Nada hay que alargue más una noche que el terror.
Y el terror compartido se multiplica a veces hasta convertirse en pánico irracional, y si no ocurrió así bajo la ceiba fue gracias a la presencia de ánimo de la señorita Margaret, que pareció haberse convertido de improviso en la madre adoptiva de un puñado de desamparadas criaturas que sollozaban solicitando la presencia de sus verdaderos padres.
La desconcertada señorita Abiba, el obediente Menelik, el pecoso Bruno, su rubio hermano Mario, e incluso el díscolo Ajím Bikila, fueron de inestimable ayuda, pero quien depositó sobre sus frágiles hombros la pesadísima carga de calmar al resto de chiquillos fue aquella férrea mujer de inmensos ojos azules y tímida sonrisa.
Era, quizás, el único miembro del grupo que se había percatado de la tremenda magnitud de la tragedia que se estaba desarrollando al otro lado del río, pero tal vez por eso mismo era también el único que había tomado conciencia de que semejante desastre no era más que el preludio de cuanto se avecinaba, puesto que para ella los gritos, los disparos y las explosiones tan sólo constituían el afinar de los instrumentos de una orquesta que se preparaba para atacar seriamente una obertura.
El negro cielo africano aparecía enrojecido por el reflejo de las llamas que consumían docenas de hogares en los que generaciones de hombres y mujeres habían nacido, se habían amado y habían muerto, y el límpido aire de la selva antaño perfumado por un denso olor a tierra húmeda, hedía a carne humana achicharrada mezclada con una acre pestilencia que flotaba a baja altura, y que venía provocada por el espeso humo que surgía del almacén en el que se amontonaban los centenares de recipientes de plástico que las mujeres utilizaban para recoger y seleccionar los granos de café cuando llegaba la cosecha.
Al amanecer, un violento chubasco pobló la espesura de rumores, y la primera luz se filtró por entre miríadas de hojas que goteaban como si pretendieran unirse al llanto de unos niños que empezaban a sospechar que habían perdido todo cuanto tenían desde el momento mismo en que el primer cadáver hizo su aparición flotando en la superficie del riachuelo.
Una hora más tarde la señorita Margaret hizo un leve gesto a Menelik, que era el mayor de sus alumnos.
—Ve a ver qué ha ocurrido —pidió—. Pero no te acerques.
—¡Yo voy con él!
La animosa mujer clavó sus clarísimos ojos en el pecoso rostro de Bruno Grissi, y asintió con un gesto.
—¡Está bien…! —replicó—. Tened mucho cuidado.
Los dos amigos se deslizaron por la espesura con el sigilo con que solían hacerlo cuando se adentraban en el bosque en busca de papiones, por lo que tardaron casi media hora en alcanzar la orilla desde la que se dominaba el rústico puente de madera y la suave ladera sobre la que el día anterior se alzaban un centenar de cuidadas cabañas de adobe y paja.
El puente había desaparecido y las amplias cabañas no eran ya más que renegridos muros de barro cuarteado por el excesivo calor, que mostraban sin reparo los negros churretones que la lluvia mezclada con cenizas había ido dejando al escurrir desde los abrasados techos ahora inexistentes.
Del gigantesco caserón de la colina, alzado un siglo atrás por un orgulloso genovés, no quedaban más que un revuelto montón de pavesas humeantes y una gran cama de hierro que por alguna extraña razón había rodado hasta el jardín.
El resto eran cadáveres.
Docenas e incluso centenares de cadáveres ferozmente mutilados o reducidos a un maloliente pedazo de carne carbonizada, lo que venía a demostrar sin género de dudas que los autores de tan salvaje masacre habían querido dejar claro que en el continente de la chapuza y la desidia aún quedaban quienes eran capaces de realizar su trabajo a conciencia.
Nada se movía aparte de las alas de los buitres, y ni el menor rastro quedaba de quienes tanto mal habían causado, tal vez porque con la llegada del nuevo día se había espantado ante la magnitud de su barbarie.
Durante un tiempo que se les antojó infinito —y nada más infinito podía existir que la contemplación del fin de su mundo y sus familias—, Menelik Kaleb y Bruno Grissi permanecieron muy quietos, cogidos de la mano como para darse valor el uno al otro, observando con ojos dilatados por el horror el dantesco espectáculo que se les ofrecía, y aun siendo como eran de raza, color y religión diferentes, idéntico sentimiento de ira y ansiedad se apoderó de sus corazones.
Permanecieron absolutamente inmóviles aunque no podían evitar que un leve espasmo estremeciera sus cuerpos, y tan sólo cuando abrigaron el total convencimiento de que no quedaba un solo ser humano vivo al otro lado del río, se armaron del valor suficiente como para introducirse en el agua y vadearlo.
Dos horas más tarde se dejaban caer en silencio bajo la ceiba, y Bruno se limitó a abrazar a su hermana Carla apretando con fuerza la mano de Mario, mientras Menelik Kaleb permanecía con la mirada clavada en la distancia, como si aún confiara en ver aparecer a algún miembro de su familia entre los árboles.
—¿Los han matado a todos? —inquirió al fin la señorita Abiba con un hilo de voz apenas audible.
—A todos.
Nadie lloró más de lo que había llorado durante el transcurso de la noche.
Nadie quiso aumentar su dolor conociendo detalles espeluznantes.
Nadie insistió en ir a ver en lo que habían convertido a sus seres queridos y el lugar en que habían sido felices, tal vez porque la señorita Margaret comprendió que era preferible que en sus memorias quedara para siempre el recuerdo de unos padres llenos de vida y un pueblo floreciente, que el de un montón de ruinas humeantes y de cadáveres atrozmente mutilados.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
Bruno Grissi alzó el rostro hacia la balbuceante señorita Abiba que era quien había hecho la pregunta, y se volvió luego a Menelik como pidiéndole que refrendara sus palabras.
—Huir —dijo al fin—. Si nos encuentran aquí nos matarán también.
—¡Pero si sólo sois un puñado de niños!
—Le cortaron la cabeza a mi hermano —señaló Menelik con voz ronca—. Y sólo tenía tres años.
Todos conocían sobradamente al travieso Sajím, un mocoso mofletudo que se pasaba el día intentando orinar sobre las gallinas a las que perseguía riendo y alborotando, y el hecho de aceptar que había seres humanos capaces de cercenarle la cabeza a una criatura tan inofensiva, les obligó a comprender que, en efecto, debían alejarse de la zona lo más pronto posible, a no ser que quisieran acabar de igual modo.
—¿Y adónde iremos?
—Lejos…
«Lejos» era en verdad la única respuesta válida a tal pregunta, aunque ninguno de los presentes tenía una clara idea de lo que en verdad significaba, puesto que cuanto se encontrase más allá de las montañas que rodeaban el valle constituía un universo desconocido en el que jamás habían deseado aventurarse.
Bestias salvajes, espíritus malignos, tribus cuya enemistad se remontaba al comienzo de los tiempos, soldados, guerrilleros, feroces bandidos e incluso traficantes de esclavos, pululaban allí donde concluían las fronteras de lo que había sido su mundo, y la sola idea de adentrarse en semejante ciénaga de peligros les cortaba el aliento.
La señorita Margaret, que sostenía sobre su regazo a la preciosa «Reina Belkiss» —que se había quedado dormida al fin, vencida por la catarata de emociones y el cansancio—, recorrió con la vista los angustiados rostros que parecían haber depositado en ella todas sus esperanzas, y al fin señaló en un vano intento de mostrarse animosa y ayudarles a concebir un h lito de esperanza:
—Iremos al mar y allí nos recoger n. Pasar un barco y nos llevar a un lugar donde no haya guerras y cuiden de vosotros.
De igual modo podría haber dicho «Iremos a la luna», porque para unos pobres chicuelos nacidos en una minúscula aldea perdida en el corazón del macizo etíope, el mar no era más que una asignatura tan remota en el tiempo y el espacio como los propios planetas.
Pero si la señorita Margaret aseguraba que debían dirigirse al mar, era porque hacia allí tenían que ir, puesto que la veterana maestra era la única persona de la aldea que en realidad había visto ese mar, aunque cuando lo hiciera acabara de cumplir los ocho años.
—¿Y dónde queda el mar? —quiso saber Menelik Kaleb, que estaba demostrando ser el más práctico del grupo.
—Al final del río, supongo —fue la rápida respuesta—. Que yo sepa todos los ríos van a parar al mar. —Hizo un esfuerzo intentando esbozar una levísima sonrisa que levantara los ánimos—. Pero ahora, lo primero que hay que conseguir es comida.
—Se lo han llevado todo —le hizo notar Bruno Grissi—. Pero podemos ir a buscar las cabras del viejo Amed en la quebrada. Alguna quedará.
—Id con cuidado… Y que os acompañe Ajím.
El siempre inquieto Ajím Bikila, quien había sido el primero en vislumbrar un cadáver flotando en el río, parecía haberse convertido en un ser diferente en el transcurso de un solo día, puesto que llevaba más de cuatro horas contemplando un punto perdido en la copa de un roble centenario como si en él se encontraran las respuestas a sus mudas preguntas.
No abría la boca ni parecía escuchar cuanto se decía a su alrededor, y en el momento en que Menelik le agitó levemente el hombro con la intención de sacarle de su ensueño, le miró como si no fuera el muchacho con el que había perpetrado durante años cientos de travesuras que hacían enfurecer a la circunspecta señorita Margaret.
—¿Por qué? —inquirió de improviso como si en verdad imaginara que alguien que tan sólo le llevaba unos meses pudiera tener las respuestas que el roble no le daba.
—No lo sé —replicó su amigo—. Pero si vienes con nosotros tal vez lo averigüemos. No puedes quedarte ahí sentado para siempre.
Se deslizaron hacia la orilla del río, aguardaron de nuevo hasta cerciorarse de que los soldados no habían vuelto, y mientras lo hacían Bruno Grissi reparó en la media docena de piraguas que descansaban a unos cien metros aguas abajo.
—No las han quemado —señaló.
—¿Para qué iban a hacerlo si creían que no dejaban a nadie que pudiera utilizarlas?
—Pues si están ahí quiere decir que no se han ido río abajo… —puntualizó con buen juicio el pecoso—. ¿Qué rumbo habrán seguido?
El otro se encogió de hombros admitiendo su total ignorancia, y a los pocos minutos cruzaron una vez más el río rodeando el poblado y encaminándose directamente a la cercana cañada en que el viejo Amed encerraba sus cabras.
Estaban todas, y milagrosamente también estaba el viejo Amed, quien se echó a llorar al verlos, abrazándolos como si se trataran de una tabla de salvación en un mar tempestuoso.
¡Pequeños, pequeños! —musitaba una y otra vez pese a que siempre había sido un malhumorado gruñón que los perseguía a pedradas en cuanto los veía aproximarse a sus animales—. ¡Mis pobres pequeños!
Cuando al fin consiguieron tranquilizarle, y consiguieron de igual modo apartarse unos metros, porque apestaba a cabra rancia, respondió a cuantas preguntas le hicieron, aunque sus explicaciones resultaban tan incoherentes, que tardaron casi media hora en hacerse una clara idea de los hechos.
Por lo visto el cabrero regresaba de repartir la leche al igual que cada mañana, cuando advirtió cómo medio centenar de soldados rodeaban el poblado, y siendo, como buen pastor, desconfiado y precavido, se ocultó entre unos matojos para observar desde allí cuanto ocurría.
Pese a la distancia, pudo ver cómo los soldados se enfurecían al descubrir los mutilados cadáveres de sus compañeros, y sin atender a las protestas de inocencia del anciano Shi Mansur, que juraba y perjuraba que habían llegado arrastrados por el río, comenzaron a disparar hasta no dejar con vida más que a las mujeres jóvenes, a quienes se dedicaron a violar durante toda la noche.
—Al amanecer las mataron a casi todas —concluyó—. Creo que tan sólo se llevaron a tres.
—¿Por dónde se fueron?
—No lo sé. Con la oscuridad me arrastré hasta una cueva de la quebrada y allí me quedé.
Cuando al fin le aclararon que un grupo de niños y sus dos maestras se habían salvado y pensaban encaminarse hacia el mar, permaneció unos instantes pensativo, y al fin negó con un levísimo ademán de cabeza.
—Ya soy muy viejo para conocer el mar —dijo—. Llevaos las cabras, pero yo me quedo. Aquí he vivido siempre y aquí quiero morir… —Sonrió con amargura y por último añadió, haciendo un ademán hacia el poblado—: Y tengo muchos muertos que enterrar.
—¿Y te vas a quedar solo? —se asombró Ajím Bikila.
El anciano meditó unos instantes y por último extendió la mano hacia una tetuda cabra marrón que ramoneaba a su lado.
—Dejadme a ésta —señaló—. Le gusta hacerme compañía y me dará la leche que necesito. Yo ya sólo me alimento de queso.
Le dejaron allí, rascándole la cabeza a su vieja cabra, y regresaron empujando delante de ellos al resto de los animales, aunque en esta ocasión no tuvieron necesidad de adentrarse en el bosque, puesto que el grupo les aguardaba en la escuela.
La señorita Margaret no había permitido que ninguno de los pequeños se alejara, consciente de que la visión de los destrozados cadáveres les marcaría de por vida, por lo que los había encerrado en la mayor de las aulas hasta el momento en que regresaran los muchachos.
La siempre dispuesta señorita Abiba mató un cabrito que asaron y devoraron acompañándolo con grandes vasos de leche, y como la comida, el cansancio y la tensión cayeron como una losa aplastando a los más pequeños, la señorita Margaret decidió que lo mejor que se podía hacer era pasar allí la noche, para emprender al fin la marcha en cuanto llegara el alba.
Únicamente cuando ya todos dormían, las dos mujeres tomaron asiento en los escalones del porche para observar cómo millones de estrellas comenzaban a hacer su aparición en el firmamento.
Durante largo rato permanecieron en silencio, como si necesitaran tiempo para hacerse una clara idea de cuán brusco había sido el cambio que afectara a sus vidas, y por último, y sin dejar de mirar hacia lo alto, la señorita Abiba inquirió con timidez:
—¿Crees que lo conseguiremos?
Cabría suponer que su amiga estaba aguardando desde hacía tiempo esa pregunta, o que tal vez era la pregunta que ella misma se hacía, puesto que sin volverse a mirarla, replicó con firmeza:
—No se trata de lo que yo crea, sino de cuál es nuestra obligación. Cuando nos confiaron a esos niños, no fue tan sólo para que les enseñáramos a leer y a escribir, sino para que cuidáramos de ellos en todo momento.
—¡Pero el mar está muy lejos! ¿Cómo llegaremos allí, y quién nos asegura que cuando lleguemos servirá de algo?
—Y¿ qué otra cosa podemos hacer? —fue la respuesta—. ¿Quedarnos? Los soldados volverán, y si no son ellos, serán sus enemigos, que para el caso es lo mismo.
—¿Y si no volvieran ninguno de los dos?
—¡Peor aún! —le hizo notar la señorita Margaret con naturalidad—. ¿Cuánto tiempo crees que tardarían los montañeses en enterarse de que los adultos han muerto? ¿Una semana? ¿Un mes quizá? Se correría la voz y vendrían a saquear lo poco que ha quedado y a llevarse a los niños —hizo una corta pausa y añadió con amargura—. Y Dios me perdone, pero prefiero verlos muertos a esclavizados, porque mi padre aseguraba que los africanos son aún más racistas de lo que lo serán nunca los blancos.
La joven, y en cierto modo muy atractiva señorita Abiba no supo qué responder porque en el fondo de su alma estaba convencida de que su compañera, que era quien le había enseñado cuanto sabía, tenía, una vez más, razón. Sin hombres que los defendieran, los niños pasarían a ser considerados botín de guerra: a los muchachos los dedicarían a las más duras labores del campo mientras que las chicas pasarían a convertirse, tarde o temprano, en mercancía para exclusivo uso sexual.
Conociendo como conocía a las primitivas tribus montañesas, que de tanto en tanto descendían a robar ganado, no le cabía hacerse ilusiones sobre cuál sería su comportamiento en cuanto tuvieran noticias de que en el valle ya no quedaban guerreros capaces de empuñar un arma.
—Puede que sea una actitud heredada de la época colonial —musitó al fin sin excesivo convencimiento.
—No, pequeña, no —le contradijo la señorita Margaret—. Los odios tribales existían mucho antes de que el primer europeo pisara el Continente, pero no es momento de disertaciones —le acarició con afecto las diminutas trenzas de un negro azabache que le colgaban como una espesa cortina sobre los ojos—. Ahora vete a dormir. Nos esperan días muy duros.
—¿No vienes?
—Lo haré enseguida… —dijo—. Prefiero quedarme a pensar un rato.
Cuando poco después la indígena desapareció en el interior del edificio, la señorita Margaret clavó de nuevo la vista en el firmamento, como venía haciendo cada noche desde que tenía uso de razón pues sabía por experiencia que unos pocos minutos de hablar a solas con su Creador la compensaban del duro trabajo y las penalidades que acarreaba el día.
La señorita Margaret provenía de una familia dedicada casi por entero al servicio de Dios, aunque por alguna incomprensible razón, su dios no era el mismo que le había enseñado a adorar su padre, el reverendo Alex Mortimer, sino otro mucho más pequeño y más íntimo, pero que le llenaba por completo.
Ese diminuto «dios» particular Jamás le había pedido que le buscara adeptos, tal vez porque le bastaba con la tranquila y dulce fidelidad que ella le profesaba, y por su parte la señorita Margaret había sido siempre de la opinión de que más valía un diosecillo privado que uno excesivamente solicitado y poderoso que se viese obligado a repartir su atención entre millones de fieles.
Y no se comportaba así porque tuviese la intención de pedir muchas cosas —la señorita Margaret nunca se había visto en la necesidad de pedir nada—, sino porque estaba convencida que el amor a Dios era algo tan personal como el amor a un hombre, y de igual modo que no le hubiera gustado compartir a un hombre en caso de haberlo tenido alguna vez, tampoco le agradaba la idea de compartir a su dios.
Sus relaciones habían sido hasta el presente serenas y amistosas, y sus charlas aparecían impregnadas por el denso olor a selva y arrulladas por el canto de las aves que hacían tan apacibles las oscuras noches africanas, y por eso ahora, tras todo un largo día de horror, la señorita Margaret no podía evitar sentirse tan desconcertada como si acabara de descubrir que alguien en cuya fidelidad confiaba ciegamente, le había traicionado.
El «equilibrio» que había presidido desde siempre sus relaciones consigo misma, con el resto de los seres humanos, y aun con la naturaleza, se había visto descompensado de improviso, y esa falta de armonía en una existencia que había luchado tan denodadamente por ser ante todo sosegada y consecuente, estaba consiguiendo confundirla hasta unos límites más que preocupantes.
Sentada allí, en los escalones de la escuela, tal como solía sentarse cada noche en el porche de su vieja cabaña, le preguntó a su dios qué razones tenía para hacer lo que hacía, y no obtuvo respuesta.
—¿A quién estás intentando poner a prueba? —inquirió sin acritud—. Ni la sinceridad de mi fe, ni aun la de millones que te adoraran más que yo, compensarían tantos sufrimientos. Una eternidad que pasara abrasándome en los infiernos no bastaría para pagar lo que están padeciendo esas criaturas… —Su tono era el de una amarga recriminación sin esperanzas—. ¿A qué viene entonces todo esto?
La violencia, la crueldad y la venganza eran sentimientos tan alejados de la capacidad de comprensión de una mujer tan bondadosa como la señorita Margaret, que incluso llegándole como le llegaba el hedor a muerte y los gruñidos de la hienas que se disputaban los cadáveres al otro lado del río, le costaba admitir que tanto salvajismo fuera cierto, y cuanto ahora le pedía a su pequeño dios era que le ayudara a despertar de semejante pesadilla, y el mundo volviese a ser tan sencillo y apacible como lo fuera tres noches antes.
De pronto el agotamiento cayó sobre ella como un halcón sobre su presa, puesto que por profundos que sean los quebrantamientos del espíritu, llega un momento en que los del cuerpo les superan, por lo que inclinó bruscamente la cabeza y se quedó traspuesta hasta que un corto y violento chubasco tropical la empapó por completo.
Amanecía.
Abrió los ojos, tardó en tomar conciencia de dónde se encontraba, y cuando al fin lo consiguió se alarmó al advertir cómo una diminuta figura se alejaba hacia la orilla del río bajo el espeso chaparrón.
Corrió tras ella, la alcanzó al borde del agua y, cuando la tomó de la mano obligándola a volverse, se enfrentó a los enormes y expresivos ojos de Nadím Mansur, que pareció ofenderse por la inesperada intromisión.
—¡Déjame! —pidió apartando la mano.
—¿Adónde vas?
—A casa.
—No puedes —le hizo notar dulcemente la señorita Margaret.
—¿Por qué?
—La han destruido.
La pequeña, que apenas hacía dos semanas que había celebrado con una alegre fiesta en la misma escuela su octavo cumpleaños, meditó tan sólo un instante la respuesta y acabó por replicar con absoluto convencimiento:
—Mi padre ya la habrá arreglado. Él siempre la arregla.
La señorita Margaret se arrodilló frente a ella y la observó confusa, puesto que a aquellas alturas daba ya por sentado que los niños habían comprendido que sus padres estaban muertos y que el poblado había quedado reducido a escombros.
Tragó saliva, se preguntó una vez más las razones por las que su bondadoso dios personal le hacía pasar por tales trances, y armándose de todo su valor susurró quedamente:
—Tu padre ha muerto, pequeña. Toda tu familia ha muerto.
La siguiente pregunta iba a ser sin duda la más comprometida que la veterana profesora recibiera a lo largo de casi treinta años de responder preguntas.
—Y si toda mi familia ha muerto, ¿por qué tengo que vivir yo?
—Porque el Señor así lo quiere.
—¿El mismo que ha querido que toda mi familia muera…?
No se le ocurrió nada con lo que rebatir semejante planteamiento, por lo que se limitó a aferrar a la chiquilla por la muñeca y regresar con ella hacia la escuela.
En el porche distinguió la espigada silueta de Menelik Kaleb, que tenía justa fama de ser siempre el primero en despertarse en el poblado.
—Ocúpate de ella —le rogó—. Quiere irse a su casa.
Penetró luego en el aula grande y recorrió con la vista los rostros de los niños, planteándose si no sería más lógico que continuaran durmiendo hasta el fin de los siglos, en lugar de tener que enfrentarse a las duras pruebas que sin duda les aguardaban.
Por último, se encaminó a un gran mapa que colgaba de la pared y lo estudió intentando hacerse una idea de qué rumbo debían seguir para alcanzar el mar sin tener que atravesar las zonas en que siempre había oído decir que se libraban los más duros combates.
La guerra, aquella absurda conflagración que asolaba el país desde hacia ya cuatro largos años, llevando el hambre y la desesperación a la mayoría de sus habitantes, había sido hasta el presente una especie de lejano rumor que llegaba en boca de los esporádicos «Contadores de Historias» que muy de tarde en tarde se aventuraban hasta el perdido valle, y cuanto la señorita Margaret sabía de ella era que se había enconado en torno a las grandes ciudades y las llanuras más fértiles, puesto que para los todopoderosos Señores de la Guerra ninguna victoria era válida si no traía aparejado un rico botín con el que compensar el esfuerzo de sus tropas.
Las montañas, las selvas y los valles periféricos habían quedado por lo tanto al margen durante todo ese tiempo, pero los muertos del otro lado del río evidenciaban que al fin el conflicto se había desbordado y resultaba imposible determinar qué regiones estaban en paz y en cuáles se combatía.
Intentó encontrar en el laberíntico y confuso mapa lleno de cagarrutas de mosca un camino que le llevara al mar evitando las zonas de lucha, pero por más que miró y remiró no supo descubrirlo.
El pueblo y el valle ni siquiera figuraban en aquel mapa, y el río por el que pretendía descender tal vez sería —con suerte— alguna de las delgadas líneas azules que serpenteaban entre lo que se suponía que debían ser altas montañas.
No tenía desde luego una idea demasiado exacta de dónde se encontraban, y mucho menos de qué camino deberían seguir para salir de semejante laberinto, pero de lo que sí estaba plenamente convencida era de que no podía condenar a aquellas desgraciadas criaturas a un destino de violencia y esclavitud.
En alguna parte, al este, estaba el mar.
—¡El mar!
Al fin lanzó un hondo suspiro, se armó de valor, y apoderándose de su temida regla, la golpeó repetidamente contra el costado de la mesa tal como solía hacer cuando pretendía imponer autoridad a una clase demasiado alborotada.
—¡Arriba! —ordenó con firmeza—. ¡Arriba todos! Nos vamos al mar.