Capítulo VI

No lejos de la plaza había una callejuela donde se juntaban los tejados puntiagudos y los pequeños comercios. La nieve había quedado apisonada en el suelo, pero se amontonaba contra las verjas, se ahuecaba en los tejados puntiagudos y se deslizaba hasta las ventanas cerradas. En los patios habían abierto senderos. La noche era fría y oscura. De las ventanas no se filtraba ninguna luz que pudiera atraer a los aviones de bombardeo. En las calles no se veía a nadie porque se cumplía estrictamente el toque de queda. Las casas eran bultos oscuros sobre la nieve. De vez en cuando pasaba una patrulla de seis hombres que escudriñaban todo. Cada uno de ellos llevaba una larga lámpara. En el silencio de la noche se oía el ruido sordo de sus pasos; sus botas crujían en la nieve. Embutidos en sus gruesos capotes, debajo del casco, llevaban un gorro de punto que descendía para cubrirles las orejas, la barbilla y la boca. Caía un poco de nieve, sólo un poco, que parecía arroz.

Los hombres de la patrulla caminaban hablando. Hablaban de las cosas con que soñaban: de carne, y de sopa caliente, y de manteca fresca, y del encanto de la sonrisa, de los labios y de los ojos de mujer. Pero otras veces hablaban de lo mucho que odiaban lo que estaban haciendo, y de lo solos que se sentían.

La casita de tejado puntiagudo contigua a la ferretería tenía la misma forma que las demás y el mismo gorrito de nieve que las demás. De sus ventanas no se filtraba luz. La puerta de la calle estaba herméticamente cerrada. Pero en el saloncito ardía una lámpara, y la puerta que daba a la cocina estaba abierta. En el hornillo de hierro de la pared del fondo ardía un fuego de carbón. Con su gastada alfombra en el suelo y el cálido papel marrón de las paredes, adornado con flores de lis doradas, la habitación era pobre, pero agradable. De una de las paredes colgaban dos cuadros, en uno de los cuales se veían peces sobre un plato de helechos; el otro mostraba un urogallo muerto en un pequeño abeto. En otra pared había un cuadro de Jesucristo caminando sobre las olas hacia los desesperados pescadores. El moblaje lo componían dos sillas, un diván cubierto con una manta de colores vivos y una mesita redonda puesta en el centro. Sobre la mesa ardía una lámpara de petróleo con una pantalla floreada, y la luz que irradiaba era suave y cálida.

La puerta que daba al pasillo, que a su vez llevaba a la de la calle, estaba al lado del hornillo.

Sentada en una almohadilla mecedora, Molly Morden soltaba la lana de un viejo jersey y hacía un ovillo que era ya bastante grande. Estaba sola. Los agujones se ensartaban en la prenda que estaba tejiendo y que yacía a su lado en la mesa juntamente con un par de tijeras grandes y los anteojos, pues no los necesitaba para tejer. Molly Morden era bonita, joven y se arreglaba bien. Recogía en la coronilla su pelo dorado y lo adornaba con un lacito azul. En aquel momento sus manos se afanaban en hacer el ovillo. De vez en cuando miraba a la puerta del pasillo sin dejar de trabajar. El viento silbaba suavemente en la chimenea, pero la nieve apagaba los ruidos de la noche.

De pronto dejó de trabajar, sus manos quedaron quietas, miró a la puerta y prestó atención. De la calle llegó el ruido de los pasos de la patrulla y el vago eco de sus voces, pero poco después quedaba todo tranquilo. Molly arrancó una nueva hebra, la enrolló en el ovillo y se volvió a detener. Se oyeron en la puerta unos ruiditos y tres breves llamadas. Molly dejó la labor y se acercó:

—¿Quién es?

Abrió la puerta y entró una persona muy abrigada. Rojos los ojos, envuelta en bufandas, la cocinera Annie se deslizó rápidamente como si estuviera acostumbrada a deslizarse por las puertas y cerrarlas en seguida, y se plantó con su nariz roja, sorbiéndosela y dirigiendo miradas rápidas a un lado y a otro.

—Buenas noches, Annie —le dijo Molly—. No la esperaba esta noche. Quítese sus cosas y caliéntese. Afuera hace frío.

—Los soldados nos han anticipado el invierno —replicó Annie—. Mi padre solía decir que la guerra trae mal tiempo, o que el mal tiempo trae la guerra. No sé cuál de las dos cosas.

—Desabríguese y acérquese al hornillo.

—No puedo. Vienen pronto.

—¿Quiénes vienen?

—Su excelencia, el médico y los dos Anders.

—¿Aquí? —preguntó Molly—. ¿Cómo es eso?

Annie le alargó un paquetito que tenía en la mano:

—Tómela. La he robado del plato del coronel. Es carne.

Molly llevó a la boca la albondiguilla y habló a través del bocado:

—¿Cómo la ha conseguido usted?

—¿No soy yo la cocinera? —replicó Annie—. Siempre me quedo con algo.

—¿Cuándo vienen?

Annie se sorbió la nariz:

—Los Anders embarcan para Inglaterra. No les queda otro remedio. Están escondidos.

—¿Por qué? —preguntó Molly.

—Hoy le han pegado un tiro a su hermano Jack por haber destrozado una vagoneta y los soldados están buscando al resto de la familia. Ya sabe usted cómo buscan.

—Sí; ya lo sé —contestó Molly—. Siéntese, Annie.

—No tengo tiempo. Tengo que volver y decir al intendente que todo está normal.

—¿La ha visto alguien entrar? —le preguntó Molly.

—No; sé escurrirme muy bien —replicó Annie con orgullo.

—¿Cómo va a salir de casa el intendente?

Annie se echó a reír:

—En previsión de que vayan a mirar, Joseph se va a acostar en su cama, con su camisa de dormir, al lado de Madame. —Y, soltando otra carcajada, añadió—: Madame le ha dicho: «Más le vale estar quietecito, Joseph».

—Es muy mala noche para embarcarse —replicó Molly.

—Mejor que para que le fusilen a uno.

—Así es. ¿Por qué viene aquí el intendente?

—No lo sé. Quiere hablar con los Anders. Ahora tengo que irme. He venido a decírselo.

—¿Cuándo llegarán?

—Dentro de una media hora o de tres cuartos de hora —replicó Annie—. Primero vendré yo. Nadie se preocupa de las cocineras viejas. —Y al decirlo había avanzado hacia la puerta, pero se volvió a mitad de camino y, como acusando a Molly de haber dicho las últimas palabras, añadió rotundamente—: ¡No soy tan vieja! —Se deslizó por la puerta y la cerró.

Molly siguió tejiendo un momento y después se levantó, se acercó al hornillo, alzó la tapa y, encendido el rostro por el resplandor del fuego, lo atizó, le añadió unos pedazos de carbón y puso otra vez la tapa. Antes de haber llegado a su silla se oyó una llamada a la puerta. Al oírla, cruzó la habitación mientras se preguntaba: «¿Qué habrá olvidado?», salió al pasillo y exclamó:

—¿Qué quiere usted?

Le contestó una voz de hombre. Molly abrió la puerta y la voz de hombre dijo:

—No tenga miedo, no tenga miedo.

Molly retrocedió seguida por el teniente Tonder.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? No puede entrar aquí. ¿Qué quiere usted?

El teniente Tonder, envuelto en su gran capote gris, se quitó el casco y habló en tono de súplica:

—No tenga miedo. Permítame entrar.

—¿Qué quiere usted? —le preguntó Molly cerrando la puerta.

—Señorita, lo único que quiero es conversar. Quiero oírla hablar. Eso es todo.

—¿Y se impone usted a la fuerza?

—No, señorita; permítame estar un momento y me iré.

—¿Qué es lo que quiere usted?

Tonder intentó explicar:

—¿No puede comprender? ¿No puede creerme? ¿No podemos olvidar la guerra por un momento, nada más que por un momento? ¿No podemos conversar un momento como personas?

Molly le miró mucho tiempo y en sus labios se dibujó una sonrisa:

—No sabe usted quién soy, ¿verdad?

—La he visto en el pueblo. Sé que es usted encantadora. Sé que quiero conversar con usted.

Molly seguía sonriendo:

—Usted no sabe quién soy.

Después se sentó y, mientras Tonder seguía de pie en la actitud de un niño torpón, añadió suavemente:

—Se siente usted muy solo, ¿verdad? Es tan sencillo como eso, ¿verdad?

Tonder se humedeció los labios y replicó con vehemencia:

—Eso es. Ya me figuraba que lo comprendería usted. Sabía que tenía que comprenderlo. —Las palabras le salían a borbotones—. Me siento tan solo que la soledad me pone enfermo. Me siento solo, rodeado de silencio y de odio. —Y añadió en tono de súplica—: ¿No podemos conversar un momento?

Molly echó mano de la prenda que estaba tejiendo y miró a la puerta:

—No puede usted quedarse más de quince minutos. Siéntese, teniente.

Y volvió a mirar a la puerta. La casa crujió. Tonder tuvo un sobresalto:

—¿Hay alguien en la casa?

—No. La nieve del tejado pesa mucho. Ya no tengo a nadie que la quite.

—¿De quién es la culpa? ¿Nuestra? —le preguntó suavemente Tonder.

Molly asintió mirando a lo lejos:

—Sí.

—Lo siento —replicó Tonder, sentándose. Al cabo de un momento añadió—: ¿No puedo hacer algo por usted? Ordenaré que quiten la nieve del tejado.

—No, no —replicó Molly.

—¿Por qué no?

—Porque el pueblo pensaría que me he pasado al bando de ustedes y me echaría. No quiero que me echen.

—Sí, comprendo lo que sucedería. Todos ustedes nos odian. Pero, si usted me lo permite, me ocuparé de usted.

Molly comprendió que la observaba y sus ojos se entornaron para adquirir una expresión un poco cruel.

—¿Por qué me pide usted permiso? Es usted uno de los conquistadores. No necesitan ustedes pedir nada. Toman lo que se les antoja.

—No es así como lo quiero —replicó Tonder—. No es así como lo quiero.

Molly soltó una carcajadita cruel:

—Usted quiere que yo le tome simpatía, ¿verdad, teniente?

Tonder contestó sencillamente: «Sí», levantó la cabeza y añadió:

—Es usted muy hermosa, irradia usted calor, tiene un pelo brillante. ¡Oh, hace mucho tiempo que no veo amabilidad en una cara de mujer!

—¿La ve usted en la mía? —le preguntó Molly.

Tonder la miró fijamente:

—Quiero verla.

Al fin Molly bajó los ojos.

—Me está usted haciendo el amor, ¿verdad, teniente?

Tonder contestó con cierta torpeza de expresión:

—Quiero serle simpático. Quiero que me tome simpatía, y verlo en sus ojos. La he visto en la calle y la he seguido con la mirada. He dado orden de que no la molesten. ¿La han molestado?

—Gracias. No, no me han molestado —le contestó mansamente Molly.

Las palabras de Tonder se precipitaron:

—Hasta le he escrito un poema. ¿Le gustaría verlo?

—¿Es largo? —le preguntó irónicamente Molly—. Tiene que marcharse pronto.

—Es un poemita muy corto, un poemita muy corto —replicó Tonder. Y metiendo la mano en el bolsillo interior del capote, sacó un papel y se lo alargó.

Molly se inclinó para acercarse a la lámpara y leyó en voz baja:

Con tus ojos azules y un cielo

profundo, sueño todos tos días

y un mar de pensamientos azules

baña mi corazón.

Dobló el papel y lo dejó en el regazo:

—¿Usted ha escrito eso, teniente?

—Sí.

—¿Para mí? —le preguntó en tono un poco burlón.

—Sí —contestó Tonder, algo turbado.

Molly le miró fijamente, sonriendo:

—No lo ha escrito usted, ¿verdad que no, teniente?

Tonder le devolvió la sonrisa como el niño a quien atrapan en una mentira.

—No.

—¿Sabe quién es el autor?

—Sí. Heine. Se titula Mit deinen blauen Augen. Siempre me ha gustado mucho —contestó Tonder riéndose un poco confuso. Molly le acompañó en la risa y pronto se reían los dos a la vez. Tonder cesó de reír con la misma brusquedad con que había empezado, y por sus ojos pasó una expresión muerta—. Hacía una eternidad que no me reía así. Nos habían dicho que nos tomarían simpatía, que nos admirarían, pero no es así. Lo único que hacen es odiarnos.

De pronto cambió de conversación como si estuviera perdiendo el tiempo:

—Es usted muy hermosa, es usted tan hermosa como la risa.

—Empieza usted a hacerme el amor, y dentro de un instante tiene que marcharse —le replicó Molly.

—Es posible que quiera hacerle el amor. El hombre necesita amor. Sin amor, muere. Se le encogen las entrañas y le parece que el pecho se le ha convertido en madera seca. Me siento muy solo.

Molly se levantó de la silla, dirigió una nerviosa mirada a la puerta y se acercó al hornillo. Al volver, su cara había adquirido una expresión seria y sus ojos relumbraban amenazas.

—Usted quiere acostarse conmigo, ¿verdad, teniente?

—Yo no le he dicho eso. ¿Por qué habla así?

En la voz de Molly hubo una vibración de amargura y de crueldad:

—Quizá trate de inspirarle antipatía. He estado casada. Mi marido ha muerto. Como ve usted, no soy virgen.

—Lo único que quiero es que me tome simpatía —exclamó Tonder.

—Lo comprendo —replicó Molly—. Es usted un hombre civilizado y sabe que el amor es más completo y más agradable cuando hay simpatía.

—No hable usted así. Le ruego que no diga esas cosas.

Molly dirigió una rápida mirada a la puerta.

—Ustedes han conquistado el pueblo y se han apoderado de los víveres. Tengo hambre, teniente. Me gustaría usted más si me diera de comer.

—¿Qué está usted diciendo? —exclamó Tonder.

—¿Le disgusta lo que digo, teniente? Es posible que quiera disgustarle. Mi precio es dos salchichas.

—¡No puede usted hablar de esa manera!

—¿Recuerda lo que les pasaba a las chicas de su país después de la otra guerra? Un hombre podía elegir la que quisiera por un huevo o una rebanada de pan. ¿Usted quiere que me entregue gratis? ¿Es demasiado alto el precio?

—Por un momento me he engañado —replicó Tonder—. Pero veo que también usted me odia. Tenía la esperanza de que no me odiaría.

—No, no le odio —replicó Molly—. Tengo hambre y… ¡le odio!

—Le daré todo lo que necesite, pero…

Molly le interrumpió:

—¿Quería usted expresarlo con otras palabras? ¿Verdad que lo que quiere decir es que no buscaba una prostituta?

—No sé lo que quiero decir —contestó Tonder—. Lo que sé es que su boca suena a odio.

Molly se echó a reír:

—Tener hambre no es nada agradable. Dos salchichas, dos hermosas salchichas gordas pueden ser las cosas más preciosas del mundo.

—No diga esas cosas —exclamó Tonder—. ¡Por favor!

—¿Por qué no, si es verdad?

—No es verdad. No puede ser verdad.

Molly le miró un momento, se volvió a sentar y bajó la vista.

—No, no es verdad. No le odio. También yo me siento sola. Y la nieve del tejado pesa mucho.

Tonder se levantó, le tomó una mano entre las suyas y le dijo suavemente:

—Por favor, no me odie usted. No soy más que un teniente. No pedí venir aquí. Usted no pidió ser mi enemiga. No soy más que un hombre, no un guerrero victorioso.

Los dedos de Molly rodearon una de sus manos.

—Ya lo sé, ya lo sé.

—Después de tanta muerte tenemos algún derecho a la vida —dijo Tonder.

Molly posó un momento una mano en la mejilla de Tonder.

—Sí.

—Yo la cuidaré. En toda esta matanza tenemos algún derecho a la vida —repitió Tonder poniendo una mano en el hombro de Molly, que se puso rígida y abrió desmesuradamente los ojos como ante una visión. La mano de Tonder la dejó—. ¿Qué le pasa? ¿Qué tiene?

Los ojos de Molly estaban fijos enfrente. Tonder repitió:

—¿Qué le pasa?

Molly habló con voz obsesionada:

—Lo vestí como al chico que va por primera vez a la escuela. Y él tenía miedo. Le abotoné la camisa y traté de consolarlo, pero no había mañera. Tenía miedo.

—¿Qué está usted diciendo? —exclamó Tonder.

Molly parecía ver lo que describía:

—No sé por qué le dejaron volver a casa. Estaba turbado. No sabía lo que le sucedía. Ni siquiera me dio un beso cuando se marchó. Tenía miedo y se portó valientemente, como el chico que va por primera vez a la escuela.

Tonder se levantó.

—Está usted hablando de su marido.

—Sí —replicó Molly—. Fui a ver al intendente, pero no podía hacer nada. Y él salió no con paso muy firme ni en muy buen estado, y ustedes se lo llevaron y le fusilaron. Al pronto la noticia me pareció más extraña que terrible. No llegué a creerlo del todo.

—¡Su marido! —exclamó Tonder.

—Sí, y ahora, en esta casa silenciosa, lo creo. Ahora que la nieve pesa en el tejado, lo creo. Y cuando me veo sola antes de que rompa el día, en la cama medio caliente, lo creo.

Tonder se plantó frente a ella. En su cara se veía una inmensa tristeza.

—Buenas noches. ¡Que Dios la proteja! ¿Puedo volver?

Y Molly miró a la pared, y al recuerdo.

—No lo sé.

—Volveré.

—No lo sé.

Tonder la miró y salió en silencio. Molly seguía mirando a la pared:

—¡Que Dios me proteja! —Permaneció un momento mirando a la pared. Se abrió la puerta silenciosamente y entró Annie. Molly no la vio.

—La puerta estaba abierta —dijo Annie en tono de reproche.

Molly le dirigió lentamente la mirada con los ojos muy abiertos.

—Sí. ¡Ah! ¿Es usted, Annie?

—La puerta estaba abierta y he visto que salía un hombre. Tenía aire de soldado.

—Sí, Annie —replicó Molly.

—¿Era un soldado?

—Sí, era un soldado.

Annie le dirigió una mirada de sospecha:

—¿Qué hacía aquí?

—Ha venido a hacerme el amor.

—¿Qué hace usted, señorita? —exclamó Annie—. No se habrá pasado a su bando, ¿eh? No estará con ellos, como ese Corell.

—No; no estoy con ellos, Annie.

—Si vuelve cuando esté aquí el intendente, y sucede algo, tendrá usted la culpa. ¡Tendrá usted la culpa!

—No volverá. No le dejaré volver.

Pero a Annie no le abandonaron sus sospechas.

—¿Puedo decirles que vengan? ¿Cree usted que no hay peligro?

—No, no hay peligro. ¿Dónde están?

—Detrás de la verja.

—Dígales que vengan.

Mientras Annie salía, Molly se levantó, se alisó el pelo y, tratando de volver a la vida, meneó la cabeza. Se oyó un ruido en el pasillo y entraron dos hombres jóvenes, altos y rubios. Vestían chaquetones de marino, jerseys oscuros con cuello alto y se cubrían con gorros de punto puestos en la punta de la cabeza. Curtidos por los vientos fuertes, Will Anders y Tom Anders, pescadores, parecían mellizos.

—Buenas noches, Molly. ¿Ya lo sabe usted?

—Me lo ha dicho Annie. Mala está la noche.

—Mejor que si fuera clara —dijo Tom—. En las noches claras le ven a uno los aviones. ¿Qué quiere el intendente?

—No lo sé. Me han contado lo de su hermano. Lo siento mucho.

Los dos hermanos se quedaron callados y se turbaron.

—Usted sabe mejor que nadie lo que es eso —replicó Tom.

—Sí.

En esto entró Annie y susurró con voz ronca:

—Ya están aquí.

El intendente y el doctor Winter entraron, se quitaron los sobretodos y los gorros y los dejaron en el diván. El intendente se acercó a Molly y le dio un beso en la frente.

—Buenas noches, Molly.

Después se volvió hacia Annie.

—Quédese en el pasillo, Annie, y cuando venga la patrulla dé un golpecito; cuando se aleje, otro; y si hay peligro, dos. Puede dejar ligeramente entreabierta la puerta de la calle para poder oír si viene alguien.

—Sí, señor.

Y Annie salió al pasillo y cerró la puerta del saloncito.

El médico se había acercado al hornillo a calentarse las manos.

—Nos han dicho que esta noche os vais —dijo a los chicos.

—Tenemos que irnos —contestó Tom.

El intendente asintió:

—Sí, ya lo sé. Nos han dicho que vais a llevar al señor Corell.

Tom soltó una amarga carcajada.

—Nos parece un deber. Como nos llevamos su bote no queremos dejarle en tierra. No es agradable verle en las calles.

—¡Ojalá se hubiera ido! Con llevarle no hacéis sino correr un peligro más —replicó tristemente el intendente.

Will repitió lo que había dicho su hermano:

—No es agradable verle en las calles. Al pueblo no le sienta bien.

—¿Os lo podréis llevar? ¿No toma precauciones? —preguntó el médico.

—Sí. Es cauteloso a su manera. Pero generalmente va a casa a pie a eso de las doce. Nosotros le esperaremos detrás del muro. Creo que por la parte baja del jardín podemos llevarle a la ribera. Allí está amarrado su bote. Hoy hemos estado a bordo para prepararlo.

El intendente repitió:

—¡Ojalá no tuvierais que llevároslo! Es un peligro más. Si da un grito, puede acudir la patrulla.

—No dará ningún grito, y es preferible que desaparezca en el mar —replicó Tom—. Algún día le mataría alguien del pueblo y habría una matanza terrible. No; es mejor que salga al mar.

Molly había vuelto a tejer:

—¿Lo vais a echar por la borda?

—Va a salir al mar, señora —contestó Will, sonrojándose. Y, volviéndose hacia el intendente, preguntó—: ¿Quería vernos, señor intendente?

—Sí, quería hablar con vosotros. El doctor Winter y yo hemos procurado comprender la situación… Se habla tanto de justicia, de injusticias y de la conquista… Han invadido nuestro pueblo, pero no creo que lo hayan conquistado.

Se oyó un golpe seco en la puerta y la habitación quedó en silencio. Las agujas de Molly cesaron de tejer. La mano que había extendido el intendente quedó en el aire. Tom, que se estaba rascando una oreja, dejó la mano donde estaba y cesó de rascarse. Todos permanecieron inmóviles. Todas las miradas se volvieron hacia la puerta. Después, vagamente al principio, pero con una intensidad que fue aumentando, se oyeron los pasos de la patrulla, el crujido de sus botas en la nieve y unas voces. La patrulla pasó por delante de la casa, y el ruido de sus pasos se perdió a lo lejos. Se oyó otro golpecito en la puerta. Las personas que estaban en el salón se calmaron.

—Annie debe de tener frío en el pasillo —exclamó el intendente, y, recogiendo del diván su abrigo, abrió la puerta y se lo alargó a la cocinera—. Póngase esto por los hombros. —Y volvió a cerrar la puerta—. No sé lo que haría sin ella. Va a todas partes; lo ve todo y lo oye todo.

—Tendremos que irnos pronto, señor intendente —dijo Tom.

—¡Ojalá olvidarais lo del señor Corell! —replicó el doctor Winter.

—No podemos. No es agradable verle en las calles —repuso Tom mirando al intendente.

El intendente replicó con lentitud:

—Quiero hablar con sencillez. Éste es un pueblo pequeño. La justicia y la injusticia se manifiestan en pequeñas proporciones: fusilamiento de vuestro hermano, fusilamiento de Alex Morden, venganza contra un traidor. El pueblo está furioso y no puede luchar. Pero todo en pequeñas proporciones. Se trata de la lucha de un pueblo contra otro, no de una idea contra otra.

—Es extraño que un médico hable de destrucción, pero creo que todos los pueblos invadidos quieren resistir —repuso el doctor Winter—. Estamos inermes; no bastan la moral y los cuerpos. La moral de un hombre inerme se hunde.

—¿Para qué hablamos de todo esto? ¿Qué quieren de nosotros? —preguntó Will.

—Queremos luchar contra ellos y no podemos —replicó el intendente—. Ahora utilizan el hambre, y el hambre debilita. Vosotros vais a Inglaterra. Es posible que nadie os escuche, pero decidles de nuestra parte, de parte de un pueblecito, que nos den armas.

—¿Qué armas? ¿Fusiles?

Se oyó otro golpecito en la puerta y todos se quedaron helados donde estaban. De la calle llegó el ruido de los pasos de la patrulla, pero a paso redoblado, a la carrera. Will se acercó rápidamente a la puerta. Los pasos resonaron enfrente de la casa. Después se oyeron unas órdenes en voz baja y la patrulla echó a correr. Hubo otro golpecito en la puerta.

—Deben de buscar a alguien —dijo Molly—. ¿A quién buscarán?

—Tenemos que irnos —replicó Tom, intranquilo—. ¿Quieren ustedes fusiles, señor intendente? ¿Pediremos fusiles?

—No. Explicad la situación. Estamos vigilados. Cualquier paso que demos significa represalias. Necesitaríamos medios secretos, sencillos, potentes: explosivos, dinamita para volar vías, granadas si es posible, y hasta veneno —dijo el intendente, con rabia—. Esta guerra no es una guerra decente. Es una guerra de traiciones y de asesinatos. Tenemos que emplear los métodos que ellos emplean con nosotros. Que tiren los ingleses bombas grandes sobre la mina y sobre las fábricas, pero que nos tiren también bombas pequeñas que podamos ocultar y poner debajo de los raíles y de los depósitos. Entonces estaríamos armados, secretamente armados, y el invasor no sabría quién de nosotros está armado. Que nos tiren armas sencillas. ¡Ya sabremos utilizarlas!… Winter interrumpió:

—Nunca sabrán de dónde va a venir el golpe. Ni los soldados ni las patrullas sabrán quién de nosotros está armado.

Tom se pasó la mano por la frente.

—Si conseguimos llegar lo explicaremos, señor intendente, pero… he oído que en Inglaterra mandan todavía unos hombres que no se atreven a poner armas en manos del pueblo.

El intendente le miró:

—No había pensado en eso. Bueno: veremos. Si esa gente sigue todavía gobernando en Inglaterra y en Estados Unidos, el mundo está perdido. Si os quieren escuchar, decidles lo que os hemos dicho. Necesitamos ayuda, pero si la obtenemos —y se puso muy serio— nos ayudaremos a nosotros mismos.

—Si nos proporcionan dinamita, la ocultaremos, la enterraremos para cuando la necesitemos, y el invasor no volverá a tener un momento de descanso. Volaremos sus depósitos de municiones —repuso el médico.

Todos se excitaron. Molly dijo con dureza:

—No los dejaríamos descansar. No los dejaríamos dormir. Jugaríamos con sus nervios, y no se sentirían tan seguros.

—¿Nada más, señor intendente? —preguntó Will en voz baja.

—Nada más. Eso es lo esencial —repuso el intendente.

—¿Y si no nos escuchan?

—Intentadlo como vais a intentar escapar.

Se abrió la puerta y entró Annie.

—Nada más. Si tenéis que ir ya, irá Annie por delante para ver si el camino está libre —prosiguió el intendente, antes de ver que había entrado Annie.

—Un soldado viene hacia aquí. Tiene el mismo aire que el que ha visitado antes a Molly. He cerrado la puerta —exclamó Annie.

Todos miraron a Molly, y Molly preguntó:

—¿Qué quiere? ¿Por qué vuelve?

Se oyó una suave llamadita a la puerta de la calle. El intendente se dirigió a Molly:

—¿Qué es esto, Molly? ¿Tiene algún disgusto?

—No —contestó Molly—. ¡No! Salgan por la trasera. Dense prisa, dense prisa.

Se oyeron más llamadas y una voz de hombre. Molly abrió la puerta de la cocina.

—¡Pronto, pronto!

El intendente se detuvo frente a ella.

—¿Le sucede algo, Molly? ¿Ha hecho algo?

Annie replicó con frialdad:

—Parece el mismo soldado de antes.

—Sí —dijo Molly al intendente—. Antes ha estado aquí un soldado.

—¿Qué quería? —preguntó el intendente.

—Hacerme el amor.

—¿Y no se lo ha hecho?

—No —contestó Molly—. Váyanse, y tendré cuidado.

—Si le sucede algo, queremos ayudarla —repuso el intendente.

—Nadie puede ayudarme en esto —replicó Molly y, empujándole, añadió—: ¡Vayase!

Annie se quedó y la miró:

—¿Qué quiere ese soldado, señorita?

—No lo sé.

—¿Le va usted a decir algo?

—No —replicó Molly llena de perplejidad—. No. —Y añadió en tono duro—: No, Annie; no le voy a decir nada.

Annie frunció el ceño:

—Más le vale no decirle nada, señorita. —Y al marcharse cerró la puerta.

Seguían llamando. Se oía una voz de hombre.

Molly se acercó a la lámpara. Sentía el peso de una carga enorme. Miró a la lámpara, miró a la mesa, vio las tijeras que yacían junto a la prenda que estaba tejiendo y las agarró pensativamente por las hojas, pero le resbalaron en los dedos y acabó por tenerlas como si tuviera un cuchillo. Sus ojos se llenaron de horror. Miró a la lámpara y su rostro se bañó en luz. Lentamente ocultó las tijeras debajo del vestido.

Seguían llamando. Oía que la llamaban. Se agachó hacia la lámpara y apagó la luz. En la oscuridad de la habitación no se veía sino la mancha roja del hornillo. Abrió la puerta y con una voz tensa y dulce, dijo:

—Ya voy, teniente, ya voy.