7

Emplearon casi un día en bordear el cañaveral sin distinguir más que el alto muro de papiros a la izquierda y la pedregosa y muerta llanura a la derecha, y cuando a media tarde consiguieron divisar un nuevo trozo de río y tres grandes chozas clavadas sobre pilotes muy cerca de la orilla, tuvieron la sensación de haber alcanzado al fin el paraíso.

El lugar se encontraba habitado por un fornido pescador, sus cuatro mujeres y una decena de alborotadores chiquillos que se pasaban la mayor parte del tiempo lanzándose al agua desde el porche de sus viviendas, en un continuo juego al que tan sólo pusieron fin en el momento de descubrir al puñado de harapientos seres humanos que llegaban casi arrastrándose por el borde del cañaveral.

Los escasos habitantes de aquel remotísima lugar eran dinkas, gentes muy primitivas pertenecientes a una pequeña rama de la raza nilótica más antigua del Sudán, lo que los convertía en los negros más negros del continente, puesto que tan sólo los kokotos que habitaban sobre balsas en el corazón del lago Chad podrían competir con ellos en cuanto a intensidad en la pigmentación de la piel.

En comparación, el negrísimo Askia, que era sin duda el más oscuro de los etíopes, apenas se veía de una tonalidad ligeramente tostada, pero lo que resultó evidente desde el primer momento fue el hecho indiscutible de que todo cuanto tenían de negros lo tenían también de compasivos puesto que tanto el hombre como las mujeres y los niños se volcaron de inmediato en atenciones con los recién llegados.

Bakú, que así se llamaba el gigantesco y bonachón patriarca de tan numerosa familia, se apresuró a ofrecerles la más amplia de sus cabañas; un lugar fresco y acogedor pese al insoportable bochorno exterior y gracias a estar alzada por encima de las cañas más altas, aprovechando así cualquier soplo de brisa que se colaba por entre las infinitas rendijas de sus paredes.

Las mujeres se apresuraron a traer grandes percas «areadas» al sol y asadas en el interior de enormes hojas de papiro, papilla de cebada, ñames, leche fresca y dulces dátiles del tamaño de un dedo, para retirarse luego discretamente y permitir que sus agotados huéspedes cenaran y descansaran en paz hasta bien entrada la mañana siguiente.

De ese modo, y por primera vez desde que abandonaran su aldea, la señorita Margaret y los niños durmieron bajo techo, sintiéndose seguros al tener plena conciencia de que un hombre decente les protegía.

Aunque se entendían entre ellos en un complicadísimo dialecto, Bakú y dos de sus mujeres chapurreaban el árabe, por lo que no resultaba demasiado difícil entenderles, ya que, además del amárigo local, el árabe y el inglés eran lenguas que la señorita Margaret había impuesto en la escuela, consciente de que constituían idiomas básicos para todo aquel que pretendiese alcanzar algún cargo de la más mínima importancia en Etiopía.

Fue así como ella misma pudo hacer un detallado relato de su odisea, y a medida que hablaba el hombre lo iba traduciendo al resto de la comunidad, que no podía evitar estallar de tanto en tanto en ruidosas exclamaciones de asombro, al tiempo que les dirigían largas miradas de conmiseración.

Al concluir la triste historia, el amable Dinka les invitó a quedarse en su casa todo el tiempo que necesitaran, añadiendo que si en verdad tenían un especial interés en cruzar el río intentaría ayudarles, aunque de antemano puso de manifiesto que aquélla era una empresa excesivamente arriesgada y que muy rara vez se veía coronada por el éxito.

—¿Por qué? —quiso saber Menelik Kaleb desconcertado.

—Esto es el Sudd —se limitó a replicar Bakú como si con ello sobraran explicaciones—. El corazón del Sudd.

Ni Menelik Kaleb, ni ninguno de sus compañeros de viaje tenía por aquel entonces la más mínima idea de que el mencionado Sudd fuera la temida región en que desaparecieran cuatro mil años atrás cuantos ejércitos enviaron los faraones en busca de las sagradas fuentes del «Padre Nilo» en un vano intento por descubrir las razones de sus desorbitadas crecidas anuales.

Eran también los interminables cenagales en que se hundieron dos legiones romanas; las aguas que se tragaron a los más aguerridos soldados ingleses, y la barrera de agua, cañas, papiros y barro que ningún explorador había conseguido atravesar hasta el presente y regresar para contarlo.

El Sudd seguía siendo por tanto uno de los últimos lugares perdidos de la tierra; el reino de los nenúfares, los lirios y las «coles del Nilo», que se agolpaban en tal profusión que llegaban a formar una masa compacta sobre la que se podía caminar aunque bajo ella se ocultase una ancha capa de agua.

En el Sudd la transpiración de su inconcebible cúmulo de plantas acuáticas bajo el intenso calor tropical producía una evaporación casi diez veces superior a la que se hubiera producido en caso de tratarse de una abierta extensión de aguas libres, por lo que no resultaba extraño que a partir de mediodía la visibilidad apenas alcanzase los cien metros, sumido como estaba el paisaje en una densa bruma en la que la humedad se aproximaba al cien por cien.

En el Sudd, los recién llegados, en especial los blancos, sudaban como si estuviesen encerrados en una gigantesca sauna, y aun estando como estaban tan acostumbrados todos ellos a soportar temperaturas extremas, la señorita Margaret y los niños tenían la desagradable sensación de que en cualquier momento iban a transformarse en un simple charco de agua.

Y es que las ciénagas del Sudd actuaban a modo de llave de paso del Nilo Blanco, impidiendo que sus espectaculares crecidas, unidas a las de su principal afluente, el Nilo Azul, arrasaran por completo cuanto pudieran encontrar a su paso corriente abajo.

Durante la época de las grandes lluvias en el macizo abisinio, el Nilo Azul se desbordaba, y el rico limo que arrastraban sus aguas invadía las tierras egipcias, proporcionándoles su extraordinaria fertilidad, mientras que por su parte, la barrera pantanosa del Sudd impedía que las espectaculares crecidas del lago Victoria, origen del Nilo Blanco, se sumasen a las anteriores, provocando auténticos desastres.

A medida que el caudal del Nilo Blanco comenzaba a aumentar, iba desprendiendo de las orillas inmensas masas vegetales que se desplazaban a modo de islas que acababan por obstruir el cauce del río, conformando uno de los lagos más extensos del mundo, aunque fuera en realidad muy poco profundo.

A su modo, Bakú les dio a entender que a partir de aquel punto no se les presentaban más que dos opciones: o regresar en busca de la pista de tierra que probablemente habría seguido Mubarak Mubara en su viaje hacia los desiertos del norte, o arriesgarse a cruzar al otro lado del cenagal para alcanzar la zona selvática y adentrarse a través de ella en la República Centroafricana.

—¿Tú cuál camino escogerías? —quiso saber la señorita Margaret.

—Ninguno —fue la honrada respuesta del nativo.

—¿Por qué?

—Porque las mismas posibilidades existen de morir de sed en el desierto, que de ahogarse en el pantano.

—¿Has ido alguna vez al norte?

—No.

—¿Y has cruzado alguna vez a la otra orilla?

—Tampoco.

—¿Hasta dónde has llegado? —insistió.

—Hasta el centro del cauce principal, pero siempre durante la época en que está despejado —puntualizó el dinka—. Al otro lado del cauce la extensión es cinco o seis veces mayor, y por lo que yo sé, la vegetación muchísimo más densa.

Aprovechando las horas de la noche, que eran las únicas en las que la temperatura descendía hasta permitir pensar con un mínimo de claridad, la señorita Margaret convocó a su plana mayor como si fueran una especie de consejo de ancianos para decidir por cuál de las dos opciones que se les ofrecía debían inclinarse.

Ajím Bikila y Bruno Grissi rechazaban de plano la idea de regresar al pedregal, sabiendo como sabían que no era más que la antesala de un auténtico desierto en el que acabarían muriendo de sed, mientras que a Menelik Kaleb le impresionaba mucho más la impenetrabilidad de un espeso muro de papiros y carrizos por el que tendrían que abrirse paso a machetazos.

—Ese lago es una trampa —dijo—. Una gigantesca trampa en la que jamás podremos esperar ayuda. Me horroriza la idea de quedar atrapados en su interior para ver cómo los niños van muriendo uno tras otro abrasados por un sol de fuego.

—Al menos tendremos agua —le hizo notar Ajím.

—¡Desde luego! —admitió el otro—. Muchísima más agua de la que podrían beberse todo los habitantes del planeta. Y ése es el gran problema.

—Cualquier cosa me parece mejor que morir de sed —sentenció el otro.

¿Estás seguro?

Resultaba inútil enzarzarse en una absurda discusión que a nada conducía, por lo que la señorita Margaret decidió que lo mejor que podían hacer era limitarse a sopesar los pros y los contras de las dos rutas posibles, teniendo en cuenta, además, adónde les llevaría cada una de ellas en el hipotético caso de que consiguieran alcanzar el final del camino.

—Más allá del desierto sudanés empieza el auténtico Sáhara —puntualizó con evidente lógica Bruno Grissi—. Y eso si que son miles de kilómetros de arena hasta llegar al Mediterráneo. —Agitó la cabeza desechando la idea—. Si no conseguimos algún medio de transporte, y no tenemos con qué pagarlo, pasaremos meses caminando.

—Sin embargo Bakú asegura que al otro lado del río hay tierras fértiles que llevan directamente a Centro áfrica —añadió Ajím Bikila en un claro intento por reforzar la tesis de su amigo—. No creo que debiéramos dudarlo.

A Menelik Kaleb continuaba horrorizándole el amenazante aspecto del espeso cañaveral, pero pareció llegar a la conclusión de que el planteamiento de sus compañeros era el más correcto, ya que siempre resultaría más esperanzador enfrentarse a un muro verde al otro lado del cual se encontraba una posible salvación, que la mayo inmensidad de los desiertos del planeta.

—¡De acuerdo…! —admitió al fin—. Tal vez sea mejor que lo intentemos a través del río.

En cuanto le comunicaron su decisión, Bakú se esforzó por hacerles comprender que lo primero que tenían que hacer era armarse de una infinita paciencia, puesto que el pantanal de la orilla izquierda estaba formado por un auténtico laberinto de intrincados canales que la mayoría de las veces no tenían salida, y cuyo aspecto cambiaba según el capricho de las aguas, los carrizos o las flotantes islas de nenúfares.

En su opinión podían verse atrapados allí dentro durante toda una semana, un mes o un año, y, por lo tanto, su única esperanza de salvación se centraba en su capacidad de conservar la calma y alimentarse del propio pantano bajo cualquier circunstancia.

—Yo os puedo enseñar a sobrevivir —concluyó—. Pero la serenidad necesaria para encontrar la salida es cosa vuestra.

—La tendremos —sentenció Bruno Grissi—. Al fin y al cabo nadie nos espera en ninguna parte.

A la mañana siguiente, el dinka comenzó el adiestramiento, y lo primero que hizo fue obligarles a cortar inmensos haces de largas cañas para extenderlas sobre la orilla y permitir que se secaran al sol con el fin de empezar a preparar las embarcaciones.

A los más pequeños los puso a trenzar cuerdas con las fibras de una pitera salvaje que crecía tierra adentro, y por su parte se concentró en la labor de fabricar fuertes arcos a base de un bambú muy especial.

Cuando las cañas comenzaron a secarse dos días más tarde, les mostró cómo debían atarlas en gruesos manojos que se iban uniendo luego los unos a los otros hasta formar unas toscas pero resistentes balsas que constituían una especie de versión muy particular de las barcas de totora de los indios aymarás del lago Titicaca, o las seguras kadeyas de los kokotos del Chad.

Su mayor virtud se centraba en su prodigiosa flotabilidad, puesto que pese a su notorio volumen y su capacidad para cinco o seis personas, apenas calaban más de diez centímetros, lo que las convertía en las embarcaciones idóneas para navegar por zonas de muy limitada profundidad.

Bakú les advirtió, no obstante, que a medida que las cañas del fondo fueran empapándose, el peso muerto aumentaría, con lo que por lógica la flotabilidad disminuiría, indicándoles que para corregir tal defecto lo único que podían hacer era desprender los haces de cañas que se encontraban bajo el agua, para añadir otros nuevos por encima de la línea de flotación.

—Pero eso tan sólo ocurrirá al mes de estar en el agua —concluyó.

La sola idea de pasar un mes vagando por entre un muro de papiros aterrorizaba a los muchachos, por lo que la señorita Margaret decidió dedicar la mayor parte del tiempo libre a la nada sencilla labor de mentalizar a los más pequeños sobre cuanto podría ocurrir en los días venideros.

—Si hubiésemos llegado al mar —les hizo notar tal vez tendríamos que pasar meses embarcados, y sería aún peor, porque los barcos se mueven, la gente se marea, y el mar es muy profundo y agitado.

Por una vez tenemos suerte, ya que aquí las aguas son tranquilas y jamás podremos hundirnos. Lo que importa es no perder la paciencia.

—¿Y si realmente no hay salida…? —quiso saber la eternamente práctica Zeudí—. Nos moriremos de hambre.

—En esas aguas hay más peces de los que podrías comerte en mil años —le replicó agriamente Ajím Bikila—. Y el pánico es lo único que en verdad puede matarnos. Si conseguimos vencerlo, llegaremos a la otra orilla.

En un principio Bakú fue partidario de construir dos grandes balsas, pero al fin llegó por sí solo al convencimiento de que resultaría preferible llevar tres más estrechas, ya que de ese modo se facilitaría el paso por los canales.

Amanecía cuando el dinka trepó a su pequeña piragua e inició la marcha, seguido por unas balsas que los muchachos empujaban con ayuda de largas pértigas, y a los pocos minutos la más alta de las cabañas desapareció tras el muro de carrizos, momento en el que Bakú se introdujo por un estrecho canal que parecía llevarle de nuevo a tierra firme, pero que poco después giró para acabar desembocando en un claro que no parecía tener salida.

El nativo se lo tomaba todo con infinita calma, como si su principal misión fuera la de dar ejemplo de cuál debía ser la actitud si pretendían alcanzar su objetivo, y en ocasiones saltaba a la mayor de las embarcaciones para formar una pequeña torre humana y permitir que Ifat, que era uno de los más ágiles, trepara hasta lo alto con el fin de otear por encima de los papiros.

—No te fijes en los canales más anchos —decía—. Sino en los que se dirijan hacia aguas despejadas.

Se diría que se esforzaba por conducirles por las zonas más difíciles en un postrer intento por enseñarles a descubrir las salidas pero, aun así, al cuarto día desembocaron en un amplio canal de poco más de un kilómetro de anchura por el que las aguas corrían con cierta velocidad.

—Aquí me quedo —señaló—. Cruzad rápidamente y sin permitir que el río os arrastre, porque aguas abajo encontraríais una trampa mortal. Luego seguid siempre hacia donde se pone el sol.

Le abrazaron con lágrimas en los ojos, y advirtieron cómo también él se conmovía y cómo permanecía en el mismo punto observándoles mientras hasta el último de los chiquillos tomaba un rústico remo y bogaba hacia el frondoso cañaveral de la otra orilla.

Tuvieron que sortear una enorme isla de jacintos que descendía mansamente por el centro del río y sobre la que se posaba una bandada de ibis rojos, y sudaban a mares al penetrar por un tranquilo canal que se dirigía al noroeste.

Aún pudieron distinguir la figura del dinka, que en pie sobre su frágil embarcación agitaba los brazos en señal de despedida, pero casi al instante el cañaveral pareció cerrarse como una mágica cortina, y no pudieron evitar que una indescriptible sensación de angustia se apoderara de su ánimo cuando comprendieron que se encontraban solos e indefensos frente a una de las regiones más inaccesibles del planeta.

Todos aparecían muy cansados, y la señorita Margaret decidió empezar a aplicar los consejos del «dinka», indicando que había llegado el momento de pescar algo y pasar lo mejor posible su primera noche en el cenagal.

Por suerte, los sedales y anzuelos que Mubarak Mubara abandonara durante su precipitada huida, resultaban muy útiles en unas aguas que parecían hervir de peces, y como Bakú había colocado una gran laja de piedra en el centro de cada embarcación, les bastaba con cortar la parte alta de las cañas y dejarlas un solo día al sol para tener combustible más que suficiente con el que asar cuanto pescaban.

Ese fuego ayudaba también a ahuyentar a los mosquitos y a los demonios de las tinieblas, pero por desgracia atraía como un imán a los gigantescos cocodrilos que infestaban aquellas aguas.

A los niños les aterrorizaba distinguir sus ojos brillando como carbones al reflejar las llamas de la hoguera, por lo que se acurrucaban en el centro de las balsas temiendo que con un movimiento brusco un brazo o una pierna pudiera quedar colgando sobre el agua para servir de apetitosa cena.

Sin embargo, cuando alguna de las indiferentes bestias parecía sentir hambre, lo único que hacía era girar el cuello y aferrar con la cola a cualquiera de las innumerables percas que de igual modo acudían al reclamo de la luz, por lo que no parecían tener el más mínimo interés en complicarse la vida atacando a unos seres desconocidos sobre cuyo sabor debían abrigar serias dudas.

Más peligrosas resultaban a todos los efectos, las ponzoñosas serpientes de agua que de tanto en tanto cruzaban por entre las balsas para perderse de vista en lo más intrincado del cañaveral, y eran ellas contra las que con más insistencia les había prevenido Bakú, puesto que uno de sus hijos había muerto a causa de una mordedura que solía ser fatal si tenía lugar de la cintura para arriba.

Sentada en la popa de una de aquellas primitivas embarcaciones, la señorita Margaret observaba los ojos de los cocodrilos y el gajo de luna en creciente que empezaba a hacer su aparición por entre los plumones de los papiros, abrigando el íntimo convencimiento de que nadie habría llegado nunca tan lejos en una huida, puesto que resultaba evidente que a través de miles de años de historia, el ser humano había explorado las más altas montañas, los más profundos océanos, las más impenetrables selvas y los más ardientes desiertos, pero jamás se había atrevido a atravesar las muertas aguas del Sudd.

Ese Sudd había sido —y muy probablemente lo seguiría siendo hasta el fin de los tiempos— una impenetrable muralla natural, y lo más desconcertante estribaba en el hecho de que no estaba constituido por duras rocas o gruesos árboles, sino tan sólo por frágiles cañas de apenas tres centímetros de diámetro, pero tan hacinadas que no existía forma humana de abrirse paso a través de ellas.

Una por una podían quebrarse con las manos, pero allí estaban sobresaliendo casi cinco metros sobre la superficie del agua, y en ocasiones con dos metros más de longitud bajo ella, cortando como afiladas navajas en cuanto se las rompía, y agitando sus plumeros al viento como si se tratara de una gigantesca hidra de mil millones de cabezas, o un ejército de impasibles lanceros conscientes de que su victoria estaba asegurada.

¿Por qué su pequeño dios, antaño tan apacible y bondadoso, se las había ingeniado para conducirla hasta los confines de la mayor de las trampas, y por qué obligaba a criaturas inocentes a compartir unos sufrimientos que por ninguna razón les debían estar destinados?

Observó el demacrado rostro de la minúscula Dacia, que se agitaba en sueños apoyada en el brazo de Carla, cuya rubia melena antaño sedosa y reluciente aparecía ahora enmarañada y mustia, y se esforzó por encontrar alguna razón válida para que alguien —divino o humano— creyera tener motivos suficientes como para infligir tales castigos a tan indefensas criaturas.

No la encontró.

Ni aun en el caso de que el mundo hubiera sido creado por el más perverso de los demonios con el único fin de dar rienda suelta a sus más retorcidos instintos, se concebía el hecho de que alguien pudiera disfrutar con los ahogados gemidos de una niña cuya mente debía estar reviviendo en este instante los peores momentos de los últimos días.

Cubiertos de barro seco de los pies a la cabeza en un desesperado intento por protegerse de los mosquitos que en los atardeceres se agolpaban en espesas nubes que oscurecían el sol, el temeroso grupo de niños y niñas apretujados en el centro de las balsas de caña semejaban, a la luz de la hoguera, un confuso montón de cascotes de desecho, productos del derribo de un viejo palacio con exceso de estatuas y de frisos.

El sol y el barro formaban luego costras que degeneraban en llagas a las que acudían verdes moscas a depositar sus huevos, y la señorita Margaret no necesitaba saber mucho de medicina como para comprender que muy pronto se infectarían y comenzarían a supurar una amarillenta pus espesa y maloliente.

—¡Dios bendito! —repitió una vez más—. ¿Por qué?

Y una vez más rompió a llorar hacia adentro, anegando de lágrimas su corazón pero esforzándose por mantener los ojos secos para que sus alumnos no pudieran descubrir la profundidad de su desesperación, puesto que desde que se adentraran en el cenagal había tomado la costumbre de pasarse las noches vigilando el sueño de los niños y su descanso se limitaba a dar alguna ligera cabezada durante las horas del día.

Una de esas noches en que permanecía en vela atenta a que los cocodrilos no se aproximaran en exceso, advirtió cómo una gran sombra avanzaba pausadamente hacia la luz sobre la espesa masa vegetal de un islote de nenúfares, y cuando el leve reflejo de la hoguera le dio de lleno, le asombró descubrir que se trataba de un hermoso macho de «sitatunga»: una exótica especie de antílope exclusivo de los pantanos que muy raramente se dejaba ver en campo abierto.

Aquel curioso animal, que se movía sobre los lotos y los jacintos casi con la misma elegancia con que un gato se mueve por una mesa repleta de copas, producía la extraña impresión de estar realizando el milagro de caminar sobre las aguas, y lo conseguía por las especiales características de sus pezuñas, que tanto más se ensanchaban cuanto mayor era el peso que tenían que soportar, por lo que le bastaba un mínimo punto de apoyo para mantenerse en perfecto equilibrio.

El «sitatunga» observó el fuego con sus enormes y tímidos ojos de un marrón muy oscuro, y aunque se trataba de una apetitosa presa que les hubiera alimentado durante dos o tres días, la señorita Margaret pareció comprender que el más mínimo movimiento lo espantaría, por lo que prefirió permanecer muy quieta, observándolo como lo que en realidad era: una fantasmagórica aparición que venía a corroborar que por hostil que pareciese aquel pantano, existían seres de innegable belleza que lo habían elegido para vivir en paz y sin temores.

Cuando al fin el hermoso animal dio media vuelta y desapareció tan altivamente como había llegado, Mario Grissi, que ocupaba la balsa vecina, se volvió a la señorita Margaret para susurrar apenas:

—¿Lo has visto? —Y cuando ella asintió en silencio añadió con voz casi trémula—: Qué bonito era ¿verdad?

—Mucho.

El pequeño bajó aún más la voz para señalar como si se tratara de un precioso secreto:

—Lo ha enviado mi madre.

—¿Cómo has dicho? —inquirió desconcertada.

—Que hace unos momentos se me apareció mi madre para pedirme que me despertara porque me enviaba un regalo… —Hizo un gesto hacia las sombras—. ¡Y ahí estaba!

—¿Se te aparece a menudo? —quiso saber temiendo la respuesta.

El pequeño negó con un casi imperceptible mohín de tristeza.

—Es la primera vez —reconoció con manifiesta amargura.

—No te preocupes —le tranquilizó—. Lo hará a menudo. Cada vez que llegue un animal hermoso te avisará.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque ella está siempre vigilando.

—¿Como tú?

—Más que yo. No olvides que es tu madre.

—Bruno asegura que ahora tú eres nuestra madre.

—¡Calla y duerme! —suplicó conmovida.

El niño obedeció y la señorita Margaret pasó el resto de la noche meditando en la posibilidad de que todo aquello hubiera ocurrido porque Dios deseaba que se convirtiese en madre de un puñado de críos de todas las edades y todos los colores.

—Es pedir demasiado… —musitó poco antes de quedarse dormida en el momento en que el alba comenzaba a deslizarse sobre los anchos plumeros de los papiros—. Demasiado…

Ese mismo día unas violentas fiebres convulsivas atacaron a cuatro de los muchachos, y pese a cuanto hicieron por intentar aplacárselas, el inquieto Askia murió con las primeras sombras de la noche.

Se extinguió como el día, sin un lamento ni tan si quiera un gesto que presagiara que había llegado su fin, como si ese tranquilo fin fuese algo normal en semejantes circunstancias; mucho más lógico y normal, sin duda alguna, que continuar respirando cuando tan escasas razones existían para hacerlo.

Su negrísimo rostro se volvió ceniciento; los enfebrecidos ojos se opacaron, y cada una de sus facciones se distendió como si, más que el peor de los castigos, la muerte fuera un premio que llevara largo tiempo esperando un premio que le evitaba tener que seguir soportando, el asalto de los mosquitos, el agobiante calor, el irrefrenable miedo a las fieras, o la fatiga de caminar sin rumbo por desiertos y pedregales.

Le observaron en silencio, y a la señorita Margaret le asustó advertir que la expresión de algunos niños era de envidia, como si al verle en tal estado acabaran de descubrir que resultaba mucho más práctico morirse que sudar durante horas empujando una pesada embarcación que no parecía querer dirigirse a parte alguna.

Si el futuro que el destino les tenía reservado era el de perecer atrapados en aquel laberinto de cañas, quizá lo más lógico sería adelantar cuanto antes ese futuro para evitar así los incontables padecimientos que hallarían en el ínterin.

Velaron el cadáver hasta que el sueño los venció, y la señorita Margaret se quedó a solas una vez más con una amargura a la que venía a sumarse ahora la contemplación de aquel diminuto cuerpecillo al que incluso los mosquitos despreciaban.

¿Por qué?

¿Por qué extraña razón los cadáveres atraen a las moscas pero repelen a los mosquitos?

¿Acaso la sangre inmóvil, quieta en las venas, no constituye ya para ellos un alimento nutritivo o apetecible?

Al observar cómo se abalanzaban sobre los durmientes, le intrigó la razón de aquel rechazo hacia quien ya no oponía resistencia ni tenía el más mínimo interés por conservar la escasa sangre que le quedaba, pero casi al instante se esforzó por rechazar tan macabros pensamientos y pasó a plantearse qué podrían hacer a la mañana siguiente con lo poco que había quedado de Askia.

La única tierra donde podían darle sepultura no era más que un lodo pastoso que se encontraba en el mejor de los casos a un metro bajo la superficie del agua, y limitarse a arrojarle a esa agua era tanto como invitar a los omnipresentes cocodrilos a que probasen algo nuevo a lo que tal vez podían llegar a acostumbrarse.

Triste lugar era aquel en el que ni agua ni tierra ofrecían postrero refugio a un niño que apenas abultaba; triste y maldito, y así debería seguir siendo hasta que un gigantesco cataclismo acabara por borrarlo para siempre de la faz del planeta.

Cerca del amanecer sintió la imperiosa necesidad de arrodillarse y pedirle perdón al difunto por haberle condenado a un final tan abominable, y el sol les sorprendió vagando en busca de un lugar en el que conceder eterno reposo a un ser excesivamente maltratado, pero como no lo hallaron, optaron por depositarlo sobre una ancha isla de nenúfares que se desplazaba mansamente hacia el nordeste.

Lo dejaron allí, terriblemente solo cara al cielo, y al alejarse la mayoría de los niños lloraba, más por el temor que producía tan espantosa soledad, que por el hecho de haber perdido a un amigo cuyo espíritu debía de estar corriendo por el hermoso paraíso que el Señor reservaba a los más pequeños.

Media docena de buitres llegados de no se sabía dónde trazaban anchos círculos aguardando pacientemente a que los vivos se perdieran de vista entre las cañas, y nadie hizo gesto alguno cuando Menelik Kaleb desperdició un cartucho, aun sabiendo que jamás conseguiría acertarles.

Tal vez debido al desconcierto, o a la profunda tristeza que la amarga escena les había producido, la balsa que comandaba Ajím Bikila equivocó el rumbo una hora más tarde, y cuando de improviso el muchacho advirtió que se había desviado por un canal diferente al que habían tomado las embarcaciones que les precedían comenzó a gritar llamando la atención del resto del grupo.

Por suerte, éstos aún podían oírle, pero era tal la maraña de vegetación y tan altos los carrizos, que no había forma de verse, por lo que pasaron horas buscándose hasta que al caer la noche les resultó factible hablarse sin necesidad de alzar la voz.

No obstante era como si se encontraran uno a cada lado de una alta muralla de diez metros de espesor en la que les constaba que no existía puerta alguna de intercomunicación.

A la mañana siguiente decidieron que el peor error que podían cometer sería volver atrás, arriesgándose a separarse definitivamente, por lo que Bruno Grissi y Menelik Kaleb opinaron que la mejor solución sería abrirse paso a machetazos a través de las cañas.

Trabajando al unísono desde ambos lados, tardaron casi tres horas en poder darse la mano, y media hora más en conseguir que todos los ocupantes de la balsa perdida pasaran a duras penas por el estrecho pasadizo.

Acabaron agotados, sudorosos y cubiertos de cortes y arañazos, pero el simple hecho de volver a reunirse ofreció todos los visos de un auténtico triunfo, aunque ahora las sobrecargadas balsas resultaban mucho más difíciles de manejar, y rozaban con harta frecuencia las cañas del fondo.

Empezaba a plantearse la necesidad de repararlas tal como el dinka les había enseñado, cuando desembocaron en una amplia laguna de apenas un metro de profundidad, desde cuyo centro se distinguían con toda nitidez altivas palmeras y redondas copas de gigantescos árboles que nada tenían en común con los cañaverales que les habían obsesionado.

No pudieron evitar dar gritos de alegría, convencidos de que al fin habían alcanzado la orilla izquierda del terrorífico pantanal.

Esa alegría duró sin embargo muy poco, puesto que a las dos horas llegaron a la conclusión de que, pese a encontrarse a poco más de un kilómetro de distancia, no existía canal alguno que comunicase la laguna con tierra firme, y todo cuanto se distinguía de allí en adelante era una interminable extensión de papiros y carrizos a través de la cual resultaba imposible abrirse paso.

—Tardaríamos meses —puntualizó Menelik Kaleb con muy buena lógica.

—Pero al menos podríamos intentarlo —aventuró Ajím Bikila.

—Nos quedaríamos sin machetes antes de haber abierto siquiera la mitad del camino —le hizo notar el otro—. ¡Sería tiempo perdido!

—Pues lo que está claro es que no debemos retroceder para internarnos nuevamente en ese infierno —intervino la señorita Margaret, segura de sí misma—. Los pequeños están agotados.

—¿Y qué se le ocurre?

—Nada, Resultaba en verdad frustrante encontrarse a la vista de la ansiada orilla sobre la que debían clavar sus raíces los gigantescos árboles que se alzaban a más de treinta metros por encima de los plumeros de los papiros, y no encontrar la forma de franquear una verde frontera contra la que era inútil descargar toda la ira que destilaban sus corazones.

—¡No es justo! —se lamentaba una y otra vez el exasperado Ajím—. ¡No es justo!

Justo o no allí estaban aquellos millones y millones de triangulares tallos decididos a cortarles el paso, y fue en esta ocasión la bella y tímida «Reina Belkiss» la que brindó una solución que a nadie más se le había pasado por la cabeza.

—¿Y si les prendiéramos fuego? —aventuró como quien no le da importancia al hecho de quemar medio mundo.

—¿Cómo has dicho? —inquirió el sorprendido Bruno Grissi.

—Que les prendamos fuego a ver qué pasa.

La observaron estupefactos, al tiempo que trataban de imaginar lo que significaría provocar un incendio que, si se propagaba, formaría un frente de fuego de casi dos kilómetros de anchura por tal vez cien de longitud a todo lo largo de la orilla del cenagal.

—¡Cielo santo! —no pudo evitar exclamar la señorita Margaret—. ¿Creéis que arderá?

—No debe de haber llovido en meses y la parte alta de las cañas está muy reseca —admitió Menelik—. Es posible que al quemarse vayan secando lo que aún esté húmedo y de ese modo consigamos que arda hasta la superficie del agua.

—Sería un incendio monstruoso.

—¿Acaso podemos hacer otra cosa? —quiso saber Bruno Grissi—. O eso, o condenarnos a vagabundear por el pantano durante sabe Dios cuántas semanas más.

La señorita Margaret lo meditó tan sólo unos segundos, recorrió con la vista los famélicos rostros de la chiquillería, y concluyó por hacer un afirmativo gesto con la cabeza.

—¡Adelante! —dijo.

Amontonaron a los más pequeños en una de las balsas, que se alejó hasta el otro extremo del lago, y los tres mayores se aproximaron al cañaveral para prenderle fuego por cuatro puntos diferentes.

Fue en verdad un espectáculo impresionante.

Un humo negro y denso y altas llamas se adueñaron del pantano en cuestión de minutos, y el estruendo del fuego cobró tal fuerza que incluso costaba trabajo hacerse oír, pese a que se encontraban a casi quinientos metros de distancia.

Miles de aves alzaron el vuelo y docenas de caimanes y centenares de serpientes buscaron refugio en el lago, tan aterrorizadas que ni tan siquiera se preocupaban por atacar a las desconcertadas presas que se ponían a su alcance.

Pavesas y cenizas volaron cubriendo el agua de una oscura capa de detritus, y llegó un momento en que el aire se volvió casi irrespirable mientras el sol desaparecía tras una espesa columna de humo para no volver a mostrarse abiertamente hasta la mañana siguiente.

Poco a poco el frente de llamas inició un lento desplazamiento siguiendo la línea del río, y podría decirse que fue aquél un día sin noche puesto que el resplandor del incendio iluminó el cielo hasta la primera luz del alba.