En contra de lo que imaginaron en un primer momento, pisar tierra no significó dejar atrás de forma definitiva los cenagales, sino tan sólo haber alcanzado la margen izquierda del Nilo Blanco, lo que constituía por definición geográfica el punto exacto en que nacía el auténtico Sudd.
Los innumerables y a menudo caudalosos ríos que descendían de las altas y boscosas tierras de Uganda, Congo y República Centroafricana acababan por empantanarse —al igual que el Nilo— en la gigantesca depresión sudanesa, donde suaves ondulaciones del terreno les impedían progresar, con lo que la mayoría morían conformando un auténtico mar interior que con el paso de los siglos había concluido por generar la mayor concentración de biomasa del planeta, dado que la desmesurada proliferación de vida vegetal y animal no admitía comparación ni aun con las regiones más fértiles de la Amazonia.
A lo largo y lo ancho de una superficie casi tan grande como Alemania, la verde alfombra formada por lirios acuáticos, «coles del Nilo» y helechos flotantes alcanzaba a menudo dos metros de espesor, lo que le permitía soportar el peso de un hipopótamo, mientras que en las «islas» que quedaban al descubierto durante el estiaje, los pastos crecían hasta la altura de un hombre, al tiempo que los árboles y las palmeras se proyectaban hacia el cielo con una fuerza y una vitalidad inigualables.
Por lógica, aquel intrincado y casi inaccesible paraíso vegetal se había ido convirtiendo con el paso de los siglos en uno de los últimos santuarios de especies animales que corrían peligro de extinción, razón por la que en el lejano Sudd sobrevivían en paz los últimos rinocerontes blancos en estado salvaje, y en el Sudd habían buscado de igual modo refugio gigantescos elefantes de enormes colmillos.
También era en el Sudd donde podían divisarse aún cocodrilos de más de cinco metros, pitones de seis, varanos de dos y miríadas de aves acuáticas, miles de antílopes, centenares de hipopótamos, decenas de leopardos y en realidad una explosión de vida tal que a la señorita Margaret y a la mayoría de los muchachos les costaba trabajo dar crédito a lo que estaban viendo.
Con la simple ayuda de uno de los rústicos arcos que preparara el dinka, cazaron un hermoso cob en menos de diez minutos, y era tal la cantidad de nidos que se desparramaban por los arbustos vecinos, que Zeudí sufrió un empacho a las tres horas de haber abandonado el pantanal.
Salvo por el agobiante calor, que iba en aumento a medida que la evaporación se hacía más y más densa, y las legiones de mosquitos, que atacaban con desatada furia en los atardeceres, aquel lugar bien podría considerarse el paraíso prometido, y daba una idea bastante aproximada de lo que debió de ser el mundo mucho antes de que el ser humano comenzara a destrozarlo.
—¡Quedémonos aquí! —pidió ese mismo día la pequeña Carla.
Era una propuesta que no dejaba de tener una cierta lógica al provenir de una criatura que había padecido lo indecible, por lo que la señorita Margaret llegó a plantearse tal posibilidad teniendo en cuenta que se trataba de un grupo de parias a los que no esperaba nadie en parte alguna.
La «Isla» —pues cabría considerar que el lugar al que habían llegado no era más que una isla rodeada de aguas poco profundas, aunque muy próxima a otras muchas islas semejantes—, ofrecía cuanto un millar de personas hubieran necesitado para sobrevivir sin agobios, y probablemente no hubiese resultado demasiado difícil que constituyeran el embrión de una colonia humana alejada de los agobiantes problemas del resto del continente.
—Seríamos Robinsones —señaló al fin la señorita Margaret sonriente—. Los Robinsones de África.
—¿Quiénes son esos «robinsones»? —quiso saber Ifat.
—Robinson Crusoe fue un hombre que vivió muchos años en una isla desierta —replicó sonriente su maestra—. Era muy habilidoso, por lo que consiguió organizarse una vida bastante cómoda. —Sonrió a los tiempos pasados—. Recuerdo que me regalaron el libro siendo muy pequeña y me apasionó.
—Cuéntenoslo —le rogó al instante la curiosa «Reina Belkiss».
—¿Ahora…? —se sorprendió.
—¿Por qué no?
—Es muy tarde.
—¡Por favor! —suplicaron varios niños al unísono.
Se encontraban reunidos en torno a la hoguera tras haber disfrutado de una pantagruélica cena a base de roja carne de cob y huevos asados, y aunque el espeso humo con que intentaban alejar a los mosquitos escocía los ojos y obligaba a toser, se sentían tan felices por haber llegado hasta allí, y tan satisfechos por seguir con vida, que la señorita Margaret decidió aceptar la invitación y hacer un somero relato de cuanto recordaba sobre las apasionantes aventuras del animoso náufrago de la isla de Juan Fernández.
Lógicamente, lo primero que se vio obligada a hacer fue explicar a unos niños que habían nacido en un perdido valle de Abisinia y no habían visto nada más que montañas y desiertos, lo que era el mar, y hasta qué punto podía convertirse en algo grandioso, cruel y solitario.
En un afán por hacerles entender que el espíritu humano es el único capaz de vencer todas las adversidades a condición de conservar la fe en sí mismo sin dejarse abatir, por más que el destino se empeñe en aplastarle, les habló luego de «Viernes», de los feroces caníbales, y del valor de un hombre decidido a soportarlo todo con singular entereza, y aunque al concluir su relato la mayoría dormía, no le importó porque abrigaba el convencimiento de que sus palabras no habían caído en saco roto, y por más profundo que fuera su sueño, muchos de ellos estarían soñando con el mar y con aquel barbudo vestido de pieles que con el mismo ánimo se enfrentaba a los salvajes que a la más espantosa soledad.
Tres días más tarde descubrieron que compartían la isla con una pareja de rinocerontes y una familia de búfalos de impresionante aspecto, y como no era aquella una compañía que les agradara en exceso, decidieron que había llegado el momento de vadear el estrecho brazo de agua que les separaba del islote más próximo.
De isla en isla y de laguna en laguna reanudaron su camino hacia el oeste siguiendo al sol hacia el interior de un continente de cuyas auténticas dimensiones no tenían una idea demasiado clara, aunque abrigando la esperanza de que en algún rincón perdido de semejante inmensidad encontrarían un lugar en el que poder asentarse para siempre.
No tenían la más mínima prisa, y como el agua y los alimentos abundaban, su marcha se convirtió en un paseo tranquilo y casi alegre que además les permitía descubrir cómo era el mundo, y qué variedad de criaturas tan distintas lo poblaban.
Al fin un caluroso atardecer se toparon con un diminuto senderillo plagado de huellas humanas que siguieron hasta desembocar en un amplio claro cuyo extremo aparecía ocupado por una gigantesca carpa de lona ante cuya entrada dos negros y un blanco les observaban como si les vieran surgir de la mismísima boca del infierno.
—¡La gran puta! —exclamó estupefacto un griego altísimo y completamente calvo que poco después dijo llamarse Nik Kanakis—. ¿De dónde coño salen?
—De Etiopía.
La misma cara de incredulidad hubieran puesto de haberles respondido que provenían de la luna, y pese a que se trataba de tres personajes evidentemente malencarados y con aspecto de facinerosos, de inmediato se mostraron amables, ofreciéndoles con toda naturalidad café, azúcar, harina y un sin número de exquisiteces de las que hacía tiempo que habían olvidado incluso el sabor.
Esa misma noche no demostraron el más mínimo recato al confesar que se dedicaban a la caza furtiva, lo cual se advertía en el acto al observar la ingente cantidad de colmillos de elefante, cuernos de rinoceronte, cornamentas de búfalo y pieles de todo tipo que se amontonaban en el interior de la carpa o se secaban a la sombra de los árboles.
Hacían referencia a su peculiar oficio, no como si se tratase de un delito severamente castigado, sino más bien de una actividad perfectamente lógica y natural, aunque a menudo malinterpretada por unas obtusas autoridades que no tenían ni la más mínima idea de lo que en verdad ocurría en aquel perdido rincón del universo.
—Aquí hay tanto animal salvaje —argumentó el griego que, pese a su nefasto aspecto, daba la impresión de poseer una notable cultura— que por muchos que matásemos jamás se agotarían. Salvo los «rinos» (que ya nos preocupamos de no esquilmar para ayudar a mantener los precios), el resto abunda a tal extremo que ni cien de nosotros conseguiríamos diezmarlos. —Sonrió con picardía—. ¿Qué tiene entonces de malo que nos ganemos la vida si al fin y al cabo de algo tienen que morir?
—Pero en el resto de África hay muchas especies a punto de desaparecer —señaló la señorita Margaret.
—El resto de África es el resto de África, y el Sudd es el Sudd —replicó uno de los indígenas, al que los otros llamaban simplemente No—. Y pasarán mil años antes de que nadie se establezca en estos lodazales…
La señorita Margaret pareció llegar a la conclusión de que más valía haberse tropezado con furtivos amistosos que con soldados hostiles, por lo que se limitó a agradecer las incontables amabilidades que les dispensaban, para cambiar de tema y tratar de averiguar qué posibilidades tenían de salir de aquel laberinto sin perderse una vez más en el camino.
—Ahora muy pocas —fue la sincera respuesta—. Las aguas aun están altas y nos encontramos prácticamente aislados. Pero en cuanto llegue «La Seca» vendrán a buscarnos en camiones.
—¿Podremos ir con ustedes?
—¡Naturalmente!
—¿Adónde?
—A Chad —replicó de inmediato Nik Kanakis—. Allí las autoridades son mucho más comprensivas que en la República, sobre todo cuando se trata de animales que no han sido abatidos dentro de sus fronteras.
—Pero a nosotros no se nos ha perdido nada en Chad.
—Tampoco en la República, supongo —fue la humorística respuesta del griego—. ¿O sí?
—No, desde luego —admitió ella—. Nada en absoluto.
—¿Cómo es Chad? —inquirió de improviso Menelik Kaleb.
El griego le observó con fijeza, y se diría que él mismo se estaba haciendo esa pregunta.
—Lo que en verdad debe preocuparte no es cómo es Chad —replicó al fin—, sino cómo es la gente de Chad, y te aseguro que los chadianos son infinitamente más amables que los centroafricanos.
—¿Lo dice porque les permiten traficar con colmillos de elefantes y cuernos de rinoceronte? —inquirió la señorita Margaret con marcada ironía.
—No. Más bien lo dice porque duda, y con razón, de que el gobierno centroafricano sienta la más mínima compasión por un grupo de niños llegados de Etiopía —intervino el otro indígena, un hombretón con el rostro cubierto de cicatrices rituales, y que respondía al nombre de M’Soc—. El ejército elimina sin hacer averiguaciones a quien sospecha que puede causarle problemas, mientras que los chadianos solemos ser mucho más tolerantes, puesto que Chad ha sido siempre el centro geográfico del continente, y el punto en el que han coincidido desde muy antiguo todas las culturas y todas las ideologías.
—¿Y qué podemos hacer nosotros en Chad? —quiso saber el siempre práctico Menelik.
—Elegir un camino. —El chadiano sonrió mostrando su maltrecho dentadura—. Pero si prefieren que les dejemos en la República mejor para nosotros.
La calva cabeza del griego, a la que parecía haber sacado brillo con un trapo, se agitó de un lado a otro y chasqueó la lengua con pesimismo.
—Flaco favor les haríamos, y me remordería la conciencia por el resto de mi vida si no insistiera —dijo, señalando a continuación a su otro compañero—. No es un auténtico centroafricano; un zarguina, nacido al otro lado de la frontera, y aunque le aprecio, debo reconocer que sus compatriotas tienen menos sentido de la hospitalidad que un búfalo en celo. —Golpeó con el codo al aludido, que miraba al suelo con gesto avergonzado—. ¿Me equivoco…?
—Es que somos un país pequeño, siempre expoliado por sus vecinos —fue la respuesta—. Primero nos jodieron los traficantes de esclavos y más tarde los franceses.
—No te estoy preguntando por el origen del problema, sino por sus consecuencias —fue la casi humorística respuesta—. Y aunque es cierto que os han jodido mucho, también lo es que más os jodéis vosotros mismos desde dentro. —Se volvió a la señorita Margaret—. Cuentan con más de treinta etnias diferentes, y todas se odian. —Hizo un gesto de rechazo con la mano—. Eso no es un país —concluyó—. Es un auténtico avispero.
—¿Y Chad es tranquilo?
—¿Tranquilo…? —repitió Nik Kanakis divertido—. En África no existe un solo país tranquilo, señora.
Todo el mundo cree tener una estupenda razón para darle por el culo a su vecino, pero al menos en Chad los de un bando están al norte y los del otro en el sur, no como en el resto del continente, en el que los enemigos andan siempre entremezclados.
—Eso es lo que ocurre en Etiopía —admitió Menelik Kaleb—. Nunca sabemos quién pertenece a un bando y quién a otro.
—Y en África nunca lo sabrás.
Al día siguiente, cuando los tres furtivos salieron a cazar muy temprano, la señorita Margaret se reunió en cónclave con los muchachos mayores en un intento por dilucidar hasta qué punto debían seguir el consejo de dirigirse a Chad.
—Parecen sinceros —fue lo primero que dijo—. Y no creo que exista razón alguna para que traten de engañarnos. Lo más cómodo para ellos sería dejarnos aquí y que nos las arregláramos como buenamente pudiéramos —les dirigió una larga mirada como tratando de calibrar hasta qué punto estaban de acuerdo con su opinión. Si se toman la molestia de llevarnos a Chad, supongo que será porque imaginan que es lo mejor para nosotros.
—Parece lo lógico —admitió Bruno Grissi—. Pero no me agrada la idea de viajar en compañía de cazadores furtivos por un país que ellos mismos admiten que es hostil. —Se manoseó repetidamente la punta de la nariz en un gesto muy suyo y que casi siempre indicaba que estaba nervioso, preocupado, o que pensaba decir una mentira—. ¿Qué ocurrirá si nos agarran en unos camiones cargados de colmillos de elefantes?
—Que nos cortarán el cuello.
—Eso no tiene ninguna gracia —protestó ácidamente la señorita Margaret.
—No lo he dicho como gracia —puntualizó Menelik Kaleb—. Sino porque en verdad creo que es posible que así ocurra. Si soldados de nuestro propio país degollaron a recién nacidos sin razón aparente, ¿por qué debemos suponer que otros soldados (y además extranjeros) no nos vayan a degollar?
Era aquélla una delicada pregunta sobre la que convenía meditar seriamente, y así debió de entenderlo la señorita Margaret, que optó por posponer cualquier decisión hasta el momento de una partida que al parecer se encontraba aún harto lejana.
—De momento lo único que podemos hacer es tratar de recuperar fuerzas y procurar que los que están delicados se repongan.
Por suerte, los furtivos se encontraban magníficamente pertrechados de medicinas que pusieron de inmediato a su servicio, y como la comida era sumamente abundante, los chiquillos comenzaron a recuperar peso con extraordinaria rapidez.
Cabría imaginar que para unos «carniceros» que se pasaban la mitad del año matando y desollando animales sin más compañía que gigantescos cocodrilos y nubes de mosquitos, la presencia de una alborotada tropa de mocosos y una amable señora que además cocinaba bastante mejor de lo que ellos solían, constituía una positiva aportación a sus duras existencias, por lo que se sentían en cierto modo agradecidos por el hecho de que hubieran irrumpido en ellas de forma inesperada.
—Yo tengo cinco hijos —le confesó un día el chadiano M’Soc a la señorita Margaret—. Y es muy posible que a mi regreso ya me haya nacido otro. Les echo de menos —añadió—. Y me gustaría que si algún día se vieran en una situación como ésta, alguien les tendiera una mano.
—¿Y por qué no cambia de oficio y pasa más tiempo con ellos? —sugirió ella.
—¿Para hacer qué? —inquirió el otro—. Mi país es uno de los más pobres del mundo, y cultivando la tierra no conseguiría alimentar a mi familia ni tres meses al año. Lo único que sé hacer es cazar, y aquí sobra la caza. —Hizo un amplio gesto indicando la inmensidad de cuanto le rodeaba—. ¿Qué tiene de malo que mate unos cuantos elefantes para dar de comer a mis hijos? Mis antepasados lo vienen haciendo desde hace milenios…
—Pero es que cada día quedan menos elefantes y sería una pena extinguirlos.
—Peor sería que murieran mis hijos, ¿no cree?
Y en mi pueblo, cuando un viejo elefante se introduce de noche en un campo de maíz, devora toda una cosecha. No me parece justo, y si tanto les gustan los elefantes a los blancos que se los lleven a su país, aunque ya me explicará qué cara van a poner cuando se les coman en una noche todo un campo de trigo.
—En África aún hay sitio para todos.
—¿Durante cuánto tiempo?
—No lo sé.
—Tampoco yo, pero mientras lo averiguo no me planteo si lo que hago está bien o mal. Lo hago y basta.
Y lo hacía muy bien, sin duda alguna, pues raro era el día que alguno de los tres furtivos no regresaba de sus correrías por los islotes vecinos con un hermoso par de colmillos, un valiosísimo cuerno de rinoceronte o la moteada piel de un leopardo.
Solían aprovechar de igual modo sus salidas para abatir venados, y en algunas ocasiones los muchachos mayores les acompañaban para cargarlos de regreso al campamento, abasteciendo así de carne fresca y abundante a un montón de insaciables bocas que parecían capaces de devorar todo cuanto se les pusiera al alcance de la mano.
Menelik Kaleb, que seguía siendo el más animoso, y el que más curiosidad sentía siempre por todo, se iba convirtiendo al lado de los tres hombres en un experto cazador y un hábil «pistero», ya que nunca parecía cansarse de hacer todo tipo de preguntas sobre las costumbres de las bestias y sobre cuanto llamaba su atención de aquel arriesgado oficio.
¿Cómo se explica… —inquirió una mañana en que Nik Kanakis acababa de abatir un enorme elefante a la orilla del cenagal— que un animal tan pesado pueda avanzar por un terreno tan blando, si nosotros nos estamos hundiendo en el fango hasta los tobillos?
—Porque los elefantes de pantano consiguen abrir mucho los dedos de sus patas, que están unidos entre sí, formando una superficie muy ancha, de tal modo que su presión sobre el terreno es muchísimo menor que la nuestra pese a la diferencia de tamaño —le indicó pacientemente el calvo—. Reparten el peso por igual, y cuando avanzan por un terreno blando jamás levantan una pata sin tener las otras tres perfectamente asentadas.
—Pero aun así caminan muy aprisa.
—Porque saben hacerlo de un modo instintivo. Sin embargo —añadió—, si trajeras aquí un elefante nacido en la pradera se hundiría, porque no está acostumbrado al fango. La gente cree que todos los elefantes son iguales, pero existe una notable diferencia de comportamiento entre los que han crecido en la selva, la pradera o los pantanos.
—¿Y cómo se aprende a distinguirlos?
—Matándolos.
Era una cruel respuesta desde luego, pero era en cierto modo la más correcta, puesto que tan sólo persiguiéndolos y estudiándolos con el fin de destruirlos, se conseguía aprender todo cuanto se refería a las bestias.
De ese modo transcurrió, cazando, comiendo y descansando un largo mes en el que el nivel de las aguas descendió a ojos vista, dejando al descubierto anchas franjas de terreno en el que nacía de inmediato una hierba verde y jugosa que hacía las delicias de las manadas de antílopes y gacelas que día a día aumentaban en número hasta el punto de que podría creerse que se habían dado cita allí todos los animales que se sentían acosados en el resto del continente.
La vida parecía explotar en derredor con un ímpetu incontenible, y si no hubiera sido por el martirio de los mosquitos, cabría pensar que en verdad era aquel un perdido rincón en el que a la señorita Margaret y los niños no les hubiera importado establecerse para siempre, lejos de la violencia, la miseria y los odios del resto del planeta.
Sin embargo, sabían que muy pronto tendrían que marcharse.