Los muchachos mayores, Menelik Kaleb, Bruno Grissi y Ajím Bikila, regresaron una vez más al pueblo, donde se encontraron con la sorpresa de que el viejo cabrero había cavado durante toda la noche una profunda fosa a la que iba arrojando despojos humanos que a menudo tenía que disputar violentamente a hienas, buitres y chacales.
—¡Alejaos! —les gritó—. No quiero que veáis esto…
Bruno Grissi hubiera deseado ver por última vez cuanto quedaba de sus padres, pero al observar el confuso montón de pavesas en que se había convertido el antaño altivo caserón de la colina, llegó a la conclusión de que probablemente sus cuerpos formaban parte de aquellas cenizas, por lo que se limitó a desenroscar una de las pesadas bolas metálicas del cabezal de la gran cama en que había nacido, para llevársela como único recuerdo de lo que fuera su hogar y su familia.
Presentía que a partir de aquel momento su hogar estaría en algún remoto país, al otro lado del mar y lejos de África, y que toda su familia se limitaba a sus hermanos Carla y Mario, a los que tenía la obligación de salvar a toda costa.
Se conformó por tanto con musitar una corta oración frente a la puerta que había atravesado tantas veces y después regresó en busca de Menelik y Ajím, que se dedicaban a amontonar en las piraguas todos aquellos objetos, ropas y alimentos que, hacían su aparición entre los escombros.
En una especie de hornacina, dentro de lo que había sido la cabaña del gigantesco Suilem, descubrieron una vetusta escopeta aún en buen estado y una lata de cartuchos que el fuego había respetado, y agradecieron en el alma que el valiente cazador oficial de la aldea hubiese sido siempre un hombre sumamente cuidadoso y precavido, que mantenía sus armas y municiones lejos del alcance de la humedad y de los niños.
Dos horas más tarde, cuando llegaron a la conclusión de que ya no quedaba nada que pudiera resultar aprovechable, se despidieron con un gesto del atareado cabrero y, trepando cada uno a una piragua, permitieron que la corriente los arrastrara mansamente.
Su última visión fue la de un pueblo en ruinas y un anciano que, con una pala en la mano, los observaba desde el borde de una gigantesca fosa con el desolado aspecto de quien está convencido de que aquellos eran los últimos seres humanos que vería en su vida.
Ninguno de ellos lloraba.
Una zarpa al rojo vivo les estrujaba el corazón, y un vacío abismal parecía haberse asentado en sus estómagos, pero, al alejarse definitivamente de lo que había sido su mundo, se limitaron a apretar con fuerza los dientes, conscientes de que debían convertirse en el ejemplo que se verían obligados a seguir los más pequeños.
Llorar no devolvería la vida a sus padres.
Y ninguna lágrima serviría para vengarlos.
No era tiempo de lamentos o venganza, sino de encontrar el camino que los llevara a un lugar en el que vivir en paz y sin temores.
Cuando los árboles ocultaron por completo la aldea, tomaron al fin los canaletes y comenzaron a bogar en dirección al punto en que les aguardaba el resto del grupo.
Con muy buen criterio la señorita Margaret había decidido que los pequeños no tuvieran que pasar por la dura prueba de ver, ni aun de lejos, lo poco que quedaba de sus hogares, y por lo tanto los había conducido a través del bosque hasta un claro en el que aguardaban tan en silencio que costaba trabajo aceptar que fueran los mismos mocosos que acostumbraban a salir de la escuela dando alaridos, gritando y persiguiéndose para lanzarse de cabeza al río y chapotear hasta la hora del almuerzo.
Antes de embarcar, la señorita Margaret los dividió en tres grupos y cuando les dirigió la palabra no lo hizo como la bondadosa maestra que confía en que tal vez le hagan caso, sino en el firme tono de quien considera que su autoridad resulta indiscutible y no está dispuesta a aceptar la más mínima objeción a sus órdenes.
—Cada uno de vosotros responderá directamente del que le siga en edad dentro de cada grupo —dijo—. Mientras que Menelik, Ajím y Bruno serán a su vez los responsables de cada uno de esos grupos. Y nadie, ¡oídme bien!, nadie desobedecerá las indicaciones de quien esté por encima de él, o juro que se acordará de mí mientras viva —les dirigió una severísima mirada—. ¿Está claro?
La mayoría asintió de inmediato, pero como debió de tener la sensación de que no todos parecían muy de acuerdo, añadió en idéntico tono:
—Ahora no se trata de castigaras por una travesura más o menos grave. Ahora se trata de que tal vez nuestras vidas dependerán de que nadie cometa el más mínimo error. —Alzó un dedo amenazante—. Seré muy dura —concluyó—. Tan dura como jamás hubierais imaginado que pudiera llegar a serlo.
Hizo un gesto para que se acomodaran en las embarcaciones, y lo fueron haciendo ordenadamente, de menor a mayor, puesto que pese a que la conocían casi desde que tenían memoria y con demasiada frecuencia no se la habían tomado muy en serio, se diría que la antaño bondadosa y permisiva maestra había sufrido una brusca transformación, convirtiéndose en un ser duro e intransigente, decidido a cumplir al pie de la letra sus amenazas.
Cuando se cercioró de que cada cual se encontraba en su puesto, la señorita Margaret cargó la escopeta que había pertenecido al gigantesco cazador y, cruzándosela sobre las piernas, tomó asiento en la proa de la piragua que capitaneaba Ajím, dejando que la señorita Abiba se acomodara en la de Bruno Grissi y sus hermanos de forma que Menelik Kaleb cerraba la marcha.
—¡Adelante! —dijo—. Y que Dios nos proteja.
Iniciaron la navegación por el tranquilo riachuelo, que no tendría por término medio más allá de quince metros de anchura y que iba abriéndose camino por entre un espeso bosque en el que gruesos enebros se entremezclaban con los gigantescos brezos, que tan sólo crecen en las más remotas regiones de Etiopía.
A veces desembocaban de improviso en una corta pradera en la que, sobre las altas gramíneas parduscas, destacaban esbeltas acacias de ancha copa a cuya sombra podía distinguirse en ocasiones a un solitario lobo de Abisinia, de rojo pelaje y negra cola, que, pese a su temible nombre, tenía más aspecto de perro o de raposa que de auténtico lobo.
Jamás se movían ni demostraban el más mínimo recelo ante la presencia humana, limitándose a observarles de reojo como quitándoles importancia, quizá molestos por el hecho de que vinieran a importunarles en horas del mediodía, que eran las que solían aprovechar para descansar y hacer la digestión tras un copioso almuerzo.
Era tal la cantidad de ratas parduzcas que pululaban por aquellos abiertos prados de alta hierba, cavando sus madrigueras en la corta capa de tierra suelta que apenas cubría un suelo de firme roca o dura arcilla, que tanto los aguiluchos como los halcones o cernícalos que se alimentaban de ellas, se veían gordos, relucientes y en apariencia tan satisfechos de la vida que les había tocado vivir, que se diría que se encontraban en el mismísimo umbral del paraíso.
Tales ratas, eran un auténtico «maná» para sus incontables depredadores, constituían no obstante la más terrible de las plagas para los escasos seres humanos de la región, que se veían obligados a luchar a todas horas para alejarlas de sus hogares y sus cosechas, y raros eran los niños de la aldea que no hubieran sido atacados en alguna ocasión por los agresivos roedores.
La única forma de combatirlos era formar un círculo de fuego en torno a sus praderas y permitir que se fuera estrechando hasta abrasarlos por millares, pero como había que aguardar a la época seca para que la hierba ardiera con rapidez, se corría el riesgo de que el fuego se propagara a los bosques vecinos, con lo que se provocaba una auténtica catástrofe en la que más de un incendiario había caído, víctima de sus propios métodos.
En los momentos de más calor, cuando sus enemigos dormitaban, las enormes ratas aprovechaban para abrevar, por lo que no resultaba difícil distinguirlas asomando el hocico entre los matojos o correteando por las diminutas playas del río.
Para la mayoría de los niños que iban a bordo de las embarcaciones, cazar ratas había constituido desde siempre una de sus principales obligaciones, pero en aquellos momentos las observaban no como al odiado enemigo de su pueblo, sino casi como una parte muy importante de su existencia, que iría quedando atrás a medida que el río se fuese adentrando en las rocosas gargantas que separaban el largo y cálido valle en que habían nacido del resto del universo.
Aquella remota región de Etiopía constituía una especie de agreste isla de lava y piedra negra encallada como un gigantesco barco entre las amarillas arenas del desierto sahariano y el azul del mar, con cumbres que en ocasiones superaban los cuatro mil metros de altitud y farallones de roca que caían como cortados a cuchillo hasta dos mil metros más abajo, de tal forma que no muy lejos de allí, en el nacimiento del Nilo Azul, existía un desfiladero en cuyo interior el famosísimo cañón del Colorado americano hubiese pasado casi desapercibido.
Era aquélla una naturaleza torturada, con solitarias mesetas que se elevaban como si los demonios del averno hubiesen estado intentando abrirse camino hacia el exterior, y abismos tan estrechos y profundos que ni tan siquiera las águilas podían atravesarlos, puesto que las violentísimas corrientes de aire las estrellaban contra las paredes o las engullían como si de un monstruoso sumidero se tratase.
Arriba, a unos tres mil metros sobre el nivel del mar, el violento sol del trópico abrasaba, pero en el fondo de las gargantas, adonde ese mismo sol nunca llegaba y por las que corrían violentos riachuelos, el aire se enfriaba de tal modo que estaba en continuo movimiento, hasta el punto de que con frecuencia los llantos y rugidos que producía ese viento al rozar con rocas y arbustos se podían escuchar a kilómetros de distancia.
«Donde cantan los Dioses» era probablemente la región más agreste del planeta que no se encontrase dominada por nieves perpetuas, y sobre su rugosa superficie de oscura lava, que semejaba la cuarteada piel de un cocodrilo de dimensiones cósmicas, se asentaba durante la época de lluvias una espesa neblina provocada por la violenta evaporación, lo que contribuía a darle al tétrico paisaje una dimensión aún más amenazante.
Descender hasta el fondo de uno de aquellos inconcebibles barrancos para trepar de nuevo por la pared opuesta, exigía a menudo semanas de arriesgado esfuerzo, por lo que no resulta extraño que grandes extensiones de la región aún no hubiesen sido visitadas por ser humano alguno, o existiesen aldeas que no habían evolucionado un ápice en el transcurso de milenios.
La siempre animosa señorita Margaret recordaba no obstante con auténtico horror el largo viaje que hiciera casi cuarenta años atrás, cuando su padre andaba a la búsqueda de un remoto lugar en el que la palabra del Señor resonase con la misma frescura y sinceridad con que había sonado en la antigua Galilea.
Hombre de vocación tardía, el reverendo Alex Mortimer había escuchado por primera vez tales palabras cuando su esposa le abandonó, dejándole como único recuerdo una niña enfermiza, que según los médicos difícilmente resistiría el intenso calor de las regiones tropicales a no ser que se tratase de un clima benigno y húmedo, más propio de las altas montañas que de las selvas, las praderas o los desiertos africanos. Tras largos estudios y consultas el reverendo Mortimer llegó a la conclusión de que el macizo etíope era el único lugar del Continente Negro que reunía las dos condiciones básicas que se había impuesto para llevar a cabo su nueva tarea: gentes primitivas y necesitadas de fe, y aire puro y fresco para los pulmones de su pequeña Marguerite.
Si bien el largo trayecto en tren desde Yibuti a Addis-Abeba resultó ciertamente fascinante y sirvió para que tanto padre como hija se enamoraran desde el primer momento del estilo de vida local, la interminable expedición a lomos de mula por la agreste y laberíntica meseta se transformó en un auténtico martirio que tal vez contribuyó en gran par te a que la señorita Margaret no sintiese nunca el más mínimo deseo de abandonar el valle.
El vértigo que se adueñaba de los cuerpos, e incluso de las almas, cada vez que una piedra se estremecía bajo las pezuñas de las bestias al borde de un precipicio de más de mil metros de profundidad, constituía aún ahora un recuerdo tan vivo como lo fuera en los lejanos tiempos en los que solía despertarse dando alaridos porque se imaginaba cayendo hacia un oscuro riachuelo de aguas turbulentas que la arrastraba, golpeándola contra afiladas rocas, las cuales acababan por desgarrarla en mil pedazos.
A menudo, pasado el mediodía, se formaban lluvias torrenciales en un cielo intensamente azul en el que docenas de dispersas nubecillas de inocente aspecto se sentían súbitamente atraídas entre sí como algodonosos imanes que cambiaran de polo para formar una enorme y amenazante nube negra a la que un viento huracanado arrastraba a baja altura, obligándola a descargar con furia toneladas de agua, hasta el punto de que en menos de media hora dejaba la altiplanicie convertida en un fangal, para luego desaparecer como por arte de magia, dando paso a un violento sol que sumía las cumbres en un manto de vapor que impedía la visión a más de cien metros de distancia.
Los arroyos se desbordaban, las pequeñas lagunas rebosaban, y si por casualidad el brutal chaparrón sorprendía a los viajeros subiendo o bajando por uno de los senderillos de los acantilados, se veían obligados a buscar una roca a la que afianzarse, pues, al poco, desde el borde superior caían a plomo toneladas de agua capaces de arrastrarles al abismo, y el sendero se volvía tan resbaladizo como una pista de patinaje.
La señorita Margaret cerraba los ojos y aun se veía abrazada a una de aquellas rocas observando cómo el fango descendía hacia ella como una masa de fría lava que se deslizase mansamente por la ladera de un volcán y aún resonaban en sus oídos los aterrorizados relinchos de una mula que, al no tener posibilidad de asirse a parte alguna, resbalaba inevitablemente por el estrecho caminillo durante casi un centenar de metros antes de precipitarse al vacío pateando en el aire como si culpase al cielo por no haberle proporcionado manos o garras con las que aferrarse a la vida.
Sentada en la proa de la embarcación y con la escopeta firmemente empuñada, la señorita Margaret no podía por menos que preguntarse qué ocurriría cuando en lugar de ir acompañada por experimentados guías que conocían perfectamente el terreno que pisaban, tuviera que ser ella, con sus escasas fuerzas, la que intentara impedir que aquellas pobres criaturas cayeran al abismo.
—¡Que Dios nos ayude! —se vio obligada a murmurar para sus adentros, y al volverse a contemplar los lívidos rostros de quienes parecían haber depositado en ella todas sus esperanzas, cayó en la cuenta de la magnitud de la responsabilidad que había asumido, y advirtió cómo las manos le temblaban levemente sobre la culata del arma.
¿Había hecho bien al alejar a los niños del valle exponiéndolos a un viaje infernal en el que les aguardaban incontables peligros, o hubiera sido preferible dejarlos en la aldea permitiendo que sobrevivieran aunque fuera como esclavos?
Sabía que era aquella una pregunta que la obsesionaría hasta el fin de sus días, pero sabía también que ya la suerte estaba echada, y que de lo único que tenía que preocuparse ahora era de encontrar el camino que les llevara lo más rápidamente posible al mar.
¿Era aquel río ese camino?
La selva se iba espesando a medida que avanzaba la tarde, llegó un momento en que los calveros de alta hierba y copudas acacias dejaron de hacer su aparición por la orilla izquierda, y los altísimos árboles de musgoso tronco se fueron vistiendo poco a poco de largos velos que conferían al silencioso bosque un aspecto fantasmagórico, hasta el punto de que el simple rumor de los remos al surgir del agua restallaba como un estampido en mitad de la noche.
Aquél era un mundo exclusivamente vegetal, sin duda alguna; un mundo hecho de agua, una gruesa capa de hojarasca putrefacto, y de madera reblandecida por una humedad de siglos.
La asustadiza Nadím Mansur gimió.
Fue el suyo un sollozo ahogado y en apariencia voluntariamente contenido, pero ese leve lamento abortado al instante mostró con mayor claridad que el más desconsolado llanto hasta qué punto el miedo al bosque de los trasgos y los ogros se había apoderado de aquellas desgraciadas criaturas.
—¡Cantemos! —ordenó secamente.
Y cantaron.
Cantaron con más ardor que nunca y con más rabia, pues aquél era un canto para espantar al miedo; un canto a la esperanza de vivir, a la necesidad de escapar de quienes eran capaces de decapitar niños de tres años, y al ansia de encontrar un lugar en el que sentirse protegidos.
Cantaron las únicas canciones que sabían: incongruentes canciones infantiles que resultaban absurdas en semejante lugar, pero que eran al propio tiempo aquellas que de alguna forma les remontaban a los felices tiempos en que su mayor preocupación era cantar en el patio de la escuela aguardando a que acabaran las clases para correr a chapuzarse en el río.
¿Era acaso aquél el mismo río?
Sentado a popa de la segunda de las embarcaciones, y manejando con sumo cuidado el canalete con el que conseguía que la larga piragua se mantuviese a duras penas en el centro de la corriente, Bruno Grissi observaba el tupido bosque que mantenía las orillas en continua penumbra, y se preguntaba si en verdad podía ser aquél el mismo río que explorara mil veces aguas arriba en compañía de Menelik Kaleb, mientras se esforzaba por descubrir las razones por las que una naturaleza que siempre se le había antojado hermosa y apacible, se iba volviendo a cada paso más hostil y sobrecogedora.
Su hermana Carla, cuya rubia melena le rozaba de tanto en tanto las rodillas, temblaba cada vez que una rama recubierta por aquella especie de sudario vegetal se inclinaba sobre el agua amenazando con rozarla, y, recordando las oscuras noches en que acudía a buscar refugio en su cama, asustada por el viento o el aullido lejano de un chacal, Bruno podía hacerse una idea de hasta que punto debería sentirse aterrorizada, y qué esfuerzos estaría haciendo para no comenzar a gritar llamando a su madre.
Le acarició el cabello y ella se volvió y le dirigió una mirada agradecida.
En cierto modo, Bruno Grissi se sentía casi más padre que hermano de la pequeña, pues pese a ser apenas un muchacho, las continuas ausencias de un hombre que se pasaba semanas enteras borracho tumbado en un galpón de los cafetales, le habían obligado a asumir a menudo el difícil papel de cabeza de familia.
Su madre había sido desde que recordaba una mujer vencida y sin recursos con que hacer frente a la excesiva afición al alcohol de su marido, por lo que bastante había tenido a lo largo de su miserable existencia con ir sacando a sus hijos adelante, al tiempo que trataba de impedir que el desvencijado caserón de madera que hacía las veces de hogar se les cayera encima.
Había demostrado siempre ser mejor carpintero que amante y mejor albañil que cocinero, por lo que Bruno aún recordaba la sorpresa de su hermano Mario el ya lejano día de Navidad en que Paola Grissi decidió despojarse de su viejo mono de trabajo para lucir por primera vez en muchos años una blanca blusa y una falda plisada.
—¡Caray! —exclamó admirado el chiquillo—. Te pareces a la señorita Margaret.
—La señorita Margaret tiene quince años más que yo —fue la agria respuesta—. Tal vez sea mejor que vuelva a ponerme el mono.
Así recordaría siempre Bruno a su madre: vieja y encallecida en las manos y en el alma; cansada de vivir; y hastiada de todo sin antes de haber vivido, haber estado nunca satisfecha de nada.
Observó a Mario, que dormitaba con la cabeza apoyada en la borda, y cayó en la cuenta de que tanto Carla como él parecían haber depositado en sus manos la responsabilidad de salvarles, tal vez debido al hecho de que en el fondo de sus almas siempre habían confiado más en Bruno que en su propio padre.
Oscurecía.
El veloz crepúsculo etíope acudía fiel a una cita en la que las sombras empujaban con brusquedad a la luz con la intención de ocupar su lugar sin miramientos, por lo que se vieron obligados a buscar un claro entre los árboles en el que levantar algo que recordara remotamente a un campamento.
La leña estaba húmeda y como no se sentían con fuerzas para talar un grueso tronco cuyo corazón ardiera fácilmente, se vieron obligados a quemar uno de los bancos de las piraguas, a cuyo rescoldo secaron las ramas verdes.
Más tarde éstas chisporroteaban lanzando un humo espeso y agrio que o ligaba a toser, aunque para los niños cualquier humo parecía preferible a unas tinieblas en el corazón de aquel bosque endemoniado.
La señorita Margaret distribuyó las guardias por edades: Ajím Bikila, la primera, Bruno Grissi, la segunda, y a Menelik Kaleb la más dura y en apariencia peligrosa; aquella que precedía al amanecer, hora en que las fieras de la alta selva acostumbraban a iniciar sus cacerías.
Se ordeñaron las cabras, la señorita Abiba preparó unas gachas de mijo, y se permitió que la fatiga derrotase de nuevo a los más pequeños, que al menos por unas horas regresaron a la segura paz de sus hogares, soñando con un despertar en el que la vida verdadera hubiera sido en realidad la pesadilla.
Muy a lo lejos rugió un leopardo. Tal vez no fuera un auténtico leopardo, sino tan sólo un viejo macho desarraigado de alguna de las incontables familias de papiones que acostumbraban a vagar por los valles cuando llegaban las lluvias a la montaña, pero a las pobres mujeres y los atemorizados niños se les antojó el más espeluznante rugido que hubiese llegado jamás a sus oídos, y Ajím Bikila, que sujetaba en esos momentos la vetusta escopeta, a punto estuvo de apretar el gatillo.
Luego ya todo fue silencio, porque incluso los que lloraban lo hacían en silencio.