6

A la caída de la tarde, el gordo Mubarak Mubara comenzó a otear el horizonte hasta que descubrió un bosquecillo formado por media docena de copudos arbustos, hacia los que se dirigió deteniendo el vehículo entre ellos.

—Éste es un buen lugar para pasar la noche —dijo.

A continuación sacó de una caja una serie de cazuelitas de metal y, armado de un afilado cuchillo, trazó profundos surcos en los rugosos troncos, de tal forma que a los pocos instantes una savia espesa y pegajosa comenzó a fluir muy lentamente hacia las cazuelas que había clavado al final de cada hendidura.

—¿Qué es eso? —quisieron saber de inmediato los niños que le habían estado observando con suma atención.

—Goma arábiga —fue la respuesta—. Estos arbustos salvajes producen la mejor goma del mundo, y en Jartum la pagan a muy, muy buen precio. —Les guiñó un ojo con picardía—. La vida de un camionero es muy dura, y donde quiera que se esconda una libra hay que saber buscarla.

Se retiró luego a un extremo del bosquecillo a atiborrarse de las «exquisiteces» que guardaba en una enorme caja metálica cerrada con un herrumbroso candado, y ni aun por asomo se le ocurrió invitar a nadie, pese a que resultaba evidente que los niños apenas habían probado bocado en todo el día.

Cuando al fin se dio por satisfecho, extrajo de debajo de su asiento un moderno rifle dotado de una larga mira telescópica y, haciendo un imperceptible gesto de despedida con la mano, extendió un pringoso colchón en la parte alta del vehículo y comenzó a roncar sonoramente.

El rencoroso Askia comentó en voz baja que tenía la intención de mearse en las cazuelas como represalia contra un desaprensivo que no dudaba en devorar cuando un puñado de chiquillos no podían hacerlo, pero la señorita Margaret le disuadió haciéndole comprender que sería injusto pretender que, por lo que le había pagado, aquel hombre no sólo les transportara, sino que incluso tuviera que compartir con ellos sus alimentos.

—Este lugar no es como nuestro valle —le hizo notar—. Aquí la comida es un bien escaso, incluso para el dueño de un camión. Es muy probable que haya traído las provisiones justas para regresar a su casa, y por lo tanto no está en disposición de compartirlas o se arriesgaría a morir de hambre por el camino.

—¿Y nosotros…? ¿Nos moriremos de hambre? —quiso saber Ifat, un chicuelo que tenía fama de ser el más rebelde de la clase y aun de la aldea, pero al que se le diría sumido en una profunda depresión de la que resultaba imposible rescatarle.

—Espero que no —fue la tranquilizadora respuesta—. Estoy convencida de que si tenemos fe, el Señor nos echará una mano.

—¿Como a los refugiados del campamento? —inquirió el otro con marcada intención—. ¿Por qué habría de ayudarnos a nosotros si no les ayuda a ellos?

—Tal vez porque nosotros creemos más en él —susurró la señorita Margaret—. Por el momento, ellos siguen allí y nosotros hemos tenido la suerte de que nos lleven hacia el norte. Cuando crucemos la frontera habremos dejado atrás esta tierra inhóspita y encontraremos lugares que se parecen a Etiopía, con bosques y praderas por los que corren toda clase de animales…

¿Y cuándo cruzaremos la frontera?

—Muy pronto, supongo. —La maestra hizo un esfuerzo por animarles—. Mubarak asegura que en cuanto lleguemos a las orillas ya no habrá lajas de piedra y la pista se hará mucho más practicable. —Atrajo hacia sí a la «Reina Belkiss» para que se recostara sobre su regazo—. Avanzaremos a toda velocidad y en un par de días llegaremos a las grandes praderas y a los bosques.

Quisieron creerla, puesto que ninguna otra cosa mejor podían hacer que alimentar la esperanza de que muy pronto abandonarían aquella desolada planicie pedregosa que más que un paisaje africano parecía el vertedero en el que Dios decidió arrojar los materiales de desecho que le quedaron tras la creación del continente.

Nada había allí más que piedras, espinas, y una tierra gris y polvorienta que se fijaba en la garganta, obligando a carraspear continuamente, todo ello a unas temperaturas que solían rondar los cincuenta grados centígrados, puesto que colindando con el inmenso Sáhara, y aislada de la beneficiosa influencia del océano por el alto macizo abisinio, la gran depresión sudanesa tenía fama de ser en ciertas épocas del año muchísimo más calurosa aún que el mismísimo desierto.

Era aquél un lugar olvidado de Dios y por el que nadie parecía sentir interés alguno; una de esas regiones del planeta sin razón de existir, y en la que únicamente serpientes, escorpiones y lagartos parecían tener una mínima esperanza de sobrevivir.

Pese a que no se advertía un solo accidente en cuanto alcanzaba la vista, no corría ahora ni una gota de viento, por lo que aquella primera noche resultó agobiante y silenciosa, como si el vacío del lugar alejase los peculiares rumores de las noches africanas, lo que contribuyó a desasosegar aún más el ánimo de los pequeños, si es que ello resultaba de algún modo posible.

El alba trajo no obstante una hermosísima sorpresa, puesto que cuando aún las luces no conseguían despegarse por completo de su carga de sombras, el somnoliento Ajím Bikila, que ese día montaba la última guardia, advirtió, incrédulo, que una imprecisa forma se movía a poco más de cien metros de distancia.

Empuñó con fuerza su arma temiendo que pudiera tratarse de una fiera que merodeaba a la espera de caer sobre una de las cabras, o incluso sobre un niño, pero al poco advirtió que se trataba de un solitario macho de órice de pelaje muy claro y largos cuernos en forma de cimitarra.

El corazón le dio un vuelco.

El animal tendría la envergadura de un asno pequeño y aparecía totalmente ensimismado en la tarea de ramonear una mancha de hierba cubierta de rocío, por lo que al pobre Ajím se le aguó la boca al calcular la ingente cantidad de carne fresca que podría obtenerse de semejante bestia.

Llegó no obstante a la lógica conclusión de que poco daño podría causarle con su vieja escopeta de cartuchos, por lo que, dejándola a un lado, se arrastró sigilosamente hasta el camión para trepar a su parte posterior por un punto en que el animal no podía verle.

Colocó una mano sobre la boca del resoplante Mubarak Mubara, y cuando éste abrió los ojos aterrorizado, le hizo senas para que guardara silencio.

Luego le indicó que atisbara hacia afuera.

El gordo obedeció y sin poder evitarlo hizo que su lengua girase claramente en torno a sus labios.

Sin emitir el más mínimo rumor ni hacer un solo movimiento brusco, tomó su potente rifle, lo montó, y apoyándolo en el borde de la carrocería, ajustó la mira telescópica y pasó más de un minuto apuntando hasta tener la absoluta seguridad de que no erraría el disparo.

Ajím temblaba de excitación.

Cuando Mubarak Mubara apretó el gatillo, los niños dieron un salto y algunos gritaron atemorizados, pero su expresión cambió en cuanto advirtieron cómo Ajím corría con un afilado machete en la mano, para llegar junto al órice, girarle la cabeza en dirección a la Meca y degollarle pronunciando las palabras rituales.

Nadie podría asegurar si el animal aún respiraba en el momento en que se llevó a cabo la ceremonia, pero tampoco nadie se preocupó en exceso por tal detalle, puesto que lo que en verdad importaba era el hecho de que allí habían caído más de sesenta kilos de carne aprovechable.

Fue un auténtico banquete.

Niños y adultos se concentraron en torno a la hoguera en que la bestia se asaba a fuego lento clavada cuan larga en una estaca, y hubo risas y bromas al escuchar los incontrolables rugidos que emitían la mayoría de los hambrientos estómagos.

Por último, la señorita Abiba cortó las porciones, y durante casi media hora no se percibió más rumor que el de las ansiosas mandíbulas.

Al reanudar el viaje todos cantaban.

Y en esta ocasión no cantaban para espantar sus miedos, sino porque aquel hermoso animal, cuya cornamenta Mubarak pensaba «vender a buen precio» en Jartum, había hecho renacer sus esperanzas, ya que la señorita Margaret, que todo lo sabía, aseguraba que en su camino hacia la lejana tierra de promisión encontrarían otros muchos órices semejantes que les calmarían el hambre y les levantarían el espíritu.

Sin embargo en los dos días que siguieron no advirtieron ni el más mínimo rastro de ser viviente alguno.

El viaje se fue haciendo cada vez más lento y trabajoso, puesto que se diría que los destrozados neumáticos habían dado ya todo lo que tenían que dar de sí y no soportaban más remiendos, por lo que a cada rato reventaban casi espontáneamente.

Luego, durante las más pesadas horas del tercer día, advirtieron cómo el horizonte comenzaba a oscurecerse, y, a medida que avanzaban, fueron descubriendo que se debía a los cortos vuelos de millones y millones de enormes saltamontes que venían hacia ellos y que muy pronto comenzaron a estrellarse contra el parabrisas o a caer sobre los niños que se encontraban en la parte trasera del camión.

¡Alá nos proteja! —exclamó con aire casi divertido Mubarak Mubara—. ¡La plaga!

—¿Qué plaga? —quiso saber la señorita Abiba.

—La langosta.

—Pero no vuelan como langostas. Sólo saltan.

El gordo, que había detenido el vehículo para atrapar uno de aquellos repelentes insectos que parecían como atontados, se lo mostró al tiempo que replicaba convencido:

—Eso es porque aún no han acabado de evolucionar… —señaló la amplia llanura pedregosa que se extendía a su alrededor—. Andaron aquí hace ya tiempo, y ahora las crías comienzan a reunirse y a cambiar de aspecto. Dentro de un par de meses podrán hacer largos vuelos y para entonces serán miles de millones que arrasarán los cultivos allí por donde pasen.

La señorita Margaret se vio obligada a apartar de un manotazo una de aquellas asquerosas criaturas semialadas que se le había posado en la manga mientras exclamaba:

—¡Son repugnantes!

—Pero muy alimenticias —fue la sencilla respuesta—. Éste es el «maná» que salvó a los judíos cuando vagaban por el desierto. ¡Tenemos cena!

—¿Acaso pretende hacernos creer que se comen? —intervino un incrédulo Bruno Grissi, que había es cuchado la conversación desde lo alto del vehículo.

—¡Naturalmente, muchachito! En esta jodida tierra, «de mosquito hacia arriba todo es cacería» —fue la sorprendente respuesta—. Así que todo el que tenga hambre que comience a cazar langostas.

No resultaba en absoluto empresa difícil, puesto que bastaba con agitar un trapo para irlas derribando por docenas, por lo que al cabo de poco más de media hora disponían de un gigantesco montón en el que la mayoría aún se agitaba intentando reiniciar el vuelo.

Mubarak indicó entonces a los muchachos que encendieran un buen fuego y, colocando sobre él una vieja plancha de hierro aguardó a que estuviera casi al rojo para alinear a los repelentes insectos que chirriaban al tostarse.

Cuando al fin decidió que estaban «en su punto», los fue tomando uno por uno para arrancarles de un brusco tirón la cabeza —con lo que les sacaba la mayor parte de las tripas— y metérselos en la boca masticándolos concienzudamente.

—Al principio dan un poco de repelús —puntualizó sonriente.

La señorita Margaret se vio en la obligación de dar ejemplo, por lo que acabó por apoderarse de uno de aquellos repugnantes saltamontes para tragárselo de un golpe.

—¿A qué sabe? —inquirió de inmediato la «Reina Belkiss» con una expresión de asco que incluso consiguió afear el perfecto óvalo de su rostro.

—¿A qué diablos quieres que sepa? ¡A maldito saltamontes! —fue la agria respuesta—. Pero alimenta.

Se diría que, pese a su sacrificio, nadie parecía dispuesto a seguir su ejemplo, pero por fortuna allí estaba como siempre la animosa Zeudí, quien tras reflexionar unos instantes comenzó a descabezar insectos para engullirlos uno tras otro como si se tratara de apetitosos dátiles.

—¡Y a mí que me gustan! —exclamó cuando llevaba ya una docena, agitando una y otra vez la cabeza afirmativamente—. Sobre todo los que están tostaditos. Te dejan un saborcillo amargo…

Lo decía en el tono del gourmet que degusta por primera vez un plato exótico, y al comprobar con qué rapidez desaparecía la primera hornada en el interior de aquella boca que semejaba un pozo sin fondo, los más hambrientos dejaron a un lado sus remilgos para lanzarse decididamente al ataque.

Al fin y al cabo eran proteínas y la mayoría de ellos estaban en pleno desarrollo.

Durante los tres días siguientes se vieron en la obligación de almorzar y cenar únicamente langosta asada o harina de langosta en forma de tortitas, hasta que al fin hizo su aparición una gigantesca extensión de agua blanquecina y limosa sobre la que se reflejaba con violencia el sol, y que se perdía de vista hacia el noroeste en lo que cabría considerar un auténtico océano de agua dulce.

—«El Padre Nilo»… —puntualizó con un cierto tono de orgullo Mubarak Mubara.

—¿El Nilo…? —se asombró la señorita Abiba.

—Así es —admitió el otro—. En esta zona parece un lago porque el terreno es muy plano y no encuentra márgenes que lo contengan, pero aguas abajo se estrecha hasta convertirse en un auténtico río. —Indicó el horizonte—. Creo que al otro lado empieza la República Centroafricana.

—¿Muy lejos?

El gordinflón se encogió de hombros y resultaba evidente que no tenía el menor interés en comprometerse.

—No lo sé —admitió—. Nunca he estado en la otra orilla.

—¿Por qué?

—Es una tierra hostil.

—¿Más que ésta? —se asombró la señorita Margaret.

—Eso dicen… —fue la esquiva respuesta.

Habían llegado al borde del agua, por lo que el sudanés detuvo el motor y saltó a tierra alzando la cabeza hacia los muchachos.

—Podéis bañaros, pero mucho ojo con los cocodrilos —advirtió—. Por lo general prefieren comer pescado, pero puede que haya alguno que no desprecie una pierna de niño tierno.

Sacó luego de una cajita una serie de anzuelos y sedales para que, utilizando como cebo las gruesas lombrices que se escondían en el fango de la orilla, intentaran pescar algo que les permitiera variar su aburrida dieta a base de langosta.

Estaba claro que el sudoroso y grasiento Mubarak Mubara era un hombre perfectamente adaptado al difícil mundo en que le había correspondido vivir y del que sabía sacar todo el provecho posible, lo cual en cierto modo despertaba la admiración de los muchachos que estaban aprendiendo de él trucos y formas de subsistencia que jamás se les hubieran pasado por la mente.

Lo mismo era capaz de desmontar hasta la última pieza del cochambroso motor de su viejo vehículo, como de despellejar con notable habilidad un enorme órice para aprovechar la piel y la cornamenta o encontrar bayas comestibles entre una maraña de zarzas espinosas.

Por todo ello, cuando un par de horas más tarde ocurrió lo que ocurrió, nadie supo reaccionar con la rapidez que exigía la situación, puesto que ni siquiera fueron capaces de dar crédito a cuanto se desarrollaba ante sus ojos.

Los chiquillos habían conseguido pescar una veintena de percas y «tilapias» de mediano tamaño, lo que les proporcionó un magnífico almuerzo acompañado por primera vez en mucho tiempo de agua abundante, y tras la inevitable siesta a la sombra de los arbustos, el gordo le pidió a la señorita Abiba que le ayudara a realizar unos ajustes en el motor.

Alzó el capó con ayuda de una llave inglesa y fue apretando y aflojando tornillos mientras le indicaba a la hermosa muchacha que apagara el contacto o acelerara al máximo en una aburrida operación que ya no despertaba como en un principio la curiosidad de los pequeños, de tal modo que la mayoría continuaron bañándose en las pequeñas charcas que se formaban en las riberas, y a las que resultaba evidente que no podían acceder los cocodrilos sin ser vistos.

Súbitamente, pero con absoluta parsimonia, Mubarak Mubara cerró de nuevo el capó, trepó a la cabina, le rogó a la señorita Abiba que descendiese por el otro lado, y en el momento en que ésta se inclinaba para girar la manecilla, la golpeó en la cabeza con la llave inglesa lanzándola violentamente contra el parabrisas. A continuación embragó y emprendió una veloz huida rumbo al norte.

Fue la estruendoso caída de uno de los bidones de gasolina vacíos, que rodó a causa del brusco tirón, el que alertó a Menelik Kaleb, que aún tuvo tiempo de entrever el ensangrentado rostro de la señorita Abiba resbalando hasta caer sobre el asiento, y la crispada expresión de su captor que en nada se parecía ahora a la del amable Mubarak Mubara que tan bien creía conocer.

Una espesa nube de polvo le envolvió por completo y, cuando ese polvo comenzó a disiparse, el camión se encontraba ya a más de quinientos metros de distancia y aceleraba cada vez más hasta que a los pocos instantes se perdía de vista tras un inmenso cañaveral que avanzaba como una afilada punta de lanza tierra adentro.

Estupefactos, la señorita Margaret y la totalidad de los chiquillos tardaron largos minutos en captar el auténtico significado de lo que acababa de ocurrir, puesto que la magnitud de su tragedia era tal y podía enfocarse desde tantos ángulos que en un principio lo único que consiguió fue confundirles.

En primer lugar les habían arrebatado a un ser muy querido, que formaba una parte importantísima de su singular «familia». En segundo, una persona en la que confiaban les había traicionado de la forma más cruel e ignominiosa, y por último, esa misma persona les había abandonado en mitad de una de las más desoladas regiones del planeta, a orillas de un gigantesco río-mar plagado de bestias sanguinarias.

La mayoría de los niños rompieron a llorar, y hubiera resultado casi imposible discernir por cuál de las muchas razones que tenían para llorar lo hacían, ya que ni siquiera la señorita Margaret, que supuestamente era quien mejor debería conocer sus sentimientos, sabía a ciencia cierta si su dolor era más amargo cuando intentaba imaginar el horrible destino de la señorita Abiba o el incierto futuro que aguardaba al desolado grupo de criaturas que a partir de aquel momento quedaban a su exclusivo cuidado.

—¡Dios de los Cielos! —gemía una y otra vez derrumbada sobre el fango de la orilla—. ¿Por qué permites que esto ocurra? ¿Por qué?

El resto del día permaneció como anonadada y con el aspecto de quien ha recibido un mazazo en la cabeza que le impide razonar, con la vista clavada en la distancia como si aguardara un milagro y la frágil figura de su hermosa y dulce amiga pudiera hacer de nuevo su aparición al final del camino.

Caía la tarde cuando Menelik Kaleb acudió a tomar asiento a su lado y, tras observarla un rato, inquirió como sí en verdad pudiera tener respuesta a sus preguntas.

—¿Por qué ha hecho eso? ¡Parecía un hombre tan bueno…!

—¿Qué puedo decirte? —fue la amarga respuesta de quien sabía que lo ocurrido estaba fuera del alcance del entendimiento de un muchacho tan sensible como aquél—. Tal vez se trate de un violador, o tal vez se la ha llevado para venderla.

—¡Maldito hijo de puta…! —El muchacho extendió la mano en un vano intento de borrar sus palabras—. ¡Perdón! No pretendía molestarla, pero es que no puedo contenerme. ¿Qué es peor: que la viole o que la venda?

—Si la vende, quien quiera que la compre la violará de igual modo —musitó la señorita Margaret con un hilo de voz—. Tal vez pretenda explotarla en los burdeles de Jartum, o tal vez se la lleve a Port-Suakin, que es por donde los traficantes suelen pasar los esclavos a Arabia. —Agitó la cabeza como esforzándose por desechar sus pensamientos—. Odio decir esto —añadió—. Pero cualquiera de las dos opciones se me antojan igualmente espantosas.

—¿Y si no la vende?

—En ese caso tal vez la abandone en mitad del desierto cuando se canse de ella. —Le miró a los ojos como si por primera vez hablara con él como con un adulto—. No sé mucho de esto —musitó—. No mucho más que tú, porque allá en la aldea estas cosas jamás ocurrían.

—¿Sigue creyendo que hicimos bien en marcharnos?

La señorita Margaret negó con la cabeza como aceptando su responsabilidad sobre cuanto había ocurrido.

—No. No lo creo —replicó con calma—. En aquel momento me pareció que cualquier cosa era mejor que quedarnos a esperar que los soldados nos pasaran a cuchillo, pero fue porque ni por lo más remoto me pasó por la mente que el mundo exterior fuera así.

—¿Y «todo» es así? —aventuró con manifiesta aprehensión el atemorizado muchacho.

—Espero que no —fue la contestación de quien ya no parecía segura de nada—. Si «todo» fuera así, lo mejor que podríamos hacer es tirarnos de cabeza al río —musitó—. Padecer tanto para encontrar en nuestro camino lugares como el campamento de refugiados o tipos como ese canalla, no valdría la pena.

¿Y qué vamos a hacer ahora?

Le observó de hito en hito como si creyera que se estaba burlando de ella.

—¿Y aún me lo preguntas? —quiso saber—. Hasta el presente lo único que he hecho ha sido cometer errores arrastrándoos por selvas, montañas y desiertos. —Lanzó un hondo suspiro de pesar—. Creo que va siendo hora de que sea otro quien asuma la responsabilidad.

—¿Quién?

—¿Por qué no tú, que eres el mayor?

Menelik Kaleb hizo un claro gesto de rechazo al tiempo que chasqueaba la lengua.

—Usted continúa siendo la más capacitada —le hizo notar—. Y si las cosas no han salido bien no es culpa suya… —le colocó la mano sobre la rodilla con un gesto que tanto podía significar cariño como de seos de tranquilizarla—. Por lo que a mí respecta —añadió—, prefiero haber abandonado la aldea.

—¿Por qué?

—Porque vi el cadáver de mi hermano y me consta que contra esos bárbaros no se puede hacer nada.

Aquí sin embargo podemos luchar.

—¿Cómo?

—No lo sé, pero ese cerdo de Mubarak me enseñó algo importante: incluso en esta tierra inhóspita se puede sobrevivir si sabes ingeniártelas. Si se pueden comer saltamontes, hacer funcionar ese montón de chatarra, y sacar dinero de la savia de un arbusto, se puede conseguir cualquier cosa. —Hizo un amplio gesto hacia el inmenso río—. Nuestro principal problema era el agua, y ahora tenemos agua de sobra.

Saldremos adelante —concluyó con una envidiable seguridad en lo que decía—. Llegaremos a la República Centroafricana, y si allí no nos quieren seguiremos hasta encontrar un sitio en que quedarnos.

—Tienes madera de líder —señaló ella dulcemente—. Siempre lo supe y es ahora cuando más necesito confirmarlo.

—De lo que tengo madera es de desesperado —puntualizó el chicuelo con un cierto humor—. La vida es lo único que nos han dejado, y por lo que a mí respecta estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por conservarla.

El miedo y el valor suelen ser sentimientos contagiosos, y al igual que el pánico puede asentarse en el corazón de una comunidad consiguiendo que se destruya a sí misma, la decisión engendra decisión, y cuando al amanecer del día siguiente Menelik Kaleb gritó que había llegado el momento de ponerse en marcha por muy deprimidos que estuvieran los ánimos, la mayoría de los chicos le siguieron obligando a ponerse en pie a puntapiés a aquellos que alegaban que era preferible quedarse a esperar a que un improbable camión les recogiera.

¡No hay camión que valga! —fue el seco alegato de Menelik Kaleb—. Hasta el momento no nos hemos tropezado con ninguno, y es más que probable que ningún otro vuelva a pasar en meses. Lo que tenemos que hacer es cruzar el río, y lo cruzaremos.

—¿Cómo?

—Aún no lo sé, pero lo averiguaré.

Lo dio en el tono de quien abriga el convencimiento de que lo conseguirá cueste lo que cueste, aunque cabría preguntarse de dónde nacía tal seguridad si estaba claro que no existía ni una sola razón que respaldara tal aserto, Iniciaron la marcha bordeando aquel caldeado mar refulgente por el que descendían enormes masas de nenúfares sobre los que se posaban altas grullas de pico amarillento, y al alcanzar el espeso cañaveral que se adentraba más de cinco kilómetros en la orilla derecha, descubrieron una familia de gigantescos hipopótamos que asomaban apenas los hocicos sobre la superficie del agua.

—¿Se comen? —quiso saber Zeudí.

—Es posible —admitió Ajím Bikila—. Pero lo que nos debe preocupar ahora es si «ellos» nos pueden comer a nosotros.

Al mediodía hicieron su aparición tomando el sol sobre la orilla los temidos cocodrilos a los que se había referido el gordo Mubarak, y, aunque dieron un amplio rodeo para evitarlos, resultó evidente que los adormilados saurios no demostraban tener el más mínimo interés en su presencia, limitándose a observarles sin tan siquiera girar la cabeza para seguir sus pasos.

Llegó luego un momento en el que el cañaveral se convirtió en una especie de muro que impedía ver el agua, aunque a decir verdad no se trataba de cañas propiamente dichas, sino de una espesísima masa de altos tallos de papiro coronados por delgados filamentos en forma de abanico que se balanceaban al menor soplo de viento.

Poco más tarde avistaron una alborotadora familia de papiones perrunos, y la señorita Margaret opinó que había llegado el momento de emplear un nuevo cartucho, por lo que le dio permiso a Ajím para que intentara abatir al menos un par de ellos de un solo disparo.

Por fortuna se trataba de bestias que raramente debían tener contacto con seres humanos, por lo que no demostraron excesiva hostilidad ni hicieron la menor intención de asearse cuando el muchacho se aproximó a menos de diez metros de distancia para disparar tranquilamente sobre el grupo más compacto.

La cena fue abundante pero triste, puesto que todos echaban de menos a quien había ejercido la mayoría de las veces como cocinera, y más de uno se preguntó dónde podría estar en aquellos momentos la siempre dulce y cariñosa señorita Abiba, si es que aún seguía con vida.

Cuando allá en la aldea los hombres se reunían a charlar en la Casa de la Palabra, se contaban a veces viejas historias de los salvajes tiempos en que los montañeses tenían la costumbre de raptar muchachas que más tarde vendían a los mercaderes de esclavos, pero eso era algo que casi había pasado al olvido desde que el Emperador impuso la pena de muerte a los esclavistas, considerando todo tipo de rapto como una forma de esclavitud. Los diversos y casi incomprensibles cambios políticos que habían seguido al derrocamiento del Emperador, y sobre todo la posterior y sangrienta guerra civil en la que los nuevos conceptos de ley y orden parecían haber sido de igual modo exiliados, estaban propiciando hasta cierto punto que las tribus más primitivas retornaran a sus casi olvidados hábitos, pero eso había sido siempre cosa de montañeses, impensable en un musulmán civilizado que reza a diariamente a Dios y era capaz de arreglar un complejo motor.

¿Qué necesidad tenía un hombre tan rico como para ser dueño de un camión, de raptar a una muchacha para venderla por un puñado de libras sudanesas?

—Lo he estado meditando y he llegado a la conclusión de que ojalá sea ése su destino —puntualizó esa noche la señorita Margaret cuando se quedó a solas con los chicos mayores—. Si la vende como esclava, conseguirá salir adelante porque es bonita, culta e inteligente. —Lanzó un leve suspiro—. Es posible que incluso la dediquen a enseñar a los hijos de algún jeque, con lo cual su destino sería mejor que el nuestro. —Introdujo los dedos en el pajizo cabello de Bruno Grissi, echándoselo hacia atrás en un vano esfuerzo por alisárselo—. Lo que en verdad me inquieta es que ese canalla de Mubarak sea un sádico.

—¿Qué es un sádico? —inquirió de inmediato Ajím Bikila.

—Un hombre que maltrata a las mujeres.

—¿Por qué?

—Porque de ese modo experimenta el placer que no es capaz de sentir como un hombre normal. —Sonrió con amargura—. Pero no me hagáis mucho caso; probablemente yo sea la persona que menos sabe de esas cosas.

—Usted lo sabe todo —se apresuró a replicar Menelik Kaleb—. Al menos todo lo que yo sé lo he aprendido de usted.

—Eso es muy cierto —fue la respuesta—. Pero lo que también es cierto es que «nuestro todo» era muy pequeño, y no nos hemos dado cuenta hasta que nos hemos visto obligados a salir de la aldea.

—Siempre podremos aprender.

La señorita Margaret dedicó la más dulce de sus sonrisas a Ajím, que era quien había hecho semejante afirmación.

—Tendréis que aprender muy aprisa —musitó—. Muchas vidas dependen de ello, y en esta ocasión ya no puedo daros con la regla en los nudillos.

—Ya no hará falta —replicó muy serio Bruno Grissi—. Ya no somos niños.

—Me he dado cuenta —admitió ella alargando la mano para pellizcarle la mejilla—. Ya sois tres hombres, y tres hombres muy valientes que vais a salvarnos a todos. ¡Lo conseguiremos! —concluyó con voz firme—. Cruzaremos ese río por muy ancho que sea y encontraremos un lugar en que vivir en paz todos juntos.