A media mañana el río comenzó a ganar velocidad y encajonarse.
Los brezos y los enebros dejaron paso a grandes rocas oscuras que se alzaban amenazantes a una y otra orilla, y cuando una de ellas hizo su aparición en el centro del cauce formando a su alrededor peligrosos remolinos, la señorita Margaret advirtió que había que tener mucho cuidado, pues algunos de los pequeños no sabían nadar demasiado bien.
—Mi padre aseguraba que río abajo existe una gran catarata —señaló Ajím Bikila—. Tal vez ya estemos cerca.
—¿Y qué hay más allá?
—No lo sé. Nunca me lo dijo.
Una hora más tarde la fuerza de la corriente casi les impedía mantener el control de las embarcaciones, y cuando al fin surgió ante ellos un horizonte limitado en el que el río desaparecía como por arte de magia, les llegó con claridad el lejano rumor del agua al caer desde gran altura.
Vararon las embarcaciones en la orilla más próxima para que Menelik Kaleb y Bruno Grissi se aproximaran a investigar mientras el resto del grupo aguardaba a poco más de un kilómetro de distancia.
Llegar hasta la cascada no les resultó demasiado difícil, pero una vez en el borde les asombró comprobar que la enorme masa de agua se desplomaba limpiamente en una caída libre de casi cien metros, para alejarse luego a través de una llanura cubierta de arbustos que se perdían de vista en la distancia.
Aquél no constituía en realidad más que uno de los incontables escalones por los que el altivo macizo etíope descendía hacia poniente, pero aun siendo como era un minúsculo accidente comparado con los portentosos farallones cortados a cuchillo de las altas regiones que habían quedado a sus espaldas, bastaba por sí solo para impedirles el paso, pues resultaba evidente que en aquella remota e inhóspita región tan alejada de los núcleos habitados, nadie se había molestado en trazar un sendero que bordease el abismo.
—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber Menelik Kaleb.
—Volver —fue la seca y desesperanzada respuesta de su amigo.
—¿Volver adónde? —se escandalizó el muchacho—. No me veo remando río arriba para sentarme a esperar a que vengan a degollarme. —Negó con firmeza al tiempo que señalaba hacia abajo—. Prefiero despeñarme bajando por ahí —concluyó.
—Pero no hay camino… —le hizo notar el pecoso—. ¿Acaso ves algo?
—Los caminos no existen hasta que se abren —fue la firme respuesta—. Busquemos.
Buscaron durante horas, y cuando al fin regresaron junto al grupo, fue para dejarse caer al suelo agotados por el esfuerzo y la desilusión.
—Tan sólo existe una remota posibilidad de bajar, y es descolgándose —señaló Menelik—. Resultará muy peligroso, pero no hay otro modo —observó con fijeza a la señorita Margaret, seguro como estaba de que era ella quien en definitiva habría de tomar la decisión, para añadir en tono abiertamente pesimista—: O eso, o regresar.
—Por peligroso que resulte tendremos que intentarlo —fue la respuesta—. ¿Qué hay más allá?
—De nuevo el río —intervino Bruno Grissi—. Pero está claro que no podremos bajar las piraguas.
—Construiremos balsas.
—¿Con qué? Abajo no se ven más que arbustos y matojos.
La señorita Margaret meditó mientras la totalidad de los presentes la observaba en silencio, y por último señaló las tres largas y recias embarcaciones.
—Utilizaremos la madera de las piraguas —señaló—. Las dejaremos caer y aunque se destrocen, lo que quede nos servirá para construir una balsa.
—Si las dejamos caer, cuando lleguemos abajo la corriente se las habrá llevado —le hizo notar con toda la razón Menelik Kaleb.
—Yo puedo quedarme —se ofreció Ajím Bikila—. Esperaré a que estéis abajo, lanzaré las piraguas para que podáis recogerlas antes de que se las lleve la corriente, y descenderé en último lugar.
La señorita Margaret, cuya autoridad resultaba a todas luces indiscutible, alzó la mano al tiempo que se ponía en pie cansinamente.
—Primero vayamos a ver por dónde hay que bajar —dijo—. Luego decidiremos.
Maestras, niños y cabras recorrieron por tanto la corta distancia que les separaba de la catarata y, al asomarse al precipicio, la regordeta Zeudí a punto estuvo de lanzarse al vacío, presa de un ataque de vértigo.
—¡Yo no bajo por ahí ni loca! —exclamó en el acto dando un salto hacia atrás—. No soy un pájaro.
—Pues no hay más remedio —le hizo notar Bruno Grissi.
—¿Pero por dónde? —se lamentó la infeliz muchacha—. No hay rastro de caminos.
No lo había, en efecto, y la arriesgada opción que ofrecían Bruno y Menelik constituía en descender hasta un saliente desde el que se verían obligados a deslizarse con cuerdas durante más de setenta metros de caída libre.
—¡Pero si no tenemos cuerdas! —les hizo notar en el acto la desconcertada maestra.
—Emplearemos «lianas de agua» —señaló Bruno—. Las trenzaremos bien y llegarán abajo.
—Nunca se ha trenzado una «liana de agua» de tanta longitud —afirmó Ajím Bikila convencido—. Dudo que resista.
—Pues tiene que resistir… —sentenció Menelik Kaleb—. Emplearemos el tiempo que haga falta, pero la haremos.
Las «lianas de agua», que por suerte proliferaban en los cercanos bosques de la montaña, se diferenciaban del resto de las de su especie por la peculiar característica de que, cuando se les hacía un corte por arriba y otro por debajo, dejaban escapar un chorro de agua limpia, fresca y burbujeante que semejaba una bebida carbonatada, por lo que los niños acostumbraban a buscarlas en el interior de la espesura.
Cuando ya toda esa agua se había escurrido, se convertían en una especie de manguera flexible y húmeda, de poco más de un dedo de grosor, con la que se podía trenzar resistentes sogas, que presentaban no obstante el notable inconveniente de que en cuanto la corteza comenzaba a secarse se resquebrajaban con suma facilidad, hasta el punto de acabar por convertirse en polvo.
Tal como el prudente Ajím señalara con muy buen criterio, hasta aquel momento nadie había intentado trenzar una maroma tan gruesa y tan larga a base de «lianas de agua», pero tal como le replicara con idéntico criterio Bruno Grissi, probablemente no se intentó porque nadie tuvo nunca necesidad de emplear tanto esfuerzo en algo que habría de perdurar tan poco.
—Habrá que cortar las lianas, vaciarlas, trenzarlas y descender uno por uno en menos de veinticuatro horas —argumentó el pecoso—. No resultará cosa fácil, pero trabajando duro podríamos conseguirlo.
La señorita Margaret sopesó los pros y los contras, estudió los ansiosos y en cierto modo atemorizados rostros de unos críos a los que tantísimas veces había limpiado los mocos, e incluso el trasero, y acabó por asentir con un severo gesto de cabeza:
¡Manos a la obra! —ordenó—. ¡Y que Dios nos ayude…!
Dedicaron lo que quedaba de día a localizar las lianas cortándolas desde las copas mismas de los árboles, y, una vez vaciadas, los más pequeños las presionaban para extraer hasta los últimos restos de materia esponjosa que quedaba en su interior, introduciéndolas luego en un gran charco para que mantuvieran la humedad hasta que llegara el momento de comenzar a trenzarlas.
Tras la cena, en la que no quedó más remedio que sacrificar a otro cabritillo, ya que no podían mantenerse únicamente a base de leche y gachas de mijo, se encendió una enorme hoguera y a su luz se inició la tarea de ir trenzando las llanas, empatándolas unas con otras y reforzando esos empates con cabos de las escasas cuerdas que llevaban en las piraguas.
Fue una noche larga y fatigosa en la que muchos de los más pequeños acabaron quedándose profundamente dormidos, pero entre las dos mujeres y los seis o siete mayores consiguieron al fin una gruesa y pesada maroma de casi ochenta metros, que aunque ofrecía un aspecto en verdad preocupante, parecía no obstante ser muy capaz de resistir el peso de cualquiera de los allí presentes.
Con la primera luz del día se inició el descenso.
Menelik Kaleb, padre de la idea, insistió en ser el primero en arriesgarse, por lo que, amarrándose el extremo más débil de la improvisada cuerda a la cintura, se colocó de espaldas al borde del precipicio y lanzó una asustada aunque animosa sonrisa a sus amigos.
—¡Os veré abajo! —susurró roncamente.
Centímetro a centímetro fueron dejándole caer, y aquellos que no mantenían la maroma podían observar, desde lo alto, cómo se balanceaba en el vacío, cómo el viento jugueteaba con él como si se tratara de una pluma, y cómo el agua que ese viento arrastraba desde el salto le empapaba.
Fueron unos largos y tensos minutos que ninguno de los presentes olvidaría mientras viviese, puesto que lo que pendía de la frágil soga no era tan sólo la vida de un amigo, sino tal vez la vida de todos ellos, que se verían obligados a volver a la aldea si el intento fallaba.
Cuando al fin el animoso muchacho puso los pies en tierra firme, agitó alegremente el brazo y alzó los dedos en señal de victoria.
El siguiente fue Mario Grissi, luego la señorita Abiba y así fueron descolgándose uno tras otro, aunque en un momento dado Ajím se vio en la dolorosa obligación de dejar inconsciente de un golpe a la nerviosísima Nadím Mansur, puesto que chillaba y pataleaba presa de un violento ataque de histeria.
Cuando ya más de la mitad de los niños y la totalidad de las cabras se encontraban abajo, entre Bruno Grissi y el propio Ajím fueron empujando una tras otra las piraguas hasta conseguir que la corriente las arrastrara hacia la catarata, y fue un hermoso espectáculo verlas caer hundiéndose como lanzas en la laguna, aunque a los pocos minutos hacían de nuevo su aparición para que Menelik y el resto de los muchachos las recogieran.
La nota humorística la puso la regordete Zeudí, que se orinó mientras la descolgaban.
El penúltimo en descender fue Bruno Grissi, mientras que a Ajím Bikila, que era sin duda el más fuerte, se le presentaba la dificultad añadida de tener que descender a pulso, ya que arriba no quedaba quien pudiera sujetarle.
Habría resultado conveniente dejarle algún tiempo para descansar tras el continuo esfuerzo que había tenido que hacer ayudando a los demás, pero, con el paso de las horas y la violencia del sol que caía a plomo, las lianas de agua comenzaban a resquebrajarse, y se corría el riesgo de que en cualquier momento la rústica cuerda se deshiciese.
Desde casi un centenar de metros más abajo, el resto del grupo le observaba con el alma en un hilo.
Al fin, con la espectacularidad del trapecista que se dispone a efectuar un arriesgado ejercicio que requiere de todo su esfuerzo y concentración, el muchacho estiró una y otra vez los músculos, se secó las palmas de las manos, y, colocando el estómago sobre la lisa roca, sacó las piernas al vacío y comenzó a descender.
Tan sólo se escuchaba el estruendo del agua.
De tanto en tanto, Ajím enredaba la pierna a la maroma y se detenía para recuperar el aliento y secarse una y otra vez las sudorosas manos, y si largo y angustioso se les había antojado a cada uno de los protagonistas de semejante aventura su propio descenso, más largo y angustioso les pareció aquél, puesto que eran conscientes de que en cualquier momento el trabajo de toda una noche podía deshacerse.
—¡Vamos, vamos…! —musitaba en voz muy baja Ajím se encontraba ya a unos treinta metros del suelo cuando advirtió que algo se quebraba levemente bajo la presión de su mano, por lo que optó por dejarse deslizar a toda prisa, lo que provocó que dos largas quemaduras hiciesen su aparición en el pecho y en una de sus piernas pese a lo cual llegó a tierra sin problemas.
La mañana siguiente la dedicaron a construir una tosca balsa con las maderas de las piraguas, y, tras un frugal almuerzo, continuaron río abajo, mucho más relajados, puesto que el paisaje que se abría a ambas orillas no era ya una amenazante selva de altos árboles que parecían fantasmas, sino una abierta pradera de hierba rala y anchas lajas de roca entre las que destacaba algún arbusto leñoso incapaz de dar sombra ni siquiera a un conejo.
Al poco, el agua comenzó a abrirse camino a través de un negro roquedal basáltico y parecía como si antiquísimos volcanes hubieran tenido el extraño capricho de cubrir aquella parte de la tierra de oscuras columnas pentagonales de poco más de un metro de lado, separadas entre si por estrechas hendiduras del tamaño de una mano, a través de las cuales se filtraba un agua ahora amarillenta y tan tranquila que se veían obligados a emplear largas pértigas para avanzar corriente abajo.
Curiosamente, el calor iba en aumento a medida que avanzaba la tarde.
El sol había iniciado ya su lento descenso hacia el horizonte, pero aun así el vaho que despedían las rocas resultaba cada vez más denso, como si aquellas negras columnas de piedra estuviesen devolviendo multiplicada por mil la energía que ese mismo sol les había estado enviando desde primeras horas de la mañana.
El agua era de igual modo cálida y espesa, no se advertía rastro de vida alguna en cuanto alcanzaba la vista, y un silencio que incluso hacía daño a los oídos parecía ser dueño desde muy antiguo de aquella desolada llanura sin horizontes.
No fue hasta el anochecer cuando numerosas familias de papiones de entre diez y quince miembros cada una comenzaron a abandonar sus ocultas cuevas de tierra adentro para aproximarse a las orillas, y los grandes machos de largo pelaje rojizo rugían y amenazaban a los tripulantes de la balsa enseñando los colmillos y ensayando toda clase de muecas con la evidente intención de obligarles a abandonar lo que debían considerar territorios privados.
—¿Se comen? —quiso saber la siempre hambrienta Zeudí, para quien todo cuanto se moviera en este mundo era por principio candidato a la cazuela.
—Suilem se los comía —admitió Ajím, que siempre había sentido una especial atracción por los apasionantes relatos y las correrías del valiente cazador—. Al menos eso decía.
—Tal vez podríamos cazar un par de ellos.
—Tenemos pocos cartuchos.
—Más vale sacrificar un cartucho que una cabra dijo Menelik Kaleb, y tomando el arma de manos de la señorita Margaret, aguardó a que varios papiones estuvieran apiñados y les disparó casi a bocajarro, matando a tres y dejando a otros dos malheridos.
La carne de los nerviosos y malolientes simios resultó bastante dura y no demasiado apetitosa, pero aunque tres de los niños se negaron a probarla, no fue por su sabor, sino por el hecho de ver cómo se asaban a fuego lento clavados en estacas, con lo que les asaltó la sensación de que se trataba de recién nacidos a los que estuvieran devorando en una horrenda ceremonia de canibalismo.
Siguieron varias jornadas tranquilas de lenta y pacífica navegación, que discurría a través de un paisaje por el que se diría que el ser humano no había sentido nunca el más mínimo interés, debido sin duda al hecho de que la desolada y pedregosa tierra no ofrecía frutos de ningún tipo, ni posibilidad alguna de obtenerlos.
Fueron días que sirvieron no obstante para cimentar la relación de interdependencia en el seno del grupo, afianzando el papel de cada cual con respecto al resto, en una extraña pero compacta comunidad itinerante que avanzaba por un manso río en busca de no sabían qué, no sabían dónde.
Una mañana distinguieron a lo lejos la figura de un hombre apoyado en una larga lanza y una sola pierna, que los observaba con la otra pierna alzada como si se tratara de una gigantesca grulla que no demostrase excesiva curiosidad por los extraños.
Era muy alto y muchísimo más negro de lo que pudiera serlo jamás ningún etíope de montaña, pero en cuanto hicieron el más mínimo ademán de aproximar la balsa a la orilla desapareció como si de improviso se hubiera transformado en una de los millones de negras rocas de la llanura.
—Tenía aspecto de sudanés… —aventuró esa noche la señorita Margaret cuando en el transcurso de la cena salió a colación la misteriosa forma en que se había esfumado.
—Pero Sudán queda muy lejos —le hizo notar la señorita Abiba, que era quien lógicamente más nociones tenía de geografía entre el resto del grupo.
—Lo sé —admitió su ex maestra y ahora íntima amiga—. Pero desde hace un par de días el río discurre siempre hacia el oeste. Y hacia el oeste está Sudán.
¡Pero Sudán! —recalcó con firmeza la señorita Margaret—. Y no tenemos la más mínima idea de cuánta distancia hemos recorrido.
—¿Y dónde queda entonces el mar…? —quiso saber la preciosa «Reina Belkiss», que hasta ese instante no había abierto ni una sola vez la boca.
La señorita Margaret no se sintió con fuerzas como para aclarar que según sus cálculos el mar debía de estar en dirección opuesta a la que seguían, y por lo tanto iba quedando cada vez más a sus espaldas, puesto que aún confiaba en que el río girara hacia el sudeste para encaminarse directamente al océano índico.
Tan sólo Menelik Kaleb parecía tener muy claro que no avanzaban en el rumbo correcto, y durante una de las numerosas ocasiones en que se alejó en compañía de su inseparable Bruno Grissi en busca de algo que cazar, tomó asiento al pie de un arbusto espinoso y señaló sin ningún tipo de preámbulos:
—Nos hemos perdido.
El otro le contradijo con decisión:
—Perdidos estaríamos si hubiéramos equivocado el camino —puntualizó—. Pero como desde un principio no existía camino alguno que seguir, simplemente vagamos.
—Sea como sea, buscábamos el mar y me temo que por aquí no hay mar que valga. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Lo que diga la señorita.
—¿Y si está equivocada? —quiso saber el otro.
—Si está equivocada, rectificará, porque ella siempre sabe lo que hace —sentenció Bruno Grissi—: Ha estudiado tanto.
—Ha estudiado mucho, en efecto —admitió su espigado amigo, que parecía haber madurado años en el transcurso de unos días—. Pero cuanto ha ocurrido no está en los libros. —Hizo un gesto hacia la árida llanura—. No tiene ni idea de dónde nos encontramos.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo noto en su mirada —fue la respuesta—. La conozco, y recuerdo que cuando le hacía una pregunta comprometida comenzaba a rascarse las cejas —sonrió con tristeza—. Y ahora no para de rascárselas.
—También yo me he dado cuenta —reconoció el pecoso—. ¿Pero acaso se te ocurre alguna idea mejor?
—¿Mejor que cuál? —quiso saber Menelik Kaleb—. Hasta ahora nos limitamos a seguir un río, que en lugar de ser como yo suponía que eran todos los ríos, cada vez más ancho y caudaloso, resulta cada día más estrecho y mustio —se encogió de hombros—. La verdad es que no se me ocurre ninguna idea mejor. ¿Adónde podríamos ir por estos pedregales…?
Era ciertamente aquélla una vía de una sola dirección; un amarillento arroyuelo que parecía irse desangrando como si esa tierra yerma le fuese chupando la sangre gota a gota, derrochando un bien tan preciado de una forma absolutamente estéril, puesto que no crecía en aquellas márgenes rocosas ni una brizna de hierba que sirviera para alimentar a la más mísera cabra.
El agua se filtraba sin provecho por entre las negras lajas de piedra o las columnas de basalto, por lo que el bravío caudal que se despeñara con furioso estruendo por la inaccesible catarata, se había transformado en exangüe corriente de un maloliente líquido que más parecía orines de burro, hasta el punto de que muy pronto la balsa comenzó a rozar con las piedras del fondo.
Luego, una triste mañana inolvidable, llegaron a la conclusión de que el hermoso río de su infancia y al que tan unidos se sentían por sus juegos y sus años de felicidad, estaba muerto y enterrado allí, bajo sus propios pies, que chapoteaban ahora en una interminable llanura fangosa cuya costra se iba resecando a medida que avanzaban hacia el oeste.
De las montañas, que habían ido dejando atrás y a la derecha, no se distinguía ya ni siquiera una sombra, mientras que el calor se iba haciendo cada vez más seco y más intenso, aunque precisamente debido a esa sequedad resultaba mucho más soportable, sin el agobio del exceso de humedad de las tierras altas.
El viento soplaba a rachas, como las bocanadas de fuego al abrirse un horno o el aliento de un gigante de desacompasada respiración, pero era tan molesto con su carga de arena y tierra que obligaba a entrecerrar los ojos llenando las fosas nasales de un polvo asfixiante.
Todo era nuevo.
El cordón umbilical que les unía a su pasado —el río de sus padres— se había cortado definitivamente, y podría creerse que acababan de nacer en un mundo hostil que observaban con la misma estupefacción con que pudieran haber observado los cráteres lunares.
Chapoteando en un limo pastoso que les aferraba los tobillos en un sordo intento por atraparlos como a moscas en la miel, se fueron abriendo camino hacia el sudeste, en busca de un suelo firme en el que cada paso no exigiese un esfuerzo inaudito o no invitase a dejarse caer para quedarse allí definitivamente.
Los más pequeños comenzaron a derrumbarse.
Bruno Grissi acomodó a la agotada Carla sobre sus hombros, y cada uno de los muchachos mayores y las maestras hicieron otro tanto con los más débiles, con lo cual, al aumentar su peso, aumentaban en igual proporción sus dificultades a la hora de sacar los pies del barro, por lo que durante más de cuatro horas la señorita Margaret abrigó el convencimiento de que había conducido a los niños a la más horrenda de las trampas.
El esqueleto de un antílope de huesos calcinados destacaba sobre la parda llanura como clara advertencia de que la muerte acechaba en el fango, y cada vez que uno de los niños caía de bruces, se necesitaba el esfuerzo de tres para ayudarle a seguir su camino.
Pronto ellos mismos no fueron más que barro.
Vistos desde lejos semejaban un ejército de estatuas a las que algún caprichoso duende hubiese dotado de vida; seres que poco o nada tenían de humanos bajo una costra que cada vez se endurecía más y más, y cuando el destrozado Bruno Grissi encontró al fin bajo sus pies terreno duro y se volvió, lo que vio le obligó a lanzar un gemido, puesto que la mayoría de compañeros se encontraban desperdigados por el desesperante barrizal, vagando como alucinados bajo un violento sol que pretendía fulminarles.
Quiso llamar su atención, pero tenía la garganta tan seca que apenas consiguió emitir un ronco estertor, por lo que con un susurro le suplicó a su hermana Carla:
—¡Grita! ¡Grita, por favor!
La chicuela tardó en comprender qué era lo que le estaba pidiendo, pero cuando advirtió que su hermano se derrumbaba como un muñeco roto, se puso en pie de un salto y comenzó a dar alaridos al tiempo que agitaba los brazos.
—¡Aquí, aquí! —aullaba como una posesa—. ¡Venid aquí!
Uno tras otro fueron llegando en triste procesión, y uno tras otro se fueron dejando caer junto a Bruno, para quedar allí, como si se tratara en verdad de un viejo cementerio en el que el viento hubiese derribado todas las estatuas.
Hasta el amanecer del día siguiente nadie movió siquiera un músculo.
Por suerte, un corto y violento chaparrón tropical les devolvió a la vida, al tiempo que les devolvía un aspecto medianamente humano al permitir que la costra de barro se reblandeciera, y cuando poco más tarde comenzaron a erguirse y se miraron, cada uno de ellos sintió lástima de los demás y de sí mismo, puesto que les costaba un gran esfuerzo reconocer en aquellos seres fantasmagóricos a sus amigos de siempre.
—Jamás imaginé que fuera así como mueren los ríos —musitó quedamente Nadím Mansur—. ¿Dónde está el mar?
Nadie hizo comentario alguno, por lo que la señorita Margaret se alejó hacia una pequeña roca, tomó asiento, se aferró la cabeza entre las manos y lloró sus culpas en secreto, puesto que le constaba que había sido aquélla una pregunta a la que ella tenía la obligación de contestar, aunque no tuviera la más remota idea de cómo hacerlo.
¿Dónde estaba el mar, y en qué se parecía aquella llanura fangosa o el angustioso pedregal que se perdía de vista en la distancia, al hermoso océano azul y transparente por el que hiciera un inolvidable viaje en compañía de su padre?
Cerró los ojos avergonzada por su arrogancia al emprender aquel absurdo viaje hacia lo desconocido, y se esforzó por averiguar qué clase de castigo estaría reservado a quien por exceso de soberbia se lanzaba a un abismo arrastrando consigo a tantos inocentes.
Durante unos minutos envidió la suerte de cuantos murieran bajo la insensata furia de los soldados, planteándose una vez más si no hubiera sido preferible acabar de una vez por todas a verse obligada a soportar una larga agonía que no conducía —al igual que aquel río— más que a un fin tortuoso y de igual modo inevitable.
A sus cuarenta y ocho años, y tras toda una vida sin otra ambición que ver crecer a hijos ajenos llevando a sus mentes algo de luz y a sus almas algo de fe, la siempre animosa señorita Margaret se enfrentaba de improviso al hecho indiscutible de que no eran las mentes o las almas de sus alumnos las que reclamaban su atención, sino unos atormentados cuerpos a los que su demoledora ineptitud condujera al más desolado confín del universo.
¿Dónde estaban?
—¡Dios de los cielos!, ¿dónde estamos?
Su padre le había hablado un millón de veces del África de las espesas selvas, los ardientes desiertos, los profundos lagos, e incluso las agrestes montañas en que habitaban gigantescos gorilas, pero que ella recordara el reverendo Alex Mortimer jamás había pronunciado una sola palabra sobre el África de los interminables pedregales, las llanuras muertas o los traicioneros barrizales, y se preguntó, perpleja, si en verdad aquel desolado lugar formaba parte del romántico continente que con tanto amor le habían descrito.
—¿Dónde estamos?
Alzó los ojos hacia el oscuro rostro de Menelik, que se había acuclillado frente a ella, y que parecía convencido de antemano de que cualquier respuesta que le diera se encontrarla muy alejada de la realidad.
—Sabes muy bien que no lo sé —murmuró como si en verdad se sintiera avergonzada.
El muchacho asintió con un adusto gesto de la cabeza:
—Necesitaba que me lo confirmara para empezar a tomar decisiones. —Hizo una corta pausa como si intentase disculpar su actitud—. Pero no debe echarse las culpas por lo ocurrido —añadió—. Todos estuvimos de acuerdo en que era preferible marcharse.
La pobre mujer alzó a duras penas las manos señalando a su alrededor con un gesto impreciso:
—¿Es esto mejor?
—Mi bisabuelo, el gran jefe Shi Mansur, aseguraba que siempre es preferible salir en busca de la muerte, que quedarse a esperar a que te encuentre —fue la respuesta—. Mueres igual, pero al menos conservas el orgullo.
Su descorazonada maestra indicó con un ademán de la barbilla al grupo de niños que continuaban inmóviles:
—¿Y de qué les sirve el orgullo? —quiso saber—. Ni aplaca la sed, ni calma el dolor, ni aleja el miedo.
—A mi me sirve —señaló Menelik Kaleb en un tono que más bien parecía de adulto—. Tal vez cuando llegue a su edad ya no tenga importancia, pero ahora sí —sonrió con picardía—. Y si a mí me ayuda, supongo que también les ayudará a ellos.
La señorita Margaret observó con afecto a quien siempre había sido uno de sus alumnos predilectos, y que le estaba dando inequívocas pruebas de lo acertado de tal predilección, por lo que le acarició con afecto el negrísimo y ensortijado cabello en el que se le solían enredar los dedos.
—Tal vez tengas razón y el orgullo sea mucho más importante a tu edad que a la mía. —Alargó la mano para que le ayudara a ponerse en pie. —Vamos —añadió—. Salgamos de este infierno.
Iniciaron la marcha rumbo al sur, y a la caída de la tarde comenzaron a dejar atrás el agreste pedregal que iba dando paso a un paisaje igualmente árido, pero de tierra suelta salpicada de retorcidas acacias enanas junto a las que en un par de ocasiones llegaron a distinguir famélicos antílopes que triscaban las ramas más bajas con las patas delanteras apoyadas en el tronco.
Intentaron abatir uno, pero la triste llanura no ofrecía relieves tras los que ocultarse para apuntar a esos desconfiados animales, los cuales en cuanto los veían aproximarse emprendían una veloz huida para acabar perdiéndose de vista en el horizonte.
Lo que sí abundaban eran las hienas, y se trataba de hienas muy hambrientas sin lugar a dudas, pues, aunque fueran un grupo de seres humanos compacto y numeroso, cuatro de ellas se dedicaron a seguirles a muy corta distancia.
Todos odiaban a aquellos repelentes carroñeros; recordaban que en ocasiones las hienas se aventuraban en el interior de la aldea con la intención de apoderarse de un recién nacido, y no había niño en el continente que no experimentase un estremecimiento cada vez que las oía reír en mitad de la noche.
¿De qué se reían?
De su miedo, sin duda; del terror con que Carla se volvía a observarlas, y de la fuerza con que agarraba la mano de su hermano Mario, sin apercibirse de que éste se aferraba con idéntica fuerza a la mano de Bruno.
Y así todos; del primero al último de los niños, e incluso las dos maestras, lanzaban furtivas miradas a las cojitrancas bestias que se limitaban a alejarse unos metros cuando les arrojaban piedras para continuar su avance en cuanto ellos avanzaban.
¿Y en la noche…?
La noche fue aún peor, porque las llamas de la hoguera se reflejaban en los ojos de las hienas extrayendo destellos rojizos, como si poseyeran en lugar de pupilas carbones encendidos, por lo que los chiquillos se apretujaron temblorosos, al tiempo que los mayores montaban guardia con la escopeta y los machetes a punto, decididos a defenderse aun a sabiendas de que aquellas cobardes alimañas raramente atacaban a un animal que no estuviera moribundo.
Pero es que aquellas debían de tener mucha hambre. Demasiada.
Se aproximaban a menos de diez metros enseñando los afilados y amarillentos colmillos, tal vez en un desesperado intento de provocar una alocada desbandada con la remota esperanza de que en la confusión tal vez conseguirían apoderarse de una cabra o de una de aquellas tiernas crías humanas, y los más pequeños sollozaban.
Abrían los ojos y en las tinieblas acechaban a quienes los acechaban a su vez como la más apetitosa de las cenas, y les costaba luego un esfuerzo inaudito volver a conciliar el sueño pese a que la señorita Margaret o la señorita Abiba los acunaran susurrando tranquilizadoras palabras de consuelo.
Fue una noche maldita que les dejó agotados, y cuando al fin el alba hizo su aparición y las frustradas fieras se alejaron en busca de sus hediondas madrigueras, chicos y grandes dejaron pasar las horas sin moverse en un postrer intento por recuperar las fuerzas que hubieran debido recuperar durante la oscuridad.
Por fin, cerca ya del mediodía, reanudaron la marcha, más por alejarse de aquel horrendo lugar y de aquellas bestias del averno que por encontrar un destino que empezaban a sospechar que no existía.
Al día siguiente vieron venir a un grupo de pastores que conducían una veintena de esqueléticos cebúes de inmensos cuernos y que mostraron de inmediato su hostilidad amenazándoles con sus largas lanzas y guturales gritos de advertencia con los que pretendían impedir que se aproximaran, como si temieran que aquel inofensivo grupo de mujeres y niños pudiera robarles un animal o contagiarles alguna extraña enfermedad.
Eran muy altos y tan flacos que se podría pensar que la primera racha de viento los derribaría como a cañas resecas, pero avanzaban a largas zancadas y con tan sorprendente agilidad, que en cuestión de minutos se perdieron de vista entre una nube de polvo dejándoles la extraña sensación de que nunca habían existido y se trataba de un espejismo fruto de sus mentes recalentadas por el sol.
—Son sudaneses… —insistió de nuevo la señorita Margaret—. Ojalá me equivoque, pero tengo la impresión de que hemos atravesado la frontera y nos encontramos en Sudán. —Hizo un amplio gesto a su alrededor mostrando la vaciedad del paisaje—. No hay montañas —concluyó como si con ello diese por zanjado el tema.
No había montañas a la vista, en efecto, y resultaba casi inconcebible una Etiopia sin montañas, por lo que parecía más que posible que la señorita Margaret tuviera razón y se encontrasen ya en tierra de los temibles sudaneses.
Etíopes y sudaneses se aborrecían desde que —tres mil años atrás— el gran Menelik, hijo natural de la hermosísima Belkiss, reina de Saba, y del sabio rey Salomón de Israel, fundara un poderoso imperio en el corazón de las altas montañas abisinias, y ese rencor aumentó cuando con el paso de los siglos una gran parte de los etíopes se convirtieron al cristianismo llegado de Alejandría, mientras los sudaneses se decantaban por el islamismo más fundamentalista procedente de la Meca.
Mahometanos y coptos se odiaban casi con la misma intensidad con que ambos odiaban a los animistas del sur, y la señorita Margaret no podía por menos que preguntarse qué ocurriría cuando unos sudaneses que se encontraban a su vez también inmersos en una cruel guerra civil, descubrieran que un puñado de niños y dos mujeres e vecino país habían caído en sus manos.
—¡Dios nos asista! —murmuró una vez más. Poco más tarde vislumbraron una alta columna de polvo que avanzaba perpendicularmente al rumbo que seguían, y, cuando llegaron a la conclusión de que se trataba de media docena de camiones militares, se arrojaron al suelo buscando refugio entre la rala maleza, porque si algo peor existía en este mundo que los feroces soldados que habían arrasado su aldea, ese algo sería sin lugar a dudas un grupo de soldados sudaneses sedientos de sangre abisinia.
Esa noche se vieron obligados a sacrificar una de las tres últimas cabras.
La tímida y silenciosa Dacia, que era quien se había encargado de cuidarla desde el momento en que salieron de la aldea, lloró y pataleó aferrada al cuello del desgraciado animal que se había convertido en su mejor amigo y su consuelo, pero que no obstante aparecía tan flaco y agotado que en cualquier momento caería fulminado sin que en ese caso los mahometanos que formaban parte del grupo pudieran aprovecharlo.
Para poder comérselo tenían la obligación de degollarlo mirando hacia la Meca, al tiempo que pronunciaban una oración, y fue en este caso la señorita Abiba la que echó sobre sus hombros la pesada carga de consolar a la pequeña Dacia convenciéndola de que en el fondo estaba haciéndole un favor a una pobre bestia que sufría lo indecible cada vez que tenía que dar un paso.
La respuesta de la desolada chiquilla la dejó no obstante desconcertada.
—Muy pronto también yo seré incapaz de dar un paso —le hizo notar—. ¿Me harás entonces el favor de cortarme el cuello?