Las noticias circulaban rápidamente en el pueblo, y la de la detención del intendente corrió de puerta en puerta acompañada de miradas expresivas —«Han detenido al intendente»— y produjo una mansa y orgullosa satisfacción. Los vecinos se la daban unos a otros en voz baja y se separaban. Los que iban a comprar cosas de comer se inclinaban para decir unas palabritas a los dependientes.
La gente salió al campo y fue a los bosques en busca de dinamita. Los niños que jugaban en la nieve y la encontraban tenían ya instrucciones. Abrían los paquetes, se comían el chocolate, enterraban la dinamita en la nieve y decían a sus padres dónde la habían enterrado.
Lejos del pueblo, un hombre encontró un tubo, leyó las instrucciones, se preguntó: «¿Servirá esto?», puso el tubo en la nieve, encendió la mecha y echó a correr contando números, pero contó demasiado de prisa. Antes de que el cartucho explotara había contado sesenta y ocho. Entonces se puso a buscar tubos con todo entusiasmo.
Como a una señal, los vecinos se metieron en sus casas y cerraron las puertas, y las calles quedaron en silencio. En la mina, los soldados registraban y volvían a registrar a los mineros que bajaban a la galería, y la nerviosidad les llevaba a hablarles y a tratarles con dureza. Los mineros los miraban fríamente y en el fondo de sus ojos se veía una chispita de satisfacción.
La mesa había quedado limpia de papeles en el saloncito del palacete de la municipalidad. Un soldado montaba guardia ante el dormitorio del intendente. Annie, que estaba arrodillada poniendo carbón en el hogar, levantó la cabeza y le preguntó con cierta insolencia:
—¿Qué le van ustedes a hacer?
El soldado no replicó.
Se abrió la otra puerta, entró otro soldado llevando agarrado del brazo al doctor Winter, volvió a cerrarla y se quedó dentro.
—¡Hola, Annie! —exclamó el médico—. ¿Cómo está su excelencia?
Annie le señaló el dormitorio:
—Ahí está.
—No está enfermo, ¿verdad?
—No me ha parecido que estuviera enfermo —replicó Annie—. Veré si puedo decirle que está usted aquí. —Y se dirigió en tono imperioso al centinela—: Diga a su excelencia que está aquí el doctor Winter, ¿me oye?
El centinela no contestó ni se movió, pero detrás de él se abrió la puerta y apareció el intendente, quien hizo caso omiso de él y pasó al salón. El centinela pensó un momento en meterle otra vez en el dormitorio, pero se volvió a su puesto al lado de la puerta.
—Gracias, Annie —dijo el intendente—. Haga el favor de no alejarse mucho. Es posible que la necesite.
—No me alejaré, señor intendente —repuso Annie—. ¿Cómo está Madame?
—Se está peinando. ¿Quiere usted verla?
—Sí, señor —contestó Annie; y pasando al lado del soldado entró en el dormitorio y cerró la puerta.
—¿Querías algo? —preguntó el intendente al doctor Winter.
En los labios del médico se dibujó una sonrisa sardónica.
—Creo que estoy detenido. Me ha traído ese amigo —contestó señalando al soldado por encima del hombro.
—Esto tenía que llegar. ¿Qué pensarán hacer ahora? —Repuso el intendente. Los dos hombres se miraron mucho tiempo, y cada uno comprendió lo que el otro pensaba—. Aunque quisiera no podría evitar las explosiones.
—Yo lo sé, pero ellos no lo saben —dijo el médico; y, como devanando algo en que hubiera estado pensando, añadió—: Es gente que se preocupa de hacer las cosas a tiempo, y va llegando la hora. Creen que porque ellos no tengan sino un líder y una cabeza, los demás somos iguales. Saben que en su país se acabaría todo con cortar diez cabezas, pero nosotros somos libres y tenemos tantas cabezas como personas, y en caso de necesidad los líderes brotan como setas.
El intendente le puso una mano en el hombro:
—Gracias. Ya lo sabía, pero da gusto oírtelo. Nuestra pobre gente no bajará la cabeza, ¿verdad? —Y al decirlo le miró con ansiedad.
El médico le reconfortó:
—No; no bajará la cabeza. Con la ayuda exterior se sentirá más fuerte.
El salón quedó un momento en silencio. El centinela cambió un poco de postura y su fusil chocó en uno de los botones.
—Contigo puedo ser franco, y probablemente no podremos conversar más. He tenido unos cuantos pensamientos vergonzosos —dijo el intendente tosiendo y mirando al centinela, que no dio señales de haber oído nada—. He estado pensando en mi propia muerte. Si siguen su conducta habitual, me tienen que matar, y después te tendrán que matar a ti. —Y, como el médico no replicó, le preguntó—: ¿No te parece?
—Supongo que sí.
Y el médico se acercó a una de las sillas doradas, pero en el momento en que iba a sentarse notó que el tapiz estaba gastado y lo acarició como si lo zurciera con los dedos. Después se sentó suavemente porque el tapiz estaba gastado.
—Tengo miedo y he estado pensando en la manera de fugarme, de salir de esto —prosiguió el intendente—. He pensado en escaparme. He pensado en suplicar que me perdonen la vida, y he sentido vergüenza.
El médico alzó la mirada:
—Pero no has suplicado.
—No.
—Y no vas a suplicar.
El intendente titubeó:
—No. Pero lo he pensado.
El médico le replicó dulcemente:
—¿Cómo sabes que los demás no piensan lo mismo? ¿Cómo sabes que no lo he pensado yo?
—¿Por qué te habrán detenido a ti? —repuso el intendente—. Supongo que tendrán que matarte a ti también.
El médico se quedó mirando sus pulgares, que giraron uno en torno del otro.
—Supongo que sí.
El intendente estuvo callado un momento.
—Estás seguro. Mira; yo soy un hombre insignificante y este pueblo es pequeño, pero en un hombre insignificante puede haber una chispita que estalle en una llamarada. Tengo miedo, un miedo terrible, y he estado pensando en todas las cosas que podría decir para salvar la vida, y luego se me han ido esos pensamientos y hay instantes en que siento una especie de exaltación, como si fuera más grande y mejor de lo que soy. ¿Y sabes en qué he pensado? —Y, sonriendo al recordar, añadió—: ¿Recuerdas que en la escuela nos leían la Apología? Sócrates dice: «Alguien preguntará: ¿No estás avergonzado, Sócrates, de vivir de una manera que es probable que te traiga una muerte prematura? Y yo podré replicarle con razón: te equivocas; el hombre digno no debe calcular las posibilidades de vivir o de morir; lo único que debe considerar es si obra bien o mal».
El intendente hizo una pausa para recordar, pero el médico se inclinó hacia adelante y prosiguió emocionado:
—«Si obra como un hombre bueno o como un hombre malo». No lo recuerdas exactamente. Nunca fuiste un buen humanista. También recitaste mal la acusación.
El intendente soltó una risita:
—¿Recuerdas eso también?
—Sí —contestó expresivamente el médico—. Lo recuerdo bien. Olvidaste una línea o una palabra. Era el día de la colación de grados y te excitaste tanto que olvidaste meter la camisa en los pantalones y te asomaba un faldón. Te extrañaba que nos riéramos.
El intendente se sonrió para sí mismo y su mano buscó furtivamente detrás un faldón de la camisa.
—Yo era Sócrates y vituperaba a la junta escolar. ¡Qué acusación! La proferí a gritos y vi que enrojecían.
—Contenían el aliento para no soltar la carcajada. Se te veía la camisa —repuso el médico.
El intendente se echó a reír:
—¿Cuánto tiempo hace? ¿Cuarenta años?
—Cuarenta y seis.
El centinela de la puerta del dormitorio se acercó al de la otra y los dos hombres hablaron en voz baja, torciendo la boca como los niños cuando hablan en la escuela.
—¿Cuántas horas llevas de servicio?
—Toda la noche. Casi no puedo abrir los ojos.
—Las mismas llevo yo. ¿Has recibido carta de tu mujer en el barco de anoche?
—Sí. Me da recuerdos para ti. Dice que ha oído que estás herido. No me escribe mucho.
—Dile que estoy bien.
—Ya se lo diré… cuando le escriba.
El intendente levantó la cabeza y miró al techo:
—Éste-e…, no sé si me acordaré…, ¿cómo sigue?
El médico le apuntó:
—«Y a vosotros…».
—«Y a vosotros, que me habéis condenado…» —prosiguió en voz baja el intendente.
En el salón entró sin hacer ruido el coronel Lanser. Los centinelas adoptaron una postura rígida. Al oír las palabras del intendente, Lanser se detuvo y escuchó.
Perdido al intentar recordar las viejas palabras, el intendente miraba al techo.
—«Y a vosotros, que me habéis condenado a muerte, a vosotros, mis asesinos, os voy a hacer ahora una profecía, pues voy a morir y a la hora de la muerte el hombre goza del don de profetizar. Y os profetizo que inmediatamente después de mi muerte…».
—«De mi partida» —le corrigió el médico, poniéndose de pie.
El intendente le miró:
—¿Cómo?
—La palabra es «partida», no «muerte». La misma equivocación cometiste entonces, hace cuarenta y seis años.
—No; es muerte, es muerte —replicó el intendente; y al volverse y ver que el coronel le estaba mirando, le preguntó—: ¿No es «muerte»?
—Es «partida». Es «inmediatamente después de mi partida» —le contestó Lanser.
El médico insistió:
—¿Lo ve usted? Somos dos contra uno. La palabra es «partida». La misma equivocación cometió usted entonces.
El intendente fijó la mirada enfrente, pero sus ojos se volvían al recuerdo y no veían nada exterior.
—«Y os profetizo que inmediatamente después de mi… partida os espera con toda seguridad un castigo mucho mayor que el que me habéis impuesto a mí».
El médico y el coronel asentían y parecían querer ayudarle a recordar. El intendente prosiguió:
—«Me matáis porque queréis libraros del acusador y no dar cuenta de vuestras vidas…».
En esto entró el teniente Prackle, muy excitado:
—¡Mi coronel!
El coronel siseó y extendió una mano para contenerle.
Con voz más sonora a medida que recitaba, el intendente continuó:
—«Pero no sucederá lo que suponéis, sino todo lo contrario. Pues os digo que serán más los que os acusen —e hizo un ademán de orador— que aquellos a quienes hasta ahora he contenido; y como serán más jóvenes tendrán menos consideraciones con vosotros y os sentiréis más ofendidos». —Y frunció el ceño para recordar.
—Mi coronel, hemos encontrado unos hombres que llevaban dinamita encima —dijo el teniente.
—Sh… —le hizo el coronel.
El intendente continuó:
—«Si creéis que matando podéis evitar que os censuren vuestra maldad, estáis equivocados». —Y frunció el ceño, y pensó, y miró al techo, y sonrió turbado—: No recuerdo más. Se me ha borrado.
—Lo recuerda muy bien al cabo de cuarenta y seis años, y entonces no se lo sabía muy bien… —repuso el médico.
—Llevaban dinamita encima, mi coronel —interrumpió Prackle.
—¿Los han detenido?
—Sí, mi coronel. El capitán Loft y…
—Diga al capitán Loft que los custodie —replicó el coronel. Después recobró el dominio de sí mismo, dio unos pasos en el salón hacia el intendente y le dijo—: Estas cosas tienen que acabar, Orden.
—No pueden acabar, coronel —le replicó el intendente, desalentado.
—Le he detenido a usted como rehén de garantía de buena conducta del pueblo. Ésas son mis órdenes.
—Con esas órdenes no acabará esto —repuso sencillamente el intendente—. No comprende usted. Si yo me convierto en un obstáculo, el pueblo prescindirá de mí.
—Dígame la verdad de lo que piensa. ¿Qué hará el pueblo si sabe que le fusilaremos a usted si encienden otra mecha?
El intendente miró al médico sin saber qué decir. Se abrió la puerta del dormitorio y apareció Madame, que traía en la mano el collar de intendente.
—Habías olvidado esto.
—¡Ah, sí! —le replicó el intendente, inclinando la cabeza. Madame le puso el collar—. Gracias, querida.
—Siempre te lo olvidas. Siempre te lo olvidas —repuso Madame en tono de queja.
El intendente agarró con una mano la medalla de oro en que estaba grabada la insignia del cargo y la contempló. El coronel le apremió:
—¿Qué hará el pueblo?
—No lo sé —replicó el intendente—. Creo que encenderán la mecha.
—¿Y si usted les pide que no la enciendan?…
—Esta mañana he visto que un niño hacía una figura de nieve mientras tres soldados le observaban para que no hiciera una caricatura de su líder, pero antes de que la destruyeran le había sacado un gran parecido —interrumpió el médico.
Lanser no le hizo caso y repitió la pregunta al intendente:
—¿Y si usted les pide que no enciendan la mecha?
El intendente parecía estar medio dormido; se le cerraban los ojos, pero se esforzaba para pensar.
—No soy un hombre muy valiente, coronel. Creo que la encenderán. —Y al decirlo luchaba con la dificultad de expresión—. Espero que la encenderán, pero si yo les digo que no la enciendan les dará pena encenderla.
—¿De qué se trata? —preguntó Madame.
—Cállate un momento, querida —le dijo el intendente.
—Pero ¿cree usted que la encenderán? —insistió Lanser.
El intendente habló con orgullo:
—Sí; la encenderán. No puedo elegir entre la vida y la muerte, coronel, pero puedo elegir cómo morir. Si les digo que no luchen, lo sentirán, pero lucharán. Si les digo que luchen, se alegrarán, y yo, que no soy un hombre muy valiente, les haré un poco más valientes. —Y añadió en tono de disculpa—: Es fácil decirlo, porque mi final ha de ser el mismo.
—Nosotros podemos decirles que ha dicho usted lo contrario de lo que ha dicho —replicó Lanser—. Podemos decirles que ha suplicado que le perdonemos la vida.
El médico interrumpió encolerizado:
—Se enterarían de la verdad. Ustedes no saben guardar secretos. A uno de sus hombres se le fue la lengua una noche y dijo que las moscas habían conquistado el papel cazamoscas, y todo el país conoce esas palabras. Se ha compuesto una canción titulada Las moscas han conquistado el papel cazamoscas. No saben ustedes guardar secretos, coronel.
De la mina llegó el estridente sonido de la sirena. Una ráfaga de viento empujó la nieve contra las ventanas.
El intendente acarició su medallón de oro y dijo con mucha suavidad:
—Ya ve, coronel; no se pueden cambiar las cosas. Ustedes acabarán destrozados y serán expulsados. Al pueblo no le gusta que lo conquisten, y no lo conquistarán. Los hombres libres no pueden empezar una guerra, pero una vez que empieza luchan aun en la derrota. Los borregos, los que obedecen a un líder, no pueden hacer eso, y así resulta siempre que quienes ganan las batallas son los borregos, pero que quienes ganan las guerras son los hombres libres. Ya verán ustedes que así es, coronel.
Lanser se irguió:
—Mis órdenes son terminantes. La hora límite era la de las once de la mañana. Tengo rehenes. Si hay violencias, los rehenes serán fusilados.
—¿Ejecutará usted las órdenes sabiendo que son inútiles? —le preguntó el médico.
Lanser contrajo los músculos de la cara:
—Mis órdenes serán ejecutadas cualquiera que sea el resultado, pero creo que una proclama suya, señor intendente, puede salvar muchas vidas…
—¡Podrían ustedes decirme a qué vienen todas estas tonterías! —interrumpió Madame en tono de queja.
—No son tonterías, querida.
—Al intendente no se le puede detener —le explicó Madame.
El intendente le sonrió:
—No; al intendente no se le puede detener. El intendente es una idea concebida por hombres libres, y eludirá la detención.
A lo lejos se oyó una explosión que rodó de colina en colina. La sirena de la mina lanzó un agudo grito de alarma. El intendente quedó rígido un momento y sonrió. Hubo otra segunda explosión más cercana y más fuerte y las colinas devolvieron el eco. El intendente miró al reloj y se lo entregó al médico juntamente con el collar.
—¿Cómo era eso de las moscas?
—Las moscas han conquistado el papel cazamoscas —repuso el médico.
El intendente llamó, —«¡Annie!»— y se abrió instantáneamente la puerta.
—¿Estaba usted escuchando?
—Sí, señor —contestó Annie, turbada.
Se oyó otra tremenda explosión cerca y hubo un ruido de madera hecha astillas y de cristales rotos. Detrás de los centinelas se abrió la puerta de golpe. El intendente dijo:
—Annie, quiero que esté al lado de la señora todo el tiempo que la necesite. No la deje sola.
Y rodeando a Madame con un brazo le dio un beso en la frente y avanzó lentamente hacia la puerta donde estaba el teniente Prackle. En el umbral se volvió para decir al médico:
—Crito, debo un gallo a Asclepius. —Y añadió con ternura—: ¿Te acordarás de pagar la deuda?
Antes de contestar, el médico cerró un instante los ojos:
—Se pagará la deuda.
El intendente profirió una risita:
—Lo he recordado bien. No se me había olvidado.
Y puso una mano en el brazo de Prackle, pero el teniente se apartó.
El médico hizo un lento gesto de asentimiento:
—Sí; lo has recordado bien. Se pagará la deuda.