Durante dos largos y fatigosos días avanzaron a paso de tortuga por olvidadas pistas forestales que subían y bajaban en un interminable cúmulo de pequeñas depresiones, hasta que al fin alcanzaron un punto en el que el sendero se veía obligado a atravesar el centro de una aldea de unas doscientas cabañas de paredes de barro y techo de paja.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —quiso saber de inmediato la señorita Margaret al comprender que no existía forma alguna de eludir aquel paso.
—Llegar a un acuerdo con el gran jefe Teneré —fue la rápida respuesta de M’Soc—. Es primo lejano de No, y vendería a su padre por una buena piel de leopardo.
El gran jefe Teneré les recibió rodeado de toda la parafernalia propia de su alto cargo, y aunque resultó evidente que si se lo proponía el grupo de furtivos arrasaría el indefenso villorrio en un abrir y cerrar de ojos, tanto el griego como Amín Idris es-Senussi se mostraron humildes y casi serviles con un fantoche adornado de plumas y collares que más parecía sacado de un grabado del África de cien años atrás, que del África de finales del siglo XX.
—Siempre ha sido un payaso —murmuró muy por lo bajo M’Soc mientras no dialogaba con su primo en el complejísimo dialecto zarguino bajo la atenta mirada de Nik Kanakis y el libio—. Un payaso y un cerdo, pero si enviase a uno de sus hombres al puesto militar de Voulou nos jodería vivos. Al norte existe un parque natural con una gran reserva de caza, y ahí suele haber mucha gente bien armada que no simpatiza con los furtivos.
—¿Cree que aceptará el trato? —intervino con voz trémula el jovencísimo Mario Grissi, a quien al parecer imponía un enorme respeto el severo rostro cubierto de cicatrices del gran jefe Teneré.
—Hasta ahora siempre lo ha aceptado —replicó el otro con naturalidad—. Le encanta que le supliquen, haciéndole creer que es muy importante, pero al final todo es cuestión de regatear el precio.
—¿Aún falta mucho para llegar a Chad?
—Bastante, hijo —admitió el otro con manifiesto pesar—. Por desgracia aún falta bastante.
Trepados en la parte alta del segundo de los camiones, la mayoría de los niños observaban con curiosidad la bufonesca ceremonia que se llevaba a cabo a la sombra de una gigantesca higuera cuyas ramas se extendían hasta rozar los techos de cuantas cabañas rodeaban una ancha plaza que aparecía materialmente tapizada de hombres, mujeres y niños que observaban a su vez a los forasteros, ya que aquél debía ser el acontecimiento más importante que tenía lugar en la aldea a todo lo largo del año.
Los hombres aparecían acuclillados fumando en silencio largas cachimbas de barro, mientras las mujeres se entretenían en despiojar a los niños, con un ojo en las liendres y otro en los preciados tesoros que se amontonaban en los vehículos.
Por fin el pomposo cacique se puso en pie, avanzó hasta el primero de los camiones y ordenó a dos de sus hombres que desplazasen la carga para poder hacerse una idea de su contenido.
O no tenía la más mínima prisa, o le complacía regodearse en aquél, su gran momento de gloria, puesto que dedicó más de media hora a la inspección, para desplazarse luego con estudiada magnificencia al segundo de los camiones, del que M’Soc había obligado a descender a los niños.
La ceremonia se repitió por segunda vez con idéntica prosopopeya y parsimonia, pero ante la sorpresa de todos los presentes, al concluir su examen el gran jefe Teneré se limitó a alzar el brazo para señalar a la «Reina Belkiss», que estaba sentada en el estribo del vehículo.
—Ella —dijo.
Se hizo un tenso silencio en el que por un momento nadie supo cómo reaccionar.
La «Reina Belkiss» seguía siendo una niña sin apenas formas de mujer, y tan sólo la extrema perfección de sus facciones, sus enormes ojos verdes, y su felina manera de moverse permitían hacerse una idea de la clase de belleza que probablemente llegaría a tener en un futuro que aún parecía harto lejano.
Que un hombre de más de cincuenta años y con veinticinco esposas a su disposición hubiese puesto los ojos en ella, prefiriéndola a un sinfín de riquezas y hablaba mucho en favor de sus gustos en cuanto al sexo débil se refería, pero situaba de inmediato el inevitable regateo en los límites del absurdo.
—Hazle comprender a ese cretino que la chica no está en venta —le indicó de inmediato el griego a No—. Me tacharán de muchas cosas, pero jamás permitiré que me acusen de traficante de esclavos.
El zarguino tradujo nerviosamente las indicaciones de su jefe, pero su emplumado primo se limitó a sonreír por primera vez mostrando dos pequeños diamantes que llevaba incrustados en sus colmillos de arriba e insistió en su idioma:
—No me la vende. Me la ofrece como esposa.
—No tengo prisa.
Estaba claro que aquel mastuerzo no tenía la más mínima prisa puesto que, mientras regresaba a tomar asiento bajo la higuera, pareció dar por zanjada la negociación, seguro de que los hombres y mujeres que se acuclillaban en torno a los camiones impedirían que éstos iniciaran la marcha sin haber pagado el inusual peaje que acababa de exigir.
La señorita Margaret acudió en el acto a tomar parte en las deliberaciones de los furtivos que parecían, por primera vez desde que los conocieran, absolutamente desconcertados.
—Supongo que ni por lo más remoto se les ocurrirá tomar en serio las pretensiones de ese hijo de puta… —señaló en un tono desconocido en ella—. Antes tendrían que pasar por encima de mi cadáver.
—Cuando a ese «hijo de puta» se le mete algo en la cabeza, es más terco que un rinoceronte —fue la firme respuesta del griego—. Pero descuide. Esta vez no pienso permitir que se salga con la suya.
—Te advertí que nos traerían problemas —le hizo notar agriamente Amín Idris es-Senussi—. «Quien con niños se acuesta, cagado se levanta».
—Pues con esa niña no se va a acostar ese cerdo —puntualizó el otro lanzando un sonoro escupitajo—. Y como se ponga tonto le dejo seco de un tiro en los morros haciendo que se trague sus malditos diamantes.
—Si le matas habrá mucho jaleo —intervino de inmediato No—. La mayoría del pueblo le odia, pero una ofensa semejante.
—¿Y que otra cosa podemos hacer?
—Negociar.
Pero tal como aventurara el griego, negociar con el gran jefe Teneré era como tratar de enseñar a volar a un hipopótamo, puesto que, sentado en su tosco «trono» de ébano, se mostraba ajeno a todo cuanto no fuera espiar hasta el más mínimo gesto de la preciosa criatura que parecía haberle trastornado.
—Ese tarado no esperará a que se haga mujer —sentenció Nik Kanakis escupiendo de nuevo con una extraña habilidad que le permitía acertarle a una hoja a tres metros de distancia—. No esperará ni una noche.
—Pues si no le mata usted, le mataré yo —sentenció la señorita Margaret con sorprendente calma—. No pienso permitir que le ponga la mano encima a la «Reina».
Caía la tarde, la oscuridad se aproximaba velozmente, y la sola idea de pasar la noche rodeados de hombres que parecían estatuas humeantes, e impasibles mujeres que no cejaban en su tarea de despiojar cabezas, empezó a poner nerviosos a unos furtivos acostumbrados a enfrentarse a toda clase de peligros, pero a los que la insólita situación parecía desbordar.
—No me gusta esto —masculló un malhumorado M’Soc que había cambiado de actitud en cuestión de minutos—. No me gusta nada. Aprecio a No, pero sus parientes tienen muy mala fama. Va a ser una noche muy, muy larga.
—Más larga sería para la niña —fue la respuesta—. ¡Maldito pervertido! Si se pone pesado le corto los huevos.
—¡Ni señora, ni leches! Si ese cerdo imagina que he atravesado media África y he conseguido salir con vida del Sudd para que abuse de mi Belkiss está muy equivocado. No sabe con quién se la está jugando.
Lo supiera o no, lo que resultaba evidente era el hecho de que el gran jefe Teneré parecía haber pronunciado su última palabra, y podría asegurarse que lo que ahora estaba en juego no era ya tanto su ansia de poseer a la inquietante adolescente, como su propia credibilidad a los ojos de sus «súbditos».
Llegado al punto al que había llegado, el libidinoso cacique debía haber caído en la cuenta de que más que la necesidad de una nueva esposa, era el concepto de su indiscutible autoridad lo que había puesto estúpidamente en juego, por lo que ahora se veía obligado a mantenerse firme en su decisión si pretendía continuar conservando el respeto de los hombres y mujeres que asistían al desarrollo de los acontecimientos.
—¡Escucha! —le espetó de improviso el calvo en un francés que sorprendía por su impecable acento, pero que destilaba una mal contenida ira—. Sé que fuiste sargento en Francia, y que por lo tanto me entiendes aunque finjas que no es así. Lo que estás exigiendo es ilegal.
El otro se limitó a mirarle como si se tratara de una simple cabra, para volverse a su primo, que se apresuró a traducir sus palabras casi carcajeando.
—El gran jefe Teneré rompió con los franceses hace ya mucho tiempo —balbuceó—. Y desde ese día nosotros, comprometerse con una niña no es delito aunque acabe de nacer. —Se encogió de hombros con gesto fatalista—. ¡Son costumbres!
—¡No las nuestras!
—¡Pero estamos en mi país!
—¡Me importa un carajo! —replicó el furibundo griego.
—Así no llegaremos a ninguna parte —le hizo notar No armándose de paciencia—. Mi primo advierte que aquí el delito no es casarse con niñas, sino traficar con cuernos de rinoceronte, de modo que somos nosotros los delincuentes y no él —apuntó con un claro tono fatalista—. Y lo malo es que tiene razón.
Oscurecía, y tras hacer un imperativo gesto a sus súbditos para que se quedaran donde estaban, el gran jefe Teneré se retiró a la enorme cabaña que dominaba la aldea desde un cercano otero, únicamente sus mujeres y dos de sus más fieles consejeros le siguieron.
—¿Y ahora…?
Amín Idris es-Senussi se volvió hacia la señorita Margaret que era quien había hecho la pregunta para replicar con hosquedad:
—Ahora recemos para que no nos pasen a cuchillo y se queden con la niña, las pieles y los camiones. —Le lanzó una dura mirada por encima de sus oscuras gafas—. ¿No le parece que más de veinte vidas son un precio excesivo por una virginidad que cualquier día se perderá tontamente?
—¡Pero ustedes tienen armas!
—De poco van a servir si nos atacan aprovechando la oscuridad.
—¿Les cree capaces?
—Poco importa lo que yo crea, señora —masculló el otro—. Lo que importa es lo que se le antoje a ese malnacido. Por mi parte, jamás he conseguido averiguar qué demonios pasa por la cabeza de un zarguino.
La señorita Margaret no supo qué responder, de modo que se limitó a ir a tomar asiento junto a una asustada chiquilla que parecía no entender aún que se había convertido en la única razón por la que la vida de tantas personas corría un innegable peligro.
—¡Yo no he hecho nada…! —fue lo primero que dijo, tal vez imaginando que iba a reñirle como cuando alborotaba en clase.
—¡Lo sé, pequeña! Lo sé —se apresuró a tranquilizarla su maestra de toda la vida acariciándole amorosamente el cabello—. Tú no tienes la culpa de ser como eres, ni de que los hombres sean como son. —Chasqueó la lengua como si por primera vez se enfrentaran juntas a un problema irresoluble—. No tienes la culpa, pero me temo que deberás hacerte a la idea de que estas cosas te ocurrirán a menudo. Aún sigues siendo una niña, pero debo admitir que tienes algo que perturba.
—¿Y qué es?
—No lo sé exactamente. Yo no entiendo mucho de eso.
—¿Y cómo podría perderlo?
—Con los años, preciosa —rió divertida la señorita Margaret—. Eso sí que puedo asegurártelo: sea lo que sea, lo perderás con los años.
—¿Cuántos?
—No tengo ni idea.
—Pues ojalá sea pronto, porque no me gusta que me llamen «Reina Belkiss», ni que me ocurran estas cosas. ¿Sabía que en realidad me llamo Clementine?
—Sí. Lo sabía. Lo pone en tu ficha.
—¿Y por qué nunca me llama así?
—Porque no te gustaba y de pequeña jamás respondías a ese nombre. —Le pasó muy suavemente la punta del dedo índice por el perfil de la nariz y los labios—. Ya entonces eras preciosa y te encantaba que te llamaran «Reina Belkiss». Y con «Reina Belkiss» te quedaste.
—Pero la gente cambia. Usted siempre lo dice.
—En efecto, lo digo —admitió la otra—. Pero lo cierto es que tú nunca has cambiado. Por el contrarío, cada día que pasa más pareces una auténtica reina.
Era noche cerrada, por lo que los furtivos encendieron hogueras para observar a su luz como, las gentes de la aldea continuaban exactamente en el mismo lugar, como si la orden de su jefe les hubiese petrificado definitivamente.
Tan sólo los niños se retiraron a sus chozas, mientras que por su parte, hombres y mujeres se turnaban de tal modo que desaparecían por un rato para regresar sigilosamente al mismo punto y permanecer impertérritos hasta el fin de los siglos si así se lo ordenaban.
El calor, sin un soplo de brisa, y el pesado silencio tuvieron la virtud de aumentar la casi insoportable tensión que se respiraba en el ambiente, y a nadie le hubiera extrañado que de improviso cualquiera de los furtivos que empuñaban sus armas con sudorosas manos decidiera disparar a bocajarro contra los expectantes zarguinos.
La señorita Margaret dejó a la «Reina Belkiss» recostada sobre el asiento del conductor del segundo camión y a continuación fue a acomodarse junto al griego, que le ofreció de inmediato una taza de fortísimo café sin azúcar.
—Los chicos tienen miedo —fue lo primero que dijo.
—¿Y usted? —quiso saber el calvo.
—También.
—Si le consuela le confesaré que todos lo tenemos, y que quizás el más asustado sea ese jodido cabrón, que ya se ha dado cuenta de que ha ido demasiado lejos.
—Es como echar un ridículo pulso en el que todos llevamos las de perder.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —masculló Kanakis—. Siempre he estado dispuesto a robar o matar si con ello obtenía algún beneficio, pero me rebelo contra la idea de permitir que un impotente a quien entre veinticinco mujeres no se la deben poner dura, tenga que recurrir a abusar de una niña.
La señorita Margaret señaló con un leve ademán de cabeza al libio que dormitaba recostado contra el parachoques del primero de los camiones.
—Amín no piensa lo mismo.
—Lo piensa, aunque intenta disimularlo. —Sonrió como un conejo mostrando sus gigantescos dientes—. Y de hecho me consta que le encantaría aprovechar la ocasión para cargarse a ese cabrón. Lo tiene metido entre ceja y ceja porque cada año nos cobra más por el peaje.
—¿Y no podríamos haber elegido otro camino?
—Éste es el más seguro —le hizo notar el calvo—. Frente a nosotros se alza la Gran Cadena de los Bongos, una serie de montañas en las que no resulta difícil ocultarse, pero de no pasar por aquí tendríamos que salir a campo abierto, y ahora, con «La Seca», levantaríamos una nube de polvo visible a diez kilómetros.
—Duro oficio el suyo, siempre en peligro. Medio año por culpa de las fieras y el otro medio por culpa de los hombres.
—Los he tenido más duros —señaló el griego—. Taxista en Nueva York, por ejemplo.
¿Y hasta cuándo piensa seguir así? Ya no es ningún niño.
—Hasta que el hombro aguante los culatazos del fusil. No quiero acabar como Jonathan Carter.
—¿Qué le pasó?
—Que mató tantos elefantes con un rifle de gran tamaño que un día descubrió que se le habían desencajado la mayoría de los huesos. Ahora anda en silla de ruedas, cuando era el mejor cazador de todo el continente.
—¡Qué cosas dice! —rió ella—. ¡Jamás consigo saber si está hablando en serio o mintiendo descaradamente!
—¿Mintiendo? —se escandalizó el calvo alargando la mano para agitar por el hombro al adormilado chadiano—. ¡M’Soc! —pidió—. Explícale a la señora qué le pasó a Jonathan Carter.
—Que se descoyuntó —gruñó el aludido.
—¿Cuántos elefantes había matado?
—Más de seiscientos.
—¿Con qué rifle?
—Un Holland & Holland Quinientos.
—¡Ahí lo tiene! —exclamó el griego—. Quien abusa de un Holland & Holland quinientos o un Marlincher Cuatrocientos Setenta y Cinco acaba «descuajeringado».
—Me está hablando en chino.
—Tan sólo pretendía distraería. Si lo prefiere puedo contarle lo que me ocurrió en las Seychelles cuando buceaba para el comandante Cousteau. No es muy divertido, pero al menos resulta refrescante.
—Prefiero irme a dormir.
—No es mala idea.
No resultaba empresa fácil pegar un ojo en semejantes circunstancias, por lo que la señorita Margaret apenas pudo hacer algo más que sumirse en una inquietante duermevela que en poco contribuyó a aliviar su honda fatiga y sus justificados temores.
El nuevo amanecer trajo consigo la más amarga de las sorpresas, puesto que la preciosa «Reina Belkiss» apareció degollada, con los inmensos ojos dilatados por el terror, y el cabello empapado en una sangre que aún no había tenido tiempo de coagularse.
Cuando la despertaron para comunicarle la noticia, la señorita Margaret dejó escapar un ronco gemido de angustia y sufrió un vahído del que tardó unos minutos en recuperarse.
Los niños lloraban; desde el mayor, Menelik Kaleb —que había jurado no volver a llorar bajo ninguna circunstancia—, al menor, el rebelde Ifat, del que se diría que ya nada le afectaba.
Todos parecían haber sufrido el peor de los golpes, puesto que, pese a su altivez y sus aires de ser llegada de otro planeta, la sin par «Reina Belkiss» había sido siempre una adorable criatura ante cuya presencia nadie podía permanecer indiferente.
Como si consideraran que con la desaparición de la niña el contencioso entre la aldea y los furtivos había quedado definitivamente zanjado, los hombres y mujeres desaparecieron uno tras otro de la plaza, que quedó al fin en poder de cerdos, cabras y gallinas, por lo que Amín —cuyo rostro semejaba una extraña mascara sobre el que destacaban más que nunca las enormes gafas oscuras—, indicó que la marcha se reanudara de inmediato.
A unos cinco kilómetros ordenó no obstante detenerse a los camiones en mitad de la selva para enterrar aquel hermoso cuerpo que tantas delicias prometía y tan poco le habían permitido dar de sí, y al finalizar la triste ceremonia fue M’Soc el primero en expresar lo que todos sentían.
—¡Jamás volveré a dormir en paz si esto se queda así! —dijo.
—La venganza no va a devolverle la vida —aventuró sin convicción la señorita Margaret—. Y la violencia tan sólo acarrea más violencia.
—¡Tonterías, señora! —explotó de inmediato el indignado Amín Idris es-Senussi, que hasta ese instante había hecho un considerable esfuerzo por mantener la calma—. Los burros sólo aprenden a golpes. —Se volvió al pigmeo—. Ve a echar un vistazo —ordenó secamente—. Les vamos a dar un buen escarmiento a esos hijos de puta.
Podría asegurarse que aquella era una orden que el diminuto Lamberederede estaba aguardando desde hacía horas, puesto que, sin tan siquiera darle tiempo a arrepentirse, se internó en la espesura para desaparecer en ella como si en verdad se lo hubiera tragado la tierra.
Al cabo de una hora la radio dejó escapar su agudo pitido y la ronca voz del enano anunció que en la aldea aprovechaban las horas más bochornosas del día para dormir.
Tan sólo la señorita Margaret y los niños permanecieron en esa ocasión junto a los camiones, puesto que la totalidad de los furtivos se apresuraron a tomar sus armas y emprender a buen paso el camino de regreso.
El sol ascendía muy lentamente hacia su cenit y el calor iba en aumento. El bosque se encontraba sumido en un silencio roto tan sólo por el monótono canto de las chicharras, y junto a la humilde tumba de una de las criaturas más perfectas que hubieran nacido nunca en África, sus amigos aguardaban conscientes de que la muerte se había adueñado una vez más de sus destinos.
—¿Siempre va a ser así? —quiso saber la cada día más estilizada Zeudí, que parecía haber olvidado por el momento su insaciable apetito—. ¿Vamos a ir desapareciendo uno tras otro hasta que no quede nadie? Primero la señorita Abiba, luego Askia; ahora la «Reina». ¿Quién será el próximo?
—Con tal de que uno se salve, los demás seguirán vivos para siempre —replicó en un extraño tono de voz Menelik Kaleb—. Encontraremos un lugar en el que vivir en paz y el mundo acabará por enterarse de cuanto nos ha ocurrido.
—¿Y a quién le importa? —quiso saber la muchacha en tono ácido—. Si no les importa lo que les ocurre a miles de niños en los campamentos de refugiados, menos les importará lo que le ocurra a un puñado de desgraciados como nosotros, ¿o no?
Había puesto el dedo en la llaga, visto que ninguna posibilidad existía de que alguien se dignase escuchar su historia, puesto que en el mundo había en la actualidad más de ochenta millones de niños desamparados, y ellos no eran por tanto sino una miserable gota de agua en semejante océano.
Doscientas cincuenta mil personas habían huido en un solo día de Ruanda hacia Tanzania en un desesperado intento por escapar de las matanzas entre hutus y tutsis, que se descuartizaban a machetazos, pero ni siquiera ese asunto —sin lugar a dudas el mayor éxodo en la historia de la humanidad— parecía importar a los países supuestamente civilizados.
África, el África mágica, exótica y exuberante que hizo soñar tiempo atrás a millones de espíritus inquietos, perecía ahora aplastada por el peso del hambre, el odio y el abandono, y por mucho que estuvieran padeciendo un puñado de mocosos escapados de la lejana Etiopía, nadie prestaría la menor atención a sus desgracias si se comparaban con los millones de desgracias que tenían lugar a todo lo largo y ancho del más hermoso de los continentes.
¿A quién le importa? Ésta era sin duda una pregunta clave a la hora de plantearse por qué estaban allí y cuál sería su futuro, y al fin fue Bruno Grissi quien, recostado como estaba contra el tronco de un árbol, replicó con desconcertante naturalidad:
—A mí me importa —dijo—. Y me seguirá importando aunque viva cien años. —Se movió para sacar del bolsillo la bola de metal que había desenroscado de la vieja cama de sus padre—. Aparte de mis hermanos —añadió—, esto es lo único que tengo, pero aquel día, ante las cenizas de mi casa jure que sobreviviría, que me haría escritor, y que algún día le contaría al mundo lo que le había ocurrido a los míos —sonrió con amargura—. Ahora tengo muchísimas más cosas que contar.
Todos recordaban con cuánta frecuencia la señorita Margaret acostumbraba a leer en voz alta los hermosos relatos que solía escribir Bruno Grissi, por lo que Menelik Kaleb acabó por extender la mano, apoderarse de la bola de metal y, tras sopesarla una y otra vez como si estuviera tratando de descubrir de qué estaba hecha en realidad, comentó:
—Te ayudaré a conseguirlo. Si ese tal Robinson Crusoe pasó a la historia porque alguien escribió un libro sobre él, también nosotros…
Le interrumpió el lejano estampido de un disparo, a éste siguió otro, y luego varios más en una rapidísima sucesión que duró tan sólo un par de minutos pero que inevitablemente les remontó a la horrenda mañana en que los soldados arrasaron su aldea.
Se pusieron en pie y prestaron atención, pero ni un solo rumor volvió a llegar de la selva, y tan sólo cuando treparon a lo alto de los camiones pudieron advertir que una espesa columna de humo se alzaba sobre las copas de los árboles más altos.
Una hora más tarde regresaron los «furtivos», que se dejaron caer, sudorosos y agotados, pero evidentemente satisfechos.
—¡Se acabó! —fue lo primero que dijo el griego, cuya calva aparecía ahora negra de hollín y con un sangrante arañazo que la atravesaba de parte a parte como el meridiano de un curioso globo terráqueo—. Ese hijo de puta no volverá a joder a nadie.
—¿Lo han matado? —musitó con timidez la señorita Margaret, aun a sabiendas de que era aquella una pregunta estúpida.
¡Señora…! —le reprendió el libio—. ¿A qué cree que hemos ido? ¿A tomar café?
—¿Y a cuántos más?
—A cuatro o cinco —fue la displicente respuesta—. Los que se pusieron tontos.
—¿Y el resto?
—En estos momentos deben de estar celebrando que les hayamos librado de un tirano. —Amín Idris es-Senussi golpeó con el codo al zarguino que se sentaba a su lado—. ¿Es cierto o no es cierto?
—Es muy probable —admitió el aludido—. Pero también es muy probable que a estas alturas ya hayan mandado a alguien al puesto militar, por lo que lo mejor que podemos hacer es largarnos cuanto antes.
—¿Hacia dónde? —quiso saber el libio.
—Eso tendremos que decidirlo más adelante —intervino M’Soc apoyando la tesis de su campanero de cacerías—. De momento lo que importa es alejarse del territorio de los zarguinos, o mañana mismo tendremos a medio ejército pisándonos los talones.