9

Llegaron en tres anchas embarcaciones de fondo muy plano, y eran cinco indígenas y un libio de blanco jaique y blanco turbante que se mostró profundamente contrariado al descubrir a una mujer y una pandilla de desharrapados chicuelos en un lugar en el que tan sólo esperaba encontrar a tres furtivos y un valioso montón de «trofeos» de caza.

—¿Y qué vamos a hacer con esos mocosos? —fue lo primero que quiso saber.

—Llevarlos a Chad —replicó con absoluta naturalidad el griego Nik Kanakis—. Como comprenderás, no podemos dejarlos aquí.

—¿Por qué?

—¡Amín…!

Amín Idris es-Senussi, que alardeaba de ser descendiente directo del primer y único rey de Libia enviado al exilio por el golpe de Estado del coronel Gadaffi, pasó un largo rato limpiándose las oscuras gafas de sol de las que no solía desprenderse ni aun de noche, para alzar al fin el rostro hacia su amigo y socio.

—No sería mala idea —musitó—. No mucho peor que obligarles a arrastrarse a través de la selva centroafricana —se colocó de nuevo las gafas—. ¿Les has explicado el peligro que corren viniendo con nosotros?

—No exactamente.

—Pues deberías hacerlo —sugirió, pero casi al instante pareció desentenderse del tema para pasar a concentrarse en el estudio de la ingente cantidad de «trofeos» que se amontonaban en la cabaña. —¡Buen trabajo! —reconoció con manifiesta satisfacción—. Aquí hay mucho dinero.

—¡Mucho…! —ratificó su socio con orgullo—. Y hace un par de días he visto un viejo macho con más de sesenta kilos de marfil en los colmillos. Tal vez mañana lo mate.

—¡Olvídalo! Mañana nos vamos.

El griego pareció molestarse.

—Shepard pagaría muy buen dinero por esos colmillos —aventuró, pero al fin pareció comprender que ya era tiempo de abandonar el cenagal—. ¡Está bien! —masculló—. Lo mataré el año que viene.

—El año que viene será el año que viene, si Alá así lo quiere —fue la respuesta—. Y tengo la impresión de que para entonces nuestro buen amigo Shepard tan sólo podrá colocarse los colmillos sobre la tumba. —Hizo un curioso gesto con el que parecía pretender abarcar cuanto veía—. Ahora lo que importa es llevarnos todo esto.

—Y a los niños…

—Y a los niños —aceptó de mala gana el libio—. Espero que no tengamos que arrepentirnos.

—Respondo por ellos.

El día siguiente lo emplearon en estibar la carga poniendo especial cuidado a la hora de distribuir el peso de los ocupantes, ya que al parecer tendrían que atravesar por zonas en la que los hipopótamos proliferaban en tal cantidad, que se corría el riesgo de que les hicieran zozobrar aun sin proponérselo.

—¡Tendréis que permanecer muy quietos! —advirtió Nik Kanakis inusualmente amenazador—. Al que nos ponga en peligro lo tiro al agua para que se lo coman los cocodrilos. ¿Está claro?

—Muy claro… —replicó con toda calma la señorita Margaret—. Aunque no entiendo a qué viene asustar a los niños. No son estúpidos.

—Ya sé que no lo son… —admitió el griego—. Pero a menudo los nervios juegan malas pasadas cuando los hipopótamos se aproximan demasiado. —Sonrió enseñando mucho los dientes de arriba como si se tratara de un caballo y añadió—: Recuerdo que cuando llegaron los primeros hidroaviones al lago Chad, eran tantos los hipopótamos que se asomaban a verlos, que los patines tropezaban contra ellos y el avión capotaba. —Rió ampliamente—. Teníamos que disparar contra ellos antes de que los aviones llegaran, pero a los pocos días los disparos ya no les asustaban. Luego les tirábamos bombas de mano despanzurrando a unos cuantos, pero los malditos continuaban asomando la cabeza, por lo que al fin las autoridades decidieron construir una pista de aterrizaje en tierra firme… Esos jodidos «hipos» son muy estúpidos —concluyó—. Y cabezotas.

Curiosamente, era el griego Nik Kanakis quien mejor se las ingeniaba a la hora de animar a los más pequeños, incitándoles a seguir luchando por irresolubles que se les antojaran los problemas, y casi siempre lo conseguía a base de relatar tan apasionantes y truculentas historias sobre lo que había sido su dramático pasado, que —de creerle— no cabía por menos que aceptar que había perecido en tres incendios, dos terremotos, media docena de naufragios y una innumerable cantidad de guerras civiles en las que ningún otro ser humano normal hubiera conseguido sobrevivir ni por asomo.

Era no obstante un hombre que mentía con tal lujo de detalles y tan fastuosa memoria, que cuando se le escuchaba no quedaba otro remedio que aceptar que tal cúmulo de disparatadas aventuras le habían ocurrido realmente, por más que al analizarlas con mayor detenimiento se llegara a la conclusión de que ni en mil años podría un ser humano vivir la mitad de semejantes hazañas.

Sin embargo, cuando se le veía moverse sigilosamente por el pantano, seguir las huellas de un leopardo, atrapar de un simple manotazo una enorme carpa o abatir de un tiro en la frente un antílope a más de trescientos metros de distancia, se llegaba a la conclusión de que pese a su agresiva calva y sus amarillentos dientes, que recordaban las teclas de un viejo plano, aquel tipo podía ser realmente capaz de saltar de un petrolero en llamas, volar un polvorín en Biafra, o fugarse de una cárcel egipcia a través de las cloacas.

—La vida de un auténtico hombre libre es muy difícil —aseguró una noche—. Y para conseguir soportarla tenéis que endurecemos desde ahora. —Recuperó el tono que solía emplear para sus fantásticas historias—. Recuerdo que cuando acababa de cumplir siete años un grupo de desertores turcos invadió mi pueblo. Mi padre estaba pescando, y mi madre, que era muy guapa…

Por ahí continuaba en un relato que dejaba boquiabiertos a los presentes —incluido el escéptico Amín Idris es-Senussi— y por más que siempre hubiera odiado las mentiras, la señorita Margaret agradecía en el fondo de su alma que aquel redomado embaucador fuese dueño de tan prodigiosas dotes de convicción, puesto que cada vez que concluía una de sus rocambolescas narraciones los chicos parecían abrigar el convencimiento de que cuanto ellos mismos habían padecido hasta el momento era cosa de risa comparado con la turbadora existencia del fantasioso griego.

—Usted se haría rico escribiendo novelas de aventuras —no pudo menos que confesarle la señorita Margaret una mañana en que tomaban café bajo la carpa—. Tiene una imaginación prodigiosa.

—No es imaginación, señora —fue la descarada respuesta—. Es la historia de mi vida… —Sonrió abiertamente—. Pero así como no me importa hablar sobre mi pasado, creo que sentiría un gran pudor a la hora de escribirlo. —Chasqueó la lengua fastidiado—. Además supongo que mucha gente no se lo creería.

—Si escribe como habla le creerán —puntualizó ella segura de sí misma—. Jamás conocí a nadie con tanto poder de convicción.

—La verdad se abre camino por sí sola —replicó el furtivo con absoluto desparpajo—. Es la mentira la que se ve obligada a buscar oscuros senderos por los que acaba extraviándose.

—Verdad o mentira, qué poco me importa —le hizo notar ella—. Le agradezco lo que me está ayudando con los chicos. Algunos me preocupan.

—Lo comprendo. A mí también me preocupan. ¿Qué piensa hacer con ellos? —quiso saber.

—De momento mantenerlos con vida, que ya es bastante —señaló la maestra consciente de la dificultad de su empeño—. Quizá, con mucha suerte, más adelante consiga que alguna asociación benéfica nos brinde asilo en Europa.

—Lo veo difícil —le hizo notar él con inocente naturalidad.

—Ya me lo han advertido —fue la respuesta—. Un médico del campamento de refugiados me aseguró que no creía que nos aceptaran en ninguna parte.

—No le sorprenda. Cuando hace ya casi treinta años llegué a África, habría poco más de un millón de refugiados. Ahora son siete millones, sin contar los quince millones de desplazados que no pueden volver a sus lugares de origen por motivos políticos, religiosos o de simple supervivencia. Todos sueñan con cruzar a Europa, pero en Europa ya no hay sitio para tanto hambriento porque también a ellos les sobran los hambrientos.

—¿Y qué futuro le espera a la humanidad si así andan las cosas? —quiso saber una desasosegada señorita Margaret.

¿Futuro? —se sorprendió el calvo—. Perdone que le diga, señora, que a mi entender «futuro» es un concepto demasiado femenino. Son las mujeres las que se pasan la vida preocupándose por el futuro. Tal como están las cosas, de lo único que hay que preocuparse es de seguir respirando.

—Me parece muy triste.

—Pero real.

—Sin embargo yo necesito aferrarme a la idea de que puedo conseguir un destino mejor para mis chicos —le hizo notar la maestra—. De lo contrario nunca me habría embarcado en esta aventura.

—Pues ya va siendo hora de que deje de soñar —puntualizó Kanakis—. Le aconsejo que a partir de hoy tan sólo se preocupe de mañana.

—Es usted un hombre extraño —admitió la señorita Margaret—. Y lo que no entiendo es que haya acabado de cazador furtivo en el último rincón de África.

—La cosa tiene una explicación muy simple, señora —comenzó el otro en el apasionante tono casi exclusivo de sus relatos—. Todo empezó cuando me cansé de ser mercenario y me salió mal un negocio que monté con un amigo que juraba haber encontrado una mina de diamantes en Benin. Por aquel entonces, yo…

Daba gusto escucharle, pero la señorita Margaret sabía que corría el riesgo de perder todo un día sentada bajo la carpa, al igual que los nativos solían perder horas de sueño a la luz de una hoguera, puesto que si había algo que en verdad amaran aquellos africanos que aún no tenían idea de lo que significaba un aparato de televisión, era el hecho de acomodarse en torno al fuego mientras en las tinieblas rugían los leones, para seguir boquiabiertos los relatos de algún buen «Contador de Historias» que acabara de llegar a la aldea.

La capacidad de retener la atención a través del simple empleo de la palabra, constituía un arte casi tan viejo como la especie humana, por lo que aún existían grandes extensiones del continente en las que los «Contadores de Historias» seguían siendo profundamente admirados, recibiéndoseles con grandes muestras de respeto dondequiera que llegasen.

Nik el griego habría sido sin lugar a dudas una estrella rutilante en el firmamento de los cuentistas transhumantes, y tal como él mismo aseguraba, en más de una ocasión había logrado sobrevivir a base de embobar a sus oyentes sin más ayuda que su prodigiosa palabrería.

No resultaba extraño por tanto que, a la hora de trepar a las embarcaciones, la mayoría de los niños pretendieran hacerlo a bordo de aquella que él ocupaba, convencidos como estaban de que de ese modo harían un viaje muchísimo más ameno y agradable.

Resultaba en cierto modo desconcertante que alguien que aseguraba haber matado a tanta gente —y de hecho probablemente casi la mitad de esas muertes eran ciertas— y que al propio tiempo no demostraba tener la más mínima compasión para con unos animales a los que abatía con impasible naturalidad, pudiera parecer no obstante tan «humano» en el trato, como si en lugar de con un furtivo ex mercenario se estuviera hablando con un misionero o un naturalista.

A todo lo largo del trayecto a través de ríos y lagunas, les fue explicando a los niños la vida y costumbres de la mayoría de los seres vivientes que encontraban en su camino, lo cual no era óbice para que de tanto en tanto sacara el rifle de la funda y le pegara a uno de ellos un tiro en la cabeza.

Al tercer día cesó no obstante por completo de disparar; poco más tarde se prohibieron incluso las conversaciones en voz alta, y no resultaba extraño que M’Soc trepase a menudo a lo alto de una palmera con el fin de otear los islotes vecinos cerciorándose de que no se advertía presencia humana alguna.

La tarde del cuarto día la pasaron ocultos en un cañaveral aguardando a que dos piraguas de pescadores que lanzaban sus redes en una pequeña laguna regresasen a lo que ya parecía ser definitivamente tierra firme, y esa misma noche atracaron cerca de un bosquecillo en el que se ocultaban dos enormes camiones, junto a los que montaba guardia un esmirriado hombrecillo de nombre tan largo —Lamberederede—, y estatura tan corta que no podía ocultar en forma alguna su origen pigmeo.

Toda la noche transcurrió en un agitado ir y venir para trasladar la carga de las piraguas a los camiones, y con el amanecer se sacaron las embarcaciones a tierra para ocultarlas en el mismo lugar que habían ocupado hasta ese momento los vehículos.

Por último, Amín Idris es-Senussi entregó al diminuto Lamberederede un moderno transmisor de radio, y al instante el pigmeo desapareció a buen paso por una estrecha pista forestal que muy pronto comenzaba a trepar hacia tierras altas.

Curiosamente, cuando al fin todo pareció dispuesto para la marcha, nadie demostró tener la más mínima prisa, puesto que la mayoría de los furtivos se dedicaron a jugar a las cartas a la sombra de los camiones.

—¿Qué ocurre ahora? —quiso saber la desconcertada señorita Margaret—. ¿Por qué no nos vamos?

—Porque hay que esperar la orden —señaló con naturalidad el griego.

—¿De quién?

—Del enano —fue la respuesta—. Tiene que avanzar por el interior del bosque, no lejos del camino, y cuando se cerciore de que no hay peligro nos avisará. —Indicó con un gesto de la cabeza los vehículos—. Con lo que llevamos ahí no nos podemos permitir el lujo de correr riesgos.

—Usted disfruta con esta clase de vida, ¿no es cierto?

—Naturalmente —rió el calvo—. Recuerdo que una vez intenté buscarme un empleo «normal», de vendedor de coches, y aprovechando que acababa de ganar el Gran Premio de…

—¡Alto ahí! —suplicó la señorita Margaret—. No empiece con sus historias que cuando empieza no hay modo de que acabe. Me he limitado a preguntarle si le gusta esta clase de vida y usted ha dicho que sí. Punto. Pasemos a otra cosa. ¿Qué ocurrirá si los soldados centroafricanos nos descubren?

—No lo harán.

—¿Y si lo hacen?

—Si son menos que nosotros, los mataremos. Si son más, nos matarán y se quedarán con la mercancía.

—¿Así de fácil?

—¿Qué quiere que le diga? África es así.

—Su África es así.

—Y la suya, señora —le rebatió el griego—. De lo contrario no estarían ustedes aquí. Si esos soldados nos matan, lo harán porque somos furtivos y llevamos un millón de dólares en «trofeos». —Abrió las manos como si aquélla se le antojara la explicación más lógica del mundo—. ¿Pero qué jodidas razones tenían los hijos de puta que arrasaron su aldea?

A la señorita Margaret le irritaba el lenguaje de un hombre que con frecuencia se mostraba injustificadamente soez, pero aun así le agradaba charlar con él, puesto que desde el lejano día en que murió su padre apenas había tenido ocasión de hablar de algo que no fuera las cosechas que tanto preocupaban a Tulio Grissi, o la educación de unos niños que en mucha menor proporción preocupaban a sus respectivos padres.

Dejando a un lado sus fantásticas historias, el calvo de los enormes dientes de caballo era sin lugar a dudas un curioso personaje interesante por su particular concepto del mundo y de sus gentes, por lo que a la ya madura maestra le ayudaba a olvidar las incontables preocupaciones que le rondaban por la mente.

Poco más de dos horas más tarde resonó un pitido metálico y casi de inmediato se escuchó con total nitidez la ronca voz del pigmeo indicando que se pusieran en marcha.

Llamaba la atención que los motores de unos camiones tan potentes no emitieran apenas ruido, lo que obligaba a sospechar que habían sido preparados para ello, ya que de igual modo sorprendía que el que marchaba en último lugar arrastrara tras sí una pesada malla de acero cuyo principal objetivo era borrar en lo posible las huellas de los neumáticos.

—De ese modo nadie podrá determinar con exactitud cuánto tiempo hace que hemos pasado —fue la explicación que dio M’Soc a la pregunta que le hizo Menelik Kaleb—. Ni siquiera Lamberederede, que es el mejor «pistero» que conozco, conseguiría precisar si son rodadas de hace una hora o tres días.

Tal vez debido a esa razón la marcha era tan lenta que cuando algún pasajero se cansaba de estar sentado se limitaba a saltar a tierra y continuar a pie, siempre delante de los vehículos para que de ese modo se borraran también sus propias huellas.

Siendo cosa sabida que en la soledad del bosque la voz humana se percibe a grandes distancias y podía darse el caso de que algún campesino, cuya presencia le hubiera pasado desapercibida al pigmeo, rondara por las proximidades, Amín impartió órdenes estrictas de que a partir de un cierto punto se guardará absoluto silencio.

—Hay que ser precavidos —dijo—. Por ley los delatores tienen derecho a un porcentaje sobre el botín que obtiene la policía —señaló—. Aunque la mayoría de las veces lo único que consiguen es un tiro en la nuca.

—Exagera.

—¿Que exagero? —se ofendió el libio al tiempo que negaba una y otra vez con la cabeza—. Tenga en cuenta que hasta no hace mucho aquí mandaba el emperador Bokassa; una bestia que se comía el corazón de sus enemigos. Los franceses consiguieron derrocarle, pero parte del ejército continúa fiel a sus métodos.

A medida que se iban aproximando a la auténtica frontera, que a decir verdad no era más que una imaginaria línea que atravesaba la selva, la tensión aumentaba, por lo que a nadie le pasó desapercibido el hecho de que, si bien a través de la radio el minúsculo Lamberederede enviaba cortos mensajes que invitaban a conservar la calma, la mayoría de los furtivos daba muestras de un notable nerviosismo.

—Si ocurriera algo escondeos en la selva —ordenó la señorita Margaret a los más pequeños—. Tiraos bajo un matorral y no os mováis de allí hasta que os llame.

La tensión no es por fortuna una emoción que consiga mantenerse demasiado tiempo asentada en la boca del estómago, y bastó con el hecho de que al pasar bajo un tupido árbol un pajarraco se cagara con singular puntería en la recta nariz de la «Reina Belkiss», para que estallara una sonora carcajada, lo que provocó que el resto del día transcurriera de un modo mucho más distendido.

Al atardecer abandonaron la sinuosa pista forestal para ocultarse entre unos zarzales, y tras cenar unas galletas y un poco de queso, se distribuyeron las guardias de tal forma que por lo menos hubiera siempre tres hombres armados alerta.

Estaba absolutamente prohibido fumar, y quien quisiera hacer sus necesidades se veía obligado a cavar un profundo hoyo en la tierra para cubrir después los excrementos.

—¿A qué vienen tantas precauciones? —quiso saber Bruno Grissi—. Una mierda no es más que una mierda.

—Te equivocas hijo —le hizo notar M’Soc—. Tu mierda me indica cuánto tiempo hace que está ahí, e incluso puede decirme qué es lo que comiste. Y si consigo averiguar lo que comiste, sabré si eres blanco o negro. Y si me apuras incluso de dónde provienes.

—¡Anda ya!

—Te lo digo en serio —susurró el otro en un tono de voz casi inaudible—. Cuando han comido maíz o cualquier otro grano duro, los blancos lo suelen echar entero porque apenas mastican. Y si te fijas en los «mojones» de los beduinos, advertirás que casi siempre son muy compactos y apenas huelen porque beben muy poca agua. Casi nunca tienen gusanos, pero sin embargo las cagadas de un negro de la selva están plagadas de ellos y apestan a diablos a cinco metros de distancia.

—Nunca se me hubiera ocurrido —admitió el asombrado pecoso.

—¡Pues así es! —insistió el chadiano—. Tan cierto como que los blancos se limpian el culo con una piedra, los negros con una hoja, y los beduinos con arena. Ese detalle te servirá para saber «quién puso la cagada». Y en ocasiones «poner la cagada» puede costarte la vida.