acabaran de asistir al más prodigioso milagro de este mundo, y aun del otro.
¿Cómo era posible que algo tan fantástico pudiera existir?
¿Y cómo era posible que un pedazo de cristal blanco estuviera tan frío que incluso quemara las manos?
Los prodigios de la civilización les aturdían, y los hermanos Grissi comenzaban a entender a qué se refería su madre cuando intentaba contarles cómo era su Rímini natal, y cuánto echaba de menos una cerveza helada o una buena película.
—¿A donde vamos hay hielo? —quiso saber la ansiosa Zeudí, que parecía haber captado de inmediato la estrecha relación que existía entre el hielo y los alimentos.
—Supongo que sí.
—¿Y Coca-Cola?
—Espero que también.
—Me gustará ese sitio —afirmó la niña segura de sí misma.
—Pero no las regalan. Cuestan dinero.
—Trabajaré para conseguirlo.
A nadie se le ocurriría dudar de tal aserto, puesto que la regordete chicuela se había convertido una semana atrás en una auténtica mujer, y ese milagroso hecho parecía haberle insuflado una nueva energía y unas ansias de vivir que tan sólo un par de meses antes se encontraban en cierto modo aletargadas.
Para ella, como para algunos de sus compañeros de viaje, la terrible desgracia que había destrozado sus vidas empezaba a quedar atrás; se esforzaban por olvidarla, y comenzaban a encarar con cierta esperanza el futuro, sobre todo desde el instante en que habían descubierto que ese futuro podía estar hecho de hielo, Coca-Cola y motocicletas.
Aquel mágico día el universo parecía estar pintado con otros colores: los metálicos colores de los objetos metálicos —desde una lata de refresco a una bicicleta—, sin que se les pudiera culpar por la atracción que ejercía sobre sus jóvenes mentes acostumbradas a la sencilla vida de un perdido valle abisinio, la desconcertante pluralidad de la vida moderna.
Nuevas formas, nuevos olores, nuevos sonidos, nuevos sabores; todo parecía diferente en aquel lugar, y cuando la camioneta se detuvo junto a un gran caserón y distinguieron a menos de dos metros de distancia a un grupo de mujeres que se afanaban pedaleando sobre relucientes máquinas de coser, tuvieron la impresión de haber alcanzado al fin su meta.
¡Quedémonos aquí! —suplicó Nadím Mansur, a la que los llamativos vestidos que colgaban del porche parecían hipnotizar—. ¡Esto es precioso!
—Esto es una mierda, pequeña —le contradijo un malhumorado M’Soc, al que un grave problema parecía estarle reconcomiendo desde que subieran al autobús—. Y si esa gente descubre que eres etíope te venderán al primer traficante de esclavos que encuentren.
—¿Por qué? —quiso saber la niña.
—Porque los centroafricanos odian a los extranjeros —replicó el chadiano lanzando un malsonante reniego—. En realidad odian a todo el que no pertenezca a su propia tribu. —Se rebuscó entre la ropa hasta dar con un insistente piojo, que aplastó con las uñas—. Tan sólo he conocido a otros más violentos que ellos: los ruandeses, que no pararán de asesinarse hasta que ni uno solo quede en pie.
—¿Y por qué se odian tanto?
—Buena pregunta, pequeña —replicó el otro con acritud—. Muy buena pregunta, y te aseguro que si alguien conociera la respuesta, tendría la respuesta a todas las preguntas. Quizá se odian porque siendo iguales se empeñan en querer ser diferentes.
—No te entiendo.
—Ni falta que te hace.
Nadím Mansur se limitó a guardar silencio, aunque resultó evidente que pese a las afirmaciones del chadiano, se hubiera sentido terriblemente feliz en el caso de que la adormilada señorita Margaret abriera los ojos para dar por concluido el largo viaje aceptando quedarse en uno de aquellos maravillosos pueblos centroafricanos.
Todavía no habían atravesado ningún lugar que pudiera considerarse ni por lo más remoto una autentica ciudad, pero aun así Nadím Mansur y varios de sus compañeros experimentaban ya esa extraña fascinación por las grandes urbes que aquejaba a la de los jóvenes africanos y que les impulsaba a la mayoría a abandonar su tradicional forma de vida rural sumiéndose en un marasmo en el que casi siempre acababan por sucumbir.
La europeización de África había traído aparejada con frecuencia la destrucción de las auténticas raíces de unas gentes que pretendían dar un prodigioso salto: de la choza al rascacielos y de montar en burro a conducir un Cadillac, sin pasar antes por las lógicas etapas de aprender lo que es un grifo o una sencilla bicicleta.
Miles de años de historia y evolución se encontraban con harta frecuencia apenas separados por una decena de kilómetros de la más remota prehistoria, y eran pocos los nativos que poseían el suficiente sentido común como para aceptar que no era un trayecto que pudiera hacerse en una sola etapa.
El triste resultado se encontraba a la vista en las superpobladas capitales, en las que los muchachos no tenían otro futuro que la mendicidad o la delincuencia, mientras las chicas terminaban casi indefectiblemente en el sórdido mundo de la prostitución.
Con los ojos entrecerrados en un comprensible deseo de concentrarse en sus inquietantes pensamientos, la señorita Margaret se esforzaba por imaginar qué ocurriría cuando «sus niños» tuvieran que enfrentarse a una civilización para la que no estaban en absoluto preparados, y por enésima vez se cuestionaba su precipitada decisión de abandonar la aldea en busca de un destino mejor, sin detenerse a meditar en el hecho de que África no ofrecería nunca nada mejor que un perdido valle en las montañas, por muy peligrosas que fueran las tribus de las proximidades.
—Tendríamos que habernos hecho fuertes allí —se repetía una y otra vez—. Tendríamos que haber resistido, puesto que, al fin y al cabo, aquél era nuestro hogar.
¿Qué sería ahora de aquel hogar?
¿Quién se habría apoderado de los fértiles campos y de los hermosos cafetales de las colinas?
¿Quién habría reconstruido las chozas o se sentaría en los pupitres en los que se habían sentado tantos años atrás hombres y mujeres que ahora estaban muertos?
Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar la luminosa escuela en la que habían transcurrido los más hermosos años de su vida, y hubiera dado con gusto su mano derecha por la oportunidad de pasar el resto de sus días junto al tranquilo río en que se bañaban los niños al concluir las clases.
Acarició con infinita ternura el sedoso cabello de Carla Grissi, que dormitaba recostada en su regazo, y al observarla y percatarse de su desacostumbrada palidez, cayó de improviso en la cuenta de que hacía días que la chiquilla apenas hablaba y se quedaba traspuesta por todos los rincones.
La agitó levemente.
—¿Te sientes mal? —inquirió con un susurro.
La rubia cabeza negó con un casi imperceptible movimiento.
—Tengo sueño —musitó en un tono apenas audible.
—Llevas horas durmiendo.
—El autobús me da sueño —fue la respuesta—. También el camión me lo daba.
—Pero también dormías en el bosque —le hizo notar su maestra—. ¿Por qué?
—No lo sé.
Cerró de nuevo los ojos y a la señorita Margaret le asaltó por un instante el temor de que la frágil criatura estuviese afectada por la temible enfermedad del sueño que inoculaba la perniciosa mosca tsé-tsé, aunque se esforzó por tranquilizarse diciéndose a sí misma que lo más probable era que se encontrase agotada por el agobiante calor, el cansancio acumulado, y las incontables penalidades que había tenido que soportar.
—¡No es nada! —se dijo en su afán por espantar fantasmas—. No puede ser nada.
Su mirada se cruzó con la del griego, que parecía estar observando de igual modo a la chiquilla, e hizo un notable esfuerzo por sonreír quitándole importancia al hecho.
—Siempre ha sido muy dormilona —señaló a modo de disculpa—. En clase me pasaba el día riñéndola.
El calvo Kanakis se limitó a asentir desviando la vista para fijarla en un bosquecillo de baobabs que se extendía junto a la carretera, y la señorita Margaret se puso a acariciar una vez más el rubio cabello, suplicando mentalmente que nada malo ocurriese y que aquel sueño fuese tan sólo el lógico fruto de la fatiga.
El sol comenzaba a ocultarse, rojo y redondo, entre las ramas de los baobabs, que más que ramas parecían raíces de un árbol que hubiese sido plantado cabeza abajo, y Amín Idris es-Senussi ordenó al conductor que buscase un lugar en el que pasar la noche lejos de miradas indiscretas.
El viejo y asmático motor fue el primero en agradecer el merecido descanso, y cabría considerar un auténtico milagro el que hubiese llegado hasta allí sin saltar en mil pedazos.
La cena transcurrió entre risas y con un notable alboroto debido a que la mayoría de los chicos se encontraban muy excitados por todo cuanto habían visto a lo largo del día, pero a la señorita Margaret no le pasó desapercibido el hecho de que algunos de los furtivos, en especial el griego y M’Soc, que era con los que más solía relacionarse, parecían inusualmente inquietos.
—¿Corremos peligro? —quiso saber.
—Ir sentados sobre una montaña de colmillos de elefante no es como ir sentados sobre un cajón de dinamita —sentenció Nik Kanakis en un claro esfuerzo por quitarle importancia al problema—. Pero nos pueden pinchar el culo. Hasta que no nos encontremos al otro lado de la frontera no dormiré tranquilo.
—¿Tan sólo se trata de eso?
—No entiendo a qué se refiere —fue la evasiva respuesta.
—No se haga el tonto —se molestó la señorita Margaret—. Usted sabe muy bien a lo que me refiero. ¿La posibilidad de que nos atrapen es lo único que le preocupa, o hay algo más?
—¿Como qué?
—Eso es lo que me gustaría saber.
—Se está volviendo demasiado suspicaz —le hizo notar él.
—Y usted demasiado evasivo.
—Dejémoslo entonces en empate.
—¡No me venga con mierdas! —se enfureció una señorita Margaret que cada día perdía la paciencia y los modales con mayor facilidad—. Usted sabe algo que yo no se y sospecho que me atañe. ¿Qué es?
El griego la observó meditabundo, y podría creerse que un velo de tristeza nublaba su mirada, por lo general alegre y franca. Por unos instantes estuvo a punto de hablar sobre lo que quiera que fuese que en verdad le corroía, pero al fin hizo un leve gesto de rechazo con la mano, como apartando una idea estúpida.
—No es nada que valga la pena —dijo.
—¿Por qué no deja que sea yo quien lo decida? —quiso saber ella.
—Porque aún no estoy seguro. —Le golpeó con afecto el antebrazo—. Una cosa le prometo —añadió—. Si se confirmara sería la primera en saberlo.
Se puso en pie para perderse de inmediato en las tinieblas, y resultó evidente que no pensaba ser más explícito, lo cual tan sólo contribuyó a que la inquieta señorita Margaret se intranquilizara aún más de lo que ya lo estaba.
El día siguiente trajo consigo de igual modo grandes sorpresas, puesto que cuando se estaban aproximando a Ndéle, Ajím Bikila lanzó de improviso un alarido que se parecía mucho al que emitiera el día en que descubrió el cadáver del soldado flotando en el río.
—¡Allí, allí! —exclamó en el colmo de la excitación ¡mirad aquello!
Todos se apresuraron a asomar la cabeza por las ventanillas, y más de uno quedó boquiabierto al observar cómo una pequeña avioneta roja y blanca descendía rápidamente dispuesta a tomar tierra en un rústico aeródromo que se distinguía a poco más de un kilómetro de distancia.
—¡Un avión!
Se trataba realmente de un auténtico avión, y se aproximaba con tanta celeridad que al poco pudieron distinguir su numero de matrícula e incluso a los pasajeros que les observaban a través de las ventanillas.
—¡Un avión!
—¡Dios de los cielos!
Aquello sí que era penetrar de lleno en el mundo moderno, y aquello sí que era dar un salto de gigante; de los pantanales del Sudd, que no habían variado de aspecto en diez mil años, a la más revolucionaria máquina concebida por el ingenio humano.
Amín indicó al conductor que detuviera el vehículo a menos de trescientos metros de la cabecera de pista, con lo que los niños pudieron contemplar la maniobra de aterrizaje y a los ocupantes del aparato, que descendían de él con la misma naturalidad que si estuvieran saltando de una simple piragua.
Era cosa de brujos, y cuando al fin el motor cesó de rugir y las hélices se detuvieron, se pudo escuchar la voz de Ajím Bikila, que aseguraba convencido.
—¡Algún día montaré en uno de ellos!
—Te cagarías de miedo.
El muchacho le largó un sopapo a Bruno Grissi, que era quien había hecho tal aseveración, y que apenas tuvo tiempo de esquivarlo.
—¡Tú te cagarías de miedo! —sentenció—. Yo regresaré a mi casa en uno de esos aviones.
La señorita Margaret advirtió que un nudo se le afianzaba en la garganta al comprender hasta qué punto algunos de los chicos echaban de menos su hogar, pese a que otros diesen claras muestras de estarse adaptando con notable rapidez al nuevo tipo de vida que se desarrollaba a su alrededor.
Aquélla sería una dura lucha y lo sabía; la lucha entre un pasado de paz y seguridad, y un incierto futuro que nada bueno prometía.
Le vino a la mente la última vez que viera una avioneta como aquélla, hacía ya más de cuarenta años, y le sorprendió advertir hasta qué punto había borrado de su memoria un hecho semejante, y hasta qué punto se había habituado a una forma de vida que tan poco tenía en común a la que conociera siendo niña.
En cierto modo le tranquilizó caer en la cuenta de que al igual que ella había olvidado, también los niños acabarían por olvidar que un día vivieron en un perdido valle donde la existencia transcurrió sin miedos ni agobios hasta el día en que una estúpida guerra decidió poner fin a tanta dicha.
Contemplando el pequeño aparato inmóvil junto a un vetusto hangar de oxidadas planchas de hierro, la señorita Margaret llegó a la conclusión de que de ahora en adelante su principal misión estribaba en intentar adaptar a aquellas criaturas al nuevo tipo de existencia que les ofrecería el futuro, procurando ante todo que la difícil transición no resultara demasiado traumática.
Reanudaron la marcha, y más allá de Ndéle, que atravesaron discretamente, la pista de tierra ganó en anchura, convirtiéndose casi en una auténtica carretera digna de tal nombre, y cuando el sol caía a plomo sobre sus cabezas y el húmedo calor alcanzaba su punto máximo, hizo su aparición una minúscula iglesia de picudo techo y alto porche, lo que obligó a la señorita Margaret a dar un salto y rogar ansiosamente.
—¡Pare! ¡Pare un momento, por favor! —lanzó una suplicante mirada a Amín Idris es-Senussi, que la observaba con el ceño formando un severo arco por encima de las gafas—. Me gustaría rezar un momento.
—¡Pero si esa iglesia está abandonada! —protestó el libio desconcertado.
—¡No importa! —replicó ella poniéndose en pie—. ¡Hace demasiado tiempo que no piso una iglesia…!
—Aquí corremos peligro.
—Sólo serán cinco minutos.
—¡Qué extraños son los cristianos…! —no pudo evitar comentar el malhumorado Amín—. Únicamente se acuerdan de Dios cuando pasan por delante de su casa. —Agitó la cabeza, pero al fin hizo un gesto para que se apeara—. Los musulmanes lo tenemos presente a todas horas. ¡Cinco minutos!
La señorita Margaret ni siquiera se molestó en replicar, limitándose a recorrer a paso de carga el descuidado sendero que ascendía hasta una humilde capilla, que tenía en verdad todo el aspecto de encontrarse abandonada desde hacía muchos años, pero que aun así se le antojaba muy hermosa, pese a que las ramas de un frondoso castaño penetraban en su interior por una de las ventanas.
Faltaban algunas tablas del techo, lo que permitía que los verticales rayos del sol rompieran de tanto en tanto las penumbras iluminando las desconchadas paredes en las que se conservaban restos de primitivas pinturas de vírgenes y santos, y tras observarlo todo con especial recogimiento, se postró ante el diminuto altar del que no quedaba ya más que un grueso tablón cubierto de polvo.
No era desde luego aquélla una iglesia que se pareciese en absoluto a las que solía visitar de niña en compañía del reverendo Alex Mortimer, pero era al menos un lugar de recogimiento en el que se suponía que el Señor había morado dejando su impronta en cada hornacina de la pared y cada viga del techo.
Postrada de hinojos y con la cabeza gacha, suplicó una vez más ayuda, y así permaneció —aislada de cuanto no fueran sus plegarias— hasta que se escucharon unos apresurados pasos sobre la crujiente tablazón del porche, y casi al instante una indígena extremadamente delgada y que resoplaba como si acabara de correr un largo trayecto hizo su aparición atisbando hacia el interior con conmovedora ansiedad.
—¿Padre? —musitó—. ¿Es usted, padre?
Avanzó unos pasos, y cuando al fin sus ojos se acostumbraron a la penumbra y pudo distinguir a la señorita Margaret, a la que un rayo de luz alumbró en el momento en que se volvió a mirarla, la recién llegada pareció sufrir la mayor decepción de su vida, puesto que las piernas le flaquearon, y tuvo que buscar apoyo para no rodar por el suelo.
La señorita Margaret acudió en su ayuda tomándola del brazo para acompañarla hasta uno de los desvencijados bancos que aún se mantenían milagrosamente en pie, y tras el breve espacio de tiempo que necesitó para recuperar el habla, la pobre mujer balbuceó avergonzada:
—¡Perdone…! Al ver el autobús imaginé que el padre Gastón había vuelto.
—¡Entiendo! —admitió con una leve sonrisa la señorita Margaret—. ¿Hace mucho que se fue?
La negra la observó como si no entendiera su pregunta, se esforzó por hacer memoria, y por último asintió con extraña amargura.
—¡Mucho! —replicó—. ¡Mucho, desde luego! —Lanzó un hondo suspiro de resignación—. Recuerdo que acababa de bautizar a mi pequeña Aina, que ya me ha dado dos nietos.
—¿Y aún espera que regrese? —se asombró la otra.
—Prometió volver —fue la sencilla respuesta que parecía querer explicarlo todo—. Siempre decía que el buen pastor jamás abandona a su rebaño, y él era un buen pastor.
—Tal vez haya muerto —le hizo notar la señorita Margaret—. O tal vez le hayan impedido regresar.
—¿Y qué va a ser de nosotros si no vuelve? —se lamentó la esquelética mujer en un tono de ansiedad que resultaba en verdad patético—. Cuando era niña adorábamos a las bestias de la Selva, o a horrendos ídolos que se me antojaban malvados y crueles. —Giró la vista en torno, como si los maltrechos dibujos de las paredes fueran mudo testigo de sus aseveraciones—. Luego llegó el padre Gastón, levantó la capilla y nos enseñó a amar a Cristo, a la Virgen y a todos esos buenos santos que nos protegían de nuestros enemigos. —Se volvió a su interlocutora—. Fueron años felices —añadió nostálgica—. Yo venía cada mañana a rezar, fregar y limpiarle el polvo a las imágenes y siempre estaba contenta, pero un día el padre Gastón se fue, se llevó a Dios con él, y nos dejó huérfanos para siempre.
—A Dios no pudo llevárselo —puntualizó con infinita dulzura la señorita Margaret—. Dios está en todas partes.
—Eso decía él —admitió la nativa con sorprendente sequedad no exenta de un cierto rencor—. ¡Pero se lo llevó! Se llevó el Sagrario, el gran crucifijo y la imagen de la Virgen con una preciosa capa azul que habíamos bordado entre todas. —Abrió las manos mostrando cuanto le rodeaba—. Desde ese día, Dios ya nunca vivió aquí.
—Sigue estando aquí aunque no podamos verlo.
—¡No! —negó la otra convencida—. Ya no está aquí. Una mañana me encontré un ídolo de barro sobre el altar, y alguien había hecho sus necesidades ahí, en mitad del pasillo. ¿Cómo podría habitar el Señor en un lugar que ha sido profanado de ese modo? —quiso saber—. Tan sólo cuando el padre Gastón regrese y la purifiqué, ésta volverá a ser la Casa de Dios.
A la señorita Margaret le hubiera gustado poder quedarse a consolar a una desdichada criatura que parecía en verdad inconsolable, pero al poco la silueta de Menelik Kaleb hizo su aparición en la puerta para señalar nerviosamente:
—Ya han pasado los cinco minutos y Amín jura que se va con nosotros o sin nosotros.
—Está bien —admitió de mala gana la señorita Margaret—. Ya voy.
Se puso en pie, colocó amorosamente una mano sobre el hombro de la desolada mujer, que alzó los ojos para mirarla como si esperase de ella el milagro que llevaba tantos años esperando y señaló:
—Sólo existe un hogar del Señor que nunca nadie conseguirá profanar y del que tampoco nadie conseguirá expulsarlo por más que se lo proponga. —Se golpeó el pecho con el dedo—. Y ese hogar es nuestro corazón cuando realmente se ha asentado en él. Mantén tan limpio tu corazón como mantenías esta capilla, y Dios jamás te abandonará.
De nuevo en la polvorienta carretera y bajo un tórrido sol que recalentaba el metálico techo convirtiendo el mugriento vehículo en un hediondo horno ambulante, la señorita Margaret rememoró palabra por palabra cuanto la amargada mujeruca le dijera, y llegó a la conclusión de que tenía razón al quejarse por el hecho de que la hubieran sacado de la ignorancia mostrándole un nuevo y esperanzador camino, para que justo a mitad del viaje la abandonaran a su suerte.
No era justo, aunque debía admitir que ese caso no había sido, al fin y al cabo, más que un ejemplo puntual de cuanto había ocurrido en África en casi todos los aspectos, puesto que cabría asegurar que era aquél un continente en el que las cosas se habían quedado a medio hacer, y las que se habían concluido parecían siempre a punto de desmoronarse.
La mayoría de los europeos habían llegado a África con la lógica ambición de progresar; los políticos para ser más poderosos, los colonos más ricos, los científicos más sabios, y los misioneros más santos, pero a aquellas alturas habían regresado ya a sus lugares de origen tras haber sembrado en unas almas sencillas y hasta ese momento sin excesivas necesidades, una peligrosa semilla que propugnaba que lo único importante era ser siempre más rico, más sabio, más santo o más poderoso.
La ambición blanca se había apoderado del espíritu negro, pero le había despojado de las armas necesarias para alcanzar de un modo lógico sus metas, con lo que se había conseguido una vez más llevar el desconcierto y la desmoralización a quienes hasta ese momento habían tenido muy claras cuáles eran sus lógicas aspiraciones.
Aquella escuálida indígena no era por tanto más que uno de los incontables ejemplos de una forma de actuar que estaba conduciendo a millones y millones de seres humanos al más absoluto de los caos.
No hacía falta ser demasiado inteligente como para comprender que el tan deseado padre Gastón jamás regresaría, y que el sagrario, el crucifijo e incluso la hermosa imagen de la Virgen con su bordado manto azul, se quedarían para siempre en algún oscuro almacén de alguna pequeña ciudad europea hasta el día en que un avispado sacristán decidiera vendérselos al primer coleccionista de curiosidades que le ofreciera unos billetes.
Al fin y al cabo, ¿a quién le importaban las frustraciones y desesperanzas de un puñado de «salvajes» de una minúscula aldea perdida en mitad de la selva?
África había pasado al olvido hacía ya más de treinta años y allí debería seguir por los siglos de los siglos.