Era como una temblorosa línea oscura, o dientes de sierra que se recortasen contra un cielo de un azul casi blanco, y a medida que se aproximaban advirtieron que no se trataba de un nuevo accidente del terreno, sino que al fin habían llegado a un lugar habitado: el primero que veían desde que abandonaran su aldea en las montañas.
El hambre, la sed, el sol y la fatiga les vencían, pero el hecho de distinguir seres humanos les inyectó nuevos bríos, por lo que una vez más los mayores cargaron sobre los hombros a los más pequeños en un último esfuerzo por alcanzar una salvación que tenían casi al alcance de la mano.
No se distinguía rastro alguno de los temidos soldados y el lugar parecía tranquilo, pese a lo cual muy pronto resultó evidente que no se trataba de una pacífica aldea de agricultores, sino que se estaban aproximando a un gigantesco campamento de agresivos pastores sudaneses.
La atribulada señorita Margaret hizo de tripas corazón, intentando convencerse a sí misma de que por muy sudaneses que fueran y por mucho que aborrecieran a los etíopes, se trataba de seres humanos que acabarían por apiadarse de un grupo de niños que llevaban semanas vagando por montañas y desiertos.
¡Vamos, vamos…! —animaba a quienes se quedaban rezagados—. ¡Ya falta muy poco!
Aceleraron aún más el paso, tropezando y cayendo, y faltaba en verdad «muy poco» para alcanzar las primeras tiendas de campaña cuando comenzaron a escuchar los llantos de los niños y a distinguir los rostros de los hombres y mujeres que allí se amontonaban, aunque más que auténticos hombres y mujeres cabría considerarles cadáveres ambulantes, puesto que no eran ya más que cuarteados pedazos de negra y remendada piel cubriendo maltrechos esqueletos cuyas cuencas aparecían ocupadas por inmensos ojos a punto de salírseles de las órbitas.
La mayoría ni tan siquiera tenía fuerza para moverse, tan secos y famélicos que cuatro juntos no pesarían lo que le hubiera correspondido pesar a una sola persona de su estatura.
A los horrorizados recién llegados les asaltó la sensación de haber penetrado por error en el recinto de un monstruoso camposanto en el que se hubiera dado permiso a los difuntos para abandonar de momento sus tumbas, y si no era en verdad así, se debía más que nada al hecho de que muchos de aquellos infelices agonizaban y resultaba evidente que un muerto jamás podría agonizar por segunda Vez.
Menelik Kaleb y Bruno Grissi, que parecían convencidos de haberlo visto todo tras haber sido testigos de la masacre que acabó con su aldea, intercambiaron una larga mirada de desconcierto, como tratando de convencerse el uno al otro de que lo que estaban viendo no era una pesadilla, mientras que algunos de los niños más pequeños unieron sus llantos a los miles de llantos infantiles que surgían de todos los rincones, porque el terrible aspecto de aquellos moribundos les imponía aún más terror que las mismísimas hienas rondando en las tinieblas.
—¡Cielo Santo! ¿Qué es esto?
—Un campamento de refugiados, señora —fue la respuesta del agotado doctor al que la señorita Margaret acudió a pedir ayuda en cuanto descubrió la bandera de la Unicef ondeando sobre la mayor de las tiendas de campaña—. Somalíes, etíopes, sudaneses y ruandeses que huyen de las guerras, la sequía y las hombrunas, y que han llegado hasta aquí en un desesperado intento por cruzar Kenia —agitó la cabeza con pesimismo—. Pero Kenia ya no acepta más refugiados.
—¿Por qué?
—¡Porque son miles, señora! Y si me apura diría que millones, ahora que los tutsis y los hutus han empezado a masacrarse nuevamente —lanzó un incomprensible reniego—. Aunque lo cierto es que la mayoría no conseguirían sobrevivir ni aunque atravesasen las fronteras del Edén —señaló a un hombre muy alto que aparecía tumbado en un camastro, y que pese a su estatura no pesaría más allá de treinta kilos—. ¡Mírelo! —pidió—. No tengo con qué alimentarlo, pero si lo tuviera tampoco conseguiría salvarlo. ¿Qué importa entonces que se muera aquí o al otro lado de la frontera? El hambre, la disentería, la tisis, la lepra, y ahora ese maldito sida se los llevan como briznas de paja arrastrada por el viento.
—¿Qué es el sida?
El médico, un holandés barbudo y harapiento que tenía todo el aspecto de no haber tenido tiempo de comer, bañarse o conciliar el sueño en meses, la observó con sus cansados ojos enrojecidos por la fatiga e inquirió desconcertado:
—¿De dónde sale usted?
—De una aldea de las montañas de Etiopía.
—¿Y cuánto tiempo lleva allí?
—Cuarenta años.
Si no hubiera estado tan agotado, tal vez el mugriento holandés habría sonreído, pero todo lo que consiguió fue perfilar una mueca al comentar:
—Ahora lo entiendo.
—¿Me explicará entonces lo de esa enfermedad?
—Me encantaría, señora —fue la fatigosa respuesta—. Pero ni yo mismo lo tengo muy claro. —Se encogió de hombros—. Lo único que puedo decirle es que como siga extendiéndose, pronto este hermoso continente no será más que un inmenso hospital. —La observó de arriba abajo, como si la viera por primera vez—. Y ahora dígame en que puedo ayudarla.
La señorita Margaret señaló hacia la señorita Abiba, el grupo de niños, y las dos escuálidas cabras que aguardaban en la amplia explanada.
—Arrasaron su aldea matando a todos sus familiares y pretendo llevarlos a un lugar en que estén a salvó.
El otro observó uno por uno a los chiquillos, aspiró con ansia de su curva cachimba pese a que resultaba evidente que se encontraba vacía y lo único que tragaba era aire con un ligero sabor a tabaco, y por último replicó desabridamente:
—Conseguiré que usted y los tres blancos pasen a Kenia y se ocupen de repatriarlos —abrió las manos en un claro gesto de pesar—. Desgraciadamente, por los demás no se puede hacer nada.
—¿Por qué?
—Porque las autoridades se muestran muy estrictas en lo que se refiere a los niños —replicó con acritud—. Han llegado a la conclusión de que la falta de alimentos les ha afectado el cerebro y en su mayoría son ya retrasados mentales sin recuperación posible. —Su tono se hizo casi patético—. «Poco más que plantas», aseguran, y por lo tanto es preferible dejar que se extingan y tratar de salvar a la siguiente generación.
—Los míos están sanos —le hizo notar la señorita Margaret.
—Lo supongo, pero no creo que en la frontera encuentre a un solo funcionario dispuesto a determinar qué niños tienen derecho a vivir y cuáles no —le hizo notar el fatigado doctor sin inmutarse—. Sus órdenes son muy estrictas, y no se jugarán el puesto estúpidamente.
—¿Cómo puede ayudarnos entonces? —quiso saber ella—. Mi intención era llegar al mar y que algún barco nos recogiera.
—¿Para dirigirse adónde?
—No lo sé. Tal vez a Europa.
—En ningún país europeo aceptan negros, señora, —le hizo notar el otro—. Se esconden en las bodegas de los cargueros, pero en cuanto llegan a puerto los deportan. Y en cierto modo no les falta razón, puesto que saben que uno de cada cuarenta es portador del sida. —Volvió a aspirar el aire de su cachimba y añadió pesimista—: ¡Olvídese del mar! Mande a los blancos a Kenia y búsqueles un nuevo hogar a los otros, aquí, en África. —Chasqueó la lengua en un gesto de fastidio—. El resto del mundo no los quiere.
—¿En qué parte de África?
—No tengo ni la menor idea —fue la honrada respuesta—. Pero tiene que ser lejos de esta región, donde todo son odios, guerras, enfermedad, sequías y hombrunas.
La señorita Margaret no supo qué responder, y durante unos larguísimos minutos permaneció como ausente, agobiada por el hecho de que la realidad resultaba muchísimo más amarga de cuanto había imaginado, y todas sus esperanzas de salvación se diluían.
Otra mujer cualquiera hubiese roto a llorar de impotencia, pero la señorita Margaret había llegado tiempo atrás a la conclusión de que las lágrimas no salvarían a «sus niños», y acabó por musitar con un hilo de voz:
—Tendré que pensarlo.
El holandés posó su gigantesca y sucia manaza sobre el antebrazo de la maestra al tiempo que con un ademán de la cabeza señalaba hacia afuera.
—¡No lo piense! —exclamó—. No tiene tiempo. Sus chicos están agotados pero aún se mantienen en pie. —Señaló al hombre que agonizaba en el camastro—. Y observe a los que están aquí. Ya no les queda la más mínima esperanza porque hace semanas que no recibimos provisiones. Necesitaríamos trece mil millones de dólares anuales para paliar el hambre de esta gente pero no tenemos de dónde sacarlos. Es más, le confesaré que únicamente siete de cada cien dólares que conseguimos llega hasta aquí. El resto lo roban por el camino políticos corruptos y funcionarios desalmados. —Lanzó un nuevo reniego en holandés—. ¡Dios…! A veces tengo la impresión de que esto no es un campamento de refugiados, sino más bien un campo de exterminio.
—¡Pero necesitamos descansar! —protestó ella.
—Aquí no hay más descanso que el eterno —fue la cruel respuesta—. ¡Márchese! —insistió amenazándola con el dedo—. Si no lo hace, me veré obligado a echarla por su propio bien.
—¿Y hacia dónde nos dirigiremos?
—Al noroeste, supongo. Con la guerra de Ruanda las autoridades del Zaire estarán muy alertas. Quizá lo más seguro sería la República Centroafricana. Su frontera con Sudán no está excesivamente vigilada, y con un poco de suerte podrán cruzarla.
—¿Y una vez allí?
—Sobrevivirán. —El delegado de Unicef se encogió de hombros al tiempo que, cansado de chupar aire, dejaba sobre la mesa la inútil cachimba—. Por difícil que se presente su destino siempre será mejor que el que les aguarda aquí. —Alzó la mano al tiempo que señalaba al hombre del camastro—. Guarde silencio —pidió—. Está a punto de morir y lo menos que podemos hacer es respetar su agonía.
Se quedaron muy quietos observando como aquel despojo humano hacía desesperados esfuerzos por respirar mientras les observaba a su vez con unos ojos que parecían más grandes que todo su cuerpo, y tras un largo estertor seguido de un leve estremecimiento, se quedó muy quieto, mientras la máscara de dolor que había sido su rostro hasta ese instante se distendía en lo que pareció una sonrisa de paz y agradecimiento.
El holandés fue a buscar una sucia lona y cubrió con ella el cadáver, sobre el que trazó la señal de la cruz al tiempo que comentaba:
—Para la inmensa mayoría de los africanos ya sólo existen dos momentos felices: el de nacer, y el de morir.
—¿Y hasta cuándo va a ser así?
—Me temo que hasta siempre. Calculamos que la población del continente se triplicará en menos de cuarenta años, mientras que cada diez años los africanos son un veinte por ciento más pobres. —Lanzó un resoplido—. Como puede ver, las cifras no son en absoluto esperanzadoras, sino más bien todo lo contrario.
A la caída de la tarde la señorita Margaret condujo a los niños al pie de un baobab que se alzaba a unos trescientos metros de distancia de las últimas tiendas del campamento y, tras observarlos uno por uno, les contó con todo lujo de detalles y sin omitir ningún dato importante, su conversación con el holandés.
Al concluir guardó silencio unos instantes, lanzó un hondo suspiro y comentó:
—Creo que tiene razón y lo mejor que podemos hacer es marcharnos.
—Pero yo no pienso ir a Kenia —puntualizó de inmediato Bruno Grissi—. No conozco a nadie en Kenia.
—Escucha —replicó con firmeza su maestra—. Ya supongo que no conoces a nadie en Kenia, pero vuestros padres eran italianos y el consulado de Italia en Nairobi se encargará de buscar a vuestra familia. —Hizo un gesto con las manos que en realidad no significaba nada—. ¡Algún pariente tendréis, digo yo!
—Jamás nos hablaron de ellos —fue la rápida respuesta—. Mi padre contaba que se crió en Parma pero ni siquiera era de allí. —Alzó las cejas como en un cómico interrogatorio—. ¿Cuántos Grissi puede haber en Italia? —inquirió—. ¿Y cuál de ellos estaría dispuesto a cargar con tres niños semisalvajes? —Se diría que estaba a punto de echarse a llorar—. Ésta es ahora nuestra familia. Perdimos una y no puede obligarnos a perder otra.
—¡Pero es que no sabemos cuál es nuestro destino…! —le hizo notar la señorita Margaret.
—Nosotros tampoco. —Bruno observó a sus hermanos como pidiendo que le respaldaran—. Y preferimos seguir con vosotros. Si fuéramos a Italia acabaríamos en un orfelinato —concluyó.
La señorita Margaret observó los rostros de Mario y Carla Grissi y pareció leer en sus ojos la misma determinación y el mismo miedo, por lo que señaló sin comprometerse:
—¡Está bien! —masculló—. Lo pensaré esta noche y mañana tomaré una decisión.
Durmieron formando un círculo para dejar en su interior las cabras, puesto que aunque la mayoría de los refugiados parecían incapaces de dar un paso, habían advertido la insistencia con que algunas madres dirigían sus miradas a las tristes ubres del único animal que aún parecía capaz de proporcionar unas gotas de leche.
Esa leche podría prolongar la vida de un niño hasta la llegada de un nuevo convoy de alimentos, y pese a que resultaba evidente que ni un millar de cabras bien cebadas bastarían para salvar a aquellas esqueléticas criaturas, sabido es que el amor de una madre no atiende a razones, por lo que cada hora que consiguiesen prolongar la vida de sus hijos significaba una hora más de esperanza.
Encendieron una gran hoguera y los tres chicos mayores se pasearon arriba y abajo mostrando sensiblemente la escopeta para que nadie cayese en la tentación de asaltarles.
Nadie les asaltó, pero al amanecer descubrieron a una mujeruca sentada sobre una piedra con un lloriqueante bebé entre los brazos.
Hablaba un idioma extraño que nada tenía que ver con el amárigo de los etíopes y que probablemente fuera somalí, o alguno de los innumerables dialectos sudaneses, pero no había que esforzarse en absoluto para comprender que lo que pedía era leche para su pequeño.
La señorita Margaret observó el gimiente montón de huesos que por algún extraño milagro aún conservaba un hálito de vida, y su vista se posó más tarde en los flácidos pechos de su madre, que eran como dos odres de los que toda savia vital hubiese escapado tiempo atrás.
Evocó los hermosos pechos de las matronas de la aldea, que habían sido siempre fuentes de leche capaces de alimentar a sus mocosos hasta que cumplían los tres años, y se preguntó cómo era posible que aquel continente antaño exuberante se estuviese encaminando hacia un final tan espantoso.
Comprendió la inutilidad de entregarle a aquella infeliz la poca leche que quedaba y que tanta falta le estaba haciendo a los más pequeños, pero comprendió también que si no se la daba pasaría el resto de su vida arrepintiéndose por haberle negado a un niño, aunque se tratase prácticamente de un cadáver, su postrera esperanza de sobrevivir.
—Ordeña la cabra —ordenó a Zeudí, y ante el ademán de protesta de Ajím Bikila añadió secamente—:
Al fin y al cabo no hay suficiente para todos.
Era en verdad a penas un cuenco de un líquido aguado con el que la criatura se atraganto una docena de veces, y resultó evidente que obligársela a beber era tanto como derramarla sobre la pedregosa llanura, pero aun así se sintieron aliviados cuando la mujer besó con lágrimas en los ojos la mano de la señorita Margaret para alejarse al campamento como si fuera oro lo que llevaba en brazos.
—¡Que Dios la proteja! —musitó la señorita Abiba—. ¡Que Dios nos proteja a todos!
Se disponían a reanudar la marcha cuando advirtieron que el holandés llegaba agitando los brazos y con una alegre sonrisa en su rostro barbudo y macilento.
—¡Tengo buenas noticias! —exclamó jadeante al detenerse—. Un camión regresa al norte, y el dueño está dispuesto a llevarles hasta la frontera con la República Centroafricana por muy poco dinero.
—No tenemos dinero —replicó en el acto Menelik Kaleb.
—¿Nada?
La señorita Margaret negó con un gesto con el que parecía querer indicar que podían registrarla.
—Lo que no se llevaron los soldados se quemó —dijo.
—¡Mierda! —no pudo evitar exclamar el otro decepcionado—. Conozco a Mubarak y no les llevará gratis. ¿No tienen algo de valor con que pagarle…?
—Yo tengo estos pendientes —ofreció de inmediato la señorita Abiba llevándose la mano al lóbulo de una oreja—. Son de oro.
No era mucho lo que consiguieron reunir entre todos, y al observar lo menguado del botín, el buen hombre se despojó del pesado reloj que lucía en la muñeca.
—¡Qué carajo! —exclamó—. Aquí nunca miro la hora. Espero que se conforme.
Echó a correr de regreso al campamento y, tras una larga discusión con un seboso sudanés al que aquel conjunto de baratijas no parecían convencer, le firmó un vale por mil libras a cobrar en un lejano futuro, por lo que regresaron en un desvencijado camión hasta donde aguardaba el grupo.
Ninguno de los chicos se había subido jamás a un vehículo mecánico, y aquél era el primero que veían de cerca, por lo que cuando treparon a él lo hicieron con una curiosa mezcla de excitación y miedo, casi asombrados por el hecho de que un rugiente montón de chatarra fuese capaz de moverse por sí solo.
En el momento en que Bruno, Mario y Carla Grissi hicieron ademán de encaramarse, el holandés los detuvo con un gesto y se volvió a la maestra.
—Habíamos quedado en que sería mejor que se fueran a Kenia.
La señorita Margaret negó con un casi imperceptible ademán de la cabeza.
—En estos momentos nadie puede saber qué es lo mejor —dijo—, y prefieren venir.
—Asume una gran responsabilidad —le hizo notar su interlocutor.
—Ya la he asumido —fue la respuesta—. Y no veo por qué tendría que hacer distinciones entre blancos y negros.
—Lo quiera o no, en África los blancos siempre serán blancos, y los negros, negros —puntualizó el buen hombre en tono fatalista—. Usted ha vivido demasiado tiempo aislada y entiendo que le cueste aceptarlo, pero serán los propios indígenas los primeros en recordárselo. —Extendió la mano y apretó la de ella con afecto—. De todas formas le deseo mucha suerte. Va a necesitarla.
La señorita Margaret sonrió abiertamente al tiempo que le guiñaba un ojo.
—No se preocupe —dijo—. Toda la ración de buena suerte que debían proporcionarme al nacer permanece intacta y ha llegado el momento de utilizarla.
—Es usted una mujer de mucho coraje.
—Cuando eres soltera y de repente te conviertes en madre de un montón de niños, el coraje es como la lavativa al estreñido: lo único que de veras lo alivia. —Agradeció con un gesto que le ayudara a subir a la cabina del camión junto a la señorita Abiba y el conductor y añadió—: Y gracias por todo.
—Ha sido un placer.
Cerró la portezuela y se dirigió al gordo, que había puesto ya el motor en marcha.
—Conduce con cuidado —pidió.
El sucio sudanés, que se cubría hasta los ojos con un turbante que años atrás debió de ser blanco, lanzó un leve gruñido de asentimiento.
—Si no condujera con cuidado por esos caminos del demonio, éste trasto se desintegraría…
Tenía razón el gordo, que respondía al sonoro nombre de Mubarak Mubara, puesto que lo que él denominaba «camino» no eran más que un conjunto de profundas rodadas de otros vehículos, que se habían ido abriendo paso por entre rocas, arbustos y matojos de una forma en apariencia tan caprichosa que, con frecuencia, para llegar de un punto a otro recorrían más del doble de la distancia que se podía medir en línea recta.
—¿Por qué hace eso? —quiso saber al cabo de dos horas de insoportable traqueteo la maltratada maestra—. Parecemos borrachos.
—Es por las lajas, miss —fue la seca respuesta.
—¿Las lajas? ¿Qué lajas?
—Las que se ocultan bajo tierra —señaló el otro—. Por culpa de la guerra no podemos viajar por las pistas de siempre, y este terreno está plagado de lajas de piedra que rajan los neumáticos como si se tratara de cuchillos. —Negó una y otra vez con la cabeza—. Y se pierde más tiempo cambiando las ruedas y poniendo parches que dando rodeos para evitarlas.
Como si sus palabras hubieran sido premonitorias o «los demonios del camino» quisieran darle la razón, a los pocos minutos se escuchó un sonoro estampido, el vehículo dio un bandazo, y Mubarak Mubara lo detuvo al tiempo que lanzaba una larga retahíla de denuestos.
—¡Ya empezamos! —concluyó al tiempo que saltaba al suelo.
Los niños aprovecharon para hacer sus necesidades y las cabras para triscar un poco de la rala hierba de los alrededores, y a decir verdad se agradecía el descanso, aunque los chicos mayores sudaron a chorros ayudando al gordo a alzar el pesado camión y colocar el gato hidráulico sobre una enorme piedra mientras se cambiaba la rueda.
Más tarde Mubarak Mubara se sentó tranquilamente a ponerle un parche al neumático averiado, aguardó a que se secara, lo llenó de aire con una vieja bomba que se salía por todas partes y como colofón a sus esfuerzos se quedó profundamente dormido.
El sol estaba muy alto, el calor iba en aumento, y la mayoría de los niños le imitaron.
La señorita Margaret se alejó un centenar de metros, orinó entre unos arbustos, y se sentó luego a observar el curioso aspecto que ofrecía el herrumbroso vehículo calcinado por el sol en mitad de la llanura.
Su vista recayó en la rubia melena de Carla Grissi, que dormía con la cabeza apoyada en el oscuro regazo de Zeudí, y por primera vez se planteó seriamente si había hecho bien al permitir que tanto ella como sus hermanos les acompañaran.
El resto de los muchachos eran nativos, negros en un mundo de negros al que mal que bien podrían adaptarse por muy lejos que estuvieran de su lugar de nacimiento, pero sin la protección de unos padres que de algún modo les mantuviesen en contacto con su auténtica cultura, Bruno, Carla y Mario Grissi serían siempre extranjeros, por muy africanos que pudieran considerarse.
Lo sabía por experiencia.
Había pasado casi cuarenta años en África, todos sus amigos eran africanos y hablaba el amárigo mejor que la mayoría de los etíopes, pero aun así, cuando llegaba a un lugar en que las nativas charlaban entre sí, se hacía un incómodo silencio, como si aquellas muchachas a las que había enseñado todo cuanto sabían continuaran considerándola en cierto modo extraña; una incomprensible «blanca» a la que no podía hacerse partícipe de secretos que no obstante compartían con amigas ocasionales.
Después de tanto tiempo y tan amargas decepciones, la señorita Margaret había llegado al convencimiento de que el racismo no respondía —como su padre aseguraba— a una absurda necesidad de sentirse superiores por parte de unos seres humanos en relación a otros, sino que se trataba en realidad de una auténtica «diferenciación» que debía encontrarse impresa en los genes del feto.
Aún recordaba los lejanos tiempos en los que el que más tarde llegaría a ser el padre de la sin par «Reina Belkiss», acudía a rondar su porche durante las cálidas noches de luna llena, y aún recordaba la forma en que las muchachas de la aldea le miraban de reojo como si la remotísima posibilidad de que pudiera «arrebatarles» a un galán que en buena lógica tan sólo llegaría a pertenecer a una de ellas, constituyese una inaceptable afrenta para todas.
Aquel pobre muchacho no era particularmente guapo ni rico ni importante, por lo que a decir verdad no constituía un «partido» demasiado apetecible para la mayoría de las mozas casaderas, pero el simple hecho de que se interesaba por la pálida hija del reverendo Mortimer lo convertía en una especie de «posesión comunal» que nadie deseaba para sí, pero que tampoco se sentían dispuestas a ceder.
—Vuelve a Europa y búscate un marido blanco —le aconsejaba siempre su padre—. De lo contrario lo lamentarás hasta tu muerte, pues no existe mayor infelicidad que la de ver sufrir a los hijos. Y tus hijos, si es que los llegas a tener con un nativo, siempre serán desgraciados.
El reverendo Mortimer era un hombre de Dios que, sin embargo, sabía mucho sobre la especie humana, tanto que quizás por ello decidió confinarse en uno de los más remotos rincones del planeta, en un vano intento por alcanzar un mejor conocimiento del Creador a través de sus criaturas en estado más puro, aunque a la única conclusión válida a la que llegó fue que si Dios había hecho a los hombres a su imagen y semejanza, el cielo debería estar plagado de mezquinos diosecillos muy diferentes entre sí, y que la mayor parte de ellos deberían ser, además, unos temibles hijos de la gran puta.
—Básicamente —solía decirle a su hija durante las largas charlas que mantenían al atardecer en el porche de su cabaña—, las pasiones humanas suelen ser idénticas, bien se trate de un cobrador de autobuses de Manchester o de un pastor de cabras de Eritrea, puesto que por desgracia la pureza de sangre no garantiza en absoluto la pureza de espíritu.
Durante los últimos años de su vida, el reverendo Mortimer había perdido no sólo la mayor parte del empuje que le lanzó a la aventura equinoccial, sino incluso gran parte de aquella ciega fe que parecía incendiar su alma como se incendiara la zarza en el Sinaí.
—He llegado a la conclusión de que la zarza que vio arder Moisés en el desierto no era tal zarza, sino un pequeño pozo de petróleo —señaló en otra ocasión con notable desparpajo—. Los antiguos nómadas de Irán acostumbraban a calentarse con esos fuegos.
—Suena a blasfemia —le había hecho notar su hija—. El milagro de la zarza ardiente está en la Biblia.
—La vida me ha enseñado que «milagro» es todo aquello que no conseguimos explicarnos porque no está en consonancia con el tiempo o el lugar que le corresponde —fue la respuesta—. Moisés no conocía la naturaleza del petróleo y por lo tanto para él aquella zarza ardiendo era un «milagro», aunque el auténtico milagro estriba en que el Señor fuera capaz de crear el petróleo.
Con demasiada frecuencia la señorita Margaret no captaba el sentido de las divagaciones de su padre, en especial cuando le hablaba de una Europa a la que parecía irse apegando más y más a medida que aumentaba el número de años que permanecía lejos de ella, puesto que le ocurría lo que a la mayoría de los ancianos, que tanto más vuelven a su infancia cuanto más tiempo les separa de ella.
Sus últimos días habían discurrido en una continua evocación de su pasado, y en un insistente preguntar por la fecha en que una esposa que le había abandonado treinta y cuatro años atrás tenía pensado regresar para reanudar su vida en común como si nada hubiera ocurrido.
Fue quizá la única época de su existencia en la que la señorita Margaret hubiera dado algo por saber quién había sido en realidad su madre, dónde se encontraría en aquellos momentos y, por qué razón decidió abandonarla cuando ella estaba aún en la cuna.
Y fue también la única en la que se preguntó qué parte de los sentimientos de su madre anidaban en su corazón o corrían por sus venas.
Cuando al fin el reverendo Mortimer pasó a ocupar una discreta tumba oculta en un minúsculo bosquecillo de eucaliptos, la señorita Margaret llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era romper con su pasado y dedicar el resto de su vida a unos niños que le proporcionaban todas las alegrías que jamás le habían proporcionado los mayores.
Y ahora, parte de esos niños estaban allí, dormitando a la sombra de un camión detenido en mitad de una de las regiones más inhóspitas del Planeta, sin más futuro que el que ella supiera proporcionarles, ni más esperanzas que las que ella les inculcara.
Cuando las pesadas horas del mediodía quedaron atrás, una leve brisa corrió libremente por la llanura, con lo que una solitaria acacia silbadora que se encontraba a sus espaldas comenzó a emitir su lúgubre canción de protesta.
Aquella curiosa planta, que aun perteneciendo realmente a la familia de las acacias, jamás superaba el metro y medio de altura y presentaba más bien el aspecto de un sencillo arbusto espinoso, conseguía evitar el continuo ramoneo de los animales por el curioso sistema de producir una especie de bulbos o «agallas», que servían de cómodo habitáculo a miríadas de hormigas.
Cuando una cabra, una gacela o un dromedario intentaban devorar los tallos tiernos de la planta, las agradecidas hormigas acudían en tropel a introducirse en el hocico del agresor, en lo que constituía una de las más curiosas asociaciones entre plantas y animales de todo el continente.
Como singular contrapartida, las cavidades que las hormigas practicaban en los bulbos tenían la particularidad de convertirse en diminutos silbatos naturales, y así, en cuanto soplaba la más mínima racha de viento, la acacia silbadora iniciaba una triste y monótona melodía que podía llegar a prolongarse por días y semanas, y que atraía a ciertas aves que se alimentaban de esas hormigas.
Como si aquel curioso canto fuese desde antiguo el despertador que le avisaba del momento en que debía reanudar la marcha, Mubarak Mubara abrió los ojos, lanzó un sonoro bostezo, se acomodó el sucio turbante que le colgaba sobre una oreja, dirigió una turbia mirada al hermoso trasero de la señorita Abiba, e hizo sonar el claxon para que sus pasajeros se encaramaran lo más rápidamente posible a la cabina.
—¡En marcha! —gritó—. El camino es muy largo y la vida muy corta.