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Los motores rugieron y se alzó la cota de malla que arrastraba el segundo de los camiones, puesto que lo que ahora importaba no era tanto borrar huellas como poner la mayor cantidad posible de kilómetros entre ellos y la aldea del difunto gran jefe Teneré de triste memoria.

El pigmeo corría rítmicamente a unos cincuenta metros por delante de los vehículos a los que iba marcando el rumbo, y resultaba asombrosa la capacidad de resistencia de aquel personaje de apariencia enclenque, pero que daba continuas muestras de tener piernas de gacela y pulmones de elefante.

En una marcha casi frenética en comparación a la que habían llevado, atravesaron selvas y ríos trepando por escarpadas laderas y descendiendo a lo más profundo de los más agrestes barrancos, hasta que el desesperante traqueteo cesó cuando se vieron obligados a detenerse al borde de un alto farallón desde el que se dominaba una amplia llanura salpicada de campos de cultivo, y en la que se distinguían al menos cuatro aldeas entrelazadas entre sí por una larga carretera de tierra apisonada que se perdía de vista en la distancia.

—Ésa era la pista que va de Ndéle a Tirongoulou, y aquella línea que se adivina al norte, el río Vakaga —señaló No sabiendo bien de lo que hablaba—. Si bajáramos ahí, nos localizarían en cuestión de horas.

—¿Y qué otra alternativa nos queda? —quiso saber Amín Idris es-Senussi.

—Ocultarnos unos días dejando que los ánimos se tranquilicen para poder seguir por la ruta de siempre, o dirigirnos al río Gounda, que está al oeste, para alcanzar la frontera en balsa.

—El Gounda lleva muy poca agua en esta época del año —intervino M’Soc, que se encontraba sentado en el techo del camión delantero—. Y será el punto que más vigilen.

El libio lanzó un seco reniego al tiempo que le daba una patada a un neumático, con lo cual no consiguió más que hacerse daño sin descargar su frustración.

—Todo por culpa de esos jodidos niños —exclamó apuntando con el dedo al griego—. ¡Te lo advertí! —añadió furibundo—. No se puede viajar con un millón de dólares en «trofeos», y cargar al mismo tiempo con una docena de mocosos. Lo primero que tenemos que hacer es librarnos de ellos.

—¿Cómo?

—Dejándolos aquí.

—¿Aquí? —se escandalizó Nik Kanakis ¿como van a salir de aquí?

—En autobús.

—¿En autobús? —repitió el asombrado calvo. ¿Y cómo?

—¡En autobús! —insistió tercamente el libio, al tiempo que señalaba una desvencijada y multicolor camioneta que cruzaba a lo lejos, tan repleta de bultos y pasajeros que desde donde se encontraban parecía un milagro que pudiese avanzar siquiera un metro—. Será lo mejor para todos —le hizo notar a su socio—. Cumplimos al sacarlos del pantanal, pero a partir de aquí constituimos un peligro para ellos, y ellos para nosotros. Les daremos algún dinero y que sigan su camino.

El griego meditó tan sólo unos instantes, pareció comprender que aquélla era con toda evidencia la solución más lógica y asintió al tiempo que se encaminaba al segundo de los camiones.

—De acuerdo —dijo—. Los dejaremos aquí.

Cuando llegó a donde se encontraba la señorita Margaret sonrió en un evidente esfuerzo por mostrarse alegre, aunque podría asegurarse que no lo estaba en absoluto.

—¡Fin del trayecto! —exclamó.

—¿Hemos llegado a Chad? —se sorprendió Zeudí.

—No, pequeña —admitió el otro de inmediato—. Chad aún queda lejos, pero las cosas se están poniendo feas y debemos separarnos.

—¿Y cómo llegaremos a Chad? —quiso saber el práctico Menelik Kaleb.

—En autobús… —le guiño un ojo—. Os prestaremos dinero y ya nos lo devolveréis cuando seáis ricos.

—¿No tendremos problemas al cruzar la frontera? —quiso saber la señorita Margaret—. No tenemos documentos.

—Por aquí todo el mundo anda indocumentado —le tranquilizó el otro—. Les bastará con tomar un bus que vaya a Ndéle; desde allí seguir en otro hacia el oeste y llegarán a la frontera. —Abrió las manos con lo que parecía querer indicar que se trataba.

—¿Así de fácil?

—Así de fácil.

—¿Y si es tan fácil por qué no lo intentan también ustedes? —inquirió con intención la señorita Margaret.

Nik el griego la observó de arriba abajo y se diría que en cierto modo parecía ofendido.

—¿Nosotros? —inquirió—. ¿Pretende que una partida de cazadores furtivos perseguidos por la justicia viajen en autobús?

—¿Y por qué no? —fue la tranquila respuesta—. Pasarían mucho más desapercibidos que en unos gigantescos camiones que van proclamando a gritos lo que son.

—¡Razón tiene! —comentó un tanto burlón Ajím Bikila—. Estos camiones apestan a furtivo.

El calvo, que se rascaba pensativo la descuidada barba, acabó por hacer un gesto hacia el montón de trofeos.

—¿Y qué haríamos con la mercancía? —quiso saber—. ¿Cargarla en una camioneta como si se tratara de cestos de naranjas?

—¿Por qué no?

—¿Cómo que «por qué no»…? —se indignó el griego—. ¿Es que me está tomando el pelo?

—¿Qué pelo? —rió ella—. ¿Y por qué no? —insistió—. Naturalmente que resultaría absurdo subir toda esa mercancía a un autobús público —admitió—. Llamaría demasiado la atención —hizo un cómico gesto de complicidad agitando la mano—. Pero si se tratara de un autobús privado, la cosa cambiaría.

—No hay problema… Se diría que Nik Kanakis se acababa de caer de una alta ceiba, o que la luz se abría paso lentamente a través de su brillante calva, porque muy poco a poco comenzó a agitar de arriba abajo la cabeza en un gesto de asentimiento que iba ganando en intensidad a medida que sopesaba el proyecto.

—Capto la intención —musitó por lo bajo—. Compramos un autobús y viajamos por carretera mientras buscan dos enormes camiones en la selva. —Le dirigió una curiosa mirada de soslayo—. Es usted muy astuta —admitió—. Puñeteramente astuta.

—No es que yo sea astuta —fue la burlona respuesta—. Es que ustedes son bastante torpes. En el fondo se trata de una idea muy simple.

—Pero hay que tenerla —admitió el otro—. Y a mí nunca se me hubiera ocurrido… —Alzó la mano como pidiendo un poco de paciencia—. Voy a consultarlo con Amín —señaló—. Enseguida vuelvo.

Al igual que a él le había ocurrido, en un principio el libio se escandalizó ante la posibilidad de hacer el resto del viaje en una vulgar camioneta pintada de colorines, pero tras una corta reflexión concluyó por aceptar que tal vez fuera la forma más practica de alcanzar la frontera sin llamar la atención.

—Enviaremos los camiones hacia el norte con todo lo de más peso y menos valor —dijo—. Se dejarán ver durante un par de días y luego se esconderán de forma que dentro de unos meses podamos recuperarlos. Es una magnífica solución —reconoció—. Se lanzarán tras los camiones, y no se les pasará por la cabeza que viajamos en dirección opuesta.

M’Soc, que sabía conducir, estaba considerado el más inteligente de los indígenas y conocía perfectamente la región, fue el encargado de descender a los poblados de la llanura para conseguir cuanto antes un autobús lo más destartalado posible.

—No importa que sea comprado, alquilado o robado —puntualizó el libio entregándole un grueso fajo de billetes—. Lo único que importa es que, al verlo, nadie tenga la más mínima tentación de subirse en él.

—Una cafetera con ruedas, pero que no se pare —afinó aún más el griego—. Sobre todo, que no se pare.

Se aproximó al borde del farallón y, armado de unos enormes prismáticos, estudió la llanura. Al fin señaló un compacto bosquecillo de eucaliptos que se alzaba a unos seiscientos metros de la base del acantilado y al borde de la carretera.

—Nos reuniremos allí —dijo—. ¡Suerte!

El chadiano buscó un senderillo por el que alcanzar la llanura y se alejó ágilmente, mientras Nik Kanakis ordenaba que se descargaran de inmediato lo más valioso para que los camiones pudieran partir rumbo al norte.

Mientras el resto de su gente se aplicaba a una tarea a la que contribuían de buena gana los niños, Amín Idris es-Senussi se aproximó a la señorita Margaret que se había acomodado bajo un árbol a contemplar el atardecer sobre la llanura, para comentar en un tono de respeto inusual en él:

—Le agradezco la ayuda que nos ha prestado con su idea —señaló—. Y le pido disculpas si en alguna ocasión me he mostrado demasiado brusco.

—Nunca me ha parecido «demasiado» brusco —admitió ella—. Y lo cierto es que, para la deleznable profesión que ejercen, se están comportando de un modo exquisito. —Sonrió con dulzura—. Y no tiene por qué agradecerme nada. Nos sacaron de aquel infierno, e incluso arriesgaron su vida por vengar a la pequeña Belkiss. Ha llegado el momento de devolverles el favor, puesto que no creo que un autobús cargado de niños levante sospechas.

—Puede ser peligroso —le hizo notar el libio.

—Todo es peligroso desde que los soldados aparecieron flotando en el río. —La maestra hizo un gesto hacia los vehículos—. He estado escuchando la radio. En Ruanda se están aniquilando y en Somalia tuvieron que desembarcar los Cascos Azules para interponerse entre los Señores de la Guerra. —Lanzó un corto suspiro de resignación—. Todos agonizamos con África, y hasta que no se le imponga un embargo de armas que impida que la gente siga matándose, jamás podremos aspirar a un lugar seguro.

—Pero aun así, seguiré buscando.

—Sé que lo encontrará —sentenció el libio en tono admirativo—. Es usted la mujer con más cojones que he conocido y me juego la cabeza a que sabrá llevar a los niños a lugar seguro.

—¡Dios le oiga!

Los camiones regresaron, siempre con el escurridizo Lamberederede por delante, en busca de un nuevo sendero que les condujera hacia el norte, y con las últimas sombras de la tarde se distribuyó la carga para encarar el peligroso sendero que descendía hasta el bosquecillo de eucaliptos.

Fue una marcha lenta y peligrosa a la que el griego impuso un ritmo deliberadamente pausado, pues tenía plena conciencia de que lo que les sobraba era tiempo, y más valía no dar un solo paso sin tener la absoluta seguridad de que no iban a precipitarse al vacío.

—Cuando estemos abajo descansaremos —dijo—. Ahora lo que importa es llegar de una pieza.

Tan sólo se perdió un colmillo que rodó hasta el fondo de la alta pared de piedra cuando Dacia dio un peligroso traspié en el que uno de los furtivos se vio obligado a aferrarla por el cuello para que no se fuera en pos de su carga, pero salvo por ese pequeño incidente el corto viaje no tuvo historia, de tal forma que poco antes del amanecer ya se encontraban ocultos entre los árboles.

Pasado el mediodía apareció el autobús, y no podía negarse que M’Soc había cumplido al pie de la letra las instrucciones de sus jefes, puesto que se trataba del vehículo más mugriento e impresentable que hubiera circulado jamás por las carreteras africanas, lo cual era ya decir mucho.

Se caía a pedazos, tosía como un tísico en estado agónico, dejaba a sus espaldas una negra columna de humo maloliente, y se encontraba ocupado por una docena de cabras e incontables gallinas, puesto que el chadiano mantenía la curiosa teoría de que una camioneta de pasajeros que atravesase la República Centroafricana sin cabras ni gallinas, llamaría tanto la atención como si transportara una banda de música en el techo.

Se hizo necesario despojarla en primer lugar de casi la mitad de los asientos para que los fardos de pieles y los colmillos de elefante pudieran cargarse en su interior, por lo que les sorprendió de nuevo la oscuridad antes de encontrarse en disposición de partir.

En el fondo de su alma, la señorita Margaret agradeció un retraso que les permitía pasar una noche más en el tranquilo bosquecillo, puesto que la mayoría de los niños tenían aspecto de encontrarse profundamente agotados, e incluso sospechaba que la salud de algunos de ellos comenzaba a resentirse tras tantos días de tensiones y fatigas.

El recuerdo del pobre Askia abandonado sobre un islote de nenúfares le perseguía hasta en sueños, por lo que su máxima preocupación se centraba en la necesidad de que los más pequeños se alimentaran y descansaran en lo posible, con vistas a los difíciles tiempos que sin lugar a dudas estaban por llegar.

Demasiado a menudo se sorprendía a sí misma estudiando uno por uno a los que habían sido desde siempre sus alumnos, amargándose ante la innegable realidad de que poco o nada tenía que ver aquella mugrienta tropa de sarnosos desharrapados con la alegre pandilla que acudía cada mañana al primer repique de la campana, y nada tenían que ver sus risas de antaño con la amarga desilusión que en aquellos momentos se advertía en sus expresiones.

De escaso consuelo le servía admitir que lo que en realidad estaba ocurriendo era el simple hecho de que unos niños a los que antaño habría que considerar como «privilegiados» se estaban limitando a ponerse al nivel del resto de la infancia circundante, puesto que la inmensa mayoría de los niños africanos se parecían más a los sufridos vagabundos que buscaban un lugar de acogida, que a aquellos otros que se bañaban felices en el río.

Las estadísticas aseguraban que a pesar de no ser más que uno de cada diez niños del mundo, a la hora de la verdad dos de cada tres niños que morían de hambre en ese mundo eran africanos y eso era algo que no debía olvidarse fácilmente.

El continente negro detentaba en aquellos momentos la tasa de población más joven del planeta, ya que casi la mitad de sus más de seiscientos millones de habitantes tenían menos de dieciséis años, pero de todos ellos casi cuarenta millones se encontraban malnutridos y al borde de la tumba, mientras que otros cincuenta millones padecían serios problemas de retraso en el crecimiento por falta de alimentos.

Frente a una Europa envejecida, en la que la infancia se estaba convirtiendo en un bien inasequible, África tendría que estar considerada como el auténtico futuro, pero paradójicamente el desarrollo de los acontecimientos demostraba que se había transformado en un lugar sin el más mínimo futuro.

En menos de dos siglos los colonizadores la habían esquilmado entrando a saco en sus incontables riquezas para dejarle a cambio sus infinitas miserias, y a partir de los años sesenta, en cuanto los gritos de protesta ante tamaña depredación comenzaron a teñirse de sangre, se limitaron a emprender una vergonzosa huida sin preocuparse por reparar en lo más mínimo el mal que habían causado.

Trataron a los africanos como a menores de edad, preocupándose ante todo por impedir su educación, y los abandonaron luego como a niños en un tétrico bosque del que ya se habían llevado todo cuanto podía servirles de alimento.

Unos seres que hasta muy poco tiempo atrás tan sólo utilizaban arcos y flechas que ellos mismos fabricaban, se veían ahora obligados a gastar —porque así se los habían enseñado los blancos— más del sesenta por ciento de todas sus riquezas en un sofisticado armamento llegado del exterior, y que tan sólo les servía para aniquilarse los unos a los otros por culpa de absurdas ideologías políticas también llegadas del exterior.

Cuando el doctor Livingstone se internó por primera vez en el río Congo, debió de tropezarse con infinidad de hombres libres, aunque probablemente no se topara con un solo fascista o comunista, mientras que en aquellos momentos la región rebosaba de comunistas y fascistas, pero cada día escaseaban más los auténticos hombres libres.

Cuando los primeros misioneros comenzaron a predicar el amor a Dios, a ningún nativo le preocupaba gran cosa que su dios fuera mejor o peor que el del vecino, pero a finales del siglo XX, raro era el día que un judío no disparara contra un musulmán, un musulmán contra un cristiano, o un cristiano contra un judío.

Sentada a la sombra de los eucaliptos, la cada vez más desasosegada la señorita Margaret observaba a sus maltrechos alumnos al tiempo que hacía un sobrehumano esfuerzo por alejar de su mente los negros presagios que cada vez con más frecuencia pretendían agobiarla.

Aunque cuando lo analizaba fríamente se le antojaba absurdo, una discordante voz interior parecía estar gritándole a todas horas que lo peor aún estaba por llegar.