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Nadie entendió jamás la razón de aquella guerra.

Y es que era —como la mayoría— una guerra irracional. Quizá la más irracional de todas ellas.

Hacía meses que los aldeanos comentaban que día a día se iba aproximando, pero ninguno de ellos tomó clara conciencia del peligro hasta que una tranquila mañana Ajím Bikila, cuyo pupitre era el más cercano a la ventana, se puso en pie de un salto para exclamar señalando hacia fuera:

—¡Un muerto! ¡Allí hay un muerto!

La señorita Margaret estuvo a punto de expulsarle airadamente temiendo que se tratara de una más de sus estúpidas bromas, pero ante la terca insistencia prestó atención y tuvo que buscar apoyo en la pizarra al comprobar que, efectivamente, el cadáver de un hombre descendía mansamente por el centro del río.

Los muchachos abandonaron de inmediato el aula, al poco se les unieron los chiquillos del curso inferior, y fue así como una treintena de niños y sus dos profesoras se agolparon a orillas del tranquilo riachuelo para observar en silencio cómo el agua arrastraba una masa oscura que flotaba boca abajo, como si buscara en el limo del fondo un hálito de la vida que le había abandonado corriente arriba.

Aquél era, probablemente, el primer cadáver que la mayoría de los niños veía, pero apenas tuvieron tiempo de reflexionar sobre ello, puesto que de inmediato hizo su aparición un segundo cuerpo, a éste le siguió en procesión un tercero, luego un cuarto, y en total fueron seis los soldados de destrozado uniforme verde oliva los que cruzaron frente a la rústica escuela para continuar en pos del que parecía ser su jefe, que les iba marcando el rumbo tal como lo hiciera en vida.

Era en verdad un macabro desfile, pero lo más sobrecogedor de tan deprimente espectáculo fue, sin duda, el angustioso silencio de unos testigos que parecían comprobar de improviso que la cruel y estúpida guerra civil de la que tanto habían oído hablar, acababa de irrumpir solapadamente en sus vidas.

Exceptuando las dos profesoras, el mayor de los presentes no había cumplido aún los dieciséis años, mientras que los más pequeños apenas levantaban un metro del suelo, pero todos sin excepción recordarían aquella mañana de principios de verano como el día exacto en que concluyó su infancia e iniciaron una acelerada marcha hacia una terrible e inmerecida madurez.

Y es que cuando al fin el último de los cadáveres se perdió de vista tras los árboles, y el río volvió a ser el limpio y alegre río en que solían bañarse al terminar las clases, la señorita Margaret decidió con muy buen criterio que no estaban los ánimos como para regresar a las aulas, por lo que permitió que la atemorizada chiquillería corriese a través del bosque hacia sus casas.

La diminuta aldea semejaba un avispero al que cualquiera de aquellos mismos chicuelos hubiera arrojado una piedra.

Los hombres habían comenzado a sacar del agua a los muertos, dejándolos sobre el fango de la orilla cara al cielo, y no quedaba alma viviente que no acudiera a verlos, puesto que aquél era a todas luces el acontecimiento más dramático que había ocurrido en la región desde el brutal terremoto de principios de siglo.

El anciano Shi Mansur había tomado asiento en una lisa roca y, aferrando con fuerza el largo bastón de puño de marfil que simbolizaba su indiscutible autoridad, contemplaba los cuerpos con ojos impasibles; pero quienes le conocían bien podían adivinar, por el leve temblor de su labio inferior, que su aparente serenidad no era más que una máscara tras la que intentaba ocultar la justificada ansiedad que parecía haberse apoderado de su ánimo.

Shi Mansur presentía que si el río había traído soldados muertos, pronto o tarde traería también soldados vivos, y que aquellos soldados, quienesquiera que fuesen y cualquiera que fuese su fe o su ideología, tan sólo llevarían en su petate destrucción y desgracia, puesto que los muchos años habían enseñado al sufrido cacique que ninguna guerra, por justos que fueran sus inicios, continuaba siendo justa en su desarrollo.

Entre el escaso medio millar de pacíficos «súbditos» del sarmentoso Shi Mansur, cuyas chozas se desparramaban por el fértil valle a una y otra orilla del tranquilo riachuelo, una tercera parte estaba constituida por cristianos coptos y un escaso diez por ciento podía considerarse formado por auténticos musulmanes practicantes, mientras que la mayoría jamás había demostrado el mínimo interés por las cosas del espíritu, quizá debido al hecho de que el diario esfuerzo de tener que dedicarse con excesivo empeño a las cosas del cuerpo no les dejaba tiempo ni ánimos para más.

Y entre aquel medio millar de campesinos, en su mayor parte analfabetos, apenas conseguirían contarse con los dedos de una mano aquellos que demostraban algún tipo de inquietud política, o tenían tan siquiera una remota idea de lo que significaba la política.

Tanto era así que cuando cada anochecer los hombres se reunían en La Casa de la Palabra, raramente se hablaba de religión o de política, en parte por falta de interés, en parte por deseo expreso de Shi Mansur, y en parte porque una animada charla sobre la cosecha o el simple cotilleo de la vida diaria resultaba siempre mucho más divertido y reconfortante.

Se entendía por tanto que cuando el desconcertado anciano preguntó por el origen, la ideología o la razón de ser de aquellos uniformes de color verde oliva, nadie supiera darle una respuesta exacta, y nadie tuviera tampoco una clara noción de si se trataba de fundamentalistas llegados del norte, animistas provenientes del sur, comunistas fieles al depuesto dictador, o reaccionarios alzados en armas por cualquiera de los incontables generales ultranacionalistas que proliferaban en el continente como la lepra o la malaria.

Lo único que estaba claro era que se trataba de «soldados», y que era aquélla una palabra que desde tiempos muy remotos atemorizaba a los nativos, puesto que ni siquiera en la memoria de la abuela Mamma-U —que tenía ya más de cien años— se conservaba un grato recuerdo de la visita de los hombres de uniforme, fuera éste del color que fuera.

Hubo quien opinó que lo mejor que se podía hacer era devolver los cuerpos al agua y permitir que la corriente se los llevara lejos, valle abajo, considerando que tal vez así conjurarían a los espíritus malignos de forma que la tan temida guerra siguiera de igual modo su curso, sin afectar para nada la pacífica existencia de aquellas gentes.

Pero otros muchos —entre ellos el todopoderoso Shi Mansur—, consideraron que no era de seres humanos bien nacidos permitir que las fieras de la selva se cebaran en aquellos desgraciados devorándolos en cuanto la corriente tuviera a bien depositarlos en la orilla.

Tras pensárselo mucho, Shi Mansur decidió recabar el consejo de Tulio Grissi, que era, a su ver, el único que podía tener una idea más o menos clara del porqué de la presencia de aquellos hombres en el río.

Mandó por tanto en su busca y tuvo que esperar hasta bien entrada la noche puesto que —como solía suceder— el florentino no se encontraba en su casa de la colina, sino en los cafetales de la cercana serranía.

A la luz de las antorchas, el hombrecillo de nariz reventona por el abuso del alcohol contempló la hilera de cadáveres y acto seguido se acuclilló como un nativo más puesto que al haber nacido y pasado la totalidad de su vida en África, estaba más hecho a los usos y costumbres indígenas que a las europeas, exceptuando quizá su desmedida afición al whisky escocés.

—Mala cosa… —masculló al fin, como si acabara de hacer un descubrimiento del que sus convecinos no se hubieran percatado hasta el presente—. ¡Muy mala cosa!

—¿Qué te parece que hagamos? —quiso saber Shi Mansur quien pareció comprender de improviso que en aquel desgraciado asunto el blanco se encontraba tan en la inopia como él mismo—. ¿Los enterramos sin decir nada a nadie, o damos parte a las autoridades?

—¿Autoridades? —se asombró el italiano escandalizado por semejante insensatez—. ¿Qué autoridades?

—Las otras… —fue la paciente respuesta—. Las de uniforme marrón.

Resultó evidente que era en aquel preciso instante cuando Tulio Grissi se percataba de las peculiaridades de los uniformes, puesto que tomando la antorcha del nativo que se sentaba a su lado, la aproximó al cuerpo del soldado que tenía más cerca como para cerciorarse de cuál era en efecto el color exacto de su guerrera.

—¿Qué más da marrón o verde…? —susurró al fin roncamente—. «Autoridad» tan sólo serán aquellos que estén ganando en este instante.

—¿Y quién gana ahora?

—Éstos no, desde luego —fue la cruel respuesta—. Éstos ya no ganarán nunca, y lo mejor que podemos hacer es enterrarlos.

El anciano meditó una propuesta que en verdad no necesitaba meditar puesto que estaba en total consonancia con lo que opinaba, y acabó por hacer un levísimo gesto de asentimiento con la cabeza.

—¡De acuerdo…! —dijo al fin—. Esta noche los velaremos, y mañana celebraremos un digno funeral.

Al fin y al cabo han muerto por defender sus ideales, cualesquiera que sean.

Menelik Kaleb, que había asistido acurrucado en el porche de su cabaña a la curiosa escena que se desarrollaba a menos de cincuenta metros de distancia, no dejaría de preguntarse por el resto de su vida, cuál habría sido el destino de todos aquellos hombres, mujeres y niños que —al igual que él— contemplaban los mutilados cadáveres a la luz de las antorchas si el sabio y prudente Shi Mansur hubiera dado en aquella ocasión justa prueba de su prudencia y sabiduría ordenando que los cadáveres fueran arrojados de nuevo al río o enterrados en aquel mismo instante, sin necesidad de aguardar al día siguiente.

Pero Menelik era biznieto por parte de madre del anciano cacique, y desde que tenía uso de razón había oído asegurar a sus padres que Shi Mansur jamás se equivocaba, y que si el suyo era un pueblo feliz, tranquilo y próspero se debía en gran parte a las acertadas decisiones que siempre había sabido tomar.

No había razón por tanto para poner en duda que lo que ahora ordenaba fuera lo más aconsejable, teniendo en cuenta, además, que la mayoría de los adultos lo aprobaban, al igual que parecía aprobarlo el padre de su buen amigo Bruno, que como hombre blanco tenía la obligación de estar al tanto de un cierto tipo de asuntos que escapaban por completo a la comprensión de los nativos.

Menelik Kaleb apenas pegó ojo durante el resto de la noche, y al alba, cuando aún los gallos se preguntaban si había llegado el momento de comenzar a reclamar a gritos la presencia del sol, saltó a toda prisa de la cama y recorrió el sinuoso sendero que conducía a la vieja casa de la colina.

Aquel enorme caserón de desconchadas paredes y recargada baranda que se caía a pedazos, había pertenecido tiempo atrás a un rico colono, dueño de todas aquellas tierras, su ganado y sus gentes, pero que con la llegada de la independencia decidió regresar apresuradamente a su Génova natal, dejándolo todo en manos de su capataz, Tulio Grissi, quien acabó comprándole la ruinosa casa y el cafetal de las colinas a precio de gallina flaca. Y es que Grissi siempre se sintió más africano que europeo, y casi se podía decir que más negro que blanco.

Sus hijos, Bruno, Mario y Carla, que habían nacido y habían crecido en aquel caserón y en aquel valle, no veían más rostros blancos que los de sus padres y el de la señorita Margaret, por lo que cabría imaginar que en el fondo de su alma lamentaban que el color de su piel les diferenciara del resto de los niños con los que compartían los juegos y las aulas.

Borrachín, zafio y violento, no era el suyo un padre del que los tres niños pudieran sentirse en exceso orgullosos, y su madre, hosca y retraída, apenas abría la boca más que para insultar a su marido cuando llegaba tambaleándose, o increpar a los niños a la hora de la cena.

Por ello, cuando Menelik Kaleb golpeó levemente los cristales de la ventana (como solía hacer cuando los dos niños iban de pesca a la laguna o a cazar al bosque), no le sorprendió que la alborotada melena pajiza del pecoso Bruno hiciera su aparición, como si llevara horas esperándole pues Menelik sabía muy bien que su amigo aprovechaba cualquier disculpa para estar lo más lejos posible de su casa.

—Vamos río arriba —susurró aún consciente de que los padres de Bruno dormían al otro extremo del gigantesco caserón—. Tal vez aún estén allí los soldados.

Ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de que el muchacho pudiera rechazar su invitación, y buenas razones tenía para ello, puesto que aún antes de haber concluido la frase ya el otro había saltado al descuidado jardín para emprender de inmediato una alegre carrera que habría de llevarles colina abajo Y bosque adentro, hacia el punto en que el río se estrechaba en una agreste garganta, más allá se abría una pequeña llanura de altas gramíneas salpicadas de acacias enanas, en la que no resultaba difícil tropezarse de tanto en tanto con algún asustadizo antílope o una hiena maloliente.

Sabían que tenían poco menos de dos horas para ir y volver antes de que la señorita Margaret golpease la campana anunciando que comenzaban las clases, por lo que corrieron rítmicamente y en silencio, saltando con sus pies descalzos sobre las rocas y los árboles caídos, vadeando por dos veces el riachuelo y trepando por último, ya jadeantes, hasta la cima del agreste otero desde donde se dominaba a un lado el valle y al otro la minúscula llanura.

No vieron nada.

Todo lo más una columna de polvo allá en el horizonte, y tras estudiar con infinito cuidado un paisaje que tan bien conocían y no descubrir un solo detalle que les compensase del esfuerzo que habían hecho, se tumbaron a contemplar las blancas nubes que llegaban de poniente.

—¡Mierda!

No existía en verdad ninguna otra palabra que expresase con mayor propiedad la magnitud de la decepción que se había apoderado de su ánimo, y cuando al fin consiguieron recuperar por completo el aliento, el pecoso inquirió sin volverse a su amigo:

—¿Qué va a ocurrir ahora?

—Tal vez nada —fue la poco convencida respuesta—. Tal vez el río trajera a esos soldados de muy lejos y no tengamos que volver a preocuparnos de la guerra.

—No olían —musitó el otro sin dejar de mirar el cielo.

No necesitó decir nada más, porque le constaba que Menelik Kaleb sabía tan bien como él que si pese al bochornoso calor los cuerpos no hedían aún, era porque llevaban menos de veinticuatro horas muertos, y en ese tiempo el tranquilo riachuelo no podía haberlos traído de muy lejos.

—Es cierto —admitió al rato el nativo—. No olían, pero si hubiera soldados cerca tendríamos que verlos desde aquí.

Bruno Grissi se irguió, tomó asiento abrasándose las piernas, y oteó de nuevo en busca de la más mínima señal que delatara una presencia humana. Finalmente acabó por encogerse de hombros y aceptar que tan sólo una ligerísima brisa agitaba la reseca hierba y las copas de las acacias.

—Será mejor que volvamos —dijo—. Ya he llegado tres días tarde este mes y la señorita Margaret me va a caer a reglazos.

El camino de regreso fue descansado, puesto que se limitaron a empujar al agua un viejo tronco, sentarse a horcajadas en él y permitir que la corriente los arrastrase, sin tener que preocuparse más que de mantener la ropa sobre la cabeza guardando el equilibrio con ayuda de los pies y de una mano.

Aquel divertido «viaje», que solían hacer siempre que iban a cazar, les permitió olvidar la razón de su tempranera aventura, hasta el momento en que descubrieron un nuevo cadáver atrapado entre unas ramas que rozaban el agua.

Tuvieron que pasar a menos de dos metros de él, advirtieron que aparecía hinchado como un globo y ya apestaba.

Sobre uno de sus brazos, que quedaba fuera del agua y estaba seco, zumbaban, furiosas, miles de moscas.

Dada su extraña posición, casi colgado del árbol, y con los pies aguas abajo, se le distinguía con total nitidez el rostro, que era a todas luces el de un muchacho que apenas tendría cuatro o cinco años más que los que le observaban en horrorizado silencio.

Cuando al fin quedó atrás, con la alzada mano enviándoles un postrer saludo cada vez que las ramas se agitaban, Menelik Kaleb se volvió a observar a su amigo e inquirió de improviso:

—¿Te has fijado en su uniforme…?— Ante la muda negativa, añadió: —Era marrón.

—¿Y eso qué significa?

—No tengo ni idea. Se lo preguntaremos a la señorita Margaret.

Pero la señorita Margaret tampoco tenía una idea muy clara del porqué de semejante diferencia, ni parecía desear que continuaran hablando del tema de los muertos, como si el hecho de rechazarlo ayudase a alejar sus más profundos temores.

Los hombres estaban ya cavando seis tumbas en un claro del bosque, y en cuanto los cuerpos de aquellos desgraciados recibieran sepultura todo quedaría olvidado y el pueblo recuperaría la paz que con su presencia había perdido.

Pero no parecía que pudiese resultar tan fácil.

Casi la mitad de los niños no habían acudido ese día a clase, y los que lo habían hecho se mostraban distraídos y alborotados, como si el nerviosismo que desde el día anterior se había apoderado del ánimo de sus mayores se les hubiera contagiado multiplicándose por mil.

Ni siquiera la regordete Zeudí, que había sido siempre la alumna más aplicada de la clase, conseguía concentrarse a la hora de leer en voz alta la lección del día, y del aula vecina llegaban con más claridad que nunca los llantos de los pequeños y los destemplados gritos de la señorita Abiba, que parecía incapaz de dominarlos.

Faltaban apenas diez minutos para la hora de un recreo, que tal vez contribuyera a relajar los nervios, cuando se escuchó el primer disparo, y a éste siguieron tantos y en tan inconcebible proporción, que podría creerse que todas las guerras de este mundo habían caído de improviso sobre el valle con la evidente intención de aniquilarlo.

A continuación llegaron las explosiones, luego los gritos y el humo de los incendios, y en el momento en que los niños corrían hacia las ventanas, los cristales estallaron de improviso hiriendo a varios y matando en el acto al travieso Medmed, que era el que estaba más cerca.

—¡Al suelo, al suelo…! —gritó de inmediato la señorita Margaret, de la que podía creerse que había estado aguardando a que algo parecido ocurriese—. ¡Salid por atrás!

La puerta trasera daba a las letrinas que habían sido excavadas a una veintena de metros en el interior del bosque, y fue sin lugar a dudas la serenidad de la maestra la que impidió que los chiquillos echaran a correr hacia el poblado, cosa que consiguió empujándolos delante de ella hacia lo más profundo de la espesura, allí donde ni las balas perdidas ni las explosiones pudieran alcanzarles.

Su compañera Abiba también hacía cuanto estaba en su mano, pero pronto quedó muy claro que la señorita Margaret se había hecho con el control de la situación, y tomando en brazos a la aterrorizada «Reina Belkiss» que no acertaba a dar un paso, arrastró por el cuello a Mario, el hermano menor de Bruno Grissi, que parecía de igual modo petrificado por el pánico.

—¡Los pequeños! ¡Coged a los pequeños! —gritaba a los alumnos de su clase—. ¡Menelik! ¡Cerciórate de que ninguno se haya quedado atrás!

El aludido obedeció en el acto regresando a las aulas, en las que descubrió escondido bajo la mesa de la profesora al histérico Askia, quien pese a que aún no había cumplido los siete años, se aferraba con tanta desesperación a las patas del sillón que resultaba del todo imposible llevárselo de allí ni a rastras.

Por suerte, a los pocos instantes Bruno Grissi acudió en su ayuda, y entre ambos consiguieron abrirle las manos y llevárselo en volandas pese a que chillaba y pataleaba como un cerdo camino del matadero.

Las explosiones, los alaridos y el repiquetear de las ametralladoras arreciaban, y cuando Menelik y Bruno se volvieron por última vez a punto ya de desaparecer en lo más espeso del bosque, distinguieron al otro lado del río la figura de un soldado que corría disparando su metralleta contra un grupo de mujeres que huía.

Acurrucados bajo una inmensa ceiba, a poco más de tres kilómetros de la escuela, catorce niños y dos maestras temblaron y lloraron durante largas horas.

Aún se escuchaban gritos lejanos.

Y algún disparo aislado.

Aún era espeso el humo de los incendios.

E intenso el olor a carne achicharrada.

Aún la muerte seguía planeando sobre lo que había sido su pueblo.

La guerra había llegado.