Transcurrían lentamente los días y las semanas; transcurrían lentamente los meses. La nieve cayó y se fundió, y volvió a caer y a fundirse hasta que finalmente cuajó. Las oscuras casas del pueblo tenían campanitas, sombreros y cejas blancas. A ambos lados de las entradas había trincheras de nieve. Las gabarras llegaban vacías al puerto y se iban cargadas, pero el carbón no se extraía con facilidad. Los buenos mineros cometían equivocaciones, se mostraban torpes y lentos. La maquinaria se estropeaba, y se tardaba bastante tiempo en repararla. Los habitantes del país conquistado preparaban una lenta y silenciosa venganza. Los traidores que habían ayudado a los invasores —muchos de los cuales creían que el país y la vida mejorarían— empezaban a ver que la autoridad que ejercían era insegura; que el pueblo que habían conocido les miraba fríamente y no les dirigía la palabra.
En el aire acechaba la muerte. En el ferrocarril, que corría pegado a las montañas y unía al pueblo con el resto de la nación, ocurrían accidentes. Separaban las vías; caían sobre ellas aludes de nieve. Ningún tren podía circular sin que se inspeccionara previamente la vía. De cuando en cuando se fugaba a Inglaterra un grupo de jóvenes. Los ingleses bombardearon la mina de carbón, causaron perjuicios y mataron a unos cuantos amigos y a unos cuantos enemigos, pero la cosa no cambió. El odio frío, silencioso, sombrío y acechante fue aumentando a medida que transcurría el invierno. El suministro de los víveres estaba regulado —se les proporcionaban a los obedientes y se les negaba a los desobedientes— de manera de imponer obediencia a toda la población. Pero las reglas tenían sus límites, porque un hombre hambriento no puede extraer carbón, ni levantar cargas, ni transportarlas. En los ojos del pueblo se veía un odio profundo.
El que estaba cercado ahora era el conquistador, los hombres del batallón, que se encontraban rodeados de enemigos y no se atrevían a descuidarse ni un momento. El soldado que se descuidaba desaparecía, y quedaba sepultado en un montón de nieve. Si iba solo en busca de mujer, desaparecía y quedaba sepultado en un montón de nieve. Si bebía, desaparecía. No podían cantar sino en coro, no podían bailar sino uno con otro y poco a poco dejaron de bailar, y las canciones expresaban la nostalgia de su país. No hablaban sino de amigos y de parientes que los querían, y soñaban con el afecto y con la amistad, porque un hombre no puede ser soldado sino unas cuantas horas al día y durante unos cuantos meses del año, y el resto quiere volver a ser hombre, y tener chicas, y tragos, y música, y carcajadas, y tranquilidad; y cuando no los encuentra los desea con un ansia irresistible.
Pensaban constantemente en sus casas. Habían acabado por detestar el país conquistado y hablaban secamente a la gente del pueblo, y la gente del pueblo les contestaba con la misma sequedad. Gradualmente habían empezado a tener miedo, miedo de que aquello no terminara nunca y de que jamás lograran tener tranquilidad ni volver a su país; miedo de que un día se hundieran ellos y los persiguieran por los montes como a conejos, pues el odio de los conquistados no disminuía. Al ver luces, al oír carcajadas, las patrullas se acercaban como si se acercaran a un hogar, pero instantáneamente cesaban las risas y se extinguía el calor, y la gente del pueblo se mostraba fría y obediente. Los soldados que entraban en los restaurantes cuando olían a comida caliente se encontraban con que tenía demasiada sal o demasiada pimienta.
Cuando leían noticias de su país y de otros países conquistados veían que eran siempre buenas y creían en ellas durante algún tiempo, pero acabaron por no creer. Cada soldado llevaba el terror en su corazón. «Si nuestro país se hunde, no nos lo dirán, y lo sabremos demasiado tarde. Esta gente no tendrá contemplaciones. Nos matarán a todos». Recordaban cosas que habían oído de la retirada de Bélgica y de la retirada de Rusia. Los más leídos recordaban la angustiosa y trágica retirada de Moscú, cuando las horquillas de los campesinos se teñían de sangre y la nieve se pudría con los cadáveres.
Sabían que lo mismo sucedería en cuanto se hundieran, o se descuidaran, o durmieran demasiado, y sus sueños eran intranquilos, y de día no podían dominar el nerviosismo. Hacían preguntas que los oficiales no podían contestar porque ignoraban la respuesta y tampoco a ellos se les daba. Además, tampoco los oficiales creían en la información que recibían de su país.
Resultó, pues, que los conquistadores iban teniendo miedo a los conquistados y que el estado de sus nervios les llevaba a disparar contra sombras cuando se hacía de noche. Los acompañaba siempre un frío y sombrío silencio. En una semana se volvieron locos tres hombres, y hasta que los mandaron a su país se oyeron de día y de noche sus lloros y sus gritos. Es posible que de no haber sido por el miedo a la muerte piadosa que los esperaba a los locos en su país hubiesen enloquecido otros, pero la idea de la eutanasia es terrible. El miedo se infiltraba en las casas donde estaban alojados y las hacía tristes, y se cernía sobre las patrullas y las hacía crueles.
Dobló el año, y las noches se alargaron. Oscurecía a las tres de la tarde y no había luz hasta las nueve de la mañana. Como los bombardeos imponían la más completa oscuridad, no brillaban alegremente en la nieve las luces de las casas. Pero cuando aparecían los aviones de bombardeo ingleses se veía siempre alguna luz en la mina de carbón. Los disparos de los centinelas no resolvieron nada, aunque derribaron a más de un hombre que sostenía un farol, y una vez murió una chica que había encendido una lámpara eléctrica.
Los oficiales eran reflejo de sus hombres. Se dominaban más porque su adiestramiento había sido más completo; eran hombres de más recursos porque tenían más responsabilidad, pero también se les había metido el mismo miedo, y en su corazón sentían las mismas nostalgias. Vivían bajo el peso de una doble preocupación. El pueblo conquistado quería sorprenderlos cometiendo equivocaciones; sus hombres querían sorprenderlos en momentos de debilidad. Vivían en una tensión próxima al estallido. Los conquistadores se sentían encerrados en un terrible cerco espiritual, y tanto los conquistadores como los conquistados sabían lo que iba a suceder en cuanto hubiera el menor resquebrajamiento.
El piso alto del palacio de la municipalidad había dejado de ser confortable. Sirviéndose de chinchetas de dibujo habían fijado papel negro en las ventanas. Aquí y allí había montoncitos de objetos preciosos: instrumentos y equipo que no debía correr peligro, prismáticos, máscaras y cascos. Como si los oficiales comprendieran que en alguna parte tenía que haber descanso para que la maquinaria no estallara, la disciplina era allí más laxa. Sobre la mesa había dos linternas de petróleo que proyectaban una luz dura y brillante y trazaban grandes sombras en las paredes. En el silencio se oía su siseo.
El mayor Hunter seguía trabajando. Su tablero quedaba siempre montado, porque las bombas le estropeaban la obra en cuanto la terminaban. No le importaba mucho, pues para él la vida consistía en construir y tenía entre manos muchas más construcciones que las que podía proyectar o terminar. Sentado ante el tablero, con una luz detrás, la escuadra se movía de un lado para otro y el lápiz se afanaba trazando líneas.
Con el brazo en cabestrillo, el teniente Prackle estaba sentado a la mesa del centro y leía una revista ilustrada. Agarrando la pluma desde muy arriba y mirando de vez en cuando al techo para encontrar palabras, el teniente Tonder escribía una carta en el otro extremo de la mesa.
—Cerrando los ojos veo una a una las tiendas de esta calle —exclamó Prackle al pasar una hoja de la revista. Hunter siguió trabajando. Tonder escribió unas cuantas palabras más—. Detrás hay un restaurante que no se ve en esa fotografía. Se llama Burden —prosiguió Prackle.
—Lo conozco. Servían muy buenas almejas —replicó Hunter sin levantar la cabeza.
—¡Ya lo creo! —repuso Prackle—. Todo lo que servían era bueno. No había nada malo. Y el café…
Tonder levantó la cabeza:
—Ahora no sirven ni café ni almejas.
—¡Hombre, no sé! Antes servían las dos cosas, y ya volverán a servirlas —replicó Prackle—. Además había una camarera… —y trazó unas curvas en el aire. Después dirigió la mirada a la revista—. Era rubia, buena moza. Tenía, quiero decir, tiene unos ojos extraños…, como empañados, como si acabara de reír o de llorar. —Y, mirando al techo, continuó en voz baja—: Un día salí con ella. Era encantadora. ¿Por qué no habré vuelto más a menudo? ¿Estará todavía allí?
—Probablemente, no. Es posible que esté trabajando en alguna fábrica —replicó melancólicamente Tonder.
Prackle se echó a reír:
—Espero que en nuestro país no hayan racionado las chicas.
—¿Por qué no? —exclamó Tonder.
—A ti no te interesan mucho las chicas, ¿verdad? No creo que te interesen mucho —le dijo Prackle en tono de broma.
—Me gustan para lo que sirven. No les permito que intervengan en mi otra vida.
—Lo que me parece es que te obsesionan constantemente —replicó Prackle, burlón.
Tonder cambió de conversación:
—Estas malditas linternas me están fastidiando. ¿Cuándo instala usted la dinamo, comandante?
—Ya debería estar montada —replicó Hunter—. Tengo buenos operarios. Habrá que redoblar la guardia.
—¿Cazó usted al individuo que la destrozó? —le preguntó Prackle.
—Puede ser cualquiera de los cinco que tengo detenidos —contestó sombríamente Hunter. Después añadió meditabundo—: ¡Es tan fácil destrozar una dinamo cuando se sabe cómo! Con establecer un contacto se destroza sola. De un momento a otro deberíamos tener luz.
Prackle seguía mirando la revista.
—¿Cuándo nos van a relevar? ¿Cuándo vamos a poder ir a casa a pasar una temporada? ¿No le gustaría ir para tener un descanso, comandante?
Hunter levantó la cabeza y se quedó un momento sin saber qué decir, pero recobró en seguida el dominio de sí mismo:
—¡Ya lo creo! Va la cuarta vez que construyo este trozo. No sé cuál es la razón de que en esa desviación cae siempre una bomba. Me estoy cansando de repararla. A causa de los cráteres tengo que cambiar de ruta cada vez. No hay tiempo para rellenarlos; la tierra helada está demasiado dura y da un trabajo tremendo.
De pronto se encendió la luz eléctrica y Tonder se levantó automáticamente para apagar las linternas. Cesó el siseo.
—¡Gracias a Dios que tenemos luz! —exclamó Tonder—. Ese siseo me estaba poniendo nervioso. Me hacía el efecto de gente que bisbiseaba. —Y, doblando la carta que había estado escribiendo, añadió—: Es raro que no lleguen más cartas. En dos semanas no he recibido más que una.
—A lo mejor no te escribe nadie —le contestó Prackle.
—Es posible —repuso Tonder—; pero, dígame, mi comandante: ¿cree usted que si pasa algo allí…, es decir, algo malo, si muere alguien, o cosa parecida, nos lo dirán?
—No lo sé —contestó Hunter.
—Tengo muchas ganas de salir de este maldito agujero… —prosiguió Tonder.
Prackle le interrumpió:
—Yo creía que querías quedarte a vivir aquí después de la guerra. —E, imitando la voz de Tonder, añadió—: Se juntan cuatro o cinco granjas y se arregla uno una especie de casa solariega. ¿No era eso? ¿No ibas a ser una especie de señor del valle? Ibas a tener unas hermosas praderitas y a estar rodeado de gente agradable y simpática, de ciervos y de niños. ¿No era así, Tonder?
Tonder había dejado caer la mano mientras Prackle hablaba, pero de pronto se llevó las manos a las sienes y habló emocionado:
—¡Calla! No digas esas cosas. ¡Qué gente, qué gente más horrible! No le miran a uno a la cara. —Y se estremeció—. Contestan como si estuvieran muertos. Se limitan a obedecer. Las chicas son de hielo.
Se oyó una llamadita a la puerta, entró Joseph con una carbonera y, avanzando silenciosamente, la dejó sin hacer ruido y se volvió hacia la puerta sin mirar a nadie. Prackle le llamó:
—¡Joseph!
Joseph se volvió y, sin replicar, sin levantar los ojos, hizo una leve inclinación de cabeza.
—¿Hay vino o coñac en la casa? —le preguntó Prackle en el mismo tono imperioso. Joseph meneó la cabeza.
Tonder se levantó indignado, furioso, y le gritó:
—¡Contesta, cerdo! Contesta con palabras.
—No, señor; no hay vino —contestó Joseph en un tono apagado y sin levantar la mirada.
—¿Tampoco coñac? —le preguntó Tonder con la misma furia.
—Tampoco coñac, señor —replicó Joseph en el mismo tono apagado y con la mirada baja.
Pero como se quedó quieto, Tonder le gritó:
—¿Qué quieres?
—Marcharme, señor.
—Entonces, vete, ¡maldito!
Joseph se volvió y salió en silencio. Tonder sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la cara. Hunter le miró:
—No hay que darse por vencido con esa facilidad.
Tonder se sentó en su silla, se llevó las manos a las sienes y dijo con voz entrecortada:
—Quiero una chica. Quiero ir a casa. Quiero una chica. En el pueblo hay una bonita y la veo constantemente. Es rubia. Vive al lado de la ferretería. Quiero esa chica.
—¡Cuidado! Cuidado con los nervios —le dijo Prackle.
En esto se apagaron las luces y la habitación quedó a oscuras. Mientras raspaban fósforos e intentaban encender las linternas, Hunter decía:
—Creía tenerlos a todos, pero se me ha debido de escapar alguno. No puedo pasarme la vida yendo allí. Tengo gente de confianza.
Tonder consiguió encender una de las linternas y encendió luego la otra. Hunter le habló severamente:
—Teniente, si necesita usted hablar, hable con nosotros. Que no le oiga el enemigo esas cosas. Nada les gustaría tanto como el saber que está usted perdiendo el temple. Que no le oigan esas cosas.
Tonder se sentó otra vez. El siseo de las lámparas llenó la habitación. La luz era brillante.
—¡Eso es! Enemigos por todas partes. Todo hombre, toda mujer, hasta todo niño es un enemigo. ¡Enemigos por todas partes! Sus caras nos miran desde los quicios de las puertas, atisban por detrás de las cortinas, escuchan. Los hemos vencido, hemos ganado en todas partes, y ellos esperan y obedecen, pero sobre todo esperan. Medio mundo es nuestro. ¿Sucede lo mismo en otras partes, mi comandante?
—No lo sé —contestó Hunter.
—Eso es —repuso Tonder—. No lo sabemos. Según la información oficial, lo tenemos todo en nuestras manos y los países conquistados vitorean a nuestros soldados, vitorean el nuevo orden. —Y su voz cambió para seguir en tono más suave—: ¿Qué dice la información sobre nosotros? ¿Dice que nos vitorean, que nos quieren, que nos echan flores? ¡Ah, esa gente horrible que espera en la nieve!
—¿Se siente mejor, ahora que se ha desahogado? —le preguntó Hunter.
Prackle había estado tamborileando en la mesa con los dedos de la mano libre.
—No debería hablar así. Esas cosas hay que guardárselas. ¿No es un soldado? Pues compórtese como un soldado.
Se abrió la puerta silenciosamente y entró el capitán Loft. Traía nieve en el casco y en los hombros. Roja la nariz, el cuello del capote le llegaba hasta las orejas.
—¡Qué faena! —exclamó después de quitarse el casco y de sacudirse la nieve de los hombros.
—¿Más disgustos? —le preguntó Hunter.
—Siempre hay disgustos. Ya he visto que su dinamo ha vuelto a funcionar. Yo he arreglado la cuestión de la mina para una temporada.
—¿Qué le ha pasado?
—Lo de siempre… Lentitud y una vagoneta rota. Pero he visto quién la ha roto y le he pegado un tiro. Creo que he encontrado la solución, mi comandante. Se me acaba de ocurrir. Voy a fijar la cantidad de carbón que tiene que extraer cada hombre. No los puedo tener hambrientos porque no podrían trabajar, pero creo que he encontrado la solución. Si no sacan carbón, no hay comida para las familias. Haré que los hombres coman en la mina para que las familias no participen de su comida. Con eso debería quedar todo arreglado. O trabajan, o sus hijos no comen. Se lo acabo de decir.
—¿Qué han contestado?
Loft entornó los ojos en un gesto duro:
—¿Contestar? ¿Contestan algo alguna vez? Nada. Absolutamente nada. Pero ya veremos si ahora sale el carbón. —Y quitándose el capote, lo sacudió, pero al ver que la puerta estaba entreabierta, avanzó en silencio, la abrió bruscamente y la volvió a cerrar.
—Creí que la había cerrado bien.
—Y la había cerrado usted bien —replicó Hunter.
Prackle pasó unas cuantas hojas de la revista ilustrada y habló en tono normal:
—Son monstruosos esos cañones que empleamos en Oriente. No he visto nunca ninguno. ¿Usted, mi capitán?
—Sí. Los he visto funcionar. Son admirables. No hay nada que se les resista.
—¿Tiene usted muchas noticias de casa, mi capitán? —le preguntó Tonder.
—Bastantes.
—¿Todo va bien?
—Estupendamente. Nuestras tropas avanzan en todas partes.
—¿No hemos acabado de derrotar a los ingleses todavía?
—Los hemos derrotado en todas las batallas.
—Pero ¿siguen luchando?
—No hacen más que incursiones aéreas.
—¿Y los rusos?
—Eso se ha acabado.
—Pero ¿no siguen luchando? —insistió Tonder.
—En alguna que otra escaramuza.
—Entonces, casi hemos ganado, ¿verdad?
—Sí, hemos ganado.
Tonder le miró fijamente y exclamó:
—Usted lo cree así, ¿verdad, mi capitán?…
—No hay que dejarle empezar de nuevo —interrumpió Prackle.
Loft frunció el ceño:
—No sé a qué se refiere usted.
—A lo siguiente —replicó Tonder—. Antes de mucho volveremos a casa, ¿verdad?
—La reorganización nos llevará algún tiempo —dijo Hunter—. El nuevo orden no puede empezar a funcionar en un día.
—¿Tendremos que quedarnos aquí toda la vida?… —preguntó Tonder.
—No hay que dejarle empezar de nuevo —volvió a interrumpir Prackle.
Loft se acercó a Tonder:
—Teniente, no me gusta el tono de sus preguntas. No me gusta el tono de duda.
Hunter alzó la mirada:
—No sea duro con él, Loft. Está cansado. Todos, estamos cansados.
—También yo estoy cansado —replicó Loft—, pero no dejo que me asalten dudas traidoras.
—Le digo a usted que no lo atormente. ¿Sabe usted dónde está el coronel?
—Está redactando su informe. Pide refuerzos. Esta labor es más difícil de lo que creíamos.
—¿Los conseguirá? —preguntó, muy excitado, Prackle.
—¡Qué sé yo!
Tonder sonrió y dijo suavemente:
—¡Refuerzos! Quizá sean relevos. Quizá podamos ir a pasar una temporada en casa. —Y añadió sonriendo—: Me gustaría ir por la calle y oír decir: «Hola» y «Ahí va un soldado», y verlos alegrarse de mi regreso. Podría ver a los amigos y volverme de espaldas a la gente sin sentir miedo.
—No empieces —exclamó Prackle—. ¡Que no se excite otra vez!
—Tenemos bastantes problemas sin que nuestros oficiales se vuelvan locos —replicó Loft enojado.
Pero Tonder prosiguió:
—¿Cree usted que vendrán relevos, mi capitán?
—No he dicho eso.
—Pero ha dicho que tal vez vengan.
—He dicho que no sabía. Mire, teniente: hemos conquistado ya medio mundo y tenemos que hacer de policías una temporada. Ya lo sabe usted.
—¿Y el otro medio? —preguntó Tonder.
—Seguirá luchando a la desesperada durante cierto tiempo —contestó Loft.
—Entonces tenemos que extendernos por todas partes.
—Durante algún tiempo —replicó Loft.
—Ojalá le hiciera usted callar. Ojalá le hiciera usted callar. Dígale que se calle —exclamó Prackle.
Tonder sacó un pañuelo, se sonó, se rió turbado y habló como el hombre que ha perdido la cabeza.
—He tenido un sueño raro. Bueno: supongo que ha sido un sueño. Es posible que haya sido un pensamiento. Ha sido un pensamiento o un sueño.
—Dígale que se calle, mi capitán —gritó Prackle.
—¿Hemos conquistado este pueblo, mi capitán? —preguntó Tonder.
—Claro que sí —contestó Loft.
En la risa de Tonder hubo un timbre histérico:
—Lo hemos conquistado y tenemos miedo: somos los conquistadores y estamos cercados. —Y soltó una estridente carcajada—: He soñado, o he pensado, que estaba en la nieve y que en los quicios de las puertas había unas sombras negras, y que por detrás de las cortinas atisbaban unas caras serias. He tenido un sueño o un pensamiento…
—Dígale que se calle —interrumpió Prackle.
—He soñado que el líder estaba loco.
Loft y Hunter se echaron a reír, y Loft dijo:
—Ya ha visto el enemigo lo loco que está. Tendré que contar ese sueño. Nuestros diarios publicarán muy complacidos eso de que el enemigo se ha enterado de que el líder está completamente loco.
Tonder seguía riéndose:
—Conquista tras conquista y cada vez nos hundimos más en la melaza. —Y, al sofocarle la risa, tosió en el pañuelo—. Es posible que el líder esté loco. ¡Las moscas conquistan el papel cazamoscas! ¡Las moscas conquistan doscientas millas de papel cazamoscas!
La risa de Tonder era cada vez más histérica. Prackle se inclinó y le sacudió con la mano libre:
—¡Calla! ¡Calla! ¡No tienes derecho a decir esas cosas!
Loft comprendió gradualmente que la risa de Tonder era histérica y, acercándose, le dio una bofetada:
—¡Basta, teniente!
Tonder siguió riéndose y Loft le dio otra bofetada:
—¡Basta, teniente! ¿Me oye usted?
Tonder cesó bruscamente de reír. En el silencio de la habitación no se oía más que el siseo de las linternas. Tonder miró asombrado a la mano, se palpó la cara, volvió a mirarse la mano y bajó la cabeza:
—Quiero ir a casa.