Capítulo VII

La luna medio espectral alumbraba poco en la noche blanca y tétrica. Un viento seco que soplaba con regularidad desde el polo cantaba en la nieve tan seca que parecía arena. Las casas se acurrucaban entre trincheras de nieve. En las ventanas, cerradas contra el frío, no se veía luz. De algunas chimeneas salía una columnita de humo.

Las veredas de las calles estaban oscuras, heladas. En el silencio no se oían sino los pasos de la patrulla de hombres tristes. Las casas, manchas oscuras en la noche, conservaban un poco de calor contra la mañana. A la entrada de la mina, los centinelas miraban al cielo, disponían sus instrumentos y daban vueltas a los aparatos detectores de sonido, porque era una noche adecuada para bombardeos. En noches como aquélla caían silbando las flechas de acero y se deshacían en metralla. Aunque la luna alumbraba poco, aquella noche se vería muy bien desde el cielo.

En uno de los extremos del pueblo, de casas bajitas, un perro se quejaba del frío y de la soledad, y, levantando el hocico hacia su dios, le daba su elocuente opinión sobre el mundo tal como él lo veía. Cantante experimentado, tenía una voz bien impostada, sonora y de gran variedad de registros. Uno de los seis soldados de la patrulla que con aire triste recorría la calle le oyó cantar y exclamó:

—Cada noche está peor. Habría que pegarle un tiro.

—¿Por qué? —contestó otro—. Déjale que aúlle. Me gusta oírle aullar. Yo tenía un perro que aullaba y nunca pude quitarle la costumbre. Era un cobarde. No me importa ese aullido. A mi perro se lo llevaron a la vez que a los demás.

—No iban a permitir que los perros comieran lo que necesitan las personas —replicó el cabo.

—No me quejo. Ya sé que fue necesario. Pero no consigo ver las cosas como las ven los jefes. Sin embargo, me extraña que aquí, donde no tienen tanta comida como tenemos nosotros, haya gente que tenga perros. La gente y los perros de aquí son duros, resistentes.

—Son tontos —repuso el cabo—. Por eso perdieron tan pronto. No saben planear como planeamos nosotros.

—¿Volveremos a tener perros cuando pase esto? —exclamó el soldado—. Yo creo que podríamos traerlos de Estados Unidos o de cualquier otra parte y empezar a criarlos otra vez. ¿Qué clase de perro cree usted que tienen en Estados Unidos?

—No lo sé —replicó el cabo—. Probablemente tan absurdos como todo lo que tienen. De todos modos es posible que carezca de objeto el tener perros. No perderíamos nada si no volviéramos a ocuparnos de perros salvo para cosas de policía.

—Es posible —dijo el soldado—. He oído que al líder no le gustan. Dicen que le dan alergia y le hacen estornudar.

—Dicen toda clase de cosas. ¡Atención! —exclamó el cabo.

La patrulla se detuvo. Se oyó a lo lejos un zumbido de aviones.

—Ya vienen —exclamó el cabo—. Bueno: no se ve ninguna luz. Han pasado dos semanas desde que vinieron por última vez, ¿verdad?

—Doce días —contestó el soldado.

Los centinelas de la mina oyeron el lejano runruneo de los aviones.

—Van a mucha altura —dijo un sargento.

El capitán Loft torció la cabeza para poder ver por debajo del saliente del casco:

—Van a unos veinte mil pies. Es posible que vengan de paso.

—No son muchos —replicó el sargento, escuchando el detector—. No creo que sean más de tres. ¿Avisaré a la batería?

—Dígales que estén alertas y llame luego al coronel… No, no le llame. Es posible que no vengan aquí. Están casi encima y no han empezado a descender.

—Me parece que están dando vueltas encima. No creo que sean más de dos —repuso el sargento.

En el pueblo, los que estaban acostados y oyeron el ruido de los aviones se encogieron en la cama y prestaron atención. En la municipalidad, el coronel Lanser se despertó, se puso de espaldas, miró con los ojos muy abiertos al techo oscuro y contuvo el aliento para oír mejor, pero los latidos de su corazón le impidieron oír tan bien como cuando respiraba. El intendente oyó dormido el zumbido, se le complicó en el sueño, y se revolvió y murmuró unas palabras.

Dos aviones de color de barro describieron circunferencias en el aire y, cortando la chispa de los motores, se deslizaron en espiral. De cada uno de ellos se desprendieron unos bultitos —cientos de bultos uno detrás de otro— que se precipitaron unos metros y abrieron unos pequeños paracaídas que descendieron flotando silenciosamente. Se oyó otra vez el ruido de los motores y los aviones ganaron altura. Después se volvieron a callar y describieron otras curvas, y nuevos bultos se precipitaron en el espacio y los aviones se alejaron en la dirección de donde habían venido.

Los paracaídas flotaron como flotan los vilanos —la brisa los dispersó y distribuyó como los vilanos distribuyen semilla—, y fueron posándose lentamente y con tanta suavidad que algunos de los paquetes de dinamita quedaron tiesos en la nieve, mientras los paracaídas se amontonaban suavemente a su alrededor y sobre la nieve parecían negros. Cayeron en campos blancos, y en los bosques de las colinas, y sobre árboles, y quedaron colgados de ramas. Otros cayeron en los tejados, y delante de las casas. Uno quedó tieso sobre la corona de nieve que ceñía la cabeza de la estatua de san Alberto el Misionero.

Otro cayó en la calle, no lejos de donde estaba la patrulla.

—¡Cuidado! Es una bomba de tiempo —exclamó el sargento.

—No es lo bastante grande —replicó un soldado.

El sargento proyectó la luz de la lámpara eléctrica en el bulto azul, un paracaídas no mayor que un pañuelo y que tenía atado un paquete envuelto en papel azul.

—No os acerquéis. Que no lo toque nadie. Harry, vete a la mina y dile al capitán que venga. Vamos a ver qué es esto.

Al fin amaneció. La gente que salía de sus casas en el campo vio las manchas azules en la nieve, se acercó, recogió los bultos, abrió los paquetes y leyó las palabras impresas. Al ver el regalo, cada uno de los que lo encontró adoptó una actitud sigilosa, ocultó el paquete debajo del abrigo y se fue a buscar un lugar secreto donde esconderlo.

Los niños se enteraron y se dedicaron a recorrer el campo en una terca busca de huevos de Pascua, y, cuando algún afortunado veía la mancha azul, se precipitaba corriendo, abría el paquete, ocultaba el tubo e informaba a sus padres. Hubo algunas personas que se asustaron y entregaron los tubos a los invasores, pero no fueron muchas. Los soldados se dedicaron a otra búsqueda de huevos de Pascua en el pueblo, pero no tuvieron tanta suerte como los niños.

La mesa de comedor con las sillas en torno había quedado en el salón de la municipalidad como el día que fusilaron a Alex Morden. El salón no conservaba la gracia que tenía cuando la casa era aún la municipalidad. Las paredes, sin las sillas, tenían un aire desnudo. La mesa en que siempre había unos papeles le daba aspecto de oficina. El reloj de la repisa del hogar dio las nueve. Era un día oscuro y nuboso, pues la aurora había traído nubes cargadas de nieve.

Annie salió de la habitación del intendente, se inclinó sobre la mesa y echó un vistazo a los papeles. En esto apareció el capitán Loft, que se quedó en el umbral mirándola.

—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó.

—Sí, señor —replicó hoscamente Annie.

—Le he preguntado qué está usted haciendo aquí.

—Iba a limpiar un poco.

—Deje eso en paz y vayase.

Annie replicó:

—Sí, señor. —Esperó a que el capitán dejara libre el paso y salió.

El capitán volvió a asomarse por la puerta.

—Bueno, tráigalos.

Entró un soldado con el fusil al hombro. Traía unos cuantos bultos azules. De cada uno de ellos colgaban una cuerditas y unos trapos azules.

—Déjelos sobre la mesa.

El soldado dejó cautelosamente los bultos sobre la mesa.

—Ahora, suba y dígale al coronel Lanser que aquí estoy con… las cosas.

El soldado giró sobre sus talones y salió.

Loft se acercó a la mesa, agarró uno de los bultos y en su cara se vio una expresión de disgusto. Después sostuvo en alto el paracaídas azul por encima de su cabeza y lo dejó caer. El paracaídas se abrió, y el paquete flotó y se deslizó hasta el suelo. Loft lo recogió y lo examinó.

El coronel Lanser entró rápidamente, seguido por el mayor Hunter. Hunter traía en la mano un papel amarillo.

—Buenos días, capitán —exclamó el coronel, sentándose a la cabecera y agarrando un paquete después de haber contemplado el montoncito.

—Siéntese, Hunter. ¿Ha examinado usted éstos?

Hunter atrasó una silla, se sentó y miró al papel amarillo que tenía en la mano.

—No muy detenidamente. En diez millas de línea ferroviaria ha habido tres cortes.

—Bueno: dé un vistazo a estas cosas y dígame lo que piensa.

Hunter tomó uno de los paquetes, le quitó la envoltura exterior, vio que dentro había otro paquetito, sacó un cortaplumas y dio un corte. El capitán Loft miraba por encima del hombro de Hunter. Hunter olió lo que había cortado y se frotó los dedos.

—¡Qué tontería! Es dinamita corriente. Hasta que la pruebe no puedo decir cuál es la proporción de nitroglicerina que contiene. —Y, mirando la punta del cartucho, prosiguió—: Tiene la cápsula corriente de fulminato de mercurio y una mecha que creo que puede durar un minuto. Todo ello muy barato y muy sencillo —añadió, dejando el cartucho en la mesa.

El coronel miró a Loft:

—¿Cuántos cree usted que han dejado caer?

—No lo sé, mi coronel. No hemos recogido más que unos cincuenta, y han caído unos noventa paracaídas. No sé por qué la gente del pueblo deja los paracaídas cuando se lleva los tubos, y probablemente hay muchos que todavía no hemos encontrado.

Lanser agitó una mano.

—No importa. Pueden dejar caer cuantos quieran. Nosotros no podemos ni evitarlo ni utilizarlos contra ellos. No han conquistado nada.

—Los borraremos del mundo —replicó Loft con ferocidad.

Hunter se había puesto a quitar el fulminante a uno de los cartuchos.

—Sí…; podemos borrarlos —replicó Lanser—. ¿Ha visto usted esta envoltura, Hunter?

—Todavía no; no he tenido tiempo.

—Es algo diabólico —replicó Lanser—. Es azul para que se vea bien. Se quita el papel exterior —y agarró uno de los paquetes— y se encuentra un pedazo de chocolate. Todo el mundo se va a poner a buscar chocolate. Estoy seguro de que hasta nuestros soldados lo comen. Los chicos lo van a buscar como si buscaran huevos de Pascua.

Entró un soldado y dejó en la mesa, delante del coronel, un papel amarillo. Lanser le echó un vistazo y soltó una risa amarga.

—Eso es para usted, Hunter. Dos cortes más en la vía.

Hunter dejó de examinar la capsulita de cobre y preguntó:

—¿En qué extensión han tirado estas cosas? ¿Por todas partes?

Lanser se quedó perplejo.

—No; eso es lo raro. He hablado con la capital. El único sitio donde las han tirado es éste.

—¿Cómo lo interpreta usted? —le preguntó Hunter.

—Es difícil decirlo. Yo creo que se trata de un ensayo, y supongo que si aquí da resultado lo repetirán en todas partes, y si no lo da no se volverán a ocupar.

—¿Qué va usted a hacer?

—De la capital me dicen que sea tan implacable como para que no vuelvan a dejarlas caer en ninguna otra parte.

Hunter dijo en tono de queja:

—¿Cómo voy a reparar cinco cortes de la vía? No tengo bastantes raíles.

—Tendrá usted que sacarlos de alguna de las desviaciones —repuso Lanser.

—Va a quedar una vía infernal.

—Será infernal, pero tendremos vía.

Hunter tiró el tubo vacío al montón.

—Hay que acabar inmediatamente con esto, mi coronel —intervino Loft—. Antes de que utilicen los cartuchos tenemos que detener y castigar a las personas que los recogen. Debemos actuar para que no crean que somos blandos.

Lanser le miró sonriente.

—Calma, capitán. Veamos primero lo que tenemos aquí, y después pensaremos en los remedios. —Y agarrando otro paquete, lo abrió, sacó un pedacito de chocolate y lo probó—: Es diabólico. El chocolate es muy bueno. Ni yo mismo puedo resistirme. El premio está en el paquete. —Y sacando la dinamita, preguntó—: ¿Qué opina usted de esto realmente, Hunter?

—Lo que le he dicho. Es cosa barata y muy efectiva para labores pequeñas; dinamita con su fulminante y con una mecha que dura un minuto. Bueno cuando se sabe cómo utilizarla. No sirve para nada cuando no se sabe.

Lanser leyó el impreso que contenían los paquetes.

—¿Ha leído esto?

—Le he dado un vistazo —repuso Hunter.

—Bueno, yo lo he leído y quiero que presten atención. —Y leyó—: «Al pueblo inconquistado: ocultad esto. No os expongáis. Lo necesitaréis más tarde. Es un regalo que os hacen vuestros amigos y que haréis al invasor de vuestro país. No lo utilicéis en cosas demasiado grandes». —Y después deslizó la mirada—: Vean esto: «líneas ferroviarias…, actuar de noche… cortar las comunicaciones». Y esto: «Instrucciones: líneas ferroviarias. Se coloca el cartucho cerca de una juntura y apretado contra una traviesa. Se le sujeta con barro o con nieve prieta para que quede firme. Cuando se enciende la mecha se puede contar lentamente hasta sesenta antes de que explote».

—Da resultados —replicó simplemente Hunter cuando el coronel levantó la cabeza para mirarle.

Lanser siguió deslizando la mirada por el papel.

«Puentes: quitarles resistencia, no destruirlos…, postes telegráficos…, pasos bajo carreteras… camiones…». Y, dejando el papel, añadió:

—Eso es todo.

—Tenemos que hacer algo —dijo Loft, colérico—. Hay que encontrar el modo de dominar esto. ¿Qué dice el cuartel general?

Lanser frunció los labios y sus dedos jugaron con uno de los cartuchos:

—Yo se lo hubiera podido decir antes de que lo dijera el cuartel general. Tengo órdenes de tender trampas y de envenenar el chocolate. —Y, haciendo una pausa, prosiguió—: Soy un hombre bueno y leal, Hunter, pero al oír las brillantes ideas del cuartel general, a veces me gustaría ser civil, un civil viejo y lisiado. Siempre creen que se las tienen que ver con gente estúpida. No digo que eso sea la medida de su inteligencia, ¿verdad?

A Hunter le hizo gracia.

—¿No lo dice usted?

—No —replicó Lanser secamente—. No, no lo digo. Pero ¿qué va a suceder? Alguien recogerá uno de estos cartuchos y volará hecho pedazos por la trampa que pondremos. Algún niño comerá el chocolate y morirá envenenado por la estricnina. ¿Y después? —Y se miró las manos—. Antes de agarrarlos los tocarán con un palo, o les echarán un lazo. El chocolate lo probarán en el gato. ¡Maldita sea, mayor! Esta gente es inteligente. Con trampas estúpidas no los atraparemos dos veces.

Loft carraspeó:

—Esas palabras son derrotistas, mi coronel. Debemos hacer algo. ¿Por qué supone que no los han dejado caer más que aquí?

—Por una de estas dos razones: o han elegido este pueblo al azar, o hay comunicación entre este pueblo y el exterior. Sabemos que se han fugado algunos jóvenes.

—Debemos hacer algo, mi coronel —repitió Loft monótonamente.

Lanser se volvió.

—Loft, creo que le voy a recomendar para el estado mayor. Usted quiere ponerse a actuar antes de saber en qué consiste el problema. Esta conquista es de un género nuevo. Antes era posible siempre desarmar a la gente y mantenerla en la ignorancia. Ahora oyen la radio y no podemos detenerlos. Ni siquiera podemos encontrar los aparatos.

En el umbral apareció un soldado:

—El señor Corell desea verle, mi coronel.

—Dígale que espere. —Y, dirigiéndose a Loft, añadió—: Leen hojitas; del cielo caen armas. Hoy es dinamita, capitán. Pronto serán granadas, y después veneno.

—Todavía no han tirado veneno —repuso Loft, impresionado.

—No, pero lo tirarán. ¿Puede usted imaginar el efecto que haría en la moral de nuestros hombres, y hasta en la suya propia, el que este pueblo dispusiera de flechitas, de esas inofensivas flechitas que se clavan en un blanco, pero con las puntas mojadas en cianuro; de unas flechitas silenciosas que no se oirían y que perforarían el uniforme sin hacer ruido? ¿Qué sucedería si nuestros hombres supieran que abundaba el arsénico? ¿Comería y bebería usted, o comerían y beberían ellos a gusto?

—¿Está usted describiendo la campaña del enemigo, mi coronel? —preguntó secamente Hunter.

—No; no trato más que de preverla.

—Estamos aquí hablando y deberíamos estar buscando la dinamita, mi coronel —dijo Loft—. Si existe una organización en el pueblo, debemos descubrirla y aplastarla.

—Sí; tendremos que aplastarla ferozmente —repuso el coronel—. Usted se ocupará de un detalle; Prackle se ocupará de otro. Ojalá tuviera más oficiales jóvenes. La muerte de Tonder no nos ha ayudado nada. ¿Por qué no podía dejar en paz a las mujeres?

—No me gusta la actitud de Prackle, mi coronel —dijo Loft.

—No hace nada, pero está nervioso y triste.

—Me lo figuro. De esas cosas he hablado yo mucho. Si no hubiera hablado tanto sería general. Hemos adiestrado a nuestros jóvenes para la victoria y hay que reconocer que en la victoria son magníficos, pero no acaban de saber lo que tienen que hacer en la derrota. Les hemos dicho que son más brillantes y más valientes que otros jóvenes y se han llevado una tremenda sorpresa al ver que no son más brillantes ni más valientes.

—¿Qué quiere usted decir con derrota? Nosotros no estamos derrotados.

Lanser le miró fríamente mucho tiempo sin hablar. Loft sostuvo un momento la mirada, pero acabó por bajarla.

—¡Mi coronel!

—Gracias —repuso Lanser.

—A otros no les exige esto, mi coronel.

—Otros no piensan lo que usted ha pensado, de modo que no insultan. Cuando usted lo dice es insultante.

—Sí, señor —contestó Loft.

—Ahora vayase y procure dominar a Prackle. Empiecen la busca. No quiero que se mate a nadie mientras no se excedan, ¿comprende?

—Sí, mi coronel.

Y Loft saludó y salió de la habitación.

—¿No ha estado usted un poco duro con él? —preguntó, sonriente, Hunter a Lanser.

—No tenía más remedio. Está asustado. Sé qué clase de hombre es. Cuando tiene miedo hay que hablarle con severidad; si no, se desmoraliza completamente. Creo que más le vale a usted ir a la vía del tren. Ya puede usted figurarse que cuando la volarán de veras será esta noche.

Hunter se levantó:

—Sí. Supongo que habrá recibido usted órdenes de la capital.

—Sí.

—¿Son…?

—Ya sabe usted lo que son —le interrumpió Lanser—. Ya sabe usted lo que tenían que ser. Detengan a los jefes, fusílenlos, tomen rehenes, fusílenlos, tomen más rehenes, fusílenlos —y había alzado la voz, pero acabó por bajarla casi hasta un susurro—. Y más odio, y cada vez mayor el abismo que nos separa.

—¿Han condenado a alguien de la lista de nombres que enviamos? —preguntó Hunter titubeando y señalando ligeramente el dormitorio del intendente.

Lanser meneó la cabeza:

—No, hasta ahora no. Hasta ahora no están más que detenidos.

Hunter replicó en voz baja:

—Quiere usted que diga…, quizá esté usted cansado, mi coronel. ¿Quiere que informe que está usted muy cansado?

Lanser se cubrió un momento los ojos con una mano, pero después se irguió y se puso serio.

—Yo no soy un civil, Hunter. Ya sabe usted que andamos cortos de oficiales. Póngase a trabajar, mayor. Tengo que ver a Corell.

Hunter sonrió, se acercó a la puerta, la abrió y se asomó:

—Sí, aquí está —y por encima del hombro dijo a Lanser—: Es Prackle. Quiere verle.

—Que pase —repuso Lanser.

Entró Prackle con cara sombría y aire belicoso.

—Mi coronel, quiero…

—Siéntese —le replicó Lanser—. Siéntese y descanse un momento. Sea un buen soldado, teniente.

Prackle, cuya rigidez se disipó pronto, se sentó a la mesa y apoyó los codos.

—Quiero…

—Quédese callado un momento —le interrumpió Lanser—. Ya sé lo que es. Usted no creía que sería así, ¿verdad? Usted creía que sería más bien agradable.

—Nos odian —repuso Prackle—. Nos odian terriblemente.

Lanser sonrió.

—¿Sabré realmente lo que le pasa? Para ser buen soldado hay que ser joven, y los jóvenes necesitan mujeres, ¿no es eso?

—Eso es, mi coronel.

—¿Le odia a usted? —le preguntó Lanser bondadosamente.

Prackle le miró asombrado.

—No sé, mi coronel. A veces creo que no le doy más que lástima.

—¿Y se siente usted muy desgraciado?

—No me gusta este pueblo, mi coronel.

—Usted creía que iba a divertirse, ¿verdad? El teniente Tonder no tuvo fuerza de voluntad, salió en busca de aventuras y le dieron una cuchillada. Podría mandarle a usted a casa, pero ¿querría usted ir sabiendo que le necesitamos aquí?

—No, mi coronel —replicó Prackle un poco inquieto.

—Bien. Ahora le voy a decir una cosa que creo que comprenderá. Usted ya no es un hombre; es usted un soldado. Sus preocupaciones no tienen importancia, teniente, y tampoco su vida tiene mucha. Si sobrevive, tendrá recuerdos. Eso es casi lo único que le quedará. Entretanto tiene usted que cumplir las órdenes que se le den. La mayoría de ellas serán desagradables, pero eso no es asunto suyo. No quiero mentirle, teniente. Le debieran haber preparado para esto, y no para desfiles bajo una lluvia de flores. Le debieran haber preparado el alma para la verdad, y no engañarle con mentiras. —Y en tono más duro añadió—: Pero usted aceptó la obligación, teniente, y tiene que decidir si va a continuar o si quiere irse. No podemos ocuparnos de su alma.

Prackle se levantó:

—Gracias, mi coronel.

—En cuanto a la chica, teniente, puede usted violarla, o protegerla, o casarse con ella… Nada de eso tiene importancia con tal de que esté dispuesto a matarla cuando se le ordene.

—Bien, mi coronel. Gracias, mi coronel —repuso Prackle con aire de desaliento.

—Le aseguro que es mejor saberlo. Puede estar convencido. Es mejor saberlo. Ahora vayase, teniente, y si Corell está esperando todavía, mándemelo. —Y le siguió con la mirada hasta el umbral.

Corell era un hombre cambiado. Con el brazo izquierdo enyesado, no era ya el Corell jovial, amistoso y sonriente. Tenía una expresión de amargura y un gesto duro. Sus ojos bizqueaban bajando la mirada como los de un cerdito muerto.

—Debiera haber venido antes, mi coronel, pero su falta de cooperación me ha hecho titubear.

—Tenía entendido que está usted esperando la respuesta a su informe —le replicó Lanser.

—Estaba esperando mucho más que eso. Usted me negó un cargo que tuviera autoridad y me dijo que no servía para nada. No comprendía que cuando llegaron ustedes llevaba yo mucho tiempo aquí. En contra de mi consejo, mantuvo usted al intendente.

—Sin él hubiéramos tenido probablemente muchos más desórdenes que los que hemos tenido.

—Eso es cuestión de opiniones. Ese hombre es el líder de un pueblo rebelde.

—¡Qué tontería! No es sino un hombre sencillo.

Con la mano libre, Corell sacó del bolsillo del lado derecho un cuadernito negro y lo abrió:

—Olvidaba usted, coronel, que yo tenía mis fuentes de información y que llevo aquí mucho más tiempo que usted. Tengo que informarle de que el intendente Orden ha estado en relación íntima con todo lo que ha sucedido. La noche que el teniente Tonder fue asesinado, el intendente estuvo en la casa donde se cometió el asesinato. La chica huyó a las montañas y se alojó en casa de un pariente de Orden. Yo le seguí la pista, pero se había escapado. Siempre que alguien se ha fugado, Orden lo ha sabido y le ha ayudado. Hasta tengo fuertes sospechas de que está mezclado en esto de los paracaídas.

—Pero no puede probarlo —le replicó seriamente Lanser.

—No, no puedo probarlo —repuso Corell—. Lo primero lo sé; lo segundo no hago más que sospecharlo. Es posible que ahora esté usted dispuesto a escucharme.

—¿Qué sugiere usted? —le preguntó Lanser en tono tranquilo.

—Mis sugestiones son algo más que sugestiones. Orden debe servir de rehén, y su vida debe depender de que haya paz. Su vida debe depender de que se encienda una sola mecha en un solo cartucho de dinamita.

Y volviendo a meter la mano en el bolsillo sacó un cuaderno doblado, lo agitó para abrirlo y lo dejó sobre la mesa delante del coronel.

—Ésa es la respuesta a mi informe al cuartel general. Se dará usted cuenta de que me presta cierta autoridad.

—Ha saltado usted por encima de mí, ¿verdad? —le replicó Lanser mirando al librito; y, mirándole a él con una franca antipatía, añadió—: Me han dicho que está usted herido. ¿Qué le ha pasado?

—La noche que asesinaron al teniente Tonder me quisieron secuestrar, pero me salvó la patrulla. Aquella misma noche se fugaron algunas personas en mi bote. ¿Puedo ahora insistir con más fuerza en que el intendente debe servir de rehén?

—Aquí está; no se ha fugado —repuso Lanser—. ¿Cómo nos va a servir de rehén más de lo que sirve?

Se oyó a lo lejos una explosión y los dos hombres miraron en la dirección de donde vino. Corell exclamó:

—Ahí la tiene, coronel, y usted sabe perfectamente que si este experimento da resultado, pronto habrá dinamita en todo el país.

—¿Qué sugiere usted? —replicó mansamente el coronel.

—Lo que he dicho. Orden debe servirnos para aplastar la rebelión.

—¿Y si se rebelan cuando le fusilemos?

—Fusilaremos al mediquito; no ejerce cargo alguno, pero es la segunda autoridad del pueblo.

—Pero no ejerce ningún cargo.

—Goza de la confianza del pueblo.

—Y después de que lo fusilemos, ¿qué?

—Tendremos autoridad. La rebelión quedará aplastada. Muertos los líderes, la rebelión quedará aplastada.

—¿Lo cree usted realmente? —repuso Lanser en tono de perplejidad.

—Estoy convencido.

Lanser meneó lentamente la cabeza:

—¡Centinela!

Se abrió la puerta y apareció un soldado en el umbral.

—Sargento —añadió Lanser—, el intendente Orden y el doctor Winter quedan detenidos. Disponga que vigilen a Orden y traigan aquí inmediatamente a Winter.

—A la orden, mi coronel —replicó el centinela.

Lanser miró a Corell:

—Espero que ya sabrá usted lo que está haciendo.